Historia de dos ciudades

II. Un espectáculo

II

Un espectáculo

—¿Sabéis dónde está Old Bailey? —preguntó a Jerry uno de los empleados de Tellsone.

—Sí, señor —respondió nuestro hombre con tono adusto.

—Bien. ¿Y conocéis al señor Lorry?

—Tanto como un honrado comerciante como yo puede conocer Old Bailey.

—¡Magnífico! Id, pues, a la puerta de los testigos, enseñad este billete al conserje y os dejará entrar.

—¿En la sala donde se reúne el tribunal?

—Precisamente.

Los ojos de Jerry hicieron un esfuerzo por aproximarse aún más y parecía que se dirigían mutuamente esta pregunta: ¿Qué te parece?

—¿He de esperar la contestación? —preguntó, como si esta frase fuera el resultado de la conferencia que acababan de tener sus ojos.

—Voy a explicaros lo que tenéis que hacer. El conserje enviará el billete al señor Lorry, cuya atención llamaréis con vuestros ademanes para que sepa dónde estáis, y esperaréis en el mismo sitio hasta que os necesiten.

—¿Nada más?

—Nada más. El señor Lorry desea tener una persona a mano, y este billete tiene por objeto advertirle que estáis a su disposición.

El empleado cerró cuidadosamente el billete, escribió el sobre, y en el momento en que ponía la oblea oyó las siguientes palabras:

—¿Es la vista de alguna causa por falsificación de escritura pública? —preguntaba Jerry.

—No, por crimen de alta traición.

—Es decir, ¿que descuartizarán al infeliz? —comentó Jerry—. ¡Qué barbaridad!

—Así lo dispone la ley —dijo el dependiente dirigiendo asombrado sus anteojos a Jerry.

—Es una ley cruel, señor; bastante duro es ya matar a un hombre sin que le despedacen los miembros —replicó Jerry.

—No, no es bastante —dijo el dependiente—, y os aconsejo, buen hombre, que tratéis la ley con más respeto. Sed parco en las palabras, reflexionad bien antes de hablar y, creedme, dejad a la justicia el cuidado de hacer lo que le corresponde y de hacerlo como cree justo y necesario. Sobrado tenéis con pensar en cuidaros del pecho, que no lo tenéis muy bueno.

—Es por la humedad, que me da en el pecho y me constipa. ¡Si supierais cómo se gana la vida un hombre honrado como yo! —dijo Jerry.

—Bien, bien —repuso el dependiente—; todos nos ganamos la vida de una u otra manera. Tomad la carta, salid y no os detengáis en ninguna parte.

Jerry cogió la carta y dijo para sí, con menos respeto de lo que demostraba su cara compungida: «Si yo tengo malo el pecho, tú estás seco como un palo».

Saludó al dependiente, le dijo a su hijo al pasar el sitio adonde iba y se dirigió a los juzgados.

En aquella época se ahorcaba en Tyburn, y la calle donde se emplazaba la prisión de Newgate no tenía la infame nota que posteriormente se ha unido a su nombre; pero la cárcel era un edificio abominable, donde se cometían toda clase de desórdenes y maldades y donde se engendraban horribles enfermedades que, después de cebarse en los presos, atacaban al mismo jefe de la justicia y lo arrancaban de su banco para arrojarlo a la fosa. Más de una vez el juez que presidía una causa criminal recibió su sentencia de muerte al mismo tiempo que el culpable y fue, además, el primero en morir. Old Bailey era, por otra parte, célebre por ser el patio de una fonda mortífera de donde salían sin cesar pálidos viajeros que, en carroza o en carro, partían violentamente para el otro mundo, después de cruzar tres kilómetros de vía pública, causando la vergüenza de algunos buenos ciudadanos aunque no de muchos: tan poderosa es la costumbre, y tan deseable que sea una buena costumbre desde el principio. Old Bailey era famoso también por la picota, institución antigua y sabia, que imponía un castigo de un alcance imposible de prever. Se veía también allí el poste donde ataban a los que tenían que ser azotados, otra antigua institución, cuya presencia era utilísima para suavizar el carácter del espectador e inspirarle sentimientos de humanidad. En este mismo sitio maldito se trataba el precio de la sangre, otra muestra de sabiduría ancestral, que conducía sistemáticamente a la comisión de crímenes mercenarios, los más espantosos que se cometen bajo del cielo. En una palabra: Old Bailey era en aquel tiempo un precioso comentario de la opinión que pretende que todo lo que existe es equitativo y bueno; opinión decisiva, y muy convincente para la pereza, si no llevara consigo esta consecuencia forzosa: que nada de lo que ha existido ha sido nunca malo.

Jerry llegó a la puerta de los testigos abriéndose paso a través de los grupos que obstruían este horrible teatro de repugnantes escenas, y entregó la carta al conserje por la ventanilla del despacho de entradas, porque entonces se pagaba por el drama que se representaba en Old Bailey lo mismo que para asistir al que se daba en Bedlam, con la única diferencia de que el primero era mucho más caro que el segundo. He aquí la razón de que las puertas de la cárcel estuvieran cerradas y custodiadas, todas menos la que servía para introducir a los acusados, que estaba siempre abierta de par en par.

