VII. Llaman a la puerta
VII
Llaman a la puerta
—¡Salvado! —repetía Lucie.
¿No se cumplía la ilusión que llevaba alimentando quince meses? Charles estaba con ella, y sin embargo temblaba; una vaga inquietud se apoderaba de su alma, y tenía miedo.
¡Estaba el cielo tan sombrío! ¡Era tan voluble la masa y estaba tan sedienta de venganza! ¡Morían todos los días tantos inocentes, tantos desgraciados tan irreprochables como su marido y tan queridos para los que los lloraban! Era incapaz de tranquilizarse; las sombras empezaban a caer; se oía aún el rumor de los carros mortuorios; y ella los seguía con la imaginación: buscaba a su marido en medio de los que conducían al cadalso y, estrechándose contra él para cerciorarse de su presencia, seguía temblando y su terror crecía por momentos.
Su padre se esforzaba en animarla y consideraba su debilidad con superioridad compasiva, lo cual constituía un espectáculo verdaderamente curioso. No se veían ya en él las huellas de la buhardilla de Saint Antoine, ningún recuerdo de los trabajos del zapatero, nada del número 105, nada de la Torre Norte. Había consumado su obra y cumplido su promesa: había salvado a Charles, y toda la familia podía confiar en él.
Su manera de vivir era muy sencilla, no solamente porque constituía un medio de seguridad, en tanto que no insultaba la pobreza del pueblo, sino porque no eran ricos. Había habido que pagar muy caros los malos alimentos que Charles recibía en la cárcel y los servicios de los carceleros, y contribuir al sustento de los presos que carecían completamente de recursos, por lo cual la familia, por una economía forzosa, así como para evitar el espionaje, no tenía otro criado que Jerry, de quien se había desprendido el señor Lorry.
Un bando municipal ordenaba que se escribiesen sobre las puertas de las casas los nombres de todas las personas que vivían en ellas, con caracteres claros y a una altura conveniente para que pudieran leerse con facilidad. Así pues, el nombre de Jerry Cruncher adornaba la casa del doctor, y, mientras caían las sombras de la noche sobre la ciudad, fue él quien acompañó en la puerta a un pintor que el doctor Manette había llamado para que añadiese a la lista al ciudadano Evrémonde, llamado Charles Darnay.
El temor y la desconfianza que reinaban entonces habían modificado los hábitos más inocentes de la vida; en casa del doctor, así como en otras muchas familias, se hacían las provisiones por la noche, y las compraban al por menor en pequeñas tiendas, y no siempre en las mismas para no llamar la atención y no provocar la envidia de nadie.
La señorita Pross y Cruncher eran los encargados de la compra; la primera pagaba y el segundo llevaba la cesta. Todas las tardes, a la hora de encender los faroles, salían los dos a recorrer las tiendas. Después de quince años en casa del doctor, la señorita Pross habría podido saber francés lo mismo que su propia lengua, pero había puesto tan poco de su parte en aprenderlo que esta jerga absurda, como ella la llamaba, le era tan extraña como al mismo Cruncher. Todas sus relaciones con los mercaderes con quienes trataba se reducían, por lo tanto, a algún sustantivo aventurado, y cuando éste no designaba el producto que deseaba, se apoderaba de él y no lo soltaba hasta que quedaba cerrado el trato; por lo demás, nunca se olvidaba de levantar un dedo menos que el comerciante, cualquiera que fuese el número de los que le hubiera enseñado antes, representando los sueldos o las libras que valía el artículo.
—Podemos salir ya, señor Cruncher —dijo el aya, con los ojos enrojecidos por las lágrimas de alegría que había derramado.
Jerry declaró con voz ronca que estaba a disposición de la señorita Pross. Hacía mucho tiempo que había desaparecido el óxido que cubría sus dedos, pero nada había podido suavizar su pelambrera recia y tiesa.
—Salgamos pronto —dijo la señorita Pross— porque necesitamos una infinidad de cosas. Tenemos que comprar ante todo vino, porque los gorros rojos van a beber a nuestra salud en la taberna donde nos surtimos.
—Ya comprenderéis, señora, que es indiferente que beban a vuestra salud o a la del viejo —replicó Jerry.
—¿De qué viejo habláis, señor Cruncher?
Éste explicó tímidamente que hablaba del diablo.
—¡Ah! —dijo el aya—. No se necesita intérprete para saber lo que significan esos monstruos colorados, porque no tienen más que un sentido, asesinato y desgracia.
—¡Chist, Pross! —dijo Lucie.
—Sí, sí, no temáis, señorita —respondió la señorita Pross—; seré prudente, pero aquí, entre nosotros, bien puedo decir que me causan horror esas bocas que huelen a cebolla y a tabaco, y espero no encontrarlas en mi camino. Vos, hija mía, no salgáis de vuestro cuarto, cuidad de vuestro marido y no os expongáis al aire libre como hacéis ahora. Doctor, ¿puedo haceros una pregunta?
—Podéis tomaros esa libertad —contestó el doctor Manette sonriendo.
—No habléis por Dios de libertad, que de sobra tenemos con la que hay en Francia —dijo el aya.
—¡Chist! —repitió Lucie—. ¿Serás incorregible?
—Hija mía —dijo la anciana moviendo la cabeza—, soy súbdita de su majestad el rey de Inglaterra Jorge III —la señorita Pross hizo un saludo al nombrar a su soberano—, y como tal pido al Señor que confunda su política infernal y frustre sus proyectos satánicos. Confío en el poderoso monarca que nos protege y ¡Dios salve al rey!
