Historia de dos ciudades

IX. Juego hecho

IX

Juego hecho

Mientras Sydney Carton y Barsad estaban en el aposento contiguo, donde hablaban tan bajo que ni siquiera se oía el murmullo de su voz, el señor Lorry miraba a Cruncher con manifiesto descontento. El aspecto del honrado comerciante no era, en efecto, el más indicado para inspirar confianza; apoyado, ya en un pie, ya en otro, y cambiando continuamente de actitud, examinaba sus uñas con sospechosa atención y, cuando tropezó con la mirada de su patrón, se apoderó de él aquella tos especial que lo obligaba a ponerse el hueco de la mano delante de la boca, y que no indicaba jamás un carácter precisamente franco.

—Acercaos, Jerry —dijo el anciano.

El hombre avanzó oblicuamente precedido de uno de sus hombros.

—¿En qué os ocupabais antes de ofreceros al servicio del público en la puerta de la Banca Tellsone?

Después de algunos instantes de reflexión, Jerry tuvo una idea luminosa.

—Era labrador —respondió.

—Tengo motivos para suponer —repuso el anciano, agitando el dedo índice con severidad— que os habéis valido del apoyo de la Banca Tellsone para encubrir un oficio ilegal e infame. Si es cierto lo que pienso, no esperéis que continúe mis relaciones con vos cuando estemos en Inglaterra, ni siquiera que guarde el secreto. Nadie debe decir que se ha abusado del nombre de Tellsone.

—Señor —dijo Cruncher con voz contrita—, permitid que espere que un caballero, cuyas órdenes he tenido el honor de ejecutar tantos años, se lo piense dos veces antes de perjudicar a un pobre que ha encanecido a su servicio. Aun cuando fuera cierto, no quiero decir que lo sea, pero suponiendo que lo fuese, no sería toda la culpa mía, pues también cabe extenderla a los señores médicos que se embolsan sus guineas en un negocio en el que un pobre hombre apenas recoge ochavos…, qué ochavos, ¡la mitad de un ochavo!; que van a colocar sus fondos en la Banca Tellsone y al pasar por la puerta guiñan el ojo al pobre hombre que está en el umbral para indicarle que necesitan lo que vos sabéis y yo no diré. Ellos suben en sus coches después de engañar a la Banca, y son respetados y bien vistos. Además, también está de por medio mi mujer, que invoca al cielo para que se oponga a mi negocio, hasta el punto de que es una ruina, una verdadera ruina. Las mujeres de los médicos no rezan jamás contra la clientela, pues por el contrario, si imploran al Señor, es para que procure enfermos a sus maridos. Y, además, ¿cómo podrían curar éstos a los vivos si no tuvieran muertos? Son culpables también los conductores de los coches fúnebres, los sacristanes y los enterradores, gente atrevida que mangonea en el negocio, y os aseguro que el pobre hombre no se ganaría la vida, ni aun suponiendo que fuese cierto lo que decís. Lo poco que ha ganado no le ha servido, por otra parte, de mucho; está muy lejos de ser rico, y con gusto abandonaría ese tráfico si pudiera ganarse el pan de otro modo, suponiendo que fuese cierto lo que pensáis.

—¡Basta… basta! Me causáis repugnancia —dijo el señor Lorry, empezando, sin embargo, a compadecerlo.

—Señor, os suplico humildemente —continuó Cruncher— que aun cuando fuese cierto, y no digo que lo sea…

—Basta de rodeos —dijo el anciano.

