XVII. Una noche
XVII
Una noche
Jamás el sol se había ocultado más radiante en el tranquilo refugio del Soho, ni la luna había asomado con un resplandor más suave sobre la ciudad de Londres que una noche en que, colándose entre las ramas de su árbol favorito, iluminó el rostro del doctor y de su hija.
Lucie iba a casarse el día siguiente, había dedicado aquel último día a su padre, y estaban solos debajo del plátano.
—Padre querido, ¿estáis contento?
—Mucho, hija mía.
Aunque hacía rato que estaban juntos en el patio, habían hablado muy poco. Ni siquiera en la hora en que hubiera podido leer o trabajar, Lucie había pensado en coger su labor o en leer a su padre, como lo hacía siempre por la tarde; aquel día no se parecía a ningún otro y nada podía quitarle este sello excepcional.
—Me siento dichosa, padre querido, muy dichosa al ver que Dios bendice mi amor por Charles; pero, si no pudiera dedicarte más mis cuidados, si mi boda nos separase, aunque no fuera más que a la distancia de una casa a otra vecina, sería ahora muy desgraciada y me devorarían los remordimientos. Mira, a pesar de lo adelantadas que están las cosas…
No pudo continuar. Al resplandor de la luna se arrojó en brazos del doctor y ocultó el rostro en su pecho; al resplandor de la luna que es, como la luz del sol y como la vida humana, esa otra luz tan triste al nacer como al extinguirse.
—Dime, padre querido, que estás completamente seguro de que no se interpondrá entre nosotros ninguno de mis nuevos afectos, ninguno de mis nuevos deberes. Yo estoy muy segura; pero tú ¿lo sientes en el fondo del corazón?
—Sí, ángel de bondad —le respondió su padre—, sí; estoy seguro. Aún más —prosiguió abrazándola—, tu boda ilumina mi porvenir.
—¡Ojalá no me engañases!
—No lo dudes, hija mía, no lo dudes. Reflexiona un momento, y verás que es muy sencillo, muy natural. Eres muy joven y me quieres demasiado para comprenderlo, pero no sabes cuánto terror sentía al pensar que tu existencia podía agostarse por mi culpa y verse arrastrada fuera del orden natural de las cosas. Tu abnegación te impedirá siempre llegar a saber hasta qué punto me atormentaba ese recelo; pero dime, hija mía, ¿sería completa mi ventura si no lo fuera la tuya?
—De no haber conocido nunca a Charles, habría sido completamente feliz contigo.
El doctor sonrió al oír que su hija daba a entender sin pensarlo que después de conocer a Charles habría sido desgraciada sin él.
—Pero lo has conocido —dijo—, y de no haber sido Charles habría sido otro. Si nadie te hubiera gustado, yo habría sido la causa; la parte oscura de mi existencia habría proyectado su sombra más allá de mí mismo cayendo sobre ti.
A excepción de la época en que Charles estuvo procesado, nunca había oído Lucie a su padre hacer alusión alguna a su cautiverio, por lo que estas últimas palabras le produjeron una impresión profunda, y recordaría mucho tiempo después la extraña emoción que la embargó.
—Mírala —prosiguió el doctor alzando la mano hacia la luna—; la vi desde la reja de mi calabozo en un tiempo en que no podía soportar la luz, y en que la idea de que brillaba sobre lo que había perdido era para mí un tormento tan espantoso que me daba cabezazos contra las paredes. La vi más adelante, cuando, hundido en un profundo letargo, ya no pensaba en nada sino en contar las líneas horizontales que podía dibujar sobre ella cuando estaba llena, y en las perpendiculares con que podía cruzarla a continuación. De un extremo a otro —añadió pensativo—, únicamente podía trazar veinte y era muy difícil incluir la veintiuna.
Lucie sintió estremecerse otra vez todo su cuerpo, pero nada justificaba su emoción porque el doctor comparaba los tormentos del pasado con la felicidad presente, y no podían sorprenderle sus palabras.
—La contemplé mil veces pensando en el hijo que no había visto nacer —continuó el doctor—. ¿Había vivido? ¿Había muerto en el seno de su madre después de recibir un golpe tan doloroso? ¿Sería un hijo que algún día me vengase? Hubo una época en que la sed de venganza tenía para mí en el calabozo una fuerza inexplicable. Pero, suponiendo que fuera un hijo, ¿sabría mi historia? ¿Creería que había partido libremente, que lo había abandonado? Y, si era una hija, ¿crecería hasta llegar a ser mujer? —Lucie se acercó al doctor y le besó la mejilla y la mano—. Mi hija, pensaba, olvidará que tiene un padre, lo ignorará tal vez, vivirá sin pensar en él, se casará con un hombre para quien seré completamente desconocido, que no sabrá que estoy preso, y la próxima generación ni siquiera verá un vacío en el sitio que ocupaba.
—Padre mío, saber que pensabas en una hija que no existía me llega al corazón, como si yo hubiera sido esa hija.
