Historia de dos ciudades

VIII. Una partida de cartas

VIII

Una partida de cartas

La señorita Pross recorrió las angostas calles que conducían al Sena y cruzó el Pont-Neuf repasando en su memoria lo que tenía que comprar, sin sospechar la nueva desgracia de sus amos. Jerry iba a su lado con el cesto en la mano, y los dos miraban de derecha a izquierda en las tiendas, iban con cuidado cuando veían gente gregariamente reunida en asamblea, y se desviaban ante cualquier grupo donde se hablara con animación. El frío era intenso, y en el río cubierto de niebla las luces brillantes y las voces agudas indicaban el lugar donde estaban amarradas las barcazas y donde se fabricaban fusiles para los ejércitos de la República. ¡Desgraciado del que hubiera intentado traicionar a esos ejércitos en los que el mérito no correspondía a la graduación que se tenía! Más le hubiese valido morir antes de llegar a la edad en que nace la barba, porque muy pronto le afeitaría la guillotina.

Después de comprar comestibles y una medida de aceite para las lámparas, la señorita Pross se acordó de que le faltaba vino. Inspeccionó, pues, todas las tabernas y se paró en la de Bruto El Buen Republicano de la Antigüedad, a dos pasos del Palacio Nacional (—antes y después— de las Tullerías). Reinaba en esta taberna una tranquilidad relativa y, aunque dominaban los gorros patrióticos, el interior estaba menos rojo que el de las otras tabernas que el aya había encontrado al paso. Habiendo consultado a Jerry, que fue de su misma opinión, la señorita Pross entró seguida de su escudero en la taberna sin hacer caso de los humosos quinqués, de los hombres que, con la pipa en la boca y el gorro en la cabeza, jugaban con naipes sucios o dominós amarillentos, ni del jornalero que, con los brazos desnudos, el pecho descubierto y la cara ennegrecida, leía en voz alta el periódico; sin mirar a los que le escuchaban, ni las armas que llevaban los bebedores o que estaban arrimadas a la pared; y, sin ver tampoco a los dos o tres hombres que, tumbados en el suelo y cubiertos con la chaqueta negra y peluda que era entonces de moda, parecían enormes perros de presa dormidos.

Mientras el tabernero llenaba las botellas, un hombre sentado delante de una mesa al otro lado del local se despidió del compañero con quien había bebido y se dirigió hacia la puerta. Para salir había que pasar cerca del mostrador y, cuando llegó a él, la señorita Pross cruzó las manos y profirió un grito.

Todos los clientes se levantaron al momento. Pensaron que acababan de asesinar a alguien, pero, en vez de una víctima tendida en el suelo, vieron a un hombre y una mujer que, de pie y cara a cara, se miraban con sorpresa. El hombre parecía un excelente patriota, y la mujer, no era posible equivocarse, era inglesa. Las palabras vehementes que el chasco inspiró a los parroquianos de Bruto les habrían sonado a hebreo o caldeo a la señorita Pross y a su escudero aun cuando hubieran prestado oídos, pero ni uno ni otro oían ni veían nada, porque su asombro era máximo.

—¿Qué pasa? —dijo en inglés y en voz baja el hombre que causaba su asombro.

—¡Querido Solomon! —exclamó la señorita Pross—. ¡Encontrarte aquí después de tanto tiempo sin tener noticias tuyas!

—¿Deseas mi muerte? —dijo el hombre con terror.

—Hermano mío —repuso la anciana, prorrumpiendo en llanto—, ¿merezco acaso que me hagas semejante pregunta?

—Sujeta al menos la lengua. Si tienes que decirme algo, salgamos; me hablarás en la calle. ¿Quién es ese hombre?

La señorita Pross respondió, moviendo la cabeza y mirando a su hermano con cariño:

—Es el señor Cruncher.

—Que salga con nosotros —dijo Solomon—. ¡Cómo me mira! ¿Me toma acaso por un fantasma?

Era muy posible. Sin embargo, Jerry no respondió, y examinando el aya los rincones del saco, acabó por hallar el bolsillo y pagó el vino.

Solomon daba mientras tanto a la concurrencia una explicación que parecía satisfacerla, y todos volvieron a su puesto y continuaron jugando o bebiendo.