—No, señor, no —repuso Cruncher—, no más rodeos. Quiero deciros únicamente que en el banquillo que hay junto a la puerta de la Banca Tellsone, donde he trabajado tanto tiempo, se sienta mi hijo que hoy es un hombre y está dispuesto a recibir vuestras órdenes, a hacer vuestros encargos y todo lo que le mandéis. Suponiendo, señor, que fuera cierto lo que vos pensáis, lo cual estoy muy lejos de afirmar porque hablo sin rodeos, permitid, señor, que el hijo conserve su puesto en la puerta de la Banca Tellsone para que con el tiempo pueda ayudar a sus ancianos padres. No lo castiguéis por las faltas que su padre haya cometido, y valeos de vuestra influencia para que este desgraciado padre sea nombrado sepulturero y entierre muertos en compensación de los que ha desenterrado. He aquí, señor —añadió Cruncher, frotándose la frente con la manga en señal de que concluía su perorata—, he aquí lo que os suplico humildemente. No se ven las cosas espantosas que suceden en esta ciudad con los cadáveres decapitados… ¡Misericordia divina! Su número es tan considerable que su precio ha llegado a ser inferior al porte. Digo, pues, que no se ven tales cosas sin hacer serias reflexiones. Y os suplico que recordéis, señor Lorry, que, si he descubierto el hecho en cuestión, ha sido para servir a la buena causa, porque habría podido callar y no incurrir en vuestro desagrado.

—Eso es cierto —dijo el anciano—; borrón y cuenta nueva. No hablemos más del asunto. Es posible que os conserve a mi servicio si lo merecéis por vuestra conducta, y si vuestro arrepentimiento se manifiesta no con palabras sino con obras.

Cruncher saludaba a su patrón golpeándose la frente con el dorso de la mano cuando salieron Sydney Carton y el espía del aposento inmediato.

—Adiós, señor Barsad; quedamos de acuerdo, y nada debéis temer —dijo Carton.

Y, cogiendo una silla, se sentó al lado del anciano, el cual, tan pronto como estuvieron solos, le preguntó:

—¿Qué habéis conseguido?

—Poca cosa —respondió Carton—; si es sentenciado a muerte, me introduciré en el calabozo de Darnay.

El rostro del señor Lorry expresó su descontento.

—Es lo único que he podido conseguir —repuso Carton—; exigir más hubiera sido poner la cabeza de ese hombre bajo el filo de la guillotina. ¿Qué podía suceder si lo denunciara? Perdería toda la ventaja de la situación.

—Pero, si es sentenciado a muerte —dijo el anciano—, no lo salvará que entréis en su calabozo.

—No he dicho yo lo contrario.

Los ojos del señor Lorry se volvieron a la chimenea. El cariño que sentía por Lucie y lo imprevisto de aquel golpe tan terrible debilitaron su valor; era ya un anciano abatido por la inquietud, y vertió lágrimas amargas.

—Sois un hombre excelente, un verdadero amigo —dijo Sydney con voz conmovida—. Perdonad si me inmiscuyo en vuestro dolor, pero no podría permanecer insensible ante las lágrimas de mi padre, y vuestra aflicción me es tan sagrada como me habría sido la suya. Afortunadamente no tenéis el disgusto de llamarme hijo vuestro.

Aunque pronunció estas palabras con aparente indiferencia, había en su voz una expresión de respeto y sentimiento para la cual no estaba preparado el señor Lorry, que nunca le había oído hablar con tanta formalidad.

—Pero volvamos a ese pobre Darnay —continuó Carton, estrechando con emoción la mano que le tendía el anciano—; sobre todo no habléis a su mujer de la entrevista que me han prometido. Como el arreglo que hemos hecho entre Barsad y yo no permite que ella pueda ver al reo, es inútil por lo tanto hablarle de este asunto; creería que he pedido esta entrevista para proporcionar a su marido algún medio de suicidio.

El anciano miró a Sydney para adivinar si realmente abrigaba semejante designio.

—Se imaginaría una infinidad de cosas —prosiguió Carton, que había comprendido la mirada del banquero—, y eso solo contribuiría a aumentar su inquietud. No le habléis de mí y, como os he dicho antes, es preferible que no me vea. ¿Vais a su casa? ¡Qué desconsolada estará!

—Voy al momento.

—Me alegro. ¡Os quiere tanto! ¿Está muy cambiada?

