Historia de dos ciudades

VI. Triunfo

VI

Triunfo

El tribunal revolucionario, compuesto de cinco jueces, del acusador público y de un jurado cuyas decisiones no tenían apelación, celebraba audiencia todos los días. La lista de los acusados que debían comparecer ante él se enviaba el día anterior a cada cárcel y la leía el carcelero a los interesados.

—¡Acercaos todos y oíd! Aquí está el periódico de la tarde —repetía el carcelero, para quien esta frase era su chiste favorito.

—¡Charles Evrémonde, llamado Charles Darnay!

Este nombre encabezaba el diario de la tarde en La Force el día en que la pobre Lucie había visto bailar la carmañola.

Cuando un preso era citado, debía salir de la sala común y trasladarse a un sitio reservado. Charles tenía tristes razones para no ignorar esta costumbre, pues a lo largo de quince meses había visto desaparecer a todos sus compañeros de infortunio después de ser sometidos a esta formalidad.

El carcelero obeso miró por encima de sus anteojos para cerciorarse de que dicho Evrémonde había ido a situarse en el sitio reservado para los que iba llamando, y continuó su lectura, parándose del mismo modo a cada nombre que pronunciaba. En la lista figuraban veintitrés, pero solo veinte presos respondieron; los otros tres habían muerto, uno en la misma cárcel y los otros dos en el cadalso, pero lo habían olvidado. La lectura de esta lista fatal se hacía en la sala donde Charles había sido conducido el día en que entró en La Force. Todos los que habían entrado allí aquellos días habían muerto en la masacre, y desde entonces los amigos por los que se había interesado y de los que se había despedido solo habían salido de la cárcel para subir al cadalso.

Hubo adioses y palabras amables, pero todo terminó muy pronto, porque era un incidente cotidiano al cual los presos se habían acostumbrado, y precisamente aquella noche la sociedad de La Force se preparaba para distraerse con juegos de prendas y hasta con un pequeño concierto. Todos se asomaron a las rejas para ver salir a los acusados, se derramaron algunas lágrimas por los desventurados que se alejaban, pero, como quedaban veinte puestos vacíos, era necesario llenarlos para que no se frustrase la diversión que tenían planeada. Por otra parte, se hacía tarde, y muy pronto vendría el alcaide a cerrar las puertas y a confiar la sala común y los corredores a la custodia de los carceleros del turno de noche. Esto no quiere decir que los presos fuesen insensibles; su indiferencia procedía de la situación en que se hallaban y de la índole misma de la época en que vivían, no de su dureza de corazón. La especie de fanatismo o de embriaguez que impulsó entonces a varias personas a desafiar orgullosamente a la guillotina y morir en ella no era una simple bravata sino el efecto contagioso del frenesí colectivo. Se ha visto en tiempo de peste que ciertos individuos se ven atraídos por el mal en medio del vértigo y desean la muerte, y todos tenemos misterios ocultos en nuestro pecho que necesitan para manifestarse una circunstancia que los evoque.

El paso de La Force a la Conciergerie era corto y tenebroso. La noche fue larga y fría para los veinte acusados en sus nuevos calabozos llenos de inmundicia. Conducidos al tribunal por la mañana, comparecieron quince de ellos delante de los jueces antes que Charles Darnay, y todos fueron condenados a muerte. Su interrogatorio, su acusación, su defensa y su sentencia apenas requirieron hora y media del tribunal.

—¡Charles Evrémonde, llamado Charles Darnay! —gritó el ujier.

Los magistrados llevaban sombreros con plumas, pero predominaba en todos los puntos del salón el gorro frigio adornado con la escarapela tricolor. El acusado habría podido creer, a juzgar por los jurados y el público, que se había invertido el orden natural de las cosas, y que los criminales juzgaban a los hombres de bien. Todo lo más vil y más atroz que hay en el populacho de una gran ciudad dirigía los debates, hacía estrepitosos comentarios, reprobaba y anticipaba y precipitaba el fallo sin la menor oposición por parte del tribunal. La mayoría de los hombres iban armados y algunas mujeres llevaban puñales y cuchillos; entre ellas no pocas comían y bebían mientras asistían a la audiencia, y otras hacían punto. Una de éstas tenía una faja tejida debajo del brazo, y no era la que trabajaba con menor dedicación. Colocada en primera fila, estaba a su lado un hombre que el acusado no había visto desde su llegada a París, pero en quien reconoció inmediatamente al ciudadano Defarge. La mujer de la faja habló una o dos veces al oído de su vecino, de lo cual dedujo Charles que era la tabernera, y lo que más le llamó la atención fue la afectación con que la pareja miraba a los jurados sin mirarlo a él, a pesar de hallarse muy cerca. Debajo del presidente estaba sentado el doctor Manette con su traje ordinario: él y el señor Lorry eran los únicos de la sala que no habían adoptado las insignias revolucionarias.

