I. En secreto
I
En secreto
El viajero que el mes de agosto de 1792 iba de Inglaterra a París acometía una empresa difícil y llena de peligros.
Aunque el monarca de Francia hubiera reinado con toda su gloria, el deplorable estado de los carruajes, de los caminos y de los caballos habría sido más que suficiente para retrasar al viajero; pero las circunstancias políticas oponían a la rapidez obstáculos de mayor gravedad. Se encontraba uno a la puerta de las ciudades, y en la entrada de las aldeas, a una partida de ciudadanos patriotas, armados con fusiles nacionales, dispuestos siempre a hacer explosión, que detenían a los que entraban y salían, los sometían a interrogatorio tras interrogatorio, examinaban sus pasaportes, buscaban sus nombres en las listas que tenían, los dejaban pasar, los mandaban volver por donde habían venido, o los metían en la cárcel, según la imaginación del tribunal improvisado lo juzgaba más favorable al nacimiento de la República Una e Indivisible de la Libertad, la Igualdad, la Fraternidad, o la Muerte.
Apenas había andado Charles Darnay algunas leguas por Francia cuando vio claramente que le sería imposible regresar a Inglaterra sin pasar antes por París a recibir un certificado de buen ciudadano. Ocurriera lo que ocurriera, no podía sino continuar su viaje. Ni una pequeña aldea se le cerró al paso, ni una barrera interceptó su camino, pero sabía que una puerta de hierro le separaba cada vez más de Inglaterra. Si le hubiesen atrapado en una red o transportado en una jaula a su destino, no habría estado más convencido de que había perdido su libertad.
La vigilancia recelosa de los patriotas no entorpecía únicamente su avance de una puerta a otra, sino que corría tras él y lo conducía al punto de partida, lo precedía y detenía anticipadamente, le servía de escolta y paralizaba su marcha. En una palabra, llevaba ya varios días en Francia, y estaba aún lejos de París, cuando, no pudiendo sufrir más, hizo noche en una pequeña ciudad por la cual pasaba la carretera.
Y ni siquiera había llegado hasta allí de no haber sido por la carta de Gabelle; pero las dificultades sin número que le habían puesto en el último puesto de guardia lo inducían a pensar que se acercaba a un punto crítico de su viaje. No le causó, pues, gran sorpresa cuando entraron en su alcoba a medianoche.
Era la autoridad local: un funcionario tímido, acompañado de tres patriotas con gorro rojo que, con la pipa en la boca, se sentaron sin cumplidos en la cama del viajero.
—Emigrado —dijo el funcionario—, os mando a París bajo escolta.
—Precisamente mi mayor deseo consiste en llegar a París, ciudadanos, pero no necesito la escolta.
—¡Silencio! —gritó uno de los hombres con el gorro rojo, golpeando la cama con la culata del fusil—. ¡Calla, aristócrata!
—Como dice este buen patriota —añadió el funcionario—, sois un aristócrata y por eso necesitáis una escolta, y vos la pagaréis.
—Me someto, porque no tengo libertad para elegir —respondió Darnay.
—¡Elegir! ¿Oís lo que dice? —exclamó el del gorro rojo—. ¡Como si no le hicieran un favor no colgándolo de un farol!
—Tiene razón este buen patriota —repitió el funcionario—. Emigrado, levantaos y vestíos inmediatamente.
Charles fue conducido al puesto de guardia, donde fumaban, bebían o dormían otros ciudadanos cubiertos con sus correspondientes gorros rojos. Lo obligaron a entregar una cantidad bastante crecida para pagar la escolta, y se puso en camino a las tres de la mañana.
Dos patriotas a caballo, con gorro rojo, escarapela tricolor y armados con el sable y fusil nacionales, marchaban al lado de Charles Darnay. Éste dirigía su caballo, pero le habían atado una cuerda a la rienda cuyo extremo llevaba enrollado en el brazo uno de los hombres de la escolta. De este modo cruzaron la ciudad mientras llovía a raudales, y de este modo salieron al campo, que parecía un inmenso pantano, sin modificar las precauciones y acelerando solamente el paso de los caballos.
