Historia de dos ciudades

VII. El señor Marqués en la ciudad

VII

El señor Marqués en la ciudad

Monseigneur, uno de los hombres más influyentes de la corte de Francia, uno de los grandes estadistas que disponían entonces del poder, recibía dos veces al mes en el magnífico palacio que habitaba en París, y aquel era día de reunión. Mientras la turba idólatra abarrotaba servilmente sus salones, Monseigneur, retirado en un suntuoso tocador que le servía de santuario, estaba tomando chocolate. Monseigneur podía engullir fácilmente muchas cosas, y algunos malintencionados hasta se atrevían a pensar que absorbía rápidamente los tesoros de Francia, pero su chocolate no podía llegar hasta su noble garganta sino con el auxilio de cuatro hombres robustos, sin contar el repostero que lo había hecho.

Nada más cierto; para que el bendito chocolate llegase a los labios de Monseigneur se necesitaban cuatro hombres en toda la fuerza de la edad, con galones de oro en todas las costuras, y cuyo jefe, rivalizando con su noble y respetable amo, no podía existir sin llevar al menos dos relojes. Uno de estos criados llevaba la chocolatera a presencia de Monseigneur; el segundo espumaba el chocolate con el pequeño instrumento dedicado a este uso y del cual estaba encargado; el tercero ponía la jícara, el plato y la servilleta; y el cuarto, el de los relojes, vertía el líquido. Estos cuatro criados eran indispensables a Monseigneur para conservar el rango que ocupaba bajo los cielos inclinados ante su frente, y sería para su blasón una mancha indeleble que el chocolate que tomaba todas las mañanas se lo sirvieran innoblemente tres criados, y cosa de morirse de vergüenza si solo se lo sirvieran dos.

Monseigneur había asistido la noche anterior a una cena donde los teatros de la Comedia y de la Ópera habían estado representados por sus bellezas más a la moda, pues comía con mucha frecuencia fuera de casa y casi siempre en compañía de damas muy delicadas. Monseigneur tenía tanta delicadeza y sensibilidad de ánimo, que los intereses de los teatros de la Comedia y de la Ópera llamaban su atención con preferencia a las necesidades de la nación; circunstancia altamente favorable para Francia, como para todos los reinos que gozan de igual privilegio, del cual se vio favorecida Inglaterra en la época en que la vendió uno de los Estuardos.

Monseigneur tenía, sobre los asuntos generales que conciernen al público, una noble teoría, a saber: que es conveniente que las cosas sigan la senda que mejor les plazca; y, en cuanto a los asuntos privados del Estado, pensaba no menos noblemente que debían marchar como a él le convenía, esto es, llenando su bolsillo y acrecentando su poder. Monseigneur alimentaba la idea verdaderamente noble de que el mundo había sido creado para contribuir a sus placeres. «La tierra y todo lo que contiene es mío», decía, tomando por divisa el texto sagrado, del cual solo cambiaba el pronombre posesivo.

Sin embargo, había llegado a descubrir que se habían introducido en sus asuntos públicos y particulares algunos obstáculos importantes y, obligado por la fuerza de las circunstancias, había emparentado con un asentista millonario. Dos razones le habían impulsado a tomar esta resolución desesperada: la primera, que, no pudiendo hacer nada en favor de las rentas del Estado, era preferible entregárselas a una mano más hábil; y la segunda, que, siendo los asentistas muy ricos y empobreciéndose él de día en día por la obligación de conservar el lujo hereditario de las generaciones anteriores, sus millones eran puntales muy eficaces para sostener el edificio ruinoso de su fortuna. Había sacado, pues, a su hermana del convento, donde muy pronto debía tomar el velo (el traje menos caro que podía vestir), y la había casado con un asentista tan pobre de cuna como rico en escudos.

El millonario se encontraba aquel día entre la multitud en los salones de su cuñado, donde era objeto del culto de los mortales, a excepción, sin embargo, de algunas personas de nobilísima estirpe, entre ellas su mujer, que lo miraban con el más soberano desprecio. El asentista era un personaje suntuoso con treinta caballos en sus caballerizas, veinticuatro lacayos en sus antesalas y seis mujeres al servicio de su esposa; y, aunque se sabía que todas sus hazañas se reducían a estrujar el bolsillo del prójimo, los que acudían a la tertulia de Monseigneur lo consideraban el único personaje de verdadera importancia.

