Historia de dos ciudades

IV. Preliminares

IV

Preliminares

Cuando el coche correo llegó por la tarde sin tropiezo al término de su trayecto, el primer mozo de la Fonda del Rey Jorge abrió la portezuela con cierto respeto, porque en aquellos tiempos se tenía por una heroicidad venir de Londres en invierno con el correo y se felicitaba al viajero que tenía suficiente arrojo para atreverse a acometer tal empresa.

De nuestros tres personajes uno solo debía recibir el parabién por su audacia, pues los otros dos se habían apeado ya en la carretera para dirigirse a sus respectivos destinos. El interior del coche, con su paja húmeda, su mal olor y su oscuridad, parecía la caseta de un perro, y su ocupante, envuelto en una capa peluda, cubierto con una gorra de enormes orejas y lleno de lodo hasta el cogote, se parecía bastante a un perro grande.

—Mozo —preguntó el señor Lorry—, ¿sale mañana algún buque para Calais?

—Sí, señor; si el tiempo continúa así y el viento no es contrario, la marea será favorable y la aprovecharán a las dos de la tarde. ¿He de preparar una cama?

—No me acostaré aún, pero dadme un cuarto y enviad a buscar un barbero.

—Muy bien. Venid por aquí, caballero. Acompaña al señor a la Concordia, y sube la maleta y agua caliente. Encontraréis encendida la chimenea en la Concordia, caballero. Acompaña al señor y quítale las botas. Corre a buscar al barbero y hazle subir a la Concordia.

El cuarto llamado la Concordia, que se daba siempre a los viajeros que llegaban en el coche del correo, tapados hasta las orejas como iban, ofrecía la particularidad de que se veía entrar en él solo a un tipo de individuo, pero de él salían después los tipos más distintos. Así pues, otro mozo, dos mandaderas, varias criadas y el ama de la fonda iban y venían de la cocina y del cuarto de la ropa blanca al aposento de la Concordia cuando salió de él, dirigiéndose al comedor, un hombre de unos sesenta años vestido con un traje completo de paño de color marrón, un poco usado pero muy limpio, de excelente hechura y a la moda.

El comedor estaba desierto. Cerca de la chimenea había una mesita preparada, sin duda para el viajero del traje de color marrón, el cual se acercó a ella y se sentó junto al fuego en una inmovilidad tan completa como si fuera a ser retratado.

Era un hombre metódico y arreglado, o al menos lo parecía; con una mano en cada rodilla, como si prestase atento oído al tictac sonoro del grueso reloj que debajo de su chaleco medía la fuga del tiempo, parecía oponer su edad y su gravedad a los caprichos y al carácter efímero de las llamas. Tenía las piernas bien formadas y los pies, pequeños y elegantes, de lo cual, según creo, estaba orgulloso, porque sus medias de seda eran finas, nuevas y estaban tirantes sobre la piel, y sus zapatos indicaban igual esmero, pues, si bien las hebillas no eran de mucho valor, tenían en cambio una forma elegante; la camisa, aunque no de una finura equiparable a la riqueza de las medias, podía competir en blancura con la espuma de las olas. Cubría su cabeza una peluca rubia, rizada, lustrosa y bien ajustada que tenía la pretensión de representar cabellos que se hubieran tomado por seda o cristal hilado. Debajo de la graciosa peluca asomaba un rostro hábilmente impasible, pero animado por dos ojos brillantes y vivos, que probablemente en otro tiempo requirieron de su dueño gran energía y fuerza de voluntad para darles la calma y la reserva exigidas por la Banca Tellsone. Las mejillas tenían el tinte rosado de la salud, y el resto de la cara, aunque con algunas arrugas, no delataba indicio alguno de violentas pasiones. Tal vez los viejos solterones, empleados de confianza de la Banca Tellsone, no tenían los disgustos de los demás, y es posible que las preocupaciones de segunda mano, como la ropa de segunda mano, no sean muy duraderas.