Viajaban de noche, hacían alto una hora o dos antes de amanecer y descansaban hasta la caída de la tarde. Los dos hombres de la escolta, para no mojarse tanto, se cubrían las piernas y los hombros con paja. A pesar de la contrariedad de llevar semejante cortejo y del peligro a que lo exponía uno de sus custodios, que, en medio de su embriaguez crónica, llevaba el fusil en una posición nada tranquilizadora, Charles no permitió que la coacción a que se veía sometido despertara serios temores en su corazón; pues se decía que no podía tener nada que ver con los pormenores de un caso individual que aún no se había establecido, ni con las declaraciones, que el prisionero de la L’Abbaye podría confirmar, que aún no se habían hecho.
Pero cuando llegaron por la noche a Beauvais no pudo disimularse el rumbo alarmante que tomaban sus asuntos. La multitud se juntó en torno a los caballos de posta para contemplar a los viajeros y se oyeron gritos nada halagüeños.
—¡Abajo el emigrado! —gritaban—. ¡Muera el aristócrata!
Darnay, que iba a desmontar, se quedó en la silla, donde supuso que estaría más a salvo.
—¡Un emigrado! —dijo—. ¿No veis que estoy aquí, en Francia, por mi propia voluntad?
—Pues, ¿qué eres? —preguntó un herrador que, martillo en mano, se acercó al viajero—. ¿Qué eres más que un emigrado, un perro aristócrata?
El maestro de postas impidió que aquel hombre se apoderase de las riendas del caballo y le dijo con tono conciliador:
—Déjalo, amigo mío, déjalo; será juzgado en París.
—Sí, juzgado —repitió el herrador enarbolando el martillo— y condenado como traidor.
La multitud lo secundó con un alarido.
Charles Darnay detuvo al maestro de postas en el momento en que éste guiaba el caballo hacia el patio de la posada, y les dijo a los hombres cuando cesó el griterío:
—Os engañan, o estáis equivocados; yo no soy un traidor.
—¡Miente! —gritó el herrador—. Desde el Decreto es traidor según la ley y su vida pertenece al pueblo.
Charles Darnay vio brillar la indignación en los ojos de la muchedumbre, que hizo un movimiento, y habría sucumbido si el maestro de postas no hubiese tomado las riendas del caballo para conducirlo al patio.
Los dos ciudadanos que componían la escolta, y que hasta entonces habían permanecido inmóviles, siguieron al aristócrata, y el posadero cerró la puerta y se apresuró a pasar los cerrojos.
Apenas concluida esta operación, el martillo del herrador cayó sonoramente contra la puerta, la multitud voceó imprecaciones de muerte y se alejó sin llevar a término sus hostilidades.
—¿Qué Decreto es ese del que ha hablado el herrador? —preguntó Charles al maestro de postas después de darle las gracias.
—El que ordena la venta de los bienes de los emigrados.
—¿Cuándo se ha publicado?
—El día catorce.
—¡Y el quince partí de Inglaterra!
—Hay más; se dice que los emigrados son desterrados del territorio y condenados a muerte si vuelven a Francia. Por eso decía el herrador que vuestra vida pertenecía al pueblo.
—Pero ¿existen esos decretos?
—¿Qué sé yo? —respondió el maestro de postas, encogiéndose de hombros—. Si no se han publicado, se publicarán, que es lo mismo.
Se acostaron en un pajar y se pusieron en camino cuando la ciudad estuvo silenciosa, esto es, a una hora avanzada de la noche. Entre los múltiples cambios que habían conocido los detalles de la vida cotidiana, uno de los que más contribuían a dar a aquel extraño viaje un aire irreal era la falta de sueño. Después de espolear un buen rato al caballo en la oscura carretera, nuestro viajero y su escolta llegaban a algún pobre lugarejo, donde, en vez de las tinieblas, se veían luces en las ventanas, y a los habitantes bailando como fantasmas en torno a un árbol de la libertad y entonando cantos patrióticos. Afortunadamente, aquella noche se durmió en Beauvais. Los tres jinetes salieron de la ciudad sin tropiezo y se encontraron en medio del camino, con un frío precoz y entre campos estériles, cuya monotonía interrumpían los restos ahumados de casas que el fuego había destruido, las bruscas apariciones de las emboscadas y los altos violentos exigidos por las patrullas.
