Historia de dos ciudades

XIII. Cincuenta y dos

XIII

Cincuenta y dos

Los que debían morir aquel día esperaban su última hora en la negra prisión de la Concergerie. Su número era igual al de las semanas del año; cincuenta y dos personas iban a ser arrojadas por la marea humana de la ciudad al océano eterno e ilimitado. Aún no habían salido de sus calabozos y ya estaban designados sus sucesores; antes de que su sangre se hubiese mezclado con la del día anterior, se había hecho un sitio para la que al día siguiente se uniría a la suya.

¡Cincuenta y dos reos!… Desde el recaudador general más que septuagenario, cuyas inmensas riquezas no podían rescatar su vida, hasta la jornalera de veinte años a quien no había protegido una existencia pobre y oscura. Las enfermedades físicas que resultan de los vicios y de la incuria de los hombres eligen sus víctimas en todas las clases de la sociedad, y el atroz delirio que engendran la miseria, la opresión y la dureza de corazón hiere igualmente a ciegas y elige en todas partes a sus víctimas.

Charles estaba solo en su prisión sin abrigar la menor esperanza. Mientras el presidente leía la fatal historia de su familia, concluyó que ninguna influencia le salvaría del suplicio, que estaba condenado por millones de votos y que no prevalecerían las unidades contra tan inmenso total.

Sin embargo, como sus ojos no veían más que una imagen adorada, le era difícil aceptar el fallo de sus jueces; lazos poderosos lo unían a la vida, lo que había sucedido los dos días anteriores había duplicado sus fuerzas al devolverle la libertad, y, cuando toda su energía se empleaba en volver a gozar de la felicidad volvían a quitársela. Corrientes tumultuosas se estrellaban en su corazón y en su pensamiento de donde la rebelión ahuyentaba el espíritu de resignación, contra el que, si por un momento hacía caso, su mujer y su hija se revolvían, protestando contra su egoísmo.

Éstos fueron al principio los sentimientos del preso; después pensó que no era un oprobio padecer el castigo que le esperaba, que todos los días eran enviados al cadalso un sinfín de inocentes que subían las gradas fatales con paso firme, y que sería en lo venidero un consuelo para los que debían sobrevivir saber que había muerto con serenidad. Por último, tranquilizándose poco a poco, elevó a mayor altura su espíritu y la paz descendió a su alma.

El día iba a expirar cuando recobró toda su presencia de ánimo y, habiéndose permitido comprar luz y recado de escribir, hizo uso de este permiso hasta el momento de apagar las lámparas.

Escribió una carta a su mujer diciéndole que nunca había sabido que su padre estaba encarcelado hasta que ella misma se lo había contado, y que hasta que el presidente leyó el documento entregado por Defarge no había conocido el papel que habían desempeñado su padre y su tío en aquella infamia. Le decía además que le había ocultado su verdadero nombre para obedecer al doctor, el cual le había exigido esta promesa el día de su casamiento. Le pedía que no tratase de averiguar si su padre había olvidado la existencia del documento que había escrito, ni si se lo había recordado el descubrimiento hecho en la Torre de Londres, y que él le había contado un domingo por la noche en el patio, debajo del plátano. Suponiendo que el doctor hubiera conservado el recuerdo de aquel escrito, debió de creer que nadie lo había encontrado en la toma de la Bastilla, pues no se mencionaba en ninguno de los relatos de aquel acontecimiento, en los que se hablaba minuciosamente de los más insignificantes vestigios que habían dejado los presos. Aunque no tenía necesidad, Charles le rogaba a Lucie que emplease todos los medios que le inspirase su cariño para demostrarle al doctor que no había hecho nada de lo que tuviera que arrepentirse, y para recordarle que, por el contrario, se había sacrificado siempre por sus hijos y que éstos se lo agradecían. Finalmente, después de darle gracias por la felicidad que le había dado y de suplicarle que venciese su dolor para consagrarse a su hija, le pedía que consolase a su padre y que no dejase de cumplir con esta tarea filial en consideración al día que debía reunirlos.