Para completar su semejanza con un hombre que posa para un retrato, el señor Lorry cerró los párpados y se quedó dormido. Se despertó cuando le trajeron la comida, y le dijo al mozo volviéndose hacia la mesa:

—Diréis que se hagan todos los preparativos para recibir a una joven que vendrá esta noche. Preguntará por el señor Jarvis Lorry o tal vez por el agente de la Banca Tellsone, y me pasaréis el recado al momento.

—Está bien. ¿De la Banca Tellsone de Londres?

—Sí.

—No lo olvidaré. Tenemos con frecuencia el honor de tratar con esos señores cuando van o vienen de Londres a París, porque se viaja mucho en la Banca Tellsone.

—Tenemos en Francia un establecimiento tan importante como el de Inglaterra.

—Vos viajáis poco, pues me parece que no he tenido el honor de veros con tanta frecuencia como a los demás señores.

—En efecto, han pasado quince años desde mi último viaje a Francia.

—¡Quince años! En aquella época no estaba aún aquí; desde entonces la fonda ha cambiado de manos.

—Lo creo.

—Pero apostaría cualquier cosa, caballero, a que la Banca Tellsone estaba ya en auge, no digo hace quince años, sino hace cincuenta.

—Podríais triplicar el número, poner más de un siglo y medio, y no acercaros a la verdad.

El mozo abrió desmesuradamente la boca y los ojos, dio un paso atrás, se puso en el brazo izquierdo la servilleta que tenía en la mano derecha y miró al viajero mientras comía y bebía como si se hallara en lo alto de una torre o de un observatorio.

Cuando el señor Lorry acabó de comer, fue a dar un paseo por la playa. La pequeña ciudad de Dover, tortuosa y replegada sobre sí misma, parecía huir del mar y ocultarse en la colina como un avestruz espantado. La bahía daba la impresión de ser un desierto de agua que las olas, abandonadas a su capricho, solo trataban de destruir, pues se arrojaban contra la ciudad bramando, acometían con furia la costa y dispersaban al azar los restos que arrancaban de los peñascos. El aire que circulaba en torno a las casas situadas cerca de la playa olía tanto a marea que uno habría podido imaginar que los peces enfermos iban allí a bañarse como las personas delicadas van en verano a zambullirse en el mar. El puerto, donde se hacía entonces la pesca en pequeña escala, era por la tarde un lugar de paseo muy frecuentado, especialmente a la hora de la marea alta. Se veían allí oscuros negociantes, que en ninguna parte habían llegado a prosperar, y que hacían a veces fortunas inmensas e inexplicables, y era notable que nadie del vecindario mirase con buenos ojos a los faroleros.

Cuando la atmósfera, que por un momento había permitido distinguir las costas de Francia, se cargó al anochecer de una densa neblina, los pensamientos del señor Lorry tomaron también un tinte sombrío y, cuando se ocultó el sol, nuestro viajero, ya en la sala principal de la fonda, esperaba la cena en la misma actitud con que había esperado la comida, contemplando las ascuas de la chimenea donde se le aparecían mil fantasmas brillantes.

Después de cenar y apurar una botella de excelente vino de Burdeos, que produjo su efecto habitual confinando al olvido las inquietudes del alma, el señor Lorry suspendió su trabajo imaginario y descansó con completa calma. Hacía ya largo rato que saboreaba esta ociosidad llena de encanto, y acababa de llenar el último vaso con el satisfecho aspecto que puede ofrecer un caballero de cierta edad y tez lustrosa al llegar al fondo de la botella, cuando se oyó en la calle el ruido de un carruaje que se paraba delante de la puerta de la fonda.

—Es ella —dijo el señor Jarvis Lorry, dejando el vaso en la mesa sin haberlo probado.

Cinco minutos después entraba el mozo a anunciar que la señorita Manette acababa de llegar de Londres y preguntaba por el caballero de la Banca Tellsone.

—¿Tan pronto?

La señorita Manette había comido algo en el camino, no quería tomar nada, y manifestaba el más vivo deseo de ver inmediatamente al representante de la Banca Tellsone si era posible.