Al amanecer llegaron por fin a las murallas de París. La barrera estaba cerrada y custodiada por una fuerza numerosa.
—¡Los papeles del preso! —dijo con resolución una de las autoridades de la guardia que había sido llamada por el centinela.
Charles Darnay, ofendido naturalmente al oír aquel desagradable apelativo, suplicó al jefe con amabilidad que observase que era un ciudadano francés y que viajaba libremente, con escolta, en efecto, pero exigida por la situación del país y pagada de su bolsillo.
—¡Los papeles del preso! —repitió el mismo individuo sin prestar la menor atención a sus palabras.
El patriota de la embriaguez crónica llevaba en el gorro los papeles y los entregó a quien los pedía. El jefe se turbó al ver la carta de Gabelle, manifestó alguna sorpresa y miró al señor Darnay con detenimiento.
Sin embargo, entró en el puesto de guardia sin pronunciar una palabra, dejando a la escolta fuera de la barrera. Charles Darnay, en este estado de incertidumbre, observó que la guardia de la puerta se componía de algunos soldados y de muchos patriotas, que los carros de legumbres y otras mercancías, los campesinos y los comerciantes de toda clase que abastecían la ciudad entraban sin estorbo, pero que era muy difícil salir hasta para la gente más llana. Una multitud compacta de hombres y mujeres de toda condición, un contar los animales y vehículos, esperaban que les abrieran el paso; pero el examen previo de los individuos que debían ser identificados se practicaba con tanto escrúpulo que la barrera no se levantaba sino muy lentamente. Algunos, sabiendo que faltaba mucho para que les tocase el turno, se tumbaban a dormir o fumar, mientras los demás hablaban o se paseaban. Hombres y mujeres llevaban el gorro rojo y la escarapela tricolor, cuyo uso era general.
Después de media hora de espera, Charles vio salir nuevamente al jefe que había pedido sus papeles, el cual entregó a los dos patriotas un documento en el que acusaba recibo del preso y mandó a éste que desmontase. El viajero obedeció, y la escolta, llevándose su caballo, dio media vuelta sin cruzar las murallas de París.
Charles Darnay siguió al hombre que le había mandado desmontar y entró en una sala del puesto de guardia que olía a vino y tabaco, y donde algunos soldados y patriotas, dormidos o despiertos, borrachos o en ayunas, o entre uno y otro de estos diversos estados, yacían en los rincones, se apoyaban en las paredes o estaban en pie en medio de la sala. La luz que los alumbraba, procedente a un tiempo de los últimos reflejos de una lámpara moribunda y de los primeros rayos que se colaban entre el cielo encapotado, oscilaba indecisa entre las sombras de la noche y la claridad del día. Se veían en una mesa varios registros, y delante de ellos un hombre de aspecto sombrío y grosero.
—Ciudadano Defarge —dijo, disponiéndose a escribir y dirigiéndose al que acompañaba a Darnay—, ¿es ése el emigrado Evrémonde?
—Sí, ciudadano.
—¿Qué edad tienes, Evrémonde?
—Treinta y siete años.
—¿Estado?
—Casado.
—¿Dónde?
—En Inglaterra.
—¿Dónde está tu mujer?
—En Londres.
—Es muy sencillo. Te han destinado a la cárcel de La Force, Evrémonde.
—¡Por Dios! —exclamó Darnay—. ¿Por qué delito y en nombre de qué ley me priváis de la libertad?
El patriota levantó los ojos y miró al preso.
—Existen nuevos crímenes y nuevas leyes desde que partiste de Francia, Evrémonde —dijo con una sonrisa cruel y tomando la pluma para escribir.
—Os suplico que observéis que he venido por mi propia voluntad para responder al llamamiento de uno de mis conciudadanos, cuya carta tenéis, y pido que se me permita hacerlo sin dilación; ¿no estoy en mi derecho?
—Los emigrados no tienen ningún derecho —respondió con aspereza su interlocutor, que continuó escribiendo, leyó el auto de prisión, puso arenilla en el papel y se lo entregó al ciudadano Defarge, diciéndole: «En secreto».
