Historia de dos ciudades

V. La taberna

V

La taberna

Al descargar de un carro varios toneles de vino, uno de los más grandes rodó en medio de la calle; y, habiéndose roto los aros, el líquido manó a borbotones delante de una taberna.

Todos los vecinos habían suspendido su trabajo o su ocio para acudir al teatro de la desgracia y beber el vino derramado. Las piedras desiguales que cubrían la calle, que asomaban sus agudas puntas como si las hubieran arrojado al azar con el único fin de conspirar contra las costillas de los transeúntes, habían estancado el licor en pequeños charcos, todos ellos rodeados por un grupo de individuos más o menos numeroso que se empujaban con gran algazara. Algunos hombres arrodillados, formando un vaso improvisado con el hueco de sus manos, recogían el precioso líquido y se apresuraban a beberlo, o lo defendían de las mujeres que, inclinadas sobre sus hombros, se esforzaban en sorberlo antes de que se les cayese entre los dedos. Otros individuos, hombres y mujeres, hundían en los charcos vinosos pequeñas cazuelas de barro desportilladas, o los pañuelos a modo de esponjas, y las madres los exprimían después en la boca de los niños. Éstos construían a toda prisa diques de lodo para detener el vino que huía entre las piedras o, dirigidos por espectadores asomados a las ventanas, corrían para contener los canales que se formaban en nuevas direcciones. Algunos se habían apoderado de las duelas rotas del tonel, cubiertas de cieno, y las chupaban y mascaban con delicia. No quedó vino por recoger, y no solo vino, sino barro siquiera, pues éste desapareció con tanto cuidado que se diría que había pasado un barrendero por la calle, si tal milagrosa presencia hubiera sido conocida en el vecindario.

En la calle donde se había celebrado esta libación gratuita resonaban con gran estruendo las carcajadas, los gritos de alegría y las voces de hombres, mujeres y niños. Caracterizaban la diversión de la muchedumbre cierta grosería y mucha jovialidad, y se advertía en todos los grupos un espíritu de sociabilidad particular, así como un afán visible de aproximarse unos a otros, que, entre los menos desgraciados o en los más alegres, se expresaba con abrazos, brindis, apretones de manos y animadas cabriolas. Cuando el vino desapareció completamente, dejando entre las piedras los mil canales que habían trazado los bebedores, estas demostraciones cesaron tan repentinamente como habían empezado. El aserrador, cuya sierra había quedado en un tronco, fue a continuar su trabajo. La mujer que había dejado en el umbral de su puerta el brasero lleno aún de cenizas calientes, en las que trataba de calentarse los pies, las manos y a su niño de pecho escuálido, volvió a casa. Los trabajadores, que con los brazos desnudos, los cabellos sucios y llenos de polvo y la faz cadavérica, habían aparecido a la claridad de aquel día de invierno, volvieron a bajar a sus talleres y una tristeza sombría se apoderó otra vez de la calle, donde tal sentimiento parecía más natural que el sol y la alegría.

El vino era tinto, y se había derramado en una angosta calle del arrabal de Saint Antoine de París, manchando el suelo, y también muchas manos, caras, pies descalzos y zapatos de madera. El aserrador iba manchando de rojo los troncos que manejaba; la mujer que daba el pecho a su hijo llevaba en el rostro manchas rojas dejadas por el harapo que se había quitado de la cabeza para emplearlo como esponja; los que habían mascado las duelas enrojecidas del tonel tenían en torno a la boca las huellas que se ven en los labios de los tigres; y uno de aquellos hombres que estaban de buen humor, con un gorro de algodón que le caía sobre la espalda, mojó el dedo en el lodo vinoso y escribió en la pared la palabra «Sangre».

Habría de llegar un día en que la sangre correría sobre el empedrado de las calles y dejaría manchas rojas en la cara y en las manos de la mayor parte de los que allí se encontraban.

Después de que la nube, alejada un momento por un rayo fugitivo, oscureciera nuevamente la fisonomía de Saint Antoine, densas tinieblas envolvieron todo el arrabal: el frío, la suciedad, la ignorancia, la enfermedad y la miseria formaban el cortejo del bienaventurado patrón; nobles poderosos todos ellos, la última en particular. Individuos estrujados sin cesar entre piedras inexorables se estremecían en todos los rincones, entraban en las casas, salían de las esquinas, miraban las puertas y las ventanas y tiritaban en cada harapo agitado por el viento. La piedra inexorable que así los estrujaba no era la rueda del molino fabuloso que transforma a los ancianos en jóvenes, sino más bien a los jóvenes en viejos. La misma infancia tenía la figura envejecida y la voz hueca, y el Hambre había estampado su firma en las arrugas precoces de su rostro, así como en la máscara surcada de sus padres.

