Historia de dos ciudades

XVIII. Nueve días

XVIII

Nueve días

El día de la boda el sol brillaba intensamente, y el doctor, encerrado en su gabinete, hablaba con Charles mientras la novia, el señor Lorry y la señorita Pross esperaban en la sala para ir a la iglesia. Reconciliada poco a poco con el acontecimiento del día, el aya habría visto en aquel casamiento un verdadero regalo de Dios si en el fondo del alma no hubiese pensado que su hermano Salomon habría sido un mejor novio.

—¿Para llegar a este día —dijo el señor Lorry, que no se cansaba de admirar a Lucie y daba vueltas a su alrededor para ver todos los pormenores de su lindo traje—, para llegar a este día os hice cruzar el Canal a una edad en que podía llevaros en brazos? ¡Bondad divina! ¡Qué poco pensaba entonces en lo que hacía! ¡Qué poco podía yo sospechar la obligación que imponía a nuestro amigo Charles!

—Si no lo pensabais —objetó la positiva señorita Pross—, mal podíais saberlo. Perdéis el tiempo hablando inútilmente.

—No lo niego, pero ¿por qué lloráis? —preguntó el excelente amigo.

—No soy yo la que lloro —respondió la señorita Pross—, sino vos.

—¿Yo, Pross?

El señor Lorry se atrevía entonces de vez en cuando a permitirse alguna familiaridad con el aya.

—Llorabais hace un momento. ¿Creéis que no lo he visto? Pero eso nada tiene de extraño; ¿quién no lloraría de alegría al ver este pimpollo de oro? Además, confieso que me ha enternecido el regalo que le habéis hecho, señor Lorry. Vuestra vajilla de plata es magnífica.

—Gracias —dijo el señor Lorry—. Y tenéis que saber que jamás habría imaginado que llegaría el día en que podría hacer un regalo así. Un acontecimiento como el de hoy le recuerda a un hombre todo lo que ha perdido. Cuando pienso que hace cincuenta años que hubiera podido existir en el mundo una señorita Lorry, y que…

—Eso es imposible —dijo la señorita Pross, interrumpiéndole.

—¿No creéis que hubiera podido existir una señorita Lorry?

—No —repuso el aya.

—¿Por qué?

—Porque nacisteis para ser soltero.

—Es probable —dijo el señor Lorry, arreglándose la peluca con coquetería.

—Y estabais destinado a serlo aun antes de nacer —añadió la señorita Pross.

—En tal caso —respondió el anciano— se portaron muy mal conmigo, porque tendrían que haberme consultado sobre la elección del patrón con que habían de cortarme. Pero bastante se ha hablado de mí. Querida Lucie —continuó el excelente amigo, rodeando con el brazo la cintura de la novia—, oigo ruido en el gabinete de vuestro padre, y la señorita Pross y yo somos personas demasiado prácticas para perder la última ocasión de deciros alguna cosa que os sea agradable. Las manos en las que dejáis a vuestro padre no serán menos atentas ni menos afectuosas que las vuestras, se tendrán con él todos los cuidados imaginables, el mismo Tellsone se esforzará en adivinar sus deseos, y cuando dentro de quince días vaya el doctor a reunirse con vos en el país de Gales, lo encontraréis no solamente con salud, sino completamente feliz. Oigo que alguien se dirige hacia la puerta; permitidme que os abrace, hija mía, y os dé la bendición antes de que vengan a reclamaros como un precioso tesoro.

Contempló un momento a la encantadora Lucie, miró aquel hermoso rostro cuyas llamas expresivas le eran tan conocidas, y la abrazó con una finura y un cariño que, aunque pudiera decirse que semejantes cosas han caducado, son tan antiguos como el mundo.

Se abrió la puerta, y el doctor salió de su gabinete con el señor Darnay. Estaba tan mortalmente pálido —y no lo estaba cuando poco antes entró en el gabinete— que su rostro no tenía vestigio alguno de color. Nada, sin embargo, había cambiado en su actitud, solo la astuta mirada del señor Lorry detectó en él la huella reciente, como dejada por un viento, del antiguo sentimiento de aversión y temor.

El doctor dio el brazo a su hija y la condujo al coche que el señor Lorry había alquilado para la ceremonia. Los demás los siguieron en otro carruaje, y se dirigieron a una iglesia vecina donde, lejos de miradas indiscretas, se consagró la venturosa unión de Charles Darnay y Lucie Manette.