Defarge indicó al preso con la mano en que tenía el papel que lo siguiese, y salieron del puesto de guardia escoltados por dos patriotas.
—¿Sois vos? —le preguntó el tabernero en voz baja cuando entraron en París—. ¿El que se casó con la hija del doctor Manette, antiguo preso de la Bastilla de execrable memoria?
—Sí —respondió Darnay, mirándolo con sorpresa.
—Yo me llamo Defarge y soy tabernero en Saint Antoine. ¿Habéis oído hablar de mí?
—Muchas veces; mi mujer fue a buscar a su padre a vuestra casa.
Las palabras «mi mujer» llamaron súbitamente al orden al ciudadano Defarge, y su rostro se entristeció.
—En nombre de ese afilado retoño que acaba de nacer, y al que han llamado Guillotina, ¿por qué habéis venido? —dijo con impaciencia.
—Ya lo habéis oído hace un momento; ¿creéis que no es verdad?
—¡Triste verdad para vos! —dijo Defarge, con expresión siniestra, mirándolo fijamente.
—En efecto, todo está tan cambiado, tan diferente de lo que existía en otro tiempo, que ya no reconozco nada; me parece que estoy perdido. ¿Queréis prestarme un servicio?
—Ninguno —dijo Defarge sin volver la cabeza.
—¿Queréis al menos responder a lo que voy a preguntaros?
—Según lo que sea.
—¿Podré comunicarme libremente con el exterior desde esa cárcel adonde se me envía contra toda justicia?
—Ya lo veréis.
—¿Van a sepultarme allí sin juzgarme, sin oír mi defensa?
—Ya lo veréis. Y, aunque así sucediese, ¿qué os admira? Otros han estado sepultados en cárceles peores que ésa.
—No tengo yo la culpa, ciudadano.
Defarge le contestó mirándolo de soslayo y siguió andando con más rapidez.
Viendo Charles que cuanto más se prolongase el silencio menos esperanza tendría de ablandar al tabernero, se apresuró a añadir:
—Ya sabréis que es para mí de la mayor importancia dar aviso de mi llegada a un agente de la Banca Tellsone de Londres, que se halla actualmente en París, para que sepa que estoy en la cárcel de La Force. ¿Queréis anunciárselo?
—No —respondió Defarge con tono brusco—. Pertenezco al pueblo y a la patria, y he jurado servirlos contra vosotros.
Charles comprendió que sería inútil reiterar su súplica y, por otra parte, se lo impedía su orgullo.
Mientras andaba, y a pesar de los pensamientos que le distraían, pudo observar la indiferencia con que la gente veía llevar un preso. Tenía ya que estar, tras un largo hábito, muy familiarizada con este doloroso espectáculo, porque apenas los niños se volvían para mirarlo. Un hombre bien vestido conducido a la cárcel era algo tan común en aquella época como un jornalero vestido de diario yendo a su trabajo.
Al pasar por una calle estrecha y llena de lodo, Charles vio a un fogoso orador que, encaramado en un banco, explicaba a su auditorio los crímenes que el rey y la familia real habían cometido contra el pueblo. Las pocas palabras que oyó anunciaron a Charles Darnay que el rey estaba preso y que habían salido de París los embajadores de las potencias extranjeras.
Hasta entonces no se había enterado; la vigilancia de que era objeto desde su llegada a Francia no le había permitido siquiera saber las noticias más vulgares. Cuando partió de Inglaterra creía que tendría que vencer algún peligro, pero no de tanta gravedad como los que había encontrado. Las dificultades habían crecido a cada paso, y lo crítico de la situación cobraba por momentos gigantescas proporciones. A buen seguro que no hubiera partido de Londres de haber sabido lo que le esperaba en Francia, porque, encerrado en una cárcel, difícilmente podría cumplir su proyecto; pero su inquietud no era tan viva como, imaginada a la luz de nuestro tiempo, se podría suponer. Por tenebroso que fuese el porvenir, era, sin embargo, desconocido, y en su oscuridad se cobijaba la esperanza de la ignorancia. Las horribles masacres que, apenas a un par de vueltas del reloj, habrían de dejar su huella de sangre, a lo largo de noches y días, en la sagrada época de la cosecha, le eran tan desconocidas como si se hubieran producido cien mil años antes. Apenas conocía, y como él mucha gente, el nombre de «ese afilado retoño» que acababa de nacer y al que habían llamado Guillotina. Es probable que los tremendos actos que iban a cometerse ni siquiera los adivinasen los hombres que debían ejecutarlos. ¿Cómo podían tener cabida en la brumosa imaginación de una mente noble?