El Hambre se veía en todas partes: en los harapos tendidos en las cuerdas y ondeando en los palos que salían de cada ventana, en la paja, en los trapos y en los jergones donde dormía toda una familia. El Hambre repetía su nombre en cada brizna de serrín que arrojaba el aserrador, contemplaba a los transeúntes desde lo alto de las chimeneas frías y sin humo, y surgía del lodazal de la calle, entre cuyas inmundicias no se encontraba un solo resto de algo comestible. El Hambre se exhibía en la mesa del panadero y en cada pan moreno de su hornada escasa, se veía en el queso y en las morcillas de perro muerto que vendía el carnicero, y se oían crujir sus huesos descarnados entre las castañas tostadas en las ascuas, y en las pocas gotas de aceite depositadas en el fondo de la sartén donde chisporroteaban delgadas rebanadas de patata.

El Hambre se hospedaba en todos los repliegues de aquella calle tortuosa, llena de ofensa y porquería, y que desembocaba en otras calles, igualmente tortuosas, sucias y hediondas, pobladas de gorros de algodón y de harapos mugrientos, y en las que cada objeto visible, pálido, enfermizo o sórdido, parecía un presagio de desgracia. Se adivinaba, en aquellas fisonomías de animal acosado sin reposo ni tregua, que la fiera rabiosa se revolvería para atacar y devorar. Entre aquellos espectros abatidos que huían con gesto despavorido, se encontraban ojos que brillaban con fulgor siniestro, labios apretados, pálidos de rabia, y frentes contraídas cuyas arrugas torcidas y nudosas parecían cuerdas en recuerdo de la horca que podían sufrir y tal vez imponer. Se veía la imagen del Hambre en los rótulos de las tiendas, en los flacos pedazos de carne pintados sobre la puerta del carnicero, en la sombra de pan seco y negro que indicaba la panadería, en los bebedores que, estacionados en la puerta de la taberna, hacían viajes sobre sus vasos llenos de vinillo agrio, y que con miradas de fuego se inclinaban unos hacia otros para hacerse confidencias. Todo lo que se ofrecía a la vista era débil y pobre, a excepción de los instrumentos de trabajo y las armas. El filo de las cuchillas y de las hachas estaba brillante y afilado, los martillos del herrero eran pesados, y abundantes las escopetas y pistolas en la tienda del armero. La vía pública no tenía aceras, y el empedrado desigual, con sus márgenes de lodo y agua cenagosa, llegaba hasta las paredes. Por el contrario, el arroyo corría en medio de la calle, cuando corría, lo cual no sucedía sino después de un chubasco, cuando, tomando proporciones excéntricas, inundaba los pisos bajos y las bodegas. Encima del arroyo y a lo largo de la calle pendían de trecho en trecho toscos faroles atados a una cuerda, y por la noche, cuando el encargado de encenderlos los había bajado y subido, cierto número de luces ahumadas se balanceaban sobre las cabezas de un modo enfermizo, como si estuvieran sobre el agua. Es verdad que se agitaban sobre un mar borrascoso y que la nave y la tripulación estaban amenazadas por la tempestad.

Habría de llegar un día en que los espantajos descarnados que poblaban aquella región, después de tanto tiempo contemplando en su ociosidad y en su hambre al que encendía los faroles, pensarían en servirse de sus cuerdas y poleas para colgar hombres en vez de faroles y alumbrar con luz más viva las tinieblas de su espantosa situación. Pero ese día estaba aún muy lejano, y los vientos que pasaban sobre Francia sacudían en vano los jirones de estos espantajos, y las aves de voz dulce y rico plumaje no veían en ellos ningún aviso.

La tienda del tabernero, en cuyo umbral se había roto el tonel, ocupaba la esquina de la calle y parecía menos pobre que la mayor parte de sus vecinas. En la puerta se veía al tabernero, que, vestido con unos calzones verdes y un chaleco amarillo, había observado a la turba mientras se disputaba el vino derramado.

—¿Y a mí qué más me da? —dijo, encogiéndose de hombros cuando hubieron enjugado la última gota—. Quien rompe el vidrio lo paga; los que han causado la desgracia me darán otro tonel. ¡Gaspar! —gritó, dirigiéndose al hombre que escribía la palabra «sangre» en la pared—, ¿qué haces?

Gaspar le enseñó la palabra que acababa de escribir, y dio a su gesto una expresión significativa, como es muy común en las gentes del pueblo, pero no logró su objetivo y produjo un efecto contrario al que esperaba, como sucede también con frecuencia entre las personas de su condición.