El representante de la Banca Tellsone tuvo que resignarse y obedecer y, vaciando el vaso, se arregló la peluca y siguió al mozo al aposento de la señorita Manette. Entró en una sala amueblada con un gusto muy lúgubre y llena de mesas de madera negra. La que ocupaba el centro, en la cual había dos bujías, había sido frotada tantas veces por la mano cuidadosa del ama que las dos luces, cuyo resplandor reflejaba con tinte oscuro, parecían arder en el fondo de un ataúd de caoba: debían exhumarse de la tumba si se quería que prestasen el más insignificante servicio.

Era tan difícil distinguir los objetos en medio de tal oscuridad que el señor Lorry, buscando a tientas el camino sobre la alfombra, supuso que la señorita Manette estaba aún en el aposento de al lado. Sin embargo, cuando se alejó de las dos bujías sepulcrales, vislumbró junto a la chimenea a una joven de no más de diecisiete años cubierta con una capa de viaje y que sostenía en la mano el sombrero que acababa de quitarse. Mientras contemplaba aquel lindo talle, delgado y estrecho, aquella profusión de cabellos de un rubio de oro, aquellos ojos azules que le interrogaban con afán, y aquel rostro puro, dotado de la facultad singular de contraerse vivamente, y cuya expresión actual participaba a la vez de la sorpresa, el embarazo, el temor y la curiosidad, el señor Lorry vio pasar de pronto ante sus ojos la imagen de una niña que había tenido en otro tiempo en sus brazos en el trayecto de Calais a Dover un día de invierno en que caía el granizo con violencia y el mar estaba borrascoso. La imagen se borró como un soplo en la superficie del espejo que había detrás de la joven, y cuyo marco formaba una guirnalda de pequeños cupidos negros, la mayor parte sin cabeza y todos lisiados, que ofrecían negras canastillas de fruta del Mar Muerto a negras divinidades del sexo femenino. El señor Lorry hizo a la señorita Manette un saludo muy galante.

—Dignaos tomar asiento, caballero —dijo una voz fresca y dulce con un ligero acento extranjero.

—Os beso las manos —respondió el señor Lorry, que hizo un segundo saludo con ademán respetuoso, y tomó asiento.

—Caballero —continuó la joven—, ayer me enviaron de la Banca Tellsone una carta con ciertas noticias… un descubrimiento…

—En efecto, señorita; se trata de noticias interesantes.

—Serán relativas a la modesta fortuna que me dejó mi padre. ¡Pobre padre a quien nunca he conocido! ¡Hace tantos años que murió…!

El señor Lorry se agitó en su silla y lanzó una ojeada de turbación a los cupidillos negros que rodeaban el espejo como si en sus canastillas hubiera alguna cosa que pudiera acudir en su auxilio.

—Según me dicen en la carta debo salir para París, donde encontraré a un representante de la Banca Tellsone que esos señores han tenido la bondad de enviar para acompañarme.

—Ése soy yo.

—Lo sospechaba, caballero.

La joven le saludó haciendo la profunda reverencia habitual en aquellos tiempos, con el deseo de manifestarle todo el respeto que le inspiraban su edad y su talento. El viajero se inclinó por tercera vez.

—He contestado a esos señores que siempre me han prodigado sus bondades —prosiguió la señorita Manette— que, ya que era necesario que viajara a Francia, tendría la más grata satisfacción, siendo huérfana y no teniendo quien pueda acompañarme, si se me permitía ponerme bajo la protección de tan digno caballero. Éste había partido ya de Londres, pero le enviaron un emisario para suplicarle que me esperase aquí.

—Me creía ya muy honrado con el encargo que se me había confiado —dijo el señor Lorry—, pero ahora tendré la más grata satisfacción en cumplirlo.

—Mil gracias, caballero; os estoy muy reconocida… Me dicen además en la carta que la persona en cuestión me comunicará los pormenores de este asunto y que probablemente me sorprenderán sus revelaciones. Estoy dispuesta a oírlas y tengo vivos deseos de saberlo todo.

—Es cierto —dijo el señor Lorry—, sabéis que debo en primer lugar… —Volvió a arreglarse la peluca, y después de unos momentos de silencio agregó—: Se da el caso de que este negocio es muy difícil, y no sé cómo empezar.