En efecto, a pesar de su esplendor, los magníficos salones de Monseigneur, atestados de las maravillas que el arte y el gusto de la época podían producir, eran muy poco sólidos, y no habrían dejado de causar bastante inquietud a quien se hubiese acordado de los espantajos haraposos y con gorros de algodón que habitaban en el extremo opuesto de la ciudad (bastante cerca del palacio, sin embargo, ya que las torres de Notre-Dame estaban a igual distancia de ambos extremos)… si es que hubiese habido alguien, en los salones de Monseigneur, que se acordara de tales cosas. Se veían ahí oficiales que carecían de nociones militares, marinos que ni siquiera sabían lo que era un navío, administradores que ignoraban las leyes de la administración y sacerdotes cínicos, mundanos del peor de los mundos, con ojos sensuales, lenguas sueltas y vidas más sueltas aún: todos ellos incapaces de cumplir con sus cargos, mintiendo descaradamente al ostentar los títulos que no merecían, pero pertenecientes de cerca o de lejos a la casa de Monseigneur, y provistos por este motivo de todos los empleos o dignidades de los que se podía sacar algún provecho. No eran menos numerosos en aquellos salones otros individuos que ningún parentesco tenían con los anteriores pero que, como clase, seguían el mismo sistema de ostentación y falsedad: médicos que hacían fortuna con drogas agradables que prescribían para males imaginarios y sonreían en las antesalas a su noble clientela; proyectistas que habían encontrado excelentes remedios para cicatrizar las llagas del Estado (excepto el de poner manos a la obra y erradicar los abusos) y que revelaban sus portentosos secretos a los necios; filósofos sin fe que regeneraban el mundo con frases huecas, construían castillos de naipes para escalar el cielo y hablaban con utopistas sin conciencia, preocupados únicamente por la piedra filosofal; gentes de modales finísimos, cuya educación perfecta se manifestaba entonces, como en nuestros días, por una profunda indiferencia a todas las cosas formales, y que ostentaban su hastío y su impotencia en el palacio de Monseigneur. Y lo más curioso de todo era que los espías que formaban casi la mitad de tan excelente concurrencia se habrían visto en un apuro para descubrir en sus salones a una sola mujer que por sus ademanes y su aspecto delatara que era madre. A decir verdad, dejando aparte la acción material de dar al mundo una criatura que estorbaba, muy pocas eran las nobles damas de aquella reunión que conociesen la maternidad. Robustas aldeanas conservaban en sus rústicas cabañas los importantes vástagos de tan nobles familias, y sus elegantes abuelas, que habían pasado de los cincuenta, vestían y galanteaban como a los veinte años.

La lepra de la mentira y la simulación desfiguraba a todos los personajes que acudían a la tertulia de Monseigneur. Sin embargo, en la primera antesala se encontraban cinco o seis individuos excepcionales que desde hacía algunos años presentían vagamente que el gobierno seguía una senda errada y, con la esperanza de dar a la sociedad la regeneración que reclamaba, la mitad de esta media docena de pesimistas había entrado en una secta de convulsionarios, y se preguntaban si harían bien en arrojar espuma por la boca, lanzar alaridos y padecer un ataque de catalepsia para avisar a Monseigneur de que seguía una dirección peligrosa. Los otros tres, que no participaban de la fe de estos derviches, pretendían salvar el Estado con cierta jerga místico-filosófica; según ellos, el hombre se había apartado del centro de la verdad, lo cual no necesitaba demostración, pero tampoco se había salido de la circunferencia, y, para conservarlo en ella y hacer que se acercase al centro, era preciso ayunar y ponerse en comunicación con los espíritus puros. Entre éstos, en consecuencia, se podía escuchar mucho discurseo sobre espíritus… que creaba un mundo de bondad que jamás se haría manifiesto.

Había, no obstante, una circunstancia muy consoladora en los salones de Monseigneur, y es que todas las personas que se hallaban allí reunidas vestían con la mayor elegancia. Si el Día del Juicio tuviera que ser un día de fiesta, todos los presentes gozarían de una eterna corrección. Se veían cabellos rizados, empolvados y peinados con gracia, caras de tez delicada, reparada o conservada con arte, y espadas galantes al servicio de un honor quisquilloso en materia de perfumes y pomadas. Estos señores, de traje tan elegante y a la moda, se volvían con lentitud, agitaban las alhajas que colgaban de sus relojes, y el aire embalsamado que acompañaba el sonido metálico de los colgantes, cadenas, collares y plumeros de diamantes, el crujido de los vestidos de seda y de brocado y el roce del encaje y de la holanda hacían olvidar el arrabal de Saint Antoine y su hambre devoradora.

