XX. Una súplica
XX
Una súplica
Sydney Carton fue el primero en felicitar a los novios cuando Charles Darnay, Lucie y el doctor regresaron a Londres. Sus hábitos no habían mejorado, y mucho menos su continente, pero se veía en él cierta amabilidad completamente nueva.
Carton aguardó la ocasión de llevar a Darnay a una ventana para poder hablarle sin que los oyesen.
—Señor Darnay —le dijo—, deseo que seamos amigos.
—¿No lo somos ya, señor Carton?
—En efecto, pero no estoy satisfecho con nuestra antigua amistad.
—¿Qué queréis, pues?
—Quiero otra cosa: al expresar el deseo sincero de ser vuestro amigo no doy a mis palabras el sentido que podríais atribuirles.
—Explicaos, Carton.
—¡Explicarme! —respondió Carton, sonriendo—. Lo que quiero decir es más fácil de concebir que de explicar y especialmente de hacéroslo comprender. Sin embargo, voy a intentarlo. ¿Os acordáis de cierta circunstancia memorable en que estaba algo más embriagado… de lo que acostumbro?
—Lo único que recuerdo es que en una circunstancia en verdad muy memorable me obligasteis a confesar que habíais bebido más de lo regular.
—¡Cuánto lo recuerdo, señor Darnay! La memoria de esos días malditos pesa terriblemente sobre mi alma. Espero que algún día, cuando todo haya acabado para mí, se tome en consideración todo lo que he sufrido. Pero no os asustéis, no tengo intención de predicar.
—¿Por qué he de asustarme? La animación es en vos un síntoma tranquilizador.
—Bien, bien —dijo el abogado haciendo un ademán como para alejar esas palabras—. En las mencionadas circunstancias, en las cuales estaba ebrio, cosa por otra parte bastante frecuente, dije algunas inconveniencias, y tendría una satisfacción en que las olvidaseis.
—¡Me recordáis sucesos tan antiguos!
—Sin embargo, señor Darnay, a mí me cuesta mucho olvidar, y aquella noche está muy presente en mi memoria para que una frase cortés pueda borrarla.
—Perdonad si no he hablado con formalidad de un asunto que me parece tan trivial —respondió Charles—, y confieso mi sorpresa al ver la importancia que le dais. Declaro por mi honor que hacía mucho tiempo que había olvidado esos detalles, y, por otra parte, ¿de qué podría acordarme sino del eminente servicio que me prestasteis entonces?
—Servicio insignificante —repuso Carton—, un simple medio de defensa; a eso se reduce todo. Me veo obligado a deciros que me cuidaba muy poco de seros útil cuando os lo presté: advertid que hablo del pasado.
—Tratáis muy ligeramente el favor que os debo —dijo Darnay.
—Es la pura verdad; creedlo. Pero me he salido de la cuestión, porque os preguntaba si podíamos ser amigos. Ya me conocéis, sabéis que soy indigno de tratarme con una persona decente; preguntádselo a Stryver, y os lo dirá como yo.
—No necesito consultar a nadie para formarme una opinión.
—Como gustéis. En todo caso, sabéis que soy un miserable que jamás ha hecho nada y que nunca hará nada bueno.
—No sé si exageráis.
—No exagero, no; digo la verdad y podéis creerme. Así pues, si no os repugna admitir en vuestro aprecio a un ser de mi especie, a un hombre sin mérito ni reputación, desearía que me dieseis licencia para venir aquí algunas veces y daros ocasión para que me consideréis un objeto inútil a pesar de la semejanza que existe entre nosotros, un mueble que se tolera por sus antiguos servicios y del cual no se hace caso. No creáis que abusaré del permiso; podría apostarse ciento contra uno a que apenas lo aprovecharé tres o cuatro veces al año, pero será para mí una grata satisfacción pensar que podría venir con más frecuencia.
—En ese caso aprovechadlo.
—Entonces, ¿no rechazáis mi petición? Mil gracias, Darnay. ¿Cuento con vuestra autorización para gozar de esa libertad?
—Desde hoy, Carton.
Se estrecharon la mano y Sydney se retiró. Un minuto después había vuelto a abandonarse a su indolencia y no era más, según su costumbre, que una sombra de sí mismo.
En el curso de la velada, cuando Charles Darnay se encontró solo en familia, incluyendo al señor Lorry, dijo algo sobre la conversación que había tenido con Sydney, al cual se refirió como un problema indefinible, un conjunto de desorden y de indolencia, pero lo dijo sin amargura, sin enojo y como cualquier otro lo hubiera hecho juzgando por las apariencias.
Charles estaba muy lejos de pensar que su mujer había escuchado con interés lo que decía sobre Carton, pero, cuando subió a su habitación, se la encontró allí esperando y con una arruga profunda en su encantadora frente.
—Estamos muy pensativos esta noche —dijo Charles abrazándola por la cintura.
—Sí —dijo Lucie, poniendo las manos en el pecho de su marido y con una mirada grave y penetrante—, estoy pensativa porque guardo un pesar en mi corazón.
—¿Qué pesar es ése, querida Lucie?
—¿Me prometes no repetir las preguntas cuando no quiera responder?
—¡Sí, lo prometo! ¿Qué no te prometería yo, ángel querido?
En efecto, ¿qué podía negarle él a aquella mujer deliciosa cuyos rubios cabellos separó para ver mejor el rostro, mientras ponía la otra mano en aquel corazón que latía para él?
—Charles, ese pobre Carton merece ser tratado con más consideración y respeto de lo que has hecho esta noche.
—¿Será cierto, ángel mío? ¿Y por qué?
—He aquí una de las preguntas que no debo responder, pero estoy segura de lo que digo.
—Eso me basta; también yo lo creo. ¿Cuáles son ahora tus órdenes, alma mía?
—Quiero pedirte que seas generoso con él, Charles querido, que tengas indulgencia con sus defectos y le defiendas cuando esté ausente. Quisiera convencerte de que tiene buenos sentimientos, porque, aunque pocas veces lo manifiesta, abriga un corazón desgarrado por profundas heridas. Yo he podido verlas y ver caer sus lágrimas.
—Siento en el alma haber sido injusto con un hombre que te ha descubierto su corazón —repuso Charles, sumamente sorprendido—; nunca habría pensado que Carton abrigara sentimientos de ternura. Lo compadezco.
—Es cierto, Charles. Temo que hemos llegado tarde para salvarlo, y tal vez su situación no tiene remedio ya, pero estoy segura de que es capaz de ser leal, de sacrificarse, de ser magnánimo.
Estaba tan hermosa en la pureza de su fe en aquel hombre perdido que Charles se habría pasado horas enteras contemplándola.
—¡Charles querido! —dijo Lucie apoyando la cabeza en su pecho y mirándolo a los ojos—. ¡Recuerda cuánta fuerza nos da la felicidad y cuán débil es él en su miseria!
—No lo olvidaré, vida mía —respondió Charles, profundamente conmovido—; lo recordaré hasta el último momento.
E inclinándose sobre la cabeza adorada, acercó sus labios a los labios de rosa y estrechó con sus brazos la cintura graciosa y esbelta.
Si el hombre solitario que en aquel momento recorría las calles oscuras hubiese podido oír su tierna confidencia, si hubiera podido ver las lágrimas de piedad que brotaban de sus ojos azules y que Charles enjugaba con sus labios, habría exclamado en las tinieblas, y quizá no por primera vez:
—¡Bendita sea por su dulce compasión!