—Su tristeza es profunda, pero está tan hermosa como siempre.

—¡Ah!

La exclamación de Carton fue un sonido prolongado, triste como un suspiro, casi como un sollozo.

Sorprendido al ver el dolor contenido que revelaba esta exclamación, el señor Lorry se volvió hacia él, mientras inclinaba la cabeza sobre la chimenea. Una sombra o un rayo (el anciano no podía asegurar cuál de las dos cosas) pasó por su rostro con tanta rapidez como la luz en la cima de un monte cuando asoma el sol entre las nubes, y Carton apartó con el pie uno de los tizones encendidos que había caído fuera. Llevaba un sobretodo de paño blanco y las botas de campana que estaban entonces en boga; la llama, al reflejarse en su traje, aumentó su palidez. El señor Lorry le advirtió con viveza de que su pie, aún apoyado en el tizón, estaba en medio de las ascuas.

—No me había dado cuenta —dijo.

El tono con que pronunció estas palabras hizo que el anciano volviera a observar sus facciones marchitas, y pensara sin quererlo en el rostro demudado de los presos.

—Así pues —dijo Carton volviéndose hacia él—, muy pronto saldréis de París.

—Sí. Como os decía ayer noche cuando entró Lucie, nada me retiene ya en esta ciudad, tengo los pasaportes arreglados, y estoy preparado para irme.

Se hizo un silencio.

—Tenéis una larga carrera de la que podéis acordaros —respondió Carton, pensativo.

—Muy larga, en efecto: tengo setenta y ocho años.

—Siempre habéis sido útil, habéis estado constantemente ocupado, y contáis con la confianza, el respeto y el aprecio de todos.

—Estoy en la Banca Tellsone desde que tengo uso de razón; casi era un niño cuando empecé a trabajar.

—¡Qué posición ocupáis aún en los negocios! ¡Cuántas personas os llorarán! ¡Qué vacío tan grande dejaréis en el mundo!

—¡Un viejo solterón! —dijo el señor Lorry moviendo la cabeza—. ¿Quién podrá llorar mi muerte?

—¡Oh, señor Lorry!… Os llorará ella; tendréis sus lágrimas y las de su hija.

—Es cierto. No sabía lo que decía.

—Y por eso me parece que vale la pena dar gracias a Dios.

—Si, sí, también me lo parece a mí.

—Pero si en el fondo de vuestro corazón solitario os dijeseis esta noche: «No me he ganado la gratitud ni el aprecio de nadie en el mundo, no he merecido el afecto de nadie, no he hecho nada bueno ni útil de lo que puedan acordarse», ¿no os pesarían vuestros setenta años como otras tantas maldiciones?

—Es indudable.

Carton observó los tizones sin decir nada.

—Quisiera haceros una pregunta —dijo, después de una pausa bastante larga—. ¿Os parece muy lejana vuestra infancia? ¿Os parece muy remota la edad en que estabais en el regazo de vuestra madre?

—Me lo parecía veinte años antes, pero no ahora; cuanto más me acerco al fin, más próximo estoy al principio. Ésta es una de las cosas que a mi edad hacen más fácil y suave el camino; mi corazón se conmueve con una multitud de recuerdos que en otro tiempo dormían; evoco en mi memoria el hermoso rostro de mi madre, que tan vieja sería ahora, la veo en su juventud y, con los pensamientos que despierta, me encuentro en los días en que las realidades de lo que llaman mundo no existían para mí y mis defectos eran solo germinales.

—Comprendo lo que experimentáis —dijo Carton con entusiasmo—. Y esto os alienta y consuela, ¿no es cierto?

—Sí.

Se levantó para ayudar al anciano a ponerse el abrigo.

—Pero vos —le dijo el señor Lorry, continuando la conversación—, vos sois joven.

—Sí —respondió—, tengo pocos años, pero la senda que he seguido no conduce a la vejez. Pero ¿por qué hemos de ocuparnos de mí?