La prisión y sus padecimientos, los dolores de una separación cruel cuya duración no podía fijar, pensar en lo que sentirían los que lo amaban: he aquí lo que Charles Darnay creía que era el colmo de sus desgracias, y con este pensamiento, bastante sombrío ya, llegó a la cárcel de La Force.
Abrió la puerta un hombre obeso, de rostro hinchado y colorado a quien Defarge presentó al preso como «el emigrado Evrémonde».
—¡Qué inundación! —exclamó el hombre—. Cualquiera diría que llueven emigrados.
Defarge tomó el recibo del alcaide sin manifestar que había oído esta exclamación y se retiró con sus dos guardias cívicos.
—¿Vendrán más aún? —repitió el alcaide, cuando salió el ciudadano.
—Ten paciencia —dijo su mujer, que no estaba preparada para contestar a esta pregunta.
Tres carceleros que entraron en aquel momento a requerimiento de la campana de la alcaidesa añadieron a coro: «¡Por amor a la libertad, ciudadano!», palabras que, en aquel lugar, no parecían la conclusión más indicada.
La cárcel de La Force era negra y oscura, de una humedad viscosa y un hedor infame. Es extraordinario cómo se manifiesta y se acumula tan pronto en las cárceles sucias y sin ventilación el olor pútrido que se exhala del sueño aprisionado.
—¡En secreto! —murmuró el alcaide leyendo el auto de prisión—. ¡Como si pudiera caber ya nadie en secreto!
Pasó el papel por un alambre y volvió a entregarse a su mal humor. El preso, recorriendo la sala de un extremo a otro, o bien sentado en un banco de piedra, esperó cuarenta minutos a que el alcaide y sus acólitos grabasen sus facciones en su memoria.
—¡Sígueme! —dijo el jefe, cogiendo al fin las llaves.
Charles acompañó a su guía a través de la fúnebre claridad que envolvía los corredores, subió escaleras, las bajó, se paró delante de macizas puertas que se cerraron rechinando y fue introducido en una inmensa sala baja atestada de presos de ambos sexos. Las mujeres, sentadas delante de una larga mesa, escribían, leían, cosían o tejían, y la mayor parte de los hombres estaban en pie detrás de ellas o se paseaban por la sala.
Dominado por la idea instintiva que asociaba en él la palabra «preso» a la infamia, Charles Darnay se replegó en sí mismo al entrar en aquella sala que le horrorizaba; pero para que llegase al colmo la falta de correspondencia entre la realidad y lo que él se había imaginado, todos los presos se levantaron para recibirlo, y lo acogieron con la cortesía refinada de la época, con todas las gracias y todas las seducciones de la vida elegante. Estos modales rebosantes de finura, esos saludos exagerados vistos a la luz dudosa que entraba en la sala, desplegados de pronto entre aquellas paredes sucias y desnudas y en medio de un aire impuro, produjeron en Charles la ilusión de haber descendido a la morada de los muertos. No eran más que espectros, la sombra de la belleza, la sombra de la grandeza y de la elegancia, la sombra del orgullo y de la frivolidad, la sombra del talento y de la lozanía, la sombra de la vejez esperando que la sacasen de la orilla, y dirigían al recién llegado unos ojos alterados por la muerte que habían muerto al llegar allí.
Charles apenas se movía; el alcaide, que estaba a su lado, y los carceleros que iban y venían por la sala guardaban una apariencia acorde con sus funciones, pero, al lado de aquellas madres llenas de dolor, de aquellas señoritas nobles y hermosas, de todas aquellas mujeres educadas en el gran mundo, su tosquedad realzaba hasta el extremo la inversión de toda probabilidad y experiencia que esta escena de sombras ofrecía. Espectros, sin duda. Sin duda, la larga caminata irreal había hecho avanzar la enfermedad que había llevado a Charles Darnay a esas tétricas tinieblas.