Jerry Cruncher repitió con su voz ronca en un arranque de fidelidad monárquica las últimas palabras de la señorita Pross, como si hubiera respondido en la iglesia.
—Me alegro de que seáis un buen inglés —dijo la anciana, satisfecha—, y lo único que lamento es que los constipados os hayan quitado la voz. Pero vuelvo a mi pregunta.
La excelente aya tenía costumbre de afectar una gran indiferencia a todo lo que le interesaba vivamente, y de aventurar el objeto de sus inquietudes como por casualidad y en medio de una multitud de digresiones que demostraban que lo que tenía que decir era de escasa importancia.
—Quisiera saber, doctor, si saldremos pronto de esta maldita ciudad.
—Temo que no, señorita Pross, porque marcharnos precipitadamente podría ser peligroso para Charles.
—Bien, bien —dijo con rostro risueño la anciana, y reprimiendo un suspiro al mirar los cabellos dorados de Lucie—. ¡Adelante! Tendremos paciencia; llevaremos la cabeza levantada y derrocaremos al enemigo, como decía mi hermano Salomon. No os mováis, niña, no os mováis.
Y salieron dejando a Lucie, a Charles, al doctor y a la niña cerca de la chimenea, esperando de un momento a otro al señor Lorry.
La señorita Pross había encendido una luz antes de salir, pero la había colocado en un rincón para que la familia pudiera disfrutar de la claridad de la llama de la chimenea. La pequeña Lucie estaba al lado de su abuelo, cuyo brazo tenía entre los suyos, y el doctor, hablando en voz baja, empezó a contarle la historia de un hada poderosa que había derribado las paredes de una cárcel para liberar a un cautivo que en otro tiempo le había prestado un servicio.
La calma reinaba, no solo en la habitación del doctor, sino también en toda la vecindad, y Lucie empezaba a tranquilizarse.
—¿Qué es eso? —preguntó de pronto.
—Hija mía —dijo el doctor, interrumpiendo su historia y cogiéndole la mano—. No te dejes dominar así por tus impresiones. Nunca te he visto tan nerviosa; el ruido más insignificante te hace estremecer. ¿Qué se ha hecho del valor que tenías en otro tiempo?
—He creído oír pasos en la escalera —dijo, excusándose con voz trémula.
—No, hija mía; nunca ha estado la casa tan quieta.
Mientras pronunciaba estas palabras llamaron con fuerza a la puerta.
—¡Oh! ¡Padre, ocultémoslo! ¿Lo salvarás, padre mío?
—No temas —dijo el doctor levantándose—, lo salvaré. Pero ¿quién puede amenazarlo? Déjame que vaya a abrir.
Cogió la luz, cruzó los dos aposentos que precedían a la sala y abrió la puerta de la escalera.
Se oyó entonces un rumor de pasos en el recibidor, y cuatro hombres armados de sables y pistolas entraron en la sala.
—¿Quién es el ciudadano Evrémonde? —dijo uno de ellos.
—¿Qué queréis? —preguntó Charles.
—Lo buscamos —respondió el patriota—; pero eres tú, te conozco; estabas esta mañana en el tribunal. Eres preso de la República.
Los cuatro hombres rodearon a Charles, mientras Lucie y su hija lo sujetaban.
—¿En virtud de qué orden y por qué crimen se me prende otra vez?
—Lo sabrás mañana, porque mañana te juzgarán, pero por de pronto síguenos a la Conciergerie.
El doctor, que, petrificado por tan inesperada visita parecía una estatua, se adelantó al oír estas palabras, dejo la luz sobre la mesa, miró al patriota y, cogiéndolo sin violencia por la pechera de la camisa, le preguntó:
—Lo conocéis, pero ¿me conocéis a mí?
—Perfectamente, ciudadano.
—Todos te conocemos, ciudadano —repitieron los tres.
El doctor lo miró, distraído, y dijo en voz baja, después de un silencio:
—¿Por qué lo prendéis?
—Ciudadano doctor —respondió el primer patriota con visible repugnancia—, ha sido denunciado a la sección de Saint Antoine. —Y, volviéndose a uno de sus compañeros, añadió—: Este ciudadano podrá decíroslo, que es del barrio.
El ciudadano que indicaba hizo un gesto afirmativo.
—¿De qué se le acusa? —continuó el doctor.
—No lo preguntes, ciudadano. Si la República exige de ti un sacrificio, sabemos que eres un buen patriota y que lo harás sin vacilar. La República ante todo, y nadie ignora que el pueblo es soberano.
—Una palabra tan solo —repuso el doctor con voz suplicante—: ¿quién lo denuncia?
—Va contra la regla, pero pregúntaselo al patriota del barrio.
El doctor Manette miró al vecino del arrabal de Saint Antoine, que se frotó el dorso del pie derecho con el pie izquierdo, se estiró la barba, y dijo por fin:
—Es verdad que va contra la regla, pero te lo diré. Lo han denunciado… —Se interrumpió y tras una pausa continuó con tono más grave—: En primer lugar el ciudadano y la ciudadana Defarge, y en segundo lugar… otra persona.
—¿Quién es?
—¿Tú lo preguntas, ciudadano?
—Sí.
—Pues bien —respondió el vecino de Saint Antoine con una mirada extraña—, mañana lo sabrás, pero hasta entonces seré mudo.