También escribió al doctor encomendándole a su mujer y a su hija; le recordó que no tenía más apoyo que el que él podía darles, y se lo repitió varias veces, con la esperanza de que esta idea lo ayudaría a vencer un abatimiento cuyas consecuencias temía y lo alejaría de recuerdos que podían serle funestos.

Confió a sus tres familiares al señor Lorry, a quien explicó el estado de sus negocios, y dirigió algunas expresiones de afecto y gratitud. No tuvo ni una palabra para Carton, de quien no se acordó siquiera.

Cuando terminó sus cartas, se acostó en el jergón que le servía de lecho y pensó que había acabado con este mundo.

Pero se lo recordó el sueño, en el cual el mundo cobró ante sus ojos formas seductoras. Soñó que era libre, que volvía a encontrarse en la casa del Soho, y que la reconocía aunque no se parecía a la que era en realidad. Salvado de la muerte por un prodigio que no se explicaba, volvía a ver a Lucie, la cual le decía que todo había sido un sueño y que nunca había ido a Francia ni se había separado de ella. Sobrevino una pausa, se había ejecutado el fallo fatal y, sin embargo, se hallaba al lado de los que amaba, gozaba de una dicha pacífica y, a pesar de haber muerto, no había sufrido cambio alguno. Todo desapareció por segunda vez, sin que tuviera conocimiento de este misterio, y después se despertó y se preguntó dónde estaba hasta el momento en que recobró la memoria.

—Hoy es el último día de mi vida —dijo.

Pero, como estaba tranquilo y no tenía que luchar ya consigo mismo, un nuevo orden de ideas se apoderó de su alma y le causó una extraña inquietud.

Nunca había visto el instrumento que debía cortarle la cabeza. ¿A qué altura se alzaba el cadalso? ¿Cuántos escalones tendría que subir? ¿Estarían manchadas de sangre las manos que lo tocasen? ¿Cómo lo colocarían? ¿Sería el primero o el último en morir? Estas y otras preguntas del mismo tenor acudían a su pensamiento a pesar de sus esfuerzos, y no lo hacían porque estuviera dominado por el terror, sino por el deseo de saber qué es lo que le quedaba por hacer hasta que llegase el momento fatal: deseo extraño, ajeno a la rapidez de los preparativos a que se refería, y que más que al preso parecía pertenecer a un espíritu distinto encerrado en su propio ser.

Mientras recorría su prisión esforzándose en imponer silencio a esta voz insistente, las horas seguían su curso ordinario y el reloj daba el número de campanadas que ya no habría de oír más. Las nueve, las diez, las once pasaron para siempre, y cuando iban a dar las doce, después de un duro combate con aquel excéntrico y desconcertante giro de sus pensamientos, consiguió vencer. Entonces pudo pasearse otra vez, libre de imaginaciones perturbadoras y rezar por sí mismo y por ellos.

Pasaron las doce para siempre.

Charles sabía que la ejecución sería a las tres y, como sabía también que habría que salir con tiempo para que los carros mortuorios pudieran llegar a su destino, se dio dos horas de plazo definitivo, y resolvió dedicarlas a fortalecer su alma para poder, luego, fortalecer las de sus compañeros.

Paseaba con paso firme, los brazos cruzados sobre el pecho y el espíritu tranquilo, y oyó las campanadas del reloj sin el menor asombro. La hora que había transcurrido tenía para él la misma duración que la mayor parte de las que había visto pasar a lo largo de su vida. «Solo falta una», pensó, y volvió a su paseo.

Se oyeron pasos en el corredor. Se detuvo.

Una llave giró en la cerradura, y en el momento de abrirse la puerta oyó que decían en inglés y en voz baja:

—He tenido cuidado de que no me viera y no sabe que estoy aquí. Entrad solo; os espero; sobre todo no perdáis el tiempo.

La puerta se cerró, y Charles se encontró cara a cara con Carton, que, con las facciones animadas por una sonrisa, se llevaba el dedo a los labios para indicarle silencio.