Después de vacilar un rato, la puerta a la que había llamado el señor Jerry Cruncher se entreabrió rechinando, y le permitió entrar hasta la sala del tribunal.

—¿En qué punto está la causa? —preguntó Jerry en voz baja a uno de los presentes.

—Aún no han empezado.

—¿De qué se trata?

—De un caso de alta traición.

—Es decir, ¿que harán cuatro pedazos del reo?

—Sí —respondió el interpelado con un gesto de satisfacción—. Lo arrastrarán, lo ahorcarán a medias, lo descolgarán después de la horca, le desollarán en vida el pecho, el vientre, las piernas y los costados; le quitarán las carnes, las quemarán a su vista; le cortarán la cabeza, y finalmente lo descuartizarán… así lo expresa la sentencia.

—Si se le reconoce culpable… por supuesto —añadió Jerry.

—¡Oh! No temáis —respondió el otro—; lo condenarán; tenedlo por seguro.

El conserje llamó entonces la atención del señor Cruncher, pues lo vio acercarse al señor Lorry con el billete que debía entregarle. El señor Lorry estaba en una mesa, entre caballeros con peluca, cerca del abogado del acusado, y casi enfrente de otro caballero, también con peluca, que, con las manos en los bolsillos, parecía concentrado, cuando el señor Cruncher lo miraba, ahora o más adelante, en el techo de la sala. Después de haber tosido varias veces con estrépito, de agitar la mano y de frotarse la barba, el señor Cruncher logró hacerse ver por el señor Lorry, que se había puesto de pie para buscarlo con la mirada, y que, habiéndolo visto, le hizo una ligera señal con la cabeza, tras lo cual volvió a sentarse inmediatamente.

—¿Qué tiene que ver con el caso? —le preguntó el hombre con el que había hablado.

—Que me ahorquen si lo sé —dijo Jerry.

—¿Y podría saberse qué papel tenéis vos? —preguntó el hombre con vivo interés.

—Tampoco lo sé.

La llegada del juez y el tumulto que ocasionó interrumpieron este diálogo. Todas las miradas se dirigieron al momento a la puerta que comunicaba con la cárcel, y los dos carceleros que allí se veían desde la entrada del público desaparecieron un instante para volver con el acusado y acompañarlo ante el tribunal.

Todos los presentes, con la única excepción del caballero que tenía las manos en los bolsillos, abrieron la boca y los ojos y clavaron la mirada en el acusado. El aliento de todos los pechos voló hacia él como una ola arrastrada por la corriente; varias cabezas inquietas se inclinaron con esfuerzo para verlo en torno a las columnas, en los rincones y en las ventanas; los que estaban en el anfiteatro se levantaron para no perder un detalle de un espectáculo tan interesante; los que se hallaban al nivel de la mesa del tribunal apoyaron las manos en los hombros de las personas que tenían delante y los demás se encaramaron en sus asientos, en el borde de una alfombra, en cualquier parte, para contemplar al héroe del drama que iba a dar comienzo. Entre estos últimos destacaba Jerry, como un trozo viviente del muro de espinos de la prisión de Newgate, mezclando su aliento a cerveza (se había bebido una de camino) con los de aguardiente, ginebra, té, café, vino y mil cosas más que se dirigían al acusado, y que ya se disolvían ante las anchas ventanas que tenía detrás en una mezcla impura de neblina y lluvia.

El blanco de todas las miradas era un joven de unos veinticinco años, de gallarda presencia, de facciones agraciadas, de aspecto noble y distinguido, de ojos oscuros y de tez tostada por el sol. Llevaba un traje sencillo de color pardo, y sus cabellos castaños estaban atados por detrás con una cinta que los sujetaba más por comodidad que por adorno. Como el alma revela siempre lo que siente, a pesar de la regia máscara con que se cubra el rostro, la emoción del acusado se manifestaba en la palidez de sus mejillas. Sin embargo, estaba tranquilo y se sentó serenamente después de saludar al juez con desenvoltura y dignidad. El interés que inspiraba a la multitud y que mantenía todos los ojos abiertos y todos los corazones anhelosos no se debía a uno de los sentimientos que honran a la humanidad y la ennoblecen; la especie de fascinación que aquel desgraciado joven ejercía procedía de la espantosa sentencia que le amenazaba, y habría perdido parte de su fuerza si hubiera tenido más probabilidades de librarse de los pormenores del suplicio. El cuerpo que iba a ser tan horriblemente mutilado constituía el espectáculo para los ojos, y los tormentos que debía padecer aquel ser mortal, cuyas carnes y miembros iban a ser arrancados, constituían la emoción. Cualquiera que fuese el barniz que los espectadores de tan vergonzoso drama, según su mayor o menor habilidad en el arte de engañarse a sí mismos, llegasen a extender sobre los motivos que los habían arrastrado al tribunal, el interés que se tomaban tenía su origen en un instinto feroz y salvaje.