En su turbación, y no sabiendo cómo entrar en materia, el señor Lorry miró a la señorita Manette. El rostro de la joven tenía esa expresión característica de la que hemos hablado antes y que no era menos graciosa por ser tan singular.

—No me sois completamente desconocido, caballero —dijo ella, tendiendo la mano como para retener a una sombra huidiza.

—¿Me conocéis? —respondió el señor Lorry, sonriendo y tendiéndole los brazos.

La línea expresiva que se dibujaba entre las cejas de la joven, encima de una pequeña nariz femenina de extremada finura, se hizo aún más profunda, y la señorita Manette, que hasta entonces había estado de pie cerca de su sillón, se sentó con ademán pensativo. El anciano la contempló en silencio y le dijo, después de alzar la cabeza:

—Creo que mientras estemos en nuestra patria adoptiva debo hablaros como si fuerais inglesa.

—Hablad como gustéis.

—Soy un hombre de negocios, señorita, y el encargo que tengo que cumplir no es más que un negocio. Os suplico, pues, que me consideréis una simple máquina que habla, porque en verdad no soy otra cosa. Voy, por lo tanto, a contaros, si me lo permitís, la historia de uno de los clientes de nuestra casa.

—La historia de… —dijo la señorita Manette.

El señor Lorry manifestó que no comprendía el sentido de esta interrupción.

—Sí —respondió, con precipitación—, de uno de nuestros clientes; así es como llamamos en la banca a las personas con quienes estamos en relación. Era un francés, un hombre científico, un doctor en medicina muy distinguido…

—¿Nacido en Beauvais?

—Sí, como vuestro señor padre, y que gozaba, como el doctor Manette, de una gran reputación en París, donde había ido a establecerse. Allí tuve el honor de conocerlo. Nuestras relaciones eran simplemente de negocios, pero confidenciales. Me hallaba entonces agregado a nuestra casa de París…

—¿Puedo preguntaros en qué época, caballero?

—Hace veinte años, señorita. El doctor estaba casado con una inglesa, y estaba yo encargado de sus negocios. Toda su fortuna estaba, como la de muchos franceses, en manos de la Banca Tellsone, por lo que yo era su apoderado como el de muchos otros clientes. Me unían a él simples relaciones de negocios, señorita, en las que por nada interviene el sentimiento, y le trataba como a todas las personas que vienen a cobrar una letra de cambio o a depositar fondos, porque no tengo sentimiento alguno, no soy más que una verdadera máquina. Ese doctor…

—¡Estáis contando la historia de mi padre! —exclamó la señorita Manette levantándose—; recuerdo que, cuando murió mi madre, me llevasteis vos a Londres.

El señor Lorry cogió la trémula mano que se acercaba a la suya y, después de besarla con gracia respetuosa, hizo sentar otra vez a la joven, apoyó la mano izquierda en el brazo del sillón, y se sirvió de la derecha para frotarse la barba, arreglarse la peluca o subrayar sus palabras con el movimiento del índice.

—Tenéis razón, soy yo —dijo mirando a la joven, que no dejaba de mirarlo a él—. Ya veis que decía la verdad cuando afirmaba no hace mucho que no tengo el menor sentimiento y que las únicas relaciones que establezco con mis semejantes no son más que negocios, pues de lo contrario os habría vuelto a ver desde aquella época. Desde entonces habéis sido pupila de la Banca Tellsone, pero yo estaba encargado de otra clase de relaciones. ¡Sentimientos! No he tenido ni tiempo ni la suerte de experimentarlos, y he pasado toda mi vida cortando malezas pecuniarias. —Después de caracterizar así el uso de su vida, el señor Lorry se llevó las dos manos a la cabeza para arreglarse la peluca, operación completamente inútil, y recobró su actitud anterior—. Como decís muy bien, señorita —continuó—, esa historia es la de vuestro señor padre. Suponed ahora que el doctor no hubiera muerto entonces… Os suplico que os tranquilicéis… ¡Cómo os tiembla la mano!

La señorita Manette había cogido al señor Lorry de la muñeca y se la apretaba con fuerza convulsiva.