Su rostro tenía una expresión tan extraña que Darnay creyó al principio que era una aparición, pero era el mismo Carton quien lo cogía la mano y se la estrechaba con fuerza.

—No me esperabais —dijo.

—No podía ni imaginar que fuerais vos, y apenas creo en lo que veo. ¿Estáis preso también?

—No. Por una casualidad tengo cierta influencia en la cárcel, me he servido de ella y vengo a veros. Me envía vuestra esposa, querido Darnay.

El reo se retorcía las manos de dolor.

—Vengo a pediros un favor de su parte.

—¿Cuál?

—Os lo suplica con aquella voz ferviente que no habréis olvidado.

Charles volvió la cabeza para ocultar su emoción.

—No tengo tiempo para explicaros el motivo de lo que voy a hacer, ni me lo preguntéis, pero haced lo que ella desea. Quitaos las botas y poneos las mías.

Había en la celda una silla donde Carton se había sentado con rapidez, y se acercó a Charles con los pies descalzos diciéndole:

—¡Poneos mis botas… pronto! El tiempo aprieta.

—La fuga es imposible, Carton, y es inútil pensar en ello.

—¿Y quién os habla de huir? Dadme vuestro corbatín, tomad el mío y cambiemos de traje. Permitid que desate esa cinta y aparte vuestros cabellos.

Carton, con una prontitud prodigiosa y una energía física y moral que no eran naturales en él, impuso estas condiciones y el preso obedeció como un niño.

—Os repito, Carton, que es una locura, una empresa imposible; la han intentado más de una vez y siempre ha salido mal. No añadáis el pesar de vuestra muerte a la amargura de la mía.

—¿Acaso os exijo que me sigáis? Hay papel, pluma y tintero en esta mesa. ¿Tenéis la mano firme?

—La tenía cuando habéis llegado.

—Dominad vuestra emoción, y escribid lo que voy a dictaros… ¡Pronto, amigo mío, pronto!

Darnay se sentó delante de la mesa y se apretó la cabeza con ambas manos. Carton se acercó después de introducir la mano derecha debajo del chaleco y se puso en pie a su lado.

—Escribid.

—¿A quién se dirige?

—A nadie.

—¿Se ha de poner fecha?

—No. «Si recordáis lo que os dije un día, hace tiempo —dijo Carton, dictando—, comprenderéis inmediatamente estas líneas. Estoy seguro de que os acordáis, porque no sois capaz de olvidar».

En el momento en que el preso, sorprendido por lo que le dictaba, alzaba los ojos en actitud interrogante, Carton sacó la mano derecha de debajo del chaleco, y se interrumpió bruscamente.

—¿Estáis armado? —le preguntó Charles.

—No.

—¿Qué tenéis en la mano?

—Pronto lo sabréis. Seguid escribiendo, apenas quedan unas palabras. —Empezó a dictar de nuevo—: «Agradezco que se haya presentado la oportunidad de probar lo que os dije. Que así lo haga no debe causaros remordimiento o dolor».

Al terminar esta frase, su mano derecha pasó lentamente por delante de la cara de Darnay. Éste soltó la pluma y miró con ojos azorados.

—¿Qué vapor es éste? —preguntó.

—¿Un vapor?

—Algo que ha pasado por delante de mí.

—No he visto nada, no siento nada. Tomad otra vez la pluma, y acabemos. El tiempo corre, amigo mío.

Charles hizo un esfuerzo para dominar la extraña sensación que experimentaba. Su pensamiento estaba confuso, su respiración se acortaba y su vidriosa mirada no se apartaba de Carton, que había vuelto a poner la mano derecha debajo del chaleco.

—No tardemos —dijo éste.

Charles cogió la pluma, y Carton continuó dictando:

—«Si no aprovechara esta oportunidad, todo se perdería para siempre. Si no la aprovechara —la mano de Carton volvió a rozar la cara del preso—, tendría que rendir cuentas de una cosa más».