¡Silencio! El día anterior Charles Darnay se había declarado inocente de una acusación formulada contra él (con mucho ringorrango) de traición al poderosísimo, celebérrimo, excelentísimo y augustísimo príncipe su majestad el rey de la Gran Bretaña; de haber prestado diferentes veces y por medios fraudulentos su cooperación al rey de Francia en su guerra contra dicho príncipe poderosísimo, celebérrimo, excelentísimo, etc.; de haber hecho múltiples viajes de los Estados de su augusta y poderosa majestad británica a los de dicho rey de Francia con objeto de revelar malvadamente, falsamente, traidoramente (y otras injurias acabadas en «mente») a dicho rey de Francia cuáles eran las fuerzas que nuestro dicho príncipe poderosísimo etc., se disponía a enviar a Canadá y Norteamérica. Después de seguir todos los circunloquios de este extracto del acta de acusación, Jerry, con el pelo cada vez más en punta a medida que la ley multiplicaba los adverbios y los superlativos, descubrió con alegría que iba por fin a empezar el proceso del mencionado Charles Darnay, que todos los individuos del jurado habían prestado juramento y que el fiscal estaba a punto de pronunciar su dictamen.

El acusado, que ya mentalmente había sido ahorcado, desollado y decapitado por la concurrencia, y que sabía que lo había sido, estaba tranquilo y digno, sin que se advirtiera afectación en su actitud ni en su fisonomía. Seguía con gesto grave y atento la apertura de los debates, y se dominaba lo suficiente para no desarreglar ninguna de las matas de hierba que cubrían la mesita donde apoyaba las manos. Toda la sala estaba cubierta de plantas aromáticas, y se habían hecho aspersiones con vinagre para combatir los efluvios de la cárcel y prevenirse contra los ataques de las pútridas calenturas que tenían su foco en los calabozos. Frente al banco de los reos había un espejo destinado a reflejar la luz sobre la cabeza del acusado. ¡Cuántos miserables se habían sentado allí y su imagen había desaparecido de la tierra al mismo tiempo que del espejo! ¡Qué ejército de espectros se levantaría en aquel sitio abominable si el cristal devolviera todos los rostros que en él se habían reproducido, como un día debe arrojar el océano todos los cadáveres que tragaron sus aguas! No sé si la idea de la deshonra que esperaba a su memoria y tal vez la del suplicio cruzaron por la cabeza del acusado, pero es indudable que Charles Darnay hizo un movimiento, y cambiando de actitud, alzó los ojos para ver de dónde salía la luz que hería su rostro.

La sangre se le subió a la cara cuando vio el espejo que tenía delante, y su mano apartó vivamente las hierbas que había en la mesa. Deseando evitarlo, volvió la cabeza hacia el tribunal, a la izquierda, y vio a la altura de sus ojos, cerca de donde se sentaba el juez, a dos personas que llamaron su atención de una manera tan súbita y produciéndole una impresión tan viva que todas las miradas que hasta entonces se centraban en él se dirigieron a ellas.

Vieron entonces a una joven de veinte a veintidós años y a un anciano que indudablemente era su padre, el cual resultaba desde luego llamativo por sus cabellos de una blancura de nieve y por la expresión indescriptible de su rostro, reflejo de un espíritu poco activo, pero de una profundidad y un poder de meditación extraordinarios. Cuando estaba abstraído, lo cual parecía habitual en él, se habría dicho que era viejo, pero, cuando se animaba, como ahora, que hablaba con su hija, era verdaderamente hermoso y parecía no haber pasado la juventud.

La joven, aunque estaba sentada, había cruzado sus manos sobre el brazo de su padre, a quien se acercaba cuanto le era posible por el temor que le inspiraba aquella escena. Era fácil comprender que veía únicamente el peligro del acusado; su rostro pálido expresaba tanta alarma y su compasión era tan visible y tierna que los espectadores, que no se habían compadecido de él, la miraron con interés y piedad y se preguntaron unos a otros en voz baja si conocían a la joven y al anciano.

Jerry, que los contemplaba también, mientras se limpiaba las manchas de óxido de los dedos, alargó el cuello para oír mejor lo que se decía a su alrededor.

«¿Quiénes son?» era la pregunta que se había repetido de boca en boca entre la multitud hasta llegar al oído de un portero del tribunal, y la respuesta de éste volvía a los que la habían suscitado, pero con lentitud. Llegó, sin embargo, al sitio que ocupaba Jerry.

—Son testigos.

—¿En pro o en contra?

—En contra.

El juez, que había cedido al impulso general, apartó la mirada de los testigos, se apoyó en los brazos de su sillón y observó con firmeza al hombre cuya vida estaba en sus manos, mientras el fiscal se levantaba para hilar la soga, afilar el hacha y levantar el cadalso.

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