VI. El zapatero
VI
El zapatero
—¡Buenos días! —dijo el tabernero.
—¡Buenos días! —le respondió una voz tan débil que se habría tomado por un eco lejano.
—¿Siempre trabajando?
—Sí… trabajo.
La voz tenía un tono desgarrador y horrible; no era la debilidad que resulta del enflaquecimiento físico, aunque hubieran contribuido a ella en gran parte los padecimientos, sino la que se contrae en la soledad y procede del prolongado silencio. Aquella palabra ahogada, de la que estaba ausente la vida, y que no tenía ya ninguna de las vibraciones de la voz humana, producía el mismo efecto que un rico color borrado por el tiempo y que no es más que una mancha pálida sin relación alguna con el matiz que tenía anteriormente. Aquella voz era tan hueca que se hubiera dicho que salía de un subterráneo, y su acento expresivo era el de un viajero que, muriéndose de sed, se lamenta recordando la patria y a los familiares y amigos que no volverá a ver jamás.
Después de trabajar en silencio algunos minutos, el hombre encanecido alzó nuevamente los ojos, no por interés o curiosidad, sino bajo la influencia de una percepción completamente maquinal, porque el sitio donde había visto a monsieur Defarge continuaba ocupado.
—Quisiera ver mejor —dijo el tabernero, que lo miraba fijamente—. ¿Podréis soportar una luz más viva?
El zapatero volvió la cabeza, miró al techo prestando oído con actitud distraída, y después dirigió la mirada a monsieur Defarge.
—¿Qué habéis dicho? —murmuró.
—Os he preguntado si soportaríais sin dolor una luz más viva.
—Habré de soportarla… si lo exigís.
La sombra de una intención había hecho brotar tímidamente las dos últimas palabras.
Monsieur Defarge empujó una de las hojas de la ventana y la sujetó, y un vivo rayo de luz entró repentinamente y permitió ver al zapatero, que, con la horma sobre las rodillas, había suspendido su trabajo. Estaba rodeado de instrumentos y de pedazos de cuero. Su barba blanca, desigualmente cortada, no era muy larga, pero su rostro estaba descarnado, y sus ojos, con un brillo excesivo que manaba de debajo de las cejas, negras aún, y de una masa confusa de canosos cabellos, parecían de una magnitud sobrenatural. Le servía de camisa una especie de blusa de lana amarilla hecha jirones y abierta por el pecho que dejaba ver un cuerpo ajado y marchito, y todo su cuerpo, así como su chaqueta vieja de lienzo ordinario, sus medias demasiado anchas y sus andrajos, habían cobrado con la privación de luz y de aire un color de pergamino tan uniforme que habría sido difícil reconocer su color primitivo o adivinar lo que habían sido en otro tiempo.
Había puesto una de sus manos delante de la luz para protegerse los ojos, y no solo sus músculos sino hasta sus huesos parecían diáfanos. Con la mirada perdida en el vacío, no respondía al tabernero hasta después de mirar varias veces a un lado y a otro, como si hubiese perdido el hábito de asociar los sonidos al sitio de donde procedían o como si buscase de dónde venían las palabras que llegaban a su oído.
—¿Acabaréis hoy ese par de zapatos? —le preguntó monsieur Defarge haciendo al inglés una señal para que se acercase a su lado.
—¿Qué decís?
—Pregunto si tenéis intención de acabar hoy esos zapatos.
—No puedo decir que tenga intención… Lo supongo… No lo sé…
Estas palabras le recordaron su tarea y continuó trabajando. Sin embargo, dos minutos después, el zapatero alzó sus ojos huraños, y no manifestó sorpresa alguna al ver a otra persona. Se llevó los dedos trémulos a los labios, tan blancos como sus uñas, bajó la mano que había alzado, y continuó trabajando.
—Tenéis una visita —dijo el tabernero.
El zapatero miró a su alrededor sin dejar el trabajo.
—Mirad —continuó el tabernero—; este caballero es muy entendido en zapatos. Enseñadle el que estáis haciendo para que vea que está bien cosido.
El anciano obedeció maquinalmente.
—Decid a este caballero cómo se llama ese calzado y cuál es el nombre del que lo ha hecho —prosiguió el tabernero.
La respuesta se hizo esperar mucho tiempo.
—¿Me preguntabais alguna cosa? —dijo por fin—. ¿Qué decíais? No me acuerdo…
—Os suplico que expliquéis a este caballero de qué clase es el zapato que acabáis de hacer.