—¿Te has vuelto loco? —le preguntó el tabernero, cruzando la calle. Cogió un puñado de lodo y borró el chiste de Gaspar—. ¿Para qué escribir esas palabras en público cuando hay otros sitios donde pueden grabarse?

Al terminar esta frase, el tabernero, tal vez con intención, colocó la mano izquierda sobre el corazón del artista. Éste se la estrechó, dio un salto prodigioso, descendió en una postura fantástica, cogiendo el zapato embarrado que había lanzado al aire, y se quedó inmóvil sobre la punta del pie. Era un bromista que parecía dispuesto a poner en práctica sus burlas.

—Vuelve a calzarte —dijo el tabernero—, llama vino al vino, y no se hable más del asunto.

El tabernero se enjugó la mano sucia de lodo en el hombro de Gaspar con tanta sangre fría como si lo manchase con intención, cruzó la calle y entró en su tienda. Tendría unos treinta y cinco años, su traza era la de un toro, tenía un aire marcial y, sin duda, mucho valor natural, porque, aunque el frío era muy intenso, llevaba la chaqueta al hombro, levantadas las mangas de la camisa, los brazos desnudos hasta el codo, y no tenía más abrigo en su cabeza que sus cabellos negros y recios como un cepillo. Su tez era morena; sus ojos, rasgados, pletóricos de franqueza y alegría: en una palabra, parecía un hombre bien humorado, pero su cólera debía de ser implacable. Indudablemente era un hombre resuelto al que no convenía encontrar en una senda estrecha al lado de un precipicio, porque nada en el mundo debía desviarle de su camino.

Madame Defarge, su mujer, estaba sentada junto al mostrador cuando entró en la tienda. Era una mujer corpulenta y alta, casi de la misma edad que su marido, y cuya mirada vigilante parecía no ver nada de cuanto pasaba a su alrededor. Una hermosa mano aunque abultada, llena de enormes anillos, un rostro impasible, facciones muy marcadas y una serenidad imperturbable la caracterizaban y cierto no sé qué hacía presagiar en ella que raras veces se engañaba en perjuicio suyo en las cuentas de que estaba encargada. Madame Defarge, que era muy friolera, estaba envuelta en una capa de pieles, y llevaba alrededor de la cabeza un pañuelo de colores chillones que, sin embargo, dejaba ver unos enormes pendientes de oro. Tenía a su lado la labor de punto, y acababa de dejarla para mondarse los dientes. Apoyado el codo derecho en la mano izquierda, la tabernera no hizo ningún movimiento, ni siquiera volvió la mirada, cuando entró su marido, pero tosió ligeramente sin cambiar de postura. Este ligero acceso de tos, unido a un movimiento imperceptible de sus cejas negras y pronunciadas, sugirió al marido la idea de ir a ver si habían entrado nuevos bebedores en la tienda en su ausencia, y, dirigiendo la mirada a un lado y a otro, la centró en un hombre de cierta edad y en una joven que estaban sentados en un rincón.

Dos individuos jugaban a los naipes, otros dos acababan una partida de dominó, y tres mocetones estaban de pie cerca del mostrador, donde hacían durar todo lo que podían un vaso de vino.

Monsieur Defarge observó en el momento en que pasaba por detrás de ellos que el anciano caballero dirigía a su compañera una mirada que significaba: «Éste es».

«¿A qué habrán venido a este sitio?», se preguntó el tabernero.

Pero aparentó que los dos forasteros le llamaban muy poco la atención, y trabó conversación con los tres amigos que estaban cerca del mostrador.

—Jacques —le preguntó uno de los tres bebedores—, ¿han recogido todo el vino?

—Hasta la última gota, Jacques.

Ante este intercambio de nombres de pila, madame Defarge, que continuaba haciendo uso de su mondadientes, volvió a toser y arqueó las cejas.

—La mayor parte de esos infelices no saben qué gusto tiene el vino —dijo el segundo bebedor—; la mayor parte no ha comido en toda su vida más que pan negro, ni tendrá más placer que el de la muerte. ¿No crees, Jacques?

—Es verdad, Jacques —repitió el tabernero.

Ante este segundo intercambio de nombres de pila, madame Defarge, que continuaba haciendo uso de su mondadientes, volvió a toser y arqueó las cejas.

El tercer bebedor dijo entonces la suya, mientras dejaba el vaso vacío y hacía un chasquido con los labios.

—¡Ah, pues tanto peor! Un gusto amargo es el que lleva este pobre rebaño en los labios, y qué vida de perros es ésa, Jacques. ¿No crees, Jacques?