—¿Y de mí? —dijo el anciano—. ¿Me acompañáis a la puerta?

—Sí, tengo que salir. Si volviera tarde, no os preocupéis: ya sabéis mis hábitos. ¿Iréis al tribunal?

—Desgraciadamente tengo que ir.

—Estaré allí confundido entre la multitud. Aceptad mi brazo.

Algunos minutos después el anciano llegó a la casa del doctor. Carton se despidió, pero, después de recorrer algunas calles vecinas, volvió a la puerta de Lucie y la acarició con mano respetuosa.

«De aquí salía todos los días para dirigirse a la cárcel —se dijo—, tomaba esa calle y después aquélla. Ha andado sobre estas piedras; sigamos la huella de sus pasos».

Eran las diez cuando llegó a la calle tortuosa donde ella había ido tantas veces. El aserrador había cerrado su barraca y fumaba delante de la puerta.

—Buenas noches, ciudadano —le dijo el inglés parándose, porque el hombrecillo lo examinaba con atención.

—Buenas noches, ciudadano.

—¿Cómo va la República?

—Querréis decir la guillotina; no va mal; sesenta y tres cabezas hoy, y muy pronto llegaremos al centenar. El verdugo y sus ayudantes se quejan de cansancio. —El hombrecillo prorrumpió en una carcajada estúpida, y añadió—: ¡Qué picaruelo es Sansón… y qué buen barbero!

—¿Vais alguna vez a verlo…?

—¿A verlo trabajar? Todos los días. ¿Nunca lo habéis visto trabajar?

—Nunca.

—Creedme, no dejéis de ir, y escoged una buena hornada. Figuraos, ciudadano, que hoy ha afeitado sesenta y tres cabezas en dos pipas, en menos de dos pipas, ciudadano, palabra de honor.

El hombrecillo le enseñó al decir esto la pipa llena de tabaco para explicar el instrumento con que medía el tiempo. Carton experimentó tan vivo deseo de estrangularlo que se dio la vuelta.

—No sois inglés aunque llevéis el traje —dijo el aserrador.

—¿Por qué lo decís? —respondió Carton, parándose.

—Porque habláis como un francés.

—He estudiado en París.

—Cualquiera diría que habéis nacido en Francia. ¡Buenas noches!

—Buenas noches, ciudadano.

—No dejéis de ir a ver a ese diablo de Sansón —dijo el aserrador con insistencia—, y, sobre todo, llevaos una pipa.

Cuando Sydney perdió de vista al patriota, se paró debajo de un farol y escribió dos líneas a lápiz sobre un pedazo de papel.

Andando después con la firmeza de una persona que conoce el camino, atravesó varias calles negras y tanto más sucias por cuanto en aquellos días de terror ni siquiera se barrían las principales, y se detuvo delante de una tienda de farmacéutico cuyas puertas cerraba éste lentamente.

Era una botica pequeña, oscura, llena de frascos viejos, y el que la dirigía era un hombre bajo, flaco y cojo. Sydney, después de saludar al farmacéutico, que había vuelto a entrar en la tienda, le enseñó el pedazo de papel.

El boticario leyó la nota en voz baja y le dijo:

—¿Es para vos, ciudadano?

—Para mí.

—Los guardaréis en lugar seguro, ciudadano. ¿Sabéis lo que resultaría de esta mezcla?

—Lo sé muy bien.

El farmacéutico hizo varios paquetes, y Carton se los colocó uno por uno en el bolsillo más interior de su traje, pagó lo que debía y salió de la botica.

—Nada más tengo que hacer hasta mañana —dijo, mirando las nubes que el viento empujaba con rapidez—; sin embargo, no creo que pueda dormir.

En el tono en que pronunció estas palabras no se revelaba la indiferencia ni el reto, sino el sentimiento de un hombre que, después de extraviarse, ha buscado mucho tiempo su camino y, abrumado de cansancio, encuentra la senda que habría tenido que tomar y ve su término.