El lujo era el atractivo supremo, el talismán infalible que la sociedad de entonces empleaba para conservar su existencia, y todos parecían vestirse como para un baile de disfraces que, según la opinión común, no debía terminar jamás. Desde el palacio de las Tullerías a Monseigneur y a la corte, a los nobles, los magistrados y la clase media, todo el mundo cooperaba en esta preciosa mascarada, y hasta el verdugo, para contribuir al efecto teatral, vestía un riquísimo uniforme «con cabellos rizados y empolvados, casaca con galones de oro, escarpines y medias de seda blanca». Con este traje ahorcaba y descuartizaba a los criminales, y muy raras veces empleaba el hacha. ¿Quién habría podido poner en duda, entre los señores que se encontraban en los salones de Monseigneur en el año de gracia de 1780, que no habría de sobrevivir a las estrellas un sistema apoyado en un verdugo rizado, empolvado, que vestía una casaca con galones de oro y llevaba escarpines y medias de seda?

Cuando Monseigneur exoneró de su pesado trabajo a los cuatro hombres y acabó de tomar el chocolate, dio orden de que abriesen las puertas de par en par y salió de su santuario. ¡Qué servilismo! ¡Qué abyección! Concediendo aquí un ademán, allá una inclinación de cabeza y acullá una sonrisa, y a veces una palabra a los más favorecidos, Monseigneur pasó con aire afable de salón en salón hasta llegar a las remotas regiones donde se hallaban los partidarios de la circunferencia verídica. Luego volvió atrás, entró otra vez en su santuario y desapareció entre la multitud. Terminada la recepción, el soplo embalsamado que revoloteaba en los salones se transformó en un pequeño huracán y los preciosos colgantes resonaron hasta en los últimos escalones del palacio.

Muy pronto no quedó más que un individuo que, con el sombrero debajo del brazo y la caja de oro en la mano, cruzaba lentamente los salones desiertos. Cuando llegó a la puerta de la antesala, se volvió hacia el santuario del ministro, y, con tono glacial mezclado de amargura, mientras se sacudía el tabaco que le quedaba en los dedos, como se sacude el polvo de los pies cuando uno se aleja de un sitio al que no quiere volver más, dijo:

—¡Maldito seas!

Era un hombre de unos sesenta años, vestido con refinada elegancia, de gesto altivo, y con una máscara de palidez transparente por rostro, cuyas facciones delicadas revelaban una calma impasible. El único cambio de semblante que podía percibirse a veces en tal máscara de piedra se manifestaba encima de la nariz, en una ligera depresión cuya forma era, sin embargo, muy grácil, y en ciertas circunstancias se observaba en ella una tonalidad rojiza imperceptible y fugitiva, o débiles pulsaciones que daban un aspecto de crueldad y de astucia al resto del rostro. Si se le examinaba entonces con atención, se encontraba esta expresión de astucia y de crueldad en la boca y en la órbita de los ojos, cuyas líneas eran muy delgadas y horizontales. Sin embargo, el conjunto era elegante y muy distinguido.

El dueño de esta cara notable bajó tranquilamente la escalera, cruzó el patio y subió a su carroza. En la recepción que acababa de celebrarse, Monseigneur le había manifestado poco interés y casi nadie le había dirigido la palabra, y ésta era la causa del estado de irritación que le llevaba a ver con gusto a la turba dispersándose delante de sus caballos. El cochero los obligaba a galopar como si cargase contra el enemigo, y su insensato afán de correr y atropellar no le procuraba el desagrado de su amo.

Aunque por lo general en aquella ciudad sorda la masa del pueblo era muda, muchos se quejaban a veces hasta en voz alta de la rapidez con que los nobles cruzaban las calles angostas, donde los coches maltrataban a los villanos de la manera más cruel; pero, al cabo de un momento, los autores de estas desgracias las habían olvidado, y los villanos se arreglaban como podían.

El carruaje volaba con estruendo en medio de calles sin aceras, ahuyentando a mujeres despavoridas y a hombres que en su fuga cogían a los niños en brazos para que no los pisaran los caballos. De pronto, al desembocar en una calle muy frecuentada, con una fuente en una esquina, una de las ruedas del carruaje tropezó con un objeto, salió un grito de la boca de los transeúntes, y los caballos retrocedieron encabritándose. De no haber sido por esta circunstancia es probable que el coche hubiera continuado su camino. Acostumbraban los nobles a dejar tras de sí a sus víctimas, pero en aquella ocasión uno de los lacayos había saltado a la calle impelido por el terror, y veinte puños robustos se apoderaron de las riendas.

—¿Qué sucede? —preguntó el señor asomándose a la portezuela.

Un hombre de elevada estatura había sacado de entre los pies de los caballos un montón de harapos ensangrentados y, colocándolos sobre el pilón de la fuente, los acariciaba aullando como un animal silvestre.

—Perdonad, señor marqués —dijo con humildad un hombre andrajoso—, es un niño…

—¿Por qué grita tanto ese miserable? ¿Es suyo el niño?

—Sí, señor marqués; perdonadle porque da lástima.