Terminada la ceremonia, además de las lágrimas que brillaron entre las sonrisas del pequeño grupo, centellearon en el dedo de la hermosa desposada algunos diamantes sacados de la profunda oscuridad de uno de los bolsillos del hombre de negocios.

Volvieron a almorzar a casa, y las horas pasaron como minutos, y los cabellos de reflejos de oro que en París se habían confundido con la plata de las canas del pobre zapatero, volvieron a unirse en el umbral de la puerta.

Aunque solo iban a separarse quince días, la despedida fue cruel. El padre la consoló por fin, y desprendiéndose con suavidad de los brazos que le estrechaban, dijo a su yerno:

—Tómala, Charles; ahora es tuya.

Ella agitó la mano en la portezuela, partieron los caballos y el coche desapareció.

El tranquilo refugio que habitaba el doctor estaba tan lejos de los sitios frecuentados por los ociosos, que el anciano, el hombre de negocios y el aya se quedaron bastante solos. Guardaban silencio desde la partida de los novios, y el señor Lorry no observó el cambio que se había verificado en el doctor hasta que entraron en la sala fresca y umbría: se habría dicho que el brazo de oro que salía de la fachada le había herido con una flecha envenenada.

El doctor se había contenido delante de su hija, y era natural que la reacción apareciese cuando no hubiera ya motivo para disimular, pero aquella reacción se parecía a los ataques que había sufrido en otro tiempo, y la expresión con que se apretaba la cabeza y se dirigía a su cuarto con paso incierto recordó al señor Lorry al loco de la buhardilla de Saint Antoine y el viaje que había hecho con él bajo la claridad de las estrellas.

—Me parece —le dijo a la señorita Pross— que lo más prudente es dejarlo solo. Necesito indispensablemente ir a la Banca Tellsone, pero volveré enseguida. Lo llevaremos a pasear en coche, comeré aquí, y estoy seguro de que todo irá bien.

Pero, como era más fácil para el señor Lorry entrar en la Banca Tellsone que salir, su ausencia se prolongó más de dos horas.

Cuando volvió, subió la escalera sin hablar con el aya y se dirigió al gabinete del doctor, donde le detuvo el ruido de un martillo.

—¡Cielos! —exclamó estremeciéndose.

La señorita Pross estaba a su lado temblando y despavorida.

—¡Todo se ha perdido! —exclamó con desesperación—. ¿Qué le diremos a nuestra niña? No me ha conocido y ha vuelto a coser zapatos.

El señor Lorry, después de emplear todos los medios para tranquilizar al aya, entró en el cuarto del doctor. El banquillo estaba vuelto hacia la luz como la primera vez que vio al zapatero trabajando, y éste, con la cabeza inclinada, parecía muy atareado.

—¡Doctor, querido doctor!

El anciano alzó la cabeza, miró al señor Lorry con cierta curiosidad, como enojado de que le dirigiesen la palabra, y continuó trabajando. Se había quitado la casaca y el chaleco, llevaba la camisa abierta por el pecho como era su costumbre cuando se dedicaba a esa labor; su rostro marchito había recobrado la expresión adusta de los años de su desgracia, y trabajaba con ardor y hasta con impaciencia, como para reparar el tiempo que le había hecho perder la interrupción de su amigo.

El zapato que parecía querer terminar tenía una forma antigua. El señor Lorry cogió otro que había en el suelo, y le dijo:

—¿Qué clase de zapato es éste?

—Un zapato de mujer, un zapato de calle —murmuró el anciano, sin apartar los ojos del trabajo—; hace mucho tiempo que debía estar terminado, no me estorbéis.

—¡Doctor Manette, miradme!

Obedeció con la sumisión pasiva del preso, pero sin interrumpir el trabajo.

—¿Me conocéis, amigo mío? Reunid vuestros recuerdos, reflexionad, doctor. Ese trabajo es indigno de una persona como vos, doctor Manette.

El señor Lorry no pudo arrancarle una palabra. El doctor levantaba la mirada cuando se lo mandaban, pero era incapaz de responder, y trabajaba, trabajaba en silencio. Todo cuanto podían decirle rebotaba en sus oídos como sobre una pared sin eco y se dispersaba en el aire. Un único rayo de esperanza al que el señor Lorry podía agarrarse era que el doctor alzaba a veces los ojos furtivamente sin que se lo mandasen. Su mirada parecía expresar entonces curiosidad o inquietud, como si se esforzase en comprender ciertas dudas que cruzaran por su cabeza.