—Tienes razón, Jacques —respondió el monsieur Defarge.

Este tercer intercambio de nombres de pila concluyó justo en el momento en que madame Defarge dejó el mondadientes, sin dejar de arquear las cejas, y se movió ligeramente en su silla.

—¡Chist! Me llama mi mujer, señores —dijo el tabernero.

Los tres bebedores se quitaron el sombrero y saludaron a madame Defarge, la cual contestó inclinando la cabeza y mirándolos brevemente. Después, como por casualidad, su mirada abarcó la tienda, volvió a tomar la labor con la mayor calma y pareció poner toda su atención en ella.

—¡Buenos días, amigos! —dijo el tabernero a los tres Jacques sin dejar de mirar a su mujer—. La habitación por alquilar que deseáis ver, y de la que me habéis hablado antes de salir de la tienda, está en el sexto piso, en la escalera de la mano derecha y dentro del patio, pero recuerdo que uno de vosotros la ha visitado ya y podrá enseñaros el camino. Adiós, señores.

Los tres compañeros pagaron y salieron de la tienda.

Monsieur Defarge, apoyado en el mostrador, parecía estudiar la obra de su mujer, que seguía con su labor de punto, cuando el caballero anciano se acercó y le preguntó si podía decirle dos palabras.

—Con mucho gusto, caballero —respondió, dirigiéndose a la puerta con su interlocutor.

La conversación fue breve; a la primera palabra el tabernero hizo un movimiento de sorpresa y manifestó el más vivo interés, y apenas había terminado la segunda frase cuando hizo un ademán al desconocido invitándolo a que lo siguiera lo mismo que a la joven que le había acompañado, y los tres se alejaron.

Madame Defarge continuaba mientras tanto haciendo punto con rapidez, y tenía el rostro tan tranquilo y los ojos tan bajos que probablemente no hubiera visto nada de lo que pasaba en la tienda.

El tabernero condujo al señor Lorry y a la señorita Manette a la escalera por donde acababan de entrar los tres Jacques. Para llegar a ella había que cruzar un pequeño patio húmedo y sucio, común a algunas casas habitadas por un número considerable de inquilinos. Cuando monsieur Defarge entró en el corredor oscuro que terminaba en la escalera, se arrodilló delante de la hija de su antiguo amo y le besó la mano. Se había producido una transformación completa en el tabernero, que no era ya el hombre de buen humor, de rostro franco y risueño, sino un hombre discreto, irascible y amenazador.

—No os apresuréis, la escalera es muy oscura e inclinada —dijo, con voz sombría, dirigiéndose al señor Lorry.

—¿Está solo? —murmuró el anciano.

—Solo. ¿Quién queréis que pueda acompañarle? —contestó el tabernero en voz baja.

—¿Siempre está solo?

—Siempre.

—¿Está muy cambiado?

—¡Si está cambiado!

El tabernero se detuvo para descargar un golpe en la pared y profirió entre dientes una imprecación horrible. No podía darse respuesta más significativa, y el señor Lorry se entristecía cada vez más mientras avanzaba por el corredor.

La escalera de una casa de esta clase con sus accesorios sería hoy bastante repugnante en todos los antiguos barrios de París, pero en aquella época era insoportable para los sentidos no habituados y no endurecidos. Cada habitación, o más bien cada espacio de aquella colmena de seis pisos, depositaba la basura en un cubo y arrojaba el resto por la ventana; esta masa de despojos en descomposición habría sido más que suficiente para viciar el aire más puro, aun cuando la miseria no hubiese añadido sus miasmas, pero estos dos manantiales combinados lo corrompían completamente.

En medio de atmósfera tan envenenada se abría el pasillo sombrío y cenagoso que seguían el tabernero y sus dos acompañantes. El señor Lorry tuvo que detenerse tres veces por necesidad personal y por compasión por la señorita Manette, cuya agitación era por momentos más viva. Estas tres pausas habían tenido lugar cerca de las ventanas por cuyos barrotes escapaba la parte menos corrompida del aire y entraban todos los vapores infectos. A través de estas rejas cubiertas de un orín nauseabundo se vislumbraba una confusa masa de edificios vecinos, y a excepción de los campanarios de Notre-Dame, no se veía nada que recordase una vida sana o un tranquilo bienestar.

Nuestros amigos llegaron por fin al último escalón, donde descansaron por cuarta vez; desde allí una segunda escalera, más empinada y angosta, una verdadera escala de mano, conducía a la buhardilla. El tabernero, que iba delante, al lado del señor Lorry como si temiera las preguntas de la joven, se paró, metió la mano en el bolsillo de la chaqueta que llevaba al hombro y sacó una llave.