—Es un zapato de mujer, un zapato de paseo como se llevan ahora. No he visto la moda, pero he tenido un modelo —añadió, contemplando su obra con cierta satisfacción y orgullo.
—Y el nombre de quien lo ha hecho —dijo Defarge.
Ahora que no tenía zapato que sostener, descansó los nudillos de la mano derecha en el hueco de la mano izquierda; luego, los nudillos de la mano izquierda en el hueco de la mano derecha; y finalmente se llevó una y otra a la barba, con regularidad y sin interrupción. Arrancarle de la abstracción en que volvía a caer inmediatamente después de haber hablado, requería tanto trabajo como para hacer volver en sí a una persona desmayada o para reanimar a un moribundo con la esperanza de obtener una confidencia.
—¿No me habéis preguntado mi nombre? —repuso con ademán distraído.
—Sí.
—Ciento cinco, Torre Norte.
—¿Nada más?
—Ciento cinco, Torre Norte.
Articuló débilmente un sonido que, sin ser un gemido o un suspiro, expresaba cansancio, y se inclinó, dispuesto a reanudar su trabajo.
—¿Habéis sido siempre zapatero? —le preguntó el señor Lorry, mirándolo fijamente.
Los ojos vagos del zapatero se volvieron hacia Defarge como para transmitirle la pregunta que se le hacía pero, viendo que éste callaba, contempló al inglés después de buscar el sitio donde se hallaba.
—¿Si he sido siempre zapatero? —le dijo—. No, no era ése mi estado. He empezado aquí, lo he aprendido yo solo. Había pedido…
Se interrumpió bruscamente, pareció haber olvidado a su interlocutor y empezó a poner una mano sobre la otra con regularidad mecánica.
Al cabo de algunos minutos sus ojos se encontraron otra vez con la figura del inglés y, estremeciéndose como quien despierta con un sobresalto, continuó la frase que había empezado.
—Había pedido permiso para aprender un oficio… Me costó mucho trabajo… Tardé mucho tiempo en conseguirlo… pero desde entonces he hecho siempre zapatos.
—Doctor Manette —le dijo el señor Lorry devolviéndole el zapato—, ¿no os acordáis de mí?
El anciano soltó el zapato que había cogido y miró al inglés.
—Doctor Manette —continuó éste, poniendo la mano sobre el brazo de Defarge—, ¿no os despierta este hombre ningún recuerdo? Miradlo bien, miradme a mí. Decidme. Un antiguo banquero… Un antiguo criado… antiguos negocios… todo un pasado, ¿no se forma hoy nuevamente en vuestra memoria?
Mientras los ojos del zapatero iban alternativamente de su antiguo amigo al tabernero, algunos indicios de inteligencia traspasaron la nube que cubría su entendimiento y volvieron a aparecer por un momento en los pliegues de su frente pálida; pero muy pronto se ofuscaron. Sin embargo, tan semejante era la expresión de la joven que en un principio no solo estaba asustada y terriblemente enternecida, sino dispuesta a apartarse de él y no verlo más, pero que ahora tendía sus trémulos brazos con impaciencia para que apoyara su rostro espectral en su seno joven y cálido, para devolverlo con su amor a la vida y a la esperanza… tan semejante era la expresión (aunque con rasgos más acentuados) de su rostro juvenil que parecía haber pasado del uno a la otra como una luz cambiante.
El anciano miró a Defarge y al señor Lorry con actitud cada vez más distraída, exhaló un largo suspiro, recogió el zapato y se puso a trabajar.
—¿Habéis conocido a este caballero? —le preguntó Defarge en voz baja.
—Sí. Creí al principio que no podría, pero estoy seguro de haber visto por un momento a una persona que conocí en otro tiempo… ¡Chist! Retrocedamos un poco… ¡Silencio!
Su hija se había acercado lentamente al banquillo, y le puso la mano en el hombro, pero el anciano, que ni siquiera sabía que existiese, no sospechaba su presencia, e inclinado sobre el zapato, trabajaba activamente. No dijo una sola palabra, no exhaló un sonido. Ella estaba de pie a su lado como un ángel bueno. El pobre loco, con la mirada fija en su obra, se había olvidado de que no estaba solo. Llegó, sin embargo, un momento en que necesitó el trinchete, que estaba a sus pies. Lo cogió y, cuando iba a servirse de él, vio un vestido de mujer, alzó los ojos y vio a la joven.