Al señor Lorry dos cosas le parecieron indispensables: la primera, ocultar completamente la recaída a Lucie; la segunda, ocultar completamente la recaída a los amigos y conocidos del doctor. Así pues, con la colaboración de la señorita Pross, se respondió a las personas que acudían a consulta que el doctor se hallaba indispuesto y que su estado exigía un reposo absoluto. El aya escribió además una carta de cuatro páginas a Lucie anunciándole que su padre había sido llamado a una consulta a más de setenta y cinco kilómetros de Londres, y volvió a escribir al cabo de tres días diciendo que acababa de recibir algunas líneas suyas pidiéndole varios objetos y encargándole que dijera a su querida hija que se encontraba bien.

Con la esperanza de que la curación del doctor estuviera próxima, el señor Lorry, que tenía en reserva un medio al que se proponía recurrir cuando llegara el caso, tomó la resolución de cuidar al enfermo y hacerlo de un modo que éste conociera que lo vigilaban. Se ausentó, pues, del despacho de Tellsone por primera vez en su vida, y fue a instalarse en el cuarto de Soho Square, cerca de la ventana.

Desde el primer día concluyó de que no solamente era inútil dirigirle la palabra, sino que hablarle era para él una fatiga y un tormento y, decidiéndose entonces a guardar silencio, se contentó con plantarse delante del anciano para protestar con su presencia contra el error en que éste había caído, aunque por otra parte leía, escribía, se cambiaba de sitio y hacía todos los esfuerzos para demostrar al preso imaginario que se hallaba completamente libre.

El doctor comió y bebió, ese primer día, todo lo que le dieron, y después volvió a su trabajo y no lo dejó hasta que se hizo de noche. Cuando dejó a un lado sus herramientas, como si no pudiera servirse de ellas hasta el día siguiente, el señor Lorry se acercó a él y le preguntó si quería dar un paseo.

El doctor miró al suelo como en otro tiempo, alzó los ojos sin mirar y repitió con voz débil:

—¿Un paseo?

—Sí, doctor, ¿quién os lo impide?

El doctor Manette no respondió a esta pregunta, pero cuando, sentado en la sombra y apoyando los codos en las rodillas, se puso la cabeza sobre las manos, pareció repetirse a sí mismo:

—¿Quién me lo impide?

La señorita Pross y el banquero se repartieron la tarea de velar durante la noche y le observaron desde el aposento de al lado. El doctor se paseó por el cuarto mucho rato, pero por fin se acostó y durmió enseguida. Al despertar, muy temprano, se dirigió al banquillo y continuó su trabajo.

El señor Lorry entró en el gabinete, le dio los buenos días, le llamó por su nombre y le habló de diferentes cosas que le habían ocupado últimamente. El doctor no respondió tampoco aquel día, pero era indudable que oía lo que le decían, y que parecía reflexionar, aunque de una manera confusa. Alentado el señor Lorry con este síntoma favorable, le pidió a la señorita Pross que entrase con su labor en el gabinete y estuviese con ellos algunas horas durante el día. Aprovechó la presencia del aya para hablar con ella de Lucie y del doctor, como acostumbraban hacerlo cuando estaban juntos, y como si no hubiese ninguna novedad en la casa. Los dos manifestaron la mayor naturalidad posible en sus conversaciones y no las prolongaron mucho para no fatigar al enfermo, y el banquero creyó ver que el antiguo preso levantaba la cabeza con más frecuencia y parecía admirarse de lo que pasaba a su alrededor.

Cuando llegó la noche, le dijo como el día anterior:

—Querido doctor, ¿queréis dar un paseo?

Y como el día anterior él repitió:

—¿Un paseo?

—¿Venís conmigo? —volvió a decirle el señor Lorry.

Como no obtuvo respuesta, el banquero hizo ademán de despedirse, y no volvió al gabinete hasta después de una hora. El doctor Manette se sentó junto a la ventana y se puso a mirar el plátano, pero cuando vio entrar al banquero corrió a sentarse en el banquillo.

El tiempo transcurría con dolorosa lentitud, y cada tarde era más débil la esperanza del señor Lorry y estaba su corazón más afligido. Concluyó el tercer día, pasaron el cuarto y el quinto, y el hombre de negocios esperó seis, siete, ocho, nueve días, cada vez más desconsolado, que recobrase la inteligencia su desgraciado amigo.

El secreto se había guardado bien y Lucie era feliz. Pero el señor Lorry veía con dolor que el viejo zapatero, que el primer día manejaba mal la lezna, adquiría una habilidad desconsoladora. Nunca había trabajado con más ahínco ni sus dedos habían sido tan ágiles y expertos como la tarde del noveno día.

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