—¿Qué quieres? —preguntó Solomon parándose en una esquina.

—¡Qué doloroso es —exclamó la señorita Pross— ser recibida así por un hermano a quien siempre he querido tanto!

—¡Qué diablos! —replicó Solomon, abrazando a su hermana—. Vamos… ¿Estás contenta ahora?

La señorita Pross negó con la cabeza y continuó llorando.

—Si crees haberme sorprendido hace un momento, te equivocas —dijo el hermano—; sabía que estabas en París, conozco a casi todos los habitantes de esta ciudad, y, si no tienes intención de causar mi muerte, como estoy tentado de creer, sigue tu camino, ocúpate de tus asuntos y déjame a mí que me ocupe de los míos. No puedo perder tiempo, soy funcionario.

—¡Mi propio hermano —exclamó la señorita Pross, alzando al cielo los ojos llenos de lágrimas—, Solomon, el que podía prestar los servicios más eminentes… en su patria natal, admitir empleos en un pueblo extranjero! ¡Y qué pueblo!… Preferiría verlo sin aliento…

—No me equivocaba —dijo Solomon interrumpiéndola—, quiere mi muerte; va a hacerme sospechoso justo cuando empezaba a prosperar.

—¡Dios aleje de mí tal pensamiento! —dijo la señorita Pross—. Preferiría no volverte a ver en toda mi vida, querido Solomon, y Dios sabe cuánta sería mi pena. Respóndeme una sola vez con cariño, dime que no estás enojado, y me alejo enseguida.

¡Excelente mujer! ¡Como si hubiera merecido el desdén de su hermano, como si no se supiera que un día —habían pasado ya algunos años— el rufián la había abandonado después de gastarse todo el dinero que tenía!

Sin embargo, Solomon le concedió la palabra cariñosa que le pedía, y acababa de decirla con el aire de protección y condescendencia que habría adoptado de haberse cambiado los papeles, cosa muy común en este mundo, cuando Jerry Cruncher le tocó en el hombro y le dirigió con voz ronca esta pregunta imprevista:

—¿Puedo preguntaros si os llaman John Solomon o bien Solomon John?

El funcionario se volvió rápidamente y miró al inglés con desconfianza.

—Hablemos con franqueza, señor mío —continuó Cruncher—. Ella os llama Solomon, y sabrá lo que se dice porque sois su hermano, pero yo os conozco con el nombre de John. ¿Cuál de los dos precede al otro? En cuanto al apellido Pross, me consta que ni siquiera en Londres lo usabais.

—No os entiendo. ¿Qué queréis decir?

—No me entendéis, ¿eh? Pues lo confesaríais inmediatamente si pudiera acordarme del nombre con que os conocían en Inglaterra.

—¿Y qué nombre es ése? —preguntó John en son de burla.

—Era un nombre de dos sílabas.

—¿No sabéis más?

—Y el de vuestro compañero solo tenía una sílaba. Os conozco; servíais de espía y de testigo falso en el tribunal. En nombre del espíritu de la mentira, vuestro padre, ¿cómo diablos os llamaban entonces?

—Barsad —dijo un individuo, acercándose al grupo.

—¡Barsad… sí, sí! ¡Barsad! —exclamó Jerry—. Ése es el nombre que buscaba.

El individuo que lo había pronunciado era el señor Carton.

Estaba al lado de Jerry con las manos debajo del gabán y cruzadas en la espalda, con tanta indolencia como en otro tiempo en Old Bailey.

—No os asustéis, señorita Pross. Llegué ayer tarde con gran sorpresa del señor Lorry, y convinimos en que no me presentaría en parte alguna, a no ser en un caso indispensable. Si me he acercado ahora a saludaros es porque necesito hablar con vuestro hermano. Siento, señorita Pross, que no tenga otro empleo que el de «carnero» de los presos.

Se designaba así, y el apodo se ha perpetuado, a los individuos encargados en aquella época del espionaje de las cárceles.

John Barsad se puso pálido como un cadáver y balbuceó:

—¿Cómo… os atrevéis…?