La calle formaba en aquel paraje una plazuela de unos doce metros de anchura, y la fuente, en la esquina opuesta al carruaje, se encontraba a cierta distancia. De pronto se levantó el hombre alto del cieno donde estaba arrodillado y corrió hacia el carruaje con un gesto tan amenazador que el señor marqués echó mano a la empuñadura de la espada.

—¡Está muerto! —exclamó el desventurado padre con desesperación y levantando los brazos al cielo.

La multitud rodeó el carruaje y dirigió al noble una mirada ansiosa, pero sus ojos no expresaban amenaza ni cólera. Después de exhalar un grito de terror guardaron silencio, y únicamente se oía la voz humilde y sumisa del hombre andrajoso. El señor marqués los miraba con frialdad y desdén, como si fueran ratones salidos del arroyo, y dijo sacando el bolsillo:

—No sé cómo tenéis tan poco cuidado de vuestros hijos y de vosotros mismos: se os encuentra siempre debajo de las ruedas de los coches o entre los pies de los caballos, y recelo que uno de los míos está herido. Toma, dale esto.

Todas las cabezas se adelantaron para ver lo que arrojaba al criado; era una moneda de oro.

—¡Está muerto! —repitió el padre del niño en un tono desgarrador.

Un hombre robusto acudió al lugar de los hechos con paso rápido; la multitud se apartó para dejarle pasar, y el hombre se acercó al pobre padre, que se arrojó en sus brazos sollozando y señalándole con la mano la fuente donde algunas mujeres, inclinadas sobre el bulto inmóvil, se movían con cuidado en torno a él.

—Lo sé todo —dijo el recién llegado—, lo sé todo. Ánimo, pobre Gaspar, consuélate; vale más que tu hijo haya muerto sin padecer. ¿Crees que habría pasado una sola hora de su vida sin sufrir dolorosos tormentos?

—Veo que eres filósofo, buen hombre —dijo el señor marqués sonriendo—. ¿Cómo te llamas?

—Defarge.

—¿Qué oficio tienes?

—Soy tabernero, señor marqués.

—Toma, tabernero filósofo —dijo el noble, arrojando otra moneda de oro—. ¿Están bien los caballos?

El señor marqués volvió a arrellanarse en el coche sin mirar por segunda vez a la gente congregada, y se alejaba ya con la actitud de quien por casualidad ha roto un objeto cuyo valor ha pagado, cuando turbó su quietud una moneda de oro arrojada con tal destreza que rodó por la alfombra del carruaje.

—¡Para! —gritó—. ¡Para!

El señor marqués volvió la mirada hacia el sitio donde acababa de hablar con el tabernero, pero únicamente vio al pobre Gaspar que se arrastraba por el suelo sollozando, y junto a este desgraciado la alta estatura y el rostro sombrío de una mujer que estaba haciendo punto.

—¡Miserables! —dijo tranquilamente—; aplastaría con gusto hasta el último vástago de esa raza malvada para que desapareciese de la tierra. Si supiera quién es el canalla que ha arrojado esto en el coche, tendría un gran placer en molerlo debajo de las ruedas.

Su carácter era tan abyecto y estaban todos tan convencidos de que aquel hombre ejecutaría sus amenazas apartándose de la legalidad y hasta sin apartarse, que ni una sola mirada se levantó para contestar a palabras tan insultantes, a excepción de la mujer que hacía punto, cuyos ojos no se despegaban del rostro del noble. La dignidad del marqués lo obligaba a fingir que no había reparado en esta actitud provocadora, y lanzando sobre ella como sobre todos los demás una mirada de desprecio, volvió a arrellanarse en el carruaje ordenando al cochero que continuase su camino.

Una vez desapareció, numerosos coches se sucedieron con rapidez en la misma dirección. El ministro, el asentista, el doctor, el abogado, la Ópera, la Comedia, todas las máscaras del baile pasaban por allí como brillantes meteoros. Los ratones se habían quedado en la calle para contemplar el elegante torbellino. Los soldados y los agentes de policía se interponían por turnos entre los vehículos y la multitud, pero ésta había abierto algunos huecos en el cortejo y no se perdía ningún detalle de la mascarada. Hacía mucho rato que el desgraciado padre había partido con su bulto, y las mujeres que habían tratado de reanimarlo continuaban mirando cómo manaba la fuente y giraban las máscaras, mientras la mujer que hacía punto movía las agujas de acero con la impasibilidad del destino. El agua de la fuente iba al arroyo, el arroyo corría hacia el río; el día, hacia la noche, y muchas de las vidas de la ciudad, hacia la muerte, según es regla; el tiempo y las aguas no esperaban a los hombres; las ratas dormían amontonadas en sus oscuros agujeros, y las máscaras del baile cenaban inundadas de luz. Las cosas seguían su curso.

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