—Señorita, daos cuenta de que estamos hablando de negocios, tened más calma —dijo el caballero con voz cariñosa y retirando la mano izquierda del sillón para colocarla sobre los dedos suplicantes que le apretaban con fuerza—. Decía pues… —Y se interrumpió, desconcertado por la mirada de la joven—. Supongamos, como decía, no hace mucho —continuó, haciendo un esfuerzo para dominar su turbación—, supongamos que el señor Manette en vez de morir únicamente hubiera desaparecido, y que haya sido imposible encontrarle aunque se sospechara cuál era el lugar espantoso donde pudiera estar cautivo; supongamos que hubiera tenido por enemigo a uno de esos hombres del que hasta los más temerarios apenas hablan en voz baja y que en la otra parte del Canal gozan de un privilegio como es el de llenar una orden firmada en blanco, en virtud de la cual un desgraciado es arrojado a un calabozo donde muere en la desesperación y el olvido; supongamos que la esposa de ese desgraciado hubiera suplicado en vano al rey y a la reina, a los ministros, a la magistratura y al clero que le permitieran tener noticias de su marido, y la historia de vuestro señor padre será exactamente la del doctor de Beauvais.

—Continuad… continuad, por favor, caballero.

—Sí, voy a decirlo todo. ¿Tendréis valor para oírlo?

—Lo soportaré todo menos la incertidumbre.

—¡Muy bien! Tenéis más sangre fría, os domináis mejor. —El tono del señor Lorry desmentía sus palabras—. Consideradlo un negocio, un simple negocio que hay que cerrar. Continúo, pues. Si la esposa del doctor hubiera sufrido tanto pesar antes del nacimiento…

—¿De su hija?

—Precisamente. No os desconsoléis; se trata de un simple negocio. Si la esposa del doctor, queriendo evitar a su hija las angustias que padecía por los tormentos del cautivo, hubiera dicho a la niña, cuando ésta llegó a la edad de la razón, que su padre había muerto… por el amor de Dios, ¿por qué os arrodilláis?

—Para suplicaros que me digáis la verdad… ¡Sois tan bueno, caballero!

—Es un simple negocio, señorita. Me confundís. ¿Cómo queréis que me explique si me turbáis así? Es necesario que conservemos la sangre fría. Si tuvierais la bondad de preguntarme cuál es el total de nueve peniques multiplicados por nueve, o cuántos chelines contienen treinta guineas, estaría más tranquilo y podría contestaros mejor.

La señorita Manette recobró bastante el dominio de sí misma para tranquilizar al señor Lorry.

—¡Muy bien, señorita, muy bien! —repuso el anciano—. ¡Ánimo! Es un negocio muy serio. Vuestra señora madre tomó, pues, la resolución de ocultaros el encarcelamiento del doctor y, cuando murió de pesar, sin haber conseguido recibir noticia alguna de su marido, os legó un porvenir tranquilo y pacífico que os permitió crecer bella y grácil, sin que nublase vuestros juveniles años la inquietud devoradora que había desgarrado su corazón. —Al pronunciar estas palabras dirigió una mirada conmovida a los ondulantes cabellos de la señorita Manette, que se imaginaba prematuramente encanecidos por un dolor sin esperanza—. El doctor y su esposa —continuó— tenían una fortuna modesta, y hoy poseéis todo lo que les pertenecía. Nada hemos descubierto sobre este punto; no vais a buscar una cantidad ni unas tierras… —Se interrumpió de pronto al notar que los dedos de la joven le apretaban con más fuerza la muñeca, y al ver que las líneas expresivas de su frente manifestaban un sufrimiento y un horror profundos—. Se le ha encontrado —balbuceó el buen anciano—, vive aún. Está muy cambiado, muy viejo, no es más que una sombra, pero ¿cómo ha de ser? El caso es que vive. Un antiguo criado que vive en París le ha dado asilo, y con este objeto nos dirigimos a Francia, yo para cerciorarme de su identidad, si es posible reconocerle, y vos, señorita, para rodearle de cuidados y de amor.

Un estremecimiento recorrió todo el cuerpo de la joven, que dijo casi sin aliento:

—No voy a encontrar a mi padre, sino a un espectro.