Charles solo trazaba ya caracteres ininteligibles. Su mano no había vuelto a tocar el pecho. De pronto se levantó mirando incriminatoriamente a Carton, pero éste con una mano se tapaba la nariz y con la derecha lo sujetó por la cintura. Durante unos segundos Charles luchó con el hombre que había venido a ofrecerle su vida; pero un momento después yacía en el suelo completamente insensible.

Carton, cuya mano era tan firme como pronta, se puso el traje del preso, se echó hacia atrás los cabellos, los ató con la cinta que llevaba Darnay, y dijo en voz baja, entreabriendo la puerta:

—Podéis entrar.

Entró John Barsad.

—Ya lo veis —prosiguió, colocando entre el chaleco y la camisa de Darnay el papel que acababa de escribir—, no arriesgáis gran cosa.

—No me inquieta él, señor Carton —respondió el espía con voz tímida—; lo importante es que cumpláis hasta el fin vuestra promesa.

—La cumpliré, no temáis.

—No puede faltar ni uno. Si vestido como estáis completáis los cincuenta y dos, nada debo temer.

—Pronto dejaré de importunaros, y entonces a Dios gracias habrán salido ya de París. Tened ahora la bondad de cogerme y de ponerme en el coche.

—¿A vos? —dijo el espía, con voz trémula.

—Al que me reemplaza: volveréis por el mismo camino que me habéis hecho seguir.

—Naturalmente.

—Suponed que me hallaba indispuesto cuando me acompañasteis a este sitio y que la impresión de la despedida me ha causado un desmayo: esto sucede con mucha frecuencia en una cárcel. Nuestra vida está en vuestras manos, y confío en vos. Llamad para que os ayuden.

—¿No me traicionaréis? ¿Me lo juráis?

—No perdamos instantes preciosos —respondió Carton con un gesto de impaciencia—. Colocadlo vos mismo en el coche, acompañadlo hasta el lugar que sabéis, entregádselo al señor Lorry, a quien recomendaréis que no le haga volver en sí, pues con el aire libre será suficiente, y decidle sobre todo que recuerde la promesa que me hizo ayer por la noche y que partan inmediatamente.

El espía salió y volvió a entrar casi al momento con dos hombres que había ido a buscar. Carton estaba sentado delante de la mesa con la cabeza oculta entre las manos.

—Aquí tenemos a un hombre afligido porque su amigo ha sacado un buen número —dijo uno de los secuaces, contemplando a Darnay.

—¡Famoso patriota! —dijo el otro—. No podría estar más triste si el aristócrata se hubiera salvado.

Colocaron a Darnay en una camilla que habían dejado en la puerta y se dispusieron a salir.

—La hora se acerca, Evrémonde —dijo Barsad.

—Lo sé —respondió Carton—; cuidaos de mi amigo y dejadme.

—¡Vamos, muchachos! —dijo el espía.

Cuando Carton se encontró a solas, concentró todas sus facultades auditivas para percibir el más leve rumor. Las llaves rechinaban en las cerraduras, crujían las puertas y resonaban los pasos a lo lejos en los corredores, pero no se oían gritos, pasos precipitados ni rumores que anunciasen la alarma.

Carton respiró, volvió a sentarse junto a la mesa y prestó nuevamente oído hasta que el reloj dio las dos.

Llegaron entonces rumores de pasos y cerrojos, pero no se asustó, porque adivinaba la causa. Abrieron varias puertas unas tras otras hasta que fue el turno de la suya, y un carcelero que llevaba una lista en la mano asomó la cabeza y dijo:

—Sígueme, Evrémonde.

Era un sombrío día de invierno y, como la niebla aumentaba la oscuridad de la cárcel, Carton no pudo ver sino de una manera confusa a los individuos que había en la sala adonde los había conducido el carcelero para atarles los brazos. Unos estaban sentados, otros de pie y algunos se agitaban y lamentaban, pero eran los menos; casi todos estaban tranquilos, cabizbajos y en profundo silencio.