El señor Lorry y el tabernero se acercaron temiendo que la hiriera con el instrumento, pero ella no tenía miedo y los apartó con un gesto.
El antiguo preso la miró con terror, sus labios se agitaron sin producir sonido alguno, y a través de su respiración trabajosa pudo articular estas palabras:
—¿Quién… es?
La joven, con el rostro bañado en lágrimas, se llevó la mano a los labios, le envió un beso y cruzó las manos sobre el pecho como si hubiera estrechado sobre su corazón la canosa cabeza del cautivo.
—¿Sois la hija del carcelero? —le dijo.
—No.
—Pues ¿quién sois?
No atreviéndose a confiar en su voz, fue a sentarse al lado del zapatero en el banco que le servía de asiento y de mesa. El anciano quiso retroceder, pero ella le puso la mano en el brazo. Al sentir este contacto se estremeció todo su cuerpo, dejó el instrumento y miró a la joven.
Los dorados cabellos de su hija formaban ricos racimos de largos bucles sedosos. El anciano levantó la mano, la acercó poco a poco, cogió uno de los rubios bucles y lo contempló unos momentos; pero mientras lo tenía en la mano volvió a abismarse y, exhalando un profundo suspiro, se puso a trabajar.
Pero no trabajó mucho tiempo. Después de haber dirigido dos o tres veces una mirada incierta a la joven para asegurarse de que aún estaba a su lado, interrumpió su tarea, se llevó la mano al pecho y sacó un cordón ennegrecido del cual pendía un trapo doblado que abrió cuidadosamente sobre su rodilla. Dentro del trapo había dos largos cabellos de un rubio dorado que en otro tiempo se había enrollado en el dedo. Volvió a tocar uno de los bucles de su hija, acercó los cabellos que guardaba para compararlos y los miró con atención.
—Son los mismos —dijo—. ¿Cómo es posible? ¿Quién me los dio? ¿De qué manera han llegado a mis manos?
Mientras volvía a aparecer la inteligencia en su rostro, pareció reconocer su misma expresión en la de la joven, y volviéndola para que le diese de lleno la luz, la contempló con atención murmurando estas palabras como si hablase para sí:
—Había apoyado su cabeza en uno de mis hombros… Era de noche… Me habían citado… Ella tenía miedo y no quería que saliese de casa, pero yo nada temía. Cuando me llevaron a la Torre Norte, me los encontraron en la manga. «¿Queréis dejármelos? No me ayudarán a huir en cuerpo, pero tal vez sí en espíritu». Esto les dije; me acuerdo muy bien.
Había articulado con los labios y con diferentes interrupciones cada una de las palabras antes de pronunciarlas de una manera perceptible, pero, después de conseguir que se oyeran, las repetía con inteligencia aunque con extrema lentitud.
—¿Cómo es posible esto? ¿Eres acaso tú?
Los dos espectadores volvieron a acercarse aterrados por el tono con que dijo estas palabras y por el movimiento rápido que las acompañó, pero la joven les indicó con un ademán que no se moviesen de su sitio.
—Os suplico, señores, que no digáis nada; dejadnos.
—¡Oíd!… —exclamó el pobre loco—. ¿Qué voz es ésa?
Se llevó la mano a sus canas y se las arrancó en un acceso de frenesí. Pero su emoción se desvaneció como una luz fugaz. Guardó los dos cabellos rubios en el pedazo de tela y se los volvió a poner en el pecho, aunque no cesaba de mirar a su hija, y moviendo la cabeza con expresión sombría, murmuró:
—No… no… Sois muy joven… No puede ser… Mirad lo que ha sido del preso… No son éstas las manos, el rostro y la voz que ella conocía… no. Los dos vivían hace mucho tiempo… mucho… antes de esos largos años pasados en la Torre Norte. ¿Cómo os llamáis, ángel hermoso?
—Os lo diré después —respondió la señorita Manette, arrodillándose delante de su padre y tendiendo hacia él las manos cruzadas—. Sabréis quiénes fueron mis padres y por qué no he conocido su historia… Hoy es imposible. Lo único que puedo hacer ahora es suplicaros que me bendigáis… que me abracéis… ¡Os lo suplico… abrazadme!
El cautivo tendió los brazos a la joven y mezcló sus canas con los hermosos cabellos de oro, que lo rodearon como una aureola.