—Todo lo sabéis ya, señorita, lo mejor y lo peor —dijo el señor Lorry dando cariñosas palmaditas a la mano de la joven—. Nada temáis. Partimos para Francia, donde os espera vuestro padre. El tiempo es magnífico; la marea, favorable; y nuestro viaje será corto y próspero.

—Yo era libre, era feliz —murmuró la señorita Manette como si hablase en sueños—, y su sombra no se me apareció nunca para acusarme de mi alegría.

—Debo añadir —dijo el señor Lorry, que acentuó sus palabras con la esperanza de atraer la atención de la joven—, debo añadir que el doctor ha cambiado de nombre. Es inútil preguntar por qué lo ha hecho, y es inútil averiguar si lo ha olvidado en su calabozo o si la detención que debía sufrir tenía un plazo determinado. La menor pesquisa sobre vuestro padre sería no solamente inútil, sino tal vez peligrosa, y es mucho más prudente no decir nada a nadie y volver inmediatamente a Londres con el antiguo preso. Yo mismo, escudado en mi doble cualidad de inglés y de agente de una casa muy importante para el crédito de Francia, me guardaré muy bien de hacer la menor alusión a este negocio. No llevo un solo escrito en que se mencione el hecho, y las cartas que deben abrirme ciertas puertas, las expresiones con que he de contestar, todo está comprendido en esta palabra: «Resucitado». Pero ¡no me oís! ¿Qué tenéis, señorita?

La joven se había desmayado, estaba completamente inmóvil contra el respaldo del sillón, con los ojos abiertos y el terror retratado en su rostro, y continuaba apretando con tanta fuerza el brazo del anciano que no atreviéndose éste a separarle los dedos por temor a hacerle daño, pidió auxilio sin moverse de su sitio.

Apareció en el aposento, adelantándose a los sirvientes de la fonda, una mujer pavorosa, de quien, aun en su agitación, observó el señor Lorry que era toda roja, y pelirroja, y que llevaba un vestido estrecho, y la cabeza cubierta con un extraordinario sombrero como una medida para granaderos o —buena medida también— para un queso grande de Stilton. La mujer arrancó con violencia al representante de la Banca Tellsone de los dedos crispados de la joven, y le arrojó empujándole con la mano hasta la pared.

«¡Qué fuerza tan hercúlea! Esta mujer debió haber nacido hombre», pensó el señor Lorry al caer sobre la pared.

—¿Qué hacéis ahí? —gritó la robusta mujer dirigiéndose a los criados de la fonda—. ¿Por qué no vais a buscar vinagre en vez de mirarme como bobos? No soy tan hermosa para que os quedéis ahí pasmados. ¡Pronto! ¡Vinagre! ¡Un frasco de esencia! ¡Agua fría! —Mientras los criados corrían en busca de lo que se les pedía, la mujer del enorme sombrero colocaba a la señorita Manette en el sofá y la cuidaba con tanto cariño como destreza—. ¡Hermosa! ¡Querida hija mía! —murmuraba con voz conmovida y desplegando con orgullo la cabellera de la joven—. Y vos, caballero —exclamó volviéndose hacia el señor Lorry—, ¿no podíais darle vuestras noticias sin ponerla en este estado? ¿No veis su palidez, sus manos heladas, sus ojos muertos? ¿Así se porta un banquero con una niña delicada?

El señor Lorry, no sabiendo qué contestar en su turbación, apartó la mirada humilde y contrito, mientras la mujer hercúlea, que había vuelto a despedir a los criados, hacía volver en sí a la joven, y conseguía con sus caricias que apoyase la cabeza sobre sus fuertes hombros.

—Espero que se haya recobrado enteramente —murmuró el señor Lorry.

—No se debe a vos que el accidente no haya sido más grave. ¡Pobrecilla!

—¿La acompañáis a París? —preguntó el señor Lorry tras un nuevo silencio.

—¡Me gusta la pregunta! —replicó la mujer robusta—. Si estaba destinada a cruzar el mar, ¿creéis que la Providencia me hubiera hecho nacer en una isla?

No sabiendo tampoco qué decir, el señor Lorry se retiró a considerarlo.

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