Mientras conducían a las últimas víctimas, un hombre se paró al pasar y abrazó a Carton como a un amigo. Fue para él un momento de terror; pero aquel hombre que creía reconocerlo siguió al carcelero sin manifestar duda ni sorpresa, y Carton se tranquilizó.

Algunos instantes después una joven pequeña y débil, de rostro pálido y delicado, ojos rasgados y llenos de dulzura, se levantó del banco donde estaba sentada y se acercó a él.

—Ciudadano Evrémonde —dijo, tocándole la mano con sus dedos helados—, soy la jornalera que estaba con vos en La Force.

—Es verdad —murmuró Carton—, pero no me acuerdo de qué os acusan.

—De conspiración, pero Dios sabe que soy bien inocente: ¿quién habría querido conspirar con una pobre criatura como yo? —La pálida sonrisa que acompañó estas palabras conmovió tanto a Carton que brotaron lágrimas de sus ojos—. No tengo mucho miedo, ciudadano Evrémonde, ni me niego a morir si la República, que debe hacer tanto bien a los pobres, ha de sacar provecho de mi muerte; pero no veo en qué puedo serle útil… ¡valgo tan poco!

Era la última vez que Carton podía enternecerse en este mundo, y su corazón se conmovió y se enardeció para animar a aquella pobre niña.

—Ciudadano Evrémonde, había oído decir que os habían absuelto; lo creí y me había alegrado.

—Efectivamente, me pusieron en libertad, pero volvieron a prenderme por la noche.

—Si vamos en el mismo carro, ciudadano Evrémonde, ¿me permitiréis que os coja la mano? No tengo mucho miedo, pero soy débil y esto me dará valor.

Carton vio de pronto, en los resignados ojos que lo miraban, una expresión de duda, luego de sorpresa. Estrechó la mano de la muchacha, enflaquecida por el trabajo y el hambre, y se llevó un dedo a los labios.

—¿Morís por él? —murmuró la niña.

—Tiene mujer e hija… ¡silencio!

—¡Oh! Buen caballero, ¿permitiréis que os dé la mano?

—Sí, pobre hermana mía, pero llamadme Evrémonde.

La sombra que envolvía la cárcel caía también sobre la ciudad. Un coche que salía de París se paró delante de una de las puertas del puesto de guardia.

—¡Los pasaportes! —dijo el oficial—. Alexandre Manette, doctor en medicina, francés: ¿dónde está?

—Aquí.

Señalaron a un anciano abatido que murmuraba palabras incoherentes.

—Parece que el ciudadano está loco; la fiebre revolucionaria ha sido demasiado fuerte para él.

—Sí, demasiado fuerte.

—No es el único que no ha podido resistirla. Lucie Darnay, su hija, francesa: ¿dónde está?

—Allí.

—Bien: ¿no es la mujer de Evrémonde?

—Precisamente.

—Él ha tomado otro camino. Lucie, su hija… Supongo que es esa niña.

—Sí.

—Dame un beso, hija de Evrémonde. Puedes enorgullecerte de que te ha besado un buen republicano. Es cosa nueva en tu familia, no lo olvides. Sydney Carton, abogado, inglés: ¿dónde está?

—Allí, en el fondo del coche.

—¿Esta indispuesto?

—No será nada; el aire libre le hará volver en sí. Goza de una salud muy delicada, es muy propenso a desmayarse, y acaba de despedirse de un amigo íntimo que ha tenido la desgracia de disgustar a la República.

—Hay otros muchos que le disgustan y que por este motivo dejarán la cabeza en el cesto. Jarvis Lorry, banquero: ¿dónde está?

—Soy yo.

Lorry era quien había contestado a las preguntas anteriores, el que había bajado del coche, y el que, con los pies en el lodo y la mano en la portezuela, continuaba respondiendo a un grupo de patriotas y funcionarios, que rodearon varias veces el coche, subieron al pescante y examinaron a su antojo el equipaje, mientras los campesinos que entraban y salían por la barrera se acercaban a las dos portezuelas y miraban dentro del coche con avidez. Una mujer que llevaba un niño en los brazos le hizo alargar la mano para que pudiese tocar a la viuda de un aristócrata enviado a la guillotina.