—Si reconocéis en mi voz —prosiguió ella— la voz que amasteis un día, dejad que corran vuestras lágrimas… Si al tocar mis cabellos recordáis la cabeza querida que en vos se apoyaba cuando erais libre, llorad, padre mío; si al hablar de los cuidados que os prodigará mi amor, despierto en vuestra alma el recuerdo del hogar donde tanto se lamentó vuestra ausencia… ¡llorad… llorad! —Y lo estrechó contra su pecho y lo meció como a un niño—. Padre… querido padre mío, si al decir que he venido a buscaros para daros reposo, os hago pensar en vuestra vida, que podía ser tan útil y que se ha perdido en la inacción y el dolor; si al deciros que os llevo a Inglaterra os hago pensar en la Francia que tan cruel ha sido para vos, llorad… ¡llorad sin temor! He de hablaros de la que ya no existe, he de deciros que me arrodillo ante mi padre para que me perdone mi vida feliz y tranquila… para que perdonéis que no haya pensado día y noche en sus tormentos y en cómo ponerlo en libertad. Llorad sobre ella, llorad sobre mí… Amigos míos, acabo de sentir sus lágrimas sagradas. —Y la hija del pobre anciano sollozaba—. ¡Dios mío, bendito seáis! ¡Bendito seáis!
Y el anciano, con la cabeza apoyada en el corazón de su hija, se abandonaba a los dos brazos que lo rodeaban. Era un espectáculo tan tierno que Defarge y el inglés se cubrieron el rostro.
Cuando esta crisis violenta siguió todas sus fases, y la calma profunda, que en el hombre lo mismo que en la naturaleza sucede a las tempestades, se apoderó del anciano, el señor Lorry y el tabernero corrieron a levantarlo del suelo, en tanto que su hija le sostenía la cabeza y formaba con sus cabellos un velo que le protegía de la luz.
El señor Lorry, después de limpiarse varias veces la nariz, se inclinó hacia la joven, y ésta le dijo al oído:
—Si pudiéramos hacer los preparativos, podríamos sacarle de aquí y regresar sin tardanza a Inglaterra.
—¿Resistirá el viaje? —preguntó el inglés.
—Peor será retenerlo en esta ciudad que le es tan odiosa.
—Tenéis razón, señorita —dijo el tabernero, que se había arrodillado para oír mejor—; hay además poderosos motivos para que el doctor Manette salga de París lo antes posible. ¿Pido caballos de posta?
—Eso entra en el dominio de los negocios y es de mi incumbencia —repuso el señor Lorry, recobrando su actitud metódica.
—Tened la bondad de dejarme con él —dijo la señorita Manette con voz suplicante—. ¿No veis qué tranquilo está? Nada temáis. Si teméis que pueda aparecer aquí algún extraño, cerrad la puerta. Cuidaré de él mientras estéis fuera, y cuando volváis lo encontraréis tan tranquilo como ahora.
El señor Lorry y Defarge, menos confiados que la señorita Manette, querían que uno de ellos se quedase en la buhardilla, pero, como además de los caballos y del carruaje se necesitaban pasaportes, el día estaba avanzado y no podía perderse tiempo, decidieron repartirse el trabajo.
Cuando salieron, la joven se sentó al lado de su padre mientras éste dormía profundamente. La sombra empezó a invadir poco a poco la buhardilla, y se fue haciendo más densa hasta que cerró del todo la noche. Ninguno de los dos se movió hasta que una luz penetró por las hendiduras de la pared.
El señor Lorry y Defarge no solo traían los pasaportes sino también capas, pan, carne, café y vino. Colocaron la luz y los víveres en el banco que, con una mala cama, formaba todo el mobiliario de la buhardilla, y el tabernero despertó al doctor con el auxilio del inglés y lo ayudó a incorporarse.
Al contemplar el rostro del preso, en el que el temor se mezclaba con la sorpresa, nadie habría podido adivinar los pensamientos misteriosos que le pasaban por la cabeza. ¿Se acordaba de lo que había pasado? ¿Comprendía, especialmente, que había recobrado la libertad? El hombre más perspicaz no habría podido resolver estas dudas. El representante de la Banca Tellsone y el tabernero le dirigieron la palabra; pero él miraba con tal vaguedad y sus respuestas eran tan confusas y lentas que temieron aumentar su turbación y resolvieron no importunarle. De vez en cuando se comprimía la cabeza con las manos con un gesto extraño, que no habían visto en él hasta entonces, y la voz de su hija le causaba una satisfacción tan acusada que volvía el rostro hacia ella siempre que hablaba. Acostumbrado hacía tanto tiempo a una obediencia pasiva, comió y bebió cuanto le dieron, y no hizo ninguna observación cuando le pidieron que se pusiera el traje y la capa que había traído Defarge, aunque pareció manifestar cierto deseo de sentir el contacto de su hija, y le cogió la mano para retenerla entre las suyas.