Charles Evrémonde, llamado Charles Darnay, comparecía ante el tribunal como aristócrata acusado de emigración, y el acusador público pedía su cabeza en nombre del decreto de destierro que prohibía bajo pena de muerte entrar en Francia a los emigrados. Era lo de menos que el regreso del acusado se hubiera producido antes de la proclamación del decreto invocado; dicho Evrémonde estaba allí, lo habían apresado en Francia, existía el decreto y era imprescindible que se le aplicase.

—¡Que le corten la cabeza! —gritaba el auditorio—. Es un enemigo de la República.

El presidente agitó la campanilla, y preguntó al acusado si era cierto que había vivido muchos años en Inglaterra.

—Es cierto —respondió Darnay.

En tal caso era un emigrado. ¿Y cómo se consideraba él?

Decía que era un francés que vivía en Inglaterra, pero no emigrado en el sentido que se daba a esta calificación.

—¿Y por qué? —quería saber el presidente.

Porque había renunciado voluntariamente a una posición y a un título que le eran odiosos, y, si había abandonado su país, mucho antes de que la palabra «emigrado» tuviese la significación que le daba el tribunal, era porque había preferido vivir de su propio trabajo en Inglaterra que a costa del pueblo de Francia.

¿Qué pruebas aducía?

El testimonio de Théophile Gabelle y de Alexandre Manette.

El presidente le recordó que, sin embargo, se había casado en Londres.

—Sí, pero no con una inglesa.

—¿Con una ciudadana de Francia?

—Sí.

—¿Su nombre?

—Lucie Manette, hija del doctor Manette, ex preso de la Bastilla.

Esta contestación produjo un feliz efecto en la sala. Resonaron en toda ella gritos de alabanza del buen doctor, y era tal la inconstancia del pueblo que corrieron las lágrimas sobre algunos de aquellos rostros feroces que un momento antes expresaban el furor.

Charles había seguido hasta entonces las instrucciones reiteradas por su suegro, cuya vigilancia había allanado todos los obstáculos de la senda peligrosa en que se había internado.

El presidente preguntó por qué había regresado el acusado a finales del año anterior y por qué había esperado hasta entonces para volver a su patria.

Darnay respondió que si no había regresado antes fue porque no tenía en su país otros medios de existencia que los bienes patrimoniales a los que había renunciado, mientras que en Inglaterra se ganaba el sustento enseñando la lengua y la literatura francesas. Si partió de Londres fue a ruego de uno de sus compatriotas, cuya vida ponía en peligro su ausencia. Había vuelto para salvar la vida de ese ciudadano y para declarar la verdad exponiéndose a la muerte. ¿Era esto un crimen a los ojos de la República?

—¡No! ¡No! —gritó el populacho con entusiasmo.

El presidente agitó en vano la campanilla, y los gritos continuaron hasta que el público tuvo a bien guardar silencio.

El presidente requirió entonces el nombre del mencionado ciudadano. El acusado dijo que era su primer testigo. También se refirió con confianza a la carta de ese ciudadano, carta que le habían quitado en la frontera al entrar en París, pero que se encontraba indudablemente en los autos que tenía a la vista el tribunal.

El doctor había tenido cuidado de hacerla incluir en la causa y, en efecto, fue leída por el presidente. Habiendo sido llamado el ciudadano Gabelle para prestar declaración, confirmó no solamente lo que había dicho el acusado, sino que insinuó con extrema delicadeza que, en medio del cúmulo de asuntos impuestos a la justicia por los numerosos enemigos del pueblo, había estado tres años encerrado en la L’Abbaye, completamente borrado de la memoria patriótica del tribunal, hasta los últimos días de la semana anterior en que había sido citado a comparecer, y que se le había puesto en libertad a satisfacción del jurado, al declarar éste que la acusación dirigida contra él quedaba anulada con la presencia del ciudadano Evrémonde, llamado Charles Darnay.

Fue interrogado después el doctor Manette. La popularidad que había alcanzado y la exactitud de sus contestaciones produjeron desde el principio un efecto notable. Pero, cuando demostró que el acusado había sido su primer amigo cuando salió de la Bastilla, que no había cesado de protegerlo y amarlo desde entonces en su destierro, y que, lejos de ser mirado con favor por el gobierno aristocrático de Inglaterra, Charles Darnay había sido procesado como enemigo de la Gran Bretaña y como amigo de los Estados Republicanos de América, el tribunal participó de los sentimientos del público. Finalmente, cuando apoyándose en todos estos puntos con la fuerza y el entusiasmo de la verdad, invocó el testimonio del señor Lorry, ciudadano de Londres, actualmente en la sala, el cual había prestado declaración en el proceso del que había hablado antes, el jurado declaró que había oído bastante y estaba dispuesto a dar su fallo si el presidente se dignaba recibirlo.