—No os acaloréis, buena pieza —le dijo Carton—. Estaba observando hace una hora las paredes de la Conciergerie justo cuando salíais de la cárcel, y por una casualidad pasasteis por mi lado. Cuando he visto una cara una vez, ya no se me borra, y la vuestra es muy notable para que pueda esfumarse de la memoria. Despertada mi curiosidad, quise saber de qué tipo eran vuestras relaciones con las cárceles francesas, y os seguí hasta la taberna. Allí me senté detrás de vos, pude deducir de vuestras palabras y de los elogios que os hacían cuál era la categoría de vuestro empleo. Este descubrimiento ha convertido paulatinamente una idea vaga que había concebido en un proyecto en toda regla, señor Barsad.

—¿Qué proyecto? —preguntó el espía.

—Sería peligroso explicaroslo aquí. ¿Me haréis el favor de acompañarme hasta un sitio seguro, a la sede de Tellsone, por ejemplo?

—¿Con amenaza de…?

—¿Quién os habla de amenaza?

—¿Por qué tengo que ir si nada me obliga?

—No sé si podréis negaros.

—Sabéis mucho más de lo que decís —replicó el espía con inquietud.

—Tenéis talento y penetración, señor Barsad; sé, en efecto, muchas cosas.

La indolencia de Carton le servía poderosamente en esta circunstancia, teniendo en cuenta el plan que abrigaba y el hombre con quien tenía que tratar. Reparó en ello y no dejó de aprovecharse.

—No en vano temía que me meterías en un lío —dijo el espía mirando a su hermana—; si esto acaba mal, tú habrás sido la causa.

—Señor Barsad —repuso Carton—, no seáis ingrato. De no haber sido por el respeto que me merece vuestra hermana, os habría tratado con menos miramientos y sabríais ya la proposición que tengo que haceros. ¿Venís a la sede de la Banca Tellsone?

—Sí; deseo saber lo que tenéis que decirme.

—Acompañemos primero a la señorita Pross a su casa. Señorita Pross, aceptad mi brazo; sería peligroso dejaros volver sola, porque, como Cruncher conoce a Barsad, es conveniente que venga conmigo.

La señorita Pross recordaría hasta el último día de su vida que en el momento de apoyarse en el brazo que se le ofrecía y de mirar al señor Carton implorándole por el indigno Solomon, vio en sus ojos una fineza y un entusiasmo que desmentían su indolencia habitual y lo transformaban completamente; pero estaba entonces muy preocupada por su hermano para detenerse en esta observación.

Cuando llegaron a casa del doctor, la compañía se despidió de la señorita Pross y se dirigió al palacio.

El señor Lorry acababa de levantarse de la mesa y contemplaba la llama clara y viva que chisporroteaba en la chimenea. Tal vez buscaba en sus lenguas de fuego el retrato de aquel agente de Tellsone que en otro tiempo se había sentado delante del hogar de la Fonda del Rey Jorge en Dover. Volvió la cabeza cuando abrieron la puerta y manifestó cierta sorpresa al ver al desconocido.

—El hermano de la señorita Pross, John Barsad —dijo Carton.

—¡Barsad! —repitió el anciano—. ¡Barsad! Recuerdo vagamente haber oído ese nombre y no me son desconocidas las facciones de este caballero.

—No en vano os decía que teníais una cara que no se olvida fácilmente —dijo con indiferencia Carton—. Sentaos, John Barsad. —Y, dándole una silla, añadió con severidad—: Figuró como testigo en el proceso de alta traición.

El señor Lorry se acordó inmediatamente y miró al falso testigo con una repugnancia que no disimuló.

—La señorita Pross ha encontrado en el señor Barsad al hermano de quien le habéis oído hablar con tanto cariño, y él ha reconocido el parentesco —dijo Carton—. Pero hablemos de asuntos más tristes: Darnay está otra vez preso.

—¡Qué decís! —exclamó el anciano, lleno de consternación—. Apenas hace dos horas que me he separado de él y estaba libre sin la menor inquietud, y ahora iba a verlo.

—Pues está preso. ¿A qué hora han ido a prenderlo, Barsad?

—Tal vez no haya llegado aún a la cárcel.