Era hora de partir, y Defarge cogió la luz, salió primero, y el señor Lorry cerró el pequeño cortejo. Apenas habían bajado algunos escalones de la escalera principal cuando el doctor Manette se paró y miró con asombro el techo y las paredes.
—¿Os acordáis de esta escalera, padre mío? ¿Os acordáis de haber entrado por aquí?
—¿Qué decís? —murmuró el anciano.
Pero no esperó para responder a que le repitiera la pregunta.
—¡Acordarme! —balbuceó—. No, no me acuerdo ya… ¡Hace tanto tiempo… tanto tiempo!
Su traslado de la prisión a la buhardilla de la que acababan de salir no le había dejado al parecer ningún recuerdo. Se le oía murmurar en voz baja:
—¡Ciento cinco… Torre Norte!
Y cuando miraba a su alrededor lo hacía indudablemente para buscar las recias paredes de la fortaleza donde había pasado dieciocho años. Al llegar al patio y ver, en vez del puente levadizo que esperaba encontrar, el carruaje en medio de la calle, se comprimió nuevamente la cabeza con las manos, dominado por un asombro que se parecía al vértigo. No había nadie cerca de la casa, nadie en las numerosas ventanas de la vecindad, y ni siquiera transeúntes en la calle. Un silencio poco natural reinaba en aquel sitio abandonado, y el único ser que se veía era madame Defarge que, apoyada en la puerta de la tienda, hacía punto sin mirar nada más que su labor.
El preso había entrado ya en un coche, seguido por su hija, cuando los pies del señor Lorry se pararon en el estribo al oírlo reclamar, tristemente, las herramientas de zapatero y los zapatos sin terminar. Madame Defarge le dijo inmediatamente a su marido que lo dejara en sus manos y cruzó, sin dejar de hacer media, el patio. No tardó en aparecer con lo que le habían pedido… y un segundo después, apoyada en la puerta, seguía haciendo punto.
—¡A la barrera! —dijo el tabernero subiendo el pescante.
El postillón hizo chasquear el látigo y el carruaje partió al trote, bajo el tenue resplandor de los faroles —más brillante en las mejores calles, más sombrío en las peores—, y pasaron por tiendas iluminadas, puertas de teatro, cafés resplandecientes y alegres multitudes, hasta llegar finalmente a una de las puertas de la ciudad. Allí, un cuerpo de guardia, soldados, linternas y un oficial que se acercaba gritando:
—¡Los pasaportes!
—Aquí están —respondió Defarge, apeándose y aproximándose al oficial—. Éste es el pasaporte del anciano caballero que encontraréis en el coche. Me fueron consignados en…
Y bajó la voz para hablarle al oído. Las linternas militares empezaron a revolotear, y una de ellas, empuñada por un brazo uniformado, apuntó al coche. Los ojos conectados con ese brazo clavaron entonces en el viajero canoso una mirada que no era la de todos los días ni la de todas las noches.
—¡Está bien, adelante! —se oye decir desde el uniforme.
—¡Adiós! —dice Defarge.
Y así prosiguieron bajo un exiguo bosque de faroles cada vez más tenues, y bajo el gran bosque de las estrellas.
Bajo esa bóveda de luces eternas e inamovibles —algunas de ellas, dicen los sabios, tan lejanas de esta pequeña Tierra que es dudoso que sus rayos hayan tocado aún este punto del espacio donde todo se hace o se padece—, las sombras de la noche eran anchas y negras. A lo largo del frío trayecto, sin descanso, hasta el amanecer, estas sombras murmuraron una vez más al oído del señor Lorry —sentado delante del hombre al que había desenterrado, sin saber qué sutiles facultades había perdido para siempre ni cuáles podría recuperar— la sempiterna pregunta:
—¿Estáis contento de haber vuelto a la vida?
Y la sempiterna respuesta:
—No lo sé.