—En nombre de todos mis compañeros de infortunio —le dijo un noble de majestuosa presencia que fue a saludarlo—, tengo el honor de daros el pésame por la calamidad que os ha conducido a este sitio. ¡Dios quiera que termine pronto y felizmente para vos! Por otra parte, podría ser una indiscreción preguntaros vuestro nombre y vuestra posición social, aunque ésta es una pregunta que aquí no debe ofuscaros.
Charles se despertó y dio gracias al noble como le fue posible.
—Espero que no os habrán destinado al secreto —añadió el noble siguiendo con la mirada al alcaide.
—Ignoro lo que significa esa expresión, pero la han pronunciado cuando me traían aquí.
—Creed que lo sentimos en el alma, pero no os desaniméis; han llegado en secreto algunos miembros de nuestra sociedad y han vuelto a salir al cabo de algunos días. Tengo el pesar —añadió, alzando la voz— de anunciar a los presentes que este caballero está aquí en secreto.
Se oyó al momento un murmullo de conmiseración, y Charles, al cruzar la sala para dirigirse a la puerta donde lo esperaba su guía, recibió las condolencias y consuelos que le prodigaron especialmente las mujeres. Se volvió para manifestarles su gratitud, se cerró la puerta, y las sombras que acababa de ver desaparecieron para siempre de sus ojos.
El corredor terminaba en una escalera de piedra que se dirigía a los pisos superiores. Después de subir cuarenta escalones (apenas hacía tres cuartos de hora que estaba preso y ya contaba lo que le separaba de los vivos), su guía abrió una puerta baja y le hizo entrar en un calabozo húmedo y frío.
—Aquí —dijo el carcelero.
—¿Por qué me encierran aparte?
—No lo sé.
—¿Pueden proporcionarme tinta, pluma y papel?
—No me han dado órdenes sobre este punto; vendrán pronto a verte y podrás pedirlo. Lo único que te permiten por ahora es que compres comida.
En el calabozo había una silla, una mesa y un jergón. Mientras el carcelero pasaba revista a esos objetos y examinaba la celda, Charles, apoyado en la pared, lo miraba mecánicamente y su cuerpo y su cara le parecieron tan hinchados que creyó ver en él a un ahogado saturado de agua.
Cuando salió el carcelero, se dijo: «Me ha dejado aquí como a un cadáver». E inclinándose después hacia el jergón añadió, volviendo el rostro con repugnancia: «Y cuando se ha dejado de vivir, los gusanos forman la primera transformación de la carne».
Se paseó por el calabozo murmurando:
—Cinco pasos y cuatro y medio; cuatro pasos y medio y cinco; cinco pasos y cuatro y medio.
Y, por encima de los rumores de la ciudad que llegaban a sus oídos, debilitados como el sonido de un tambor cubierto por un paño negro, voces tétricas repitieron:
—¡Hacía zapatos, hacía zapatos, hacía zapatos!
El preso volvió a medir el calabozo, aceleró sus pasos y los contó en voz alta para ahuyentar su dolorosa alucinación.
Entre las sombras que se desvanecieron cuando se cerró la puerta, una joven enlutada se asomaba a la reja de la ventana, un pálido rayo de luna brillaba en sus cabellos de oro, y se parecía… ¡Por el amor de Dios! Corramos por los caminos, crucemos las aldeas, veamos a sus habitantes, en vez de dormir, bailar con frenesí… ¡Hacía zapatos! ¡Hacía zapatos!… ¡Cielos!… ¡Cinco pasos y cuatro y medio! ¡Cinco pasos y cuatro y medio!…
El preso, intentando librarse de estos retazos de frases que surgían de lo profundo de su alma, aceleraba cada vez más el ritmo, contaba con obstinación los pasos que medía, y a los rumores de la ciudad, que remedaban sin cesar el sonido de los tambores fúnebres, se añadían las voces desgarradoras de todos los que amaba.