—John Barsad es en este aspecto una excelente autoridad —dijo Sydney—, pues por él he sabido la noticia que comunicaba a uno de sus amigos mientras se bebían una botella. «He dejado —decía— a los cuatro hombres encargados de prenderlo en la puerta de la casa y los he visto entrar». Ya veis que la noticia es auténtica.

La mirada práctica del señor Lorry vio en el rostro de Sydney que era inútil insistir sobre este punto y que la prisión era indudable. Conmovido por tan inesperada nueva, pero dándose cuenta de que tenía necesidad de toda su sangre fría, el excelente anciano dominó su agitación y prestó oído atento a las palabras de Sydney.

—Espero —dijo éste— que el nombre y la influencia del doctor producirán mañana… ¿No habéis dicho que mañana se sentenciaría al preso, señor Barsad?

—Lo supongo.

—Espero que la influencia del doctor Manette producirá mañana el mismo efecto que hoy, pero es posible que suceda todo lo contrario, y hasta me inquieta pensar que no hayan avisado al doctor.

—Es probable que nada sepa —dijo el señor Lorry—, pues de no ser así…

—Eso es precisamente lo que me alarma; no comprendo por qué no le han comunicado un asunto que le interesa tan personalmente.

—Es verdad —dijo el anciano, llevándose la mano trémula a la barba y mirando con ansiedad a Carton.

—En una palabra, hemos llegado a un momento en que solo puede ganarse el juego haciendo esfuerzos desesperados —dijo Sydney—. Dejemos al doctor las cartas mejores y me reservo toda la parte perdida. La vida es tan insegura que ya no tiene valor alguno. Esta noche os llevan en volandas y mañana os condenan a muerte, y perdéis el dinero un momento después de entregarlo por vuestro rescate. Mi apuesta en el juego es la existencia de un amigo, y John Barsad es el adversario al que me propongo ganar.

—Necesitáis muchos tantos para ganar la partida —replicó el espía.

—Juguemos, pues. Ya sabéis las cartas que tengo en la mano. Pero antes de empezar la partida, quisiera, señor Lorry, que me dierais algo con que remojar la garganta, y que sea un licor fuerte… Ya sabéis que soy un gran bebedor. —Le ofrecieron aguardiente, bebió un vaso, después otro y apartó la botella en actitud pensativa—. Señor Barsad —añadió, como si verdaderamente tuviera cartas en la mano—, «carnero» entre los presos, emisario de los comités de la República, hoy carcelero, mañana preso, delator siempre y tanto más apreciado como espía por ser inglés y tener por tanto menos probabilidades de ser seducido por quien se interesase en compraros: a pesar de circunstancias tan ventajosas habéis ocultado vuestro nombre a los que os emplean. ¿Qué os parece esta carta? Barsad, hoy al servicio de la República francesa, en otro tiempo al servicio del gobierno aristocrático de Inglaterra, enemigo de Francia y de la libertad. ¿No es excelente esta carta? Por lo cual es fácil probar cómo dos y dos son cuatro a los custodios vigilantes de la nación que dicho John Barsad, pagado aún por el gobierno inglés, es un espía de Pitt, el pérfido enemigo de la República francesa y el agente de todos los males de que se habla sin saber la causa. Este triunfo no se mata con ninguna baza. ¿Habéis visto bien mi juego, señor Barsad?

—¿Qué pretendéis? —preguntó el espía con inquietud.

—Vais a verlo —respondió Sydney—. He jugado el as: denuncia de John Barsad al comité más inmediato. ¿Qué carta tiráis? Examinad vuestro juego, señor Barsad.

Llenó el tercer vaso de aguardiente y lo apuró de un trago. El espía tuvo miedo de que se embriagase y fuera inmediatamente a denunciarlo. Carton lo advirtió y, llevándose otro vaso a la boca, dijo después de beberlo:

—Mirad vuestras cartas, señor Barsad, pero sobre todo no os deis prisa.