—¡Tú, Lucie! No, tú me has dado consuelo y la conciencia con que evoco esos recuerdos que pasan entre nosotros y la luna en esta última noche… ¿Qué decía, hija mía?
—Que tu hija no te conocería, que olvidaría a su padre…
—Sí, ya me acuerdo. Pero otras veces, cuando la soledad y el silencio me dispensaban ese doloroso sosiego que se halla en el fondo de la desesperación, la luna me producía una impresión diferente. Me imaginaba a mi hija entrando en mi calabozo, llevándome consigo y restituyéndome el aire y la libertad. Veía con frecuencia esa imagen como te veo hoy, pero ella no me abrazaba, se quedaba entre la puerta y las rejas de la ventana. Sin embargo, ahora lo comprendo; no era mi hija.
—¿No era su imagen?
—No; era otra cosa. La veía con mis ojos empañados de lágrimas, pero ella no se movía. El fantasma de mi fantasía era el de una hija menos ideal. No le veía el rostro y únicamente sabía que se parecía a su madre. Se le parecía también como tú, hija mía, pero no era la misma. ¿Puedes comprenderme, Lucie? No puedes, ¿verdad? Hay que haber estado mucho tiempo solo en el fondo de un calabozo para comprender estas distinciones imposibles de explicar.
A pesar de lo mucho que se dominaba, notó que la sangre se le helaba en sus venas mientras se esforzaba en analizar sus antiguas impresiones.
—En esos momentos de paz —dijo— me imaginaba al resplandor de la luna que mi hija venía a buscarme, y que me sacaba de ahí para demostrarme que su casa estaba llena de mi recuerdo. Tenía mi retrato en su habitación, decía mi nombre en sus oraciones, su vida era laboriosa, útil y risueña y, sin embargo, mi triste historia lo impregnaba todo.
—Esa hija, padre mío, era yo; no tengo sus virtudes, pero he tenido todo su amor.
—Me enseñaba a sus hijos —continuó el doctor—, los cuales conocían mi nombre y habían aprendido a compadecerme, al punto de que, cuando pasaban por delante de una prisión del Estado, se apartaban de sus muros sombríos, alzaban la mirada a las rejas de las ventanas y hablaban en voz baja. Ella no podía, sin embargo, liberarme porque la encontraba otra vez en mi calabozo, y me figuraba que, después de haberme enseñado todo aquello, me conducía nuevamente a la cárcel. Pero, gozando entonces del beneficio de las lágrimas, caía de rodillas y la bendecía.
—Era yo, padre mío. ¡Oh! ¿Me bendecirás mañana con igual fervor?
—Si evoco estos tristes recuerdos es porque esta noche tengo, hija mía, más motivos para amarte y para dar gracias a Dios por mi felicidad. Nunca, en mis pensamientos más delirantes, soñé con la alegría que me has hecho sentir, y mucho menos con la que nos promete el porvenir.
La besó con ternura, la encomendó al Señor con emoción, dio gracias al cielo por habérsela enviado, y algunos momentos después padre e hija entraban en la casa.
Nadie había sido invitado a la boda a excepción del señor Lorry, y la novia no tenía otra dama de honor que la señorita Pross. Nada había cambiado en los hábitos de la familia; los novios no se separarían del doctor, y para que este proyecto fuese más realizable, habían alquilado el piso superior, que hasta entonces ocupaba un inquilino invisible.
El doctor estuvo muy alegre durante la cena. A la mesa eran solo tres, y la señorita Pross uno de ellos. El doctor lamentó que Charles no se hallase presente, censuró la conspiración que había alejado al joven y bebió de la manera más afectuosa a la salud de su futuro yerno.
Llegó el momento de dar las buenas noches a su hija y se separaron. A las tres de la mañana, agitada Lucie por vagas inquietudes, salió de su dormitorio y entró en el de su padre.
Su temor había sido infundado, porque reinaba la mayor tranquilidad y el orden más completo en el cuarto, y el doctor dormía un profundo sueño. La almohada, donde sus canas se esparcían en rizos pintorescos, no tenía una sola arruga, y sus manos estaban tendidas con calma sobre el cobertor. Lucie, después de apartar la luz, se acercó a la cama, le besó en la mejilla e, inclinando su cabeza, contempló al anciano.
Las amargas lágrimas del preso habían surcado de arrugas su hermoso rostro, pero él borraba sus huellas con tanta fuerza y constancia que las disimulaba hasta en el sueño. Aquella noche no habría podido encontrarse, en los inmensos dominios del sueño, un semblante más calmado, decidido y seguro en su lucha contra un enemigo invisible.
Lucie puso tímidamente la mano sobre aquel pecho venerado, y pidió al Señor que le inspirara todo el afecto que él merecía por sus padecimientos. Retiró la mano, volvió a besar su mejilla y se retiró a su alcoba. Y así llegó el día, y la sombra de las hojas del plátano se movió con tanta suavidad sobre el rostro del doctor como los labios de su hija al rezar por él.