—Aquí están tus pasaportes, Jarvis Lorry.

—¿Podemos partir?

—Sí. ¡Arrea, postillón! Buen viaje.

—Os saludo, patriotas. Pasó el primer peligro —dijo el señor Lorry, cruzando las manos y alzando los ojos al cielo.

Reinaba el terror en el coche, donde se oían débiles sollozos, la voz quejumbrosa de un anciano y la respiración entrecortada de un hombre sumido en un profundo sueño.

—¿No podrían ir más deprisa los caballos? —preguntó Lucie, cogiendo las manos de su amigo.

—Parecería que huíamos, hija querida; una marcha demasiado rápida despertaría sospechas.

—Asomaos y mirad: tal vez nos persigan.

—El camino está desierto, ángel hermoso. No se ve a nadie.

Pasan grupos de dos o tres cabañas, fincas aisladas, ruinas y edificios antiguos, calles con árboles despojados de sus hojas, fábricas, hornos de cal y grandes llanuras descubiertas. La superficie irregular del camino se despliega bajo el coche. De vez en cuando dan un rodeo, pero no evitan los charcos; el lodo llega hasta el eje de las ruedas, y la impaciencia es tan viva entonces que en su angustia todos quieren bajar, huir, ocultarse en los matorrales antes que detenerse.

Los campos se alejan y vuelven a ver pasar desde el coche las fincas solitarias, los castillos destruidos por las llamas, las fábricas, los grupos de cabañas y las calles de árboles cubiertas de hojarasca.

—¡Los postillones nos engañan, nos llevan al mismo camino donde estábamos hace dos horas! ¿No hemos visto esas ruinas y esas dos o tres cabañas? ¡No!… Gracias a Dios, era yo la que me equivocaba. ¡Una aldea! Mirad si nos persiguen.

—¡Silencio!… Llegamos a la parada.

Los cuatro caballos son guiados con una lentitud desconsoladora, y el coche está inmóvil delante de la puerta del mesón, de donde no parece que vaya a alejarse.

Llegan por fin, uno tras otro, los cuatro caballos de relevo, seguidos de sus postillones, que arreglan sus látigos con la mayor cachaza. Los que los reemplazan cuentan el dinero sin darse prisa, se equivocan en la suma, vuelven a empezar sus cálculos y vuelven a equivocarse. El corazón de los pobres viajeros, lleno de temor, late mientras tanto más rápido que el galope del caballo más veloz.

Ya han montado por fin los postillones; el coche cruza la aldea, sube la ladera del monte con lentitud, la baja al paso y se interna en una hondonada donde se arrastra con trabajo.

Se oyen entonces gritos, los postillones hablan con animación, gesticulan con fuerza y paran los caballos.

—¡Señor… nos persiguen!

—¡Alto… alto el coche! Tenemos que hablaros.

—¿Qué queréis? —pregunta el señor Lorry, asomándose a la portezuela.

—¿Cuántos han dicho que había?

—No os entiendo.

—¿Cuántos guillotinados hay hoy?

—Cincuenta y dos.

—¡Estaba seguro! Los otros apostaban a que eran cuarenta y dos. Diez cabezas más, esto ya vale la pena. La guillotina se luce. Bien, gracias.

Llega la noche. El viajero que dormía desde París se agita, se despierta y pronuncia estas palabras jadeando, creyéndose aún en la cárcel:

—Carton, ¿qué tenéis en la mano? ¿Es un arma?

—¡Apiadaos de nosotros, Señor! Va a descubrirse… Mirad si vienen.

El viento y las nubes corren tras ellos, la luna toma parte en la fuga y las tinieblas los siguen y los envuelven. Pero el camino está desierto, y nadie intenta perseguirlos.

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