El juego que tenía Barsad era muy pobre, más pobre de lo que se imaginaba Carton, pues éste no conocía todas las cartas falsas de su adversario. Destituido del honorífico cargo que desempeñaba en Londres por haber sufrido demasiados percances en materia de falsos testimonios (los motivos que tiene Gran Bretaña para vanagloriarse de la superioridad de sus espías son de fecha reciente), había cruzado el Canal para entrar al servicio de Francia. Empleado al principio por sus compatriotas, había llegado a ser gradualmente espía y agente provocador de los mismos franceses. El gobierno caído lo había destinado al barrio de Saint Antoine y lo había enviado a la taberna de los Defarge; la policía le había proporcionado datos sobre el doctor Manette para que pudiera granjearse el aprecio del tabernero y de su mujer, a quien había intentado sonsacar sin el menor éxito. Se estremecía al recordar que aquella mujer implacable no había dejado de hacer punto en su presencia mientras lo miraba con expresión siniestra, porque posteriormente la había visto muchas veces sacar su faja tejida en la sección de Saint Antoine y leer en sus dibujos la acusación de los individuos entregados a la guillotina. Sabía, como todos los de su calaña, que era imposible la fuga, que estaba encadenado al cadalso, y que, a pesar de su adhesión al nuevo régimen, bastaría una sola palabra para hacer rodar su cabeza. Una vez denunciado, veía a madame Defarge, cuyo carácter conocía, desplegar su fatal registro y descargarle el último golpe. Todos los espías se asustan fácilmente, pero cabe reconocer que había en las cartas de Barsad una aglomeración muy siniestra de puntos de un mismo palo y eso era un buen motivo de terror para el que las jugaba.

—Me parece que no estáis muy contento con vuestro juego —dijo Sydney con calma.

—Caballero —dijo el espía, volviéndose al señor Lorry con expresión rastrera—, apelo a vuestra edad y a vuestro carácter generoso para suplicaros que preguntéis a este joven, que estoy seguro de que os escuchará, si cree poder jugar el as del que me hablaba hace un momento. Confieso que soy un espía, y convengo en que es un empleo poco honorífico (sin embargo, alguien lo ha de desempeñar), pero este caballero es demasiado honorable para dedicarse a semejante oficio.

—John Barsad —dijo Carton, encargándose de la respuesta y sacando el reloj—, voy a jugar el as dentro de cinco minutos y lo haré sin escrúpulo.

—Habría confiado, señores —repuso Barsad, esforzándose en atraer al señor Lorry a la discusión—, en que por consideración a mi hermana…

—Creo que de ningún modo puedo demostrarle mejor el interés que me inspira que librándola de su hermano —dijo Sydney, interrumpiéndolo.

—No pensáis lo que decís, caballero.

—Estoy decidido.

El espía, cuya humildad contrastaba vivamente con el traje que llevaba y sin duda con sus maneras habituales, quedó tan desconcertado al ver la formalidad de su adversario que balbuceó dos o tres palabras ininteligibles y fue incapaz de terminar la frase.

—Encuentro una carta que no había visto aún —dijo Sydney después de una breve pausa—. ¿Quién era ese «carnero» que se alababa de pacer en las provincias y que bebía con vos en la taberna?

—Un francés que no conocéis —respondió Barsad.

—¿Francés? —repitió Carton, pensativo.

—Lo afirmo. Además, eso no tiene importancia.

—Probablemente —continuó Sydney sin cesar de meditar—; sin embargo, yo conozco esa cara.

—No lo creo; estoy seguro de lo contrario; no puede ser —se apresuró a decir el espía.

—¿No puede ser? —murmuró Carton, llenando el vaso—. No puede ser… Habla bien el francés, pero tiene acento.

—No es de París.

—Es un extranjero —gritó Carton dando un golpe sobre la mesa—; es Cly, ahora lo recuerdo. Estaba con vos en Old Bailey.

—No os precipitéis, caballero —dijo Barsad, con una sonrisa que acentuó la curva de su nariz aguileña—; acabáis de incurrir en un renuncio.

—Pues no paso.

—Os enseñaré el triunfo. Mi antiguo compañero Roger Cly murió hace doce o quince años y fue enterrado en Londres, en el cementerio de Saint-Pancras-in-the-Fields. Recibí su último suspiro, y lo habría acompañado a su última morada de no haber sido por cierto motín que hizo el populacho con motivo de sus funerales, pero yo mismo lo deposité en el ataúd.

El señor Lorry vio dibujarse una sombra fantástica en la pared y, buscando quién podía proyectarla, descubrió que procedía de los cabellos de Cruncher, que se habían erizado instantáneamente.