—¿Está encerrado? —preguntó el señor Lorry con sorpresa.

—Ya lo veis —respondió monsieur Defarge.

—¿Creéis que es necesario?

—Indispensable.

—¿Por qué?

—Porque ha vivido mucho tiempo bajo cerrojos, y tendría miedo, se mataría, haría algún disparate si encontrase la puerta abierta.

—¡Será posible! —exclamó el señor Lorry.

—Es cierto —respondió el tabernero con amargura—. ¡Qué mundo tan feliz ese en el que semejantes cosas no solo son posibles, sino que, como tantos otros hechos análogos, pasan todos los días bajo la faz del cielo! Pero continuemos.

Este diálogo se había desarrollado en voz baja y la joven no oyó nada. Sin embargo, su emoción era tan viva y tan profundo su terror que el señor Lorry creyó que debía dirigirle algunas palabras.

—¡Ánimo, señorita! —le dijo—; es un negocio importante… Lo más cruel es cruzar la puerta, y después todo habrá acabado. Pensad en los consuelos, en la dicha que le traéis. Hija mía, permitid que os sostenga el excelente Defarge. Muy bien, querido amigo… ¡Señorita, valor! Es un negocio… un negocio…

La escalera era corta y muy pronto llegaron a su extremo. La especie de corredor en el que entraron daba un brusco rodeo, y vieron enfrente a tres hombres que tenían los ojos pegados a una hendidura de la pared y miraban con gran atención. Los tres hombres se volvieron al oír pasos, y el señor Lorry reconoció a los tres bebedores que un momento antes estaban al lado de madame Defarge.

—Vuestra visita me ha sorprendido tanto que los había olvidado —dijo el tabernero—. Dejadnos, amigos; tenemos cosas que hacer.

Los tres hombres se alejaron y desaparecieron en silencio. Después, el tabernero se dirigió a la única puerta que se veía en el corredor.

—¿Habéis convertido al señor Manette en objeto de curiosidad? —le preguntó el señor Lorry en voz baja y con cierto enojo.

—Solo lo enseño a algunos elegidos.

—¿Creéis que eso está bien hecho?

—Creo que sí.

—¿Qué gentes son esas a las que lo enseñáis así?

—Hombres de valor que llevan mi nombre (me llamo Jacques) y para los cuales es saludable este espectáculo. Vos sois inglés, y es muy distinto.

Monsieur Defarge se inclinó, miró por la hendidura de la pared, y, levantándose después, llamó dos veces a la puerta con la mano, sin más intención que la de hacer algún ruido, y por el mismo motivo hizo rechinar la llave en la cerradura. La puerta se abrió lentamente y el tabernero asomó la cabeza, diciendo ciertas palabras a las cuales respondió una voz débil; volviéndose hacia el señor Lorry y la señorita Manette, les indicó con un ademán que lo siguieran. El señor Lorry vio que la joven se tambaleaba y la sostuvo en sus brazos justo cuando iba a caerse.

—¡Valor, hija mía! —balbuceó, con la frente empapada en un sudor que nada tenía que ver con los negocios—. ¡Valor! Ya veis que no queda otro remedio que entrar.

—Tengo miedo —respondió ella estremeciéndose.

—¿De qué tenéis miedo, señorita?

—De él, de mi padre.

El señor Lorry, asustado del estado en que veía a su compañera y turbado por los signos que le hacía el tabernero, tomó un partido desesperado y, levantando en sus brazos a la joven, entró precipitadamente con ella en la buhardilla, donde la sentó sin dejar de sostenerla. Defarge cerró la puerta, sacó la llave de la cerradura y la conservó en la mano, metódica y ruidosamente. Se acercó después a la ventana y volvió con el anciano y la joven.

El cuarto donde acababan de entrar había sido construido para depósito de leña y estaba completamente a oscuras. La ventana, es decir, lo que hemos llamado así, no era más que una abertura practicada en el techo y cerrada con una puerta de madera, en la cual se veía una gruesa polea por la que se introducían los objetos pesados que se querían depositar en la buhardilla. Las dos hojas de aquella puerta apenas entornadas, sin duda a causa del frío, dejaban entrar una luz tan débil que hacía falta un prolongado hábito a la oscuridad para dedicarse allí a un trabajo que exigiese algún cuidado. Sin embargo, trabajaba en aquel aposento una persona con aplicación. Con el rostro vuelto hacia la ventana, cerca de la cual estaba de pie el tabernero, un anciano, sentado en un banquillo y con la cabeza inclinada sobre su obra, estaba haciendo un par de zapatos que absorbían completamente su atención.

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