Cada voto (los jurados votaban verbalmente y en alta voz) fue acompañado de entusiastas aclamaciones. Todos los individuos se pronunciaron en favor del acusado, y Charles Darnay fue declarado inocente por unanimidad.

Empezó entonces una de las manifestaciones a las que se entregaba algunas veces el populacho en aquellos días de furor sanguinario. ¿Lo hacía obedeciendo a un espíritu versátil, cediendo a los impulsos generosos o piadosos que germinaban en él, o para compensar las atrocidades que pesaban sobre su conciencia? Nadie podría decirlo, y es probable que estos tres motivos interviniesen, aunque predominaba sin duda el segundo. En cualquier caso, apenas se dio la absolución brotaron abundantes lágrimas, y abrazaron y besaron a Charles Darnay tantas personas de ambos sexos que éste casi se desmayó, porque estaba debilitado por su larga prisión y profundamente conmovido al pensar que aquella misma multitud, empujada por otra corriente, le habría despedazado con igual entusiasmo.

La necesidad de juzgar a los demás acusados liberó a nuestro amigo de las caricias del populacho. Acababan de comparecer ante el tribunal cinco presos acusados de enemigos de la República, con el cargo de no haberla ayudado ni con sus palabras ni con sus obras; y fue tal la rapidez con que los individuos del tribunal resarcieron al pueblo y a sí mismos de la absolución anterior que aún no había salido Charles Darnay de la sala cuando habían decidido ya que fuesen ejecutados en el término de veinticuatro horas. Uno de los condenados anunció a Darnay la sentencia levantando un dedo, el signo de la muerte en las cárceles, y los cinco añadieron con voz robusta: «¡Viva la República!».

A decir verdad, esta última causa no había tenido público que pudiera prolongar sus debates, porque el doctor y su yerno se hallaron al salir del tribunal en medio de una multitud considerable, en la cual reconoció Manette todas las caras que había visto en la sala, a excepción de dos personas a quienes buscó en vano con la mirada.

Después de que Charles saliera acompañado por el doctor, se renovaron las aclamaciones, las lágrimas, los gritos, los aplausos y los abrazos: el vértigo universal pareció llegar hasta el río y apoderarse del agua, enloquecida como el pueblo que estaba en sus orillas.

Tenían una silla que habían sacado del mismo tribunal o de alguna de las salas inmediatas y, después de cubrirla con una bandera roja, la habían adornado con una pica con un gorro frigio en la punta. A pesar de las súplicas del doctor, elevaron a su yerno sobre ella, y mientras lo llevaban en triunfo en medio de aquel mar agitado de gorros de color sangre de donde surgían a sus ojos restos de rostros humanos, Charles se preguntó más de una vez si lo conducían en un carro a la guillotina.

Lo pasearon por la ciudad en un cortejo que le produjo el efecto de una alucinación: la multitud abrazaba a cuantos encontraba al paso, señalándolo a él con la mano, y profería gritos de entusiasmo; llegaron a la casa del doctor enrojeciendo con el color republicano unas calles enrojecidas ya con un tinte más sombrío; y finalmente entraron en el patio. Lucie, a quien el doctor, adelantándose, había avisado, cayó desmayada en los brazos de su marido.

Mientras Charles la estrechaba contra su pecho, procurando colocarse entre ella y los que lo escoltaban para que no la viera la muchedumbre, algunos individuos se pusieron a bailar y, habiendo seguido inmediatamente su ejemplo todos los demás, se improvisó la carmañola en el patio. Después llevaron en la silla triunfal a una joven que representó a la Diosa de la Libertad, y la carmañola, saliendo del patio del doctor, invadió las calles vecinas, el muelle y el puente, y se alejó como un torbellino, y creciendo como el alud que baja de las montañas.

Charles, después de estrechar la mano del doctor, que lo contemplaba con orgullo, y la del señor Lorry, que llegaba sin aliento y cansado de bregar con los danzantes, y después de dar un beso a la tierna Lucie, que le levantaron para que pudiera abrazarlo, y de saludar a la fiel Pross, que sostenía a la niña, tomó en sus brazos a su esposa y le dijo:

—Lucie, vida mía… me he salvado… ¡Soy tuyo!

—Charles, amado mío, déjame dar gracias a Dios del mismo modo que aún le rogaba ayer.

Todos inclinaron su rostro y su corazón.

—Ahora, ángel mío, habla con tu padre y dile lo que siento; nadie en el mundo habría podido hacer lo que él ha hecho por mí.

Lucie apoyó la cabeza en el pecho del doctor Manette como en otro tiempo se había apoyado en el suyo la pobre cabeza del zapatero. Éste había conseguido al fin la recompensa de todos sus males, y estaba contento y orgulloso.

—¿Por qué tiemblas? —dijo con tono de reproche y, sin embargo, lleno de dulzura—. ¿Por qué tiemblas ahora? Lo he salvado; ya pasó el peligro.

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