—Permitid que os dé una prueba de mis palabras —continuó el espía—. Puedo demostraros vuestro error presentándoos la certificación del entierro de Roger Cly, documento que por casualidad llevo en mi cartera. Miradlo: dignaos leerlo, porque está en regla y debidamente legalizado.

El señor Lorry vio crecer la sombra de la pared y aparecer a Cruncher, que se acercó sin ser visto por Barsad, y le dijo, dándole un golpe en el hombro:

—¿Sois vos, señor mío, el que puso en el ataúd a Roger Cly?

—Sí, yo.

—¿Podéis decirme —añadió sombríamente— quién lo sacó?

—¿Qué queréis decir? —balbuceó Barsad, sentándose y pálido como un cadáver.

—Que Roger Cly no ha estado nunca en la fosa —respondió Cruncher con voz lúgubre—. Que me ahorquen si miento.

El espía miró a Carton y a Lorry, que por su parte miraban a Cruncher con creciente sorpresa.

—Lo que pusisteis en el ataúd no era un cadáver, sino piedras y tierra.

—¿Cómo lo sabéis?

—No es asunto vuestro —murmuró Cruncher—. Hace mucho tiempo que os guardo rencor por esa mala pasada. ¡Pues qué! ¿Así se engaña a un honrado comerciante? Os ahogaría con gusto por media guinea.

Sydney Carton y el anciano, perplejos ante este incidente, suplicaron a Cruncher que se explicase.

—En otra ocasión será —respondió Jerry con tono evasivo—; el momento en que nos hallamos no es el mejor para explicaciones. Digo únicamente que Roger Cly no estaba en el ataúd donde este hombre pretende haberlo depositado. Que se atreva a sostener lo contrario aunque no sea más que con un gesto, y lo ahogo por media guinea.

Jerry Cruncher creía seguramente estar haciendo una oferta generosa.

—Esto prueba una cosa —repuso Sydney—: que mi carta es buena. Señor Barsad, en medio del ambiente de sospecha que os rodea, os podéis dar por muerto si demuestro que estáis aquí en relaciones con otro agente de Pitt, antiguo compañero vuestro, que, para engañar mejor a sus enemigos, se hace pasar por difunto y enterrado. Acusación de conspiración contra la República; es una excelente carta, una carta de guillotina. ¿No jugáis, señor Barsad?

—No, renuncio a la partida. Nuestro empleo está tan mal visto por el populacho que por poco me arrojaron al agua justo cuando iba a embarcarme para Francia, y al pobre Cly le habría sido imposible partir de no haber concebido la excelente idea de hacerse pasar por muerto. Pero lo que es para mí un enigma que no acierto a comprender es que este hombre haya podido descubrir el engaño.

Jerry Cruncher no pudo menos de dar una nueva prueba de su liberalidad ofreciéndose a estrangular al espía por cinco chelines.

Éste se volvió, y dijo con aire más resuelto, dirigiéndose a Carton:

—No puedo perder más tiempo; estoy de servicio, y tengo que irme. Si tenéis que hacerme alguna proposición, hablad pronto. No me exijáis nada que tenga relación con mi empleo, porque me expondría a una muerte segura y preferiría negarme rotundamente a engañar a mis superiores. Habláis de desesperación, y creo que todos seguimos un juego desesperado. Pensadlo bien, porque yo también puedo denunciaros, jurar lo que quisiera y perderos inmediatamente. ¿Qué tenéis que pedirme?

—Un servicio insignificante. ¿Sois carcelero en la Conciergerie?

—Ya os he dicho que una evasión es imposible —dijo Barsad con firmeza.

—¿Quién os habla de evasión? ¿Sois carcelero de la Conciergerie?

—Algunas veces.

—¿Podéis serlo cuando queréis?

—Entro en la cárcel.

Sydney llenó el vaso y lo vació lentamente en la chimenea. Cuando cayó la última gota, se levantó y le dijo a Barsad:

—Os he hecho venir aquí porque era conveniente que tuviese testigos del valor de mis cartas. Pasemos ahora a aquel aposento. No necesitamos luz. Allí os diré lo que exijo de vos.

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