Era aún casi un niño, en la época en que su talento alimentaba tantas esperanzas, cuando siguió el féretro de su padre (su madre había muerto algunos años antes) y, mientras recorría las calles oscuras donde la luna, rasgando las nubes, aparecía y se escondía, acudían a su memoria las palabras solemnes que había leído en el cementerio: «Soy la resurrección y la vida, dice el Señor. El que cree en Mí vivirá aunque haya muerto, y el que vive en Mí está seguro de vivir eternamente».

Solo en medio de aquella noche de invierno, en una ciudad dominada por el cadalso, pensando con dolor en las sesenta y tres cabezas que habían caído aquel día y acordándose de los presos a quienes esperaba igual suerte, Carton habría podido descubrir fácilmente la asociación de ideas que estas palabras traían a su memoria como un áncora perdida desde hacía mucho tiempo en el fondo del mar, pero no la buscó, y no hizo más que repetir las palabras sagradas mientras seguía su camino.

Miraba con solemne interés las ventanas de las habitaciones donde la gente iba a encontrar en el sueño el olvido de los horrores del día; se paraba en el atrio de las iglesias donde nadie rezaba ya; pensaba en los cementerios lejanos, consagrados al eterno descanso, como rezaba la inscripción puesta en sus verjas; y pensaba en las cárceles llenas de víctimas, en el camino que seguían los reos para dirigirse al suplicio, que había llegado a ser tan común y material que ninguna historia atormentada de algún espíritu encantado se escuchaba ya entre el pueblo, a pesar de lo mucho que trabajaba la guillotina. Y con un solemne interés por la vida que dormitaba en la sombra, cruzó el río y llegó a calles mejor alumbradas.

Encontró allí pocos carruajes. Quien salía en coche pasaba por sospechoso, y las personas distinguidas, ocultando su cabeza bajo el gorro republicano, calzaban zapatos y andaban por el lodo. Pero los teatros eran muy frecuentados, y la multitud que salía de ellos pasó alegremente por su lado, y se dividió después en pequeños grupos que se dirigían en animada conversación a sus casas. Delante de uno de esos teatros, una niña y su madre buscaban con la mirada el sitio menos lleno de lodo para cruzar la calle. Sydney cogió a la niña, la llevó al otro lado, y, antes de que el brazo infantil se desprendiera de su cuello, le pidió un beso.

«Soy la resurrección y la vida, dice el Señor. El que cree en Mí vivirá aunque haya muerto, y el que vive en Mí está seguro de vivir eternamente».

Las calles estaban silenciosas, se acercaba la noche, y las palabras del texto sagrado estaban en el eco de sus pasos y en los murmullos del viento. Completamente tranquilo y firme, a veces se las repetía a sí mismo mientras andaba; pero siempre las oía.

Pasó la noche. Mientras, apoyado en el pretil de un puente, escuchaba cómo azotaba el Sena los murallones de la Isla de París y miraba el conjunto pintoresco de la catedral y las casas alumbrado por la luna, el día asomó fríamente como una faz muerta saliendo del cielo, las estrellas y las tinieblas palidecieron y se desvanecieron, y por unos momentos la Creación pareció dominada por la Muerte.

Pero el sol glorioso, al salir, pareció asestar estas palabras, esta carga de la noche, directas en su corazón. Y contemplando sus largos y brillantes rayos, con ojos ensombrecidos y respetuosos, Carton vio surgir un puente de luz entre él y el sol, mientras el río centelleaba a sus pies.

La corriente rápida y profunda se le apareció a través del aire apacible de la mañana como una amiga cuya esencia era igual a la suya. Se acercó al río, y tumbándose en la orilla se durmió a la claridad del día. Al despertar paseó junto al agua unos momentos y, viendo una ola que daba vueltas sin objetivo, dijo cuando el río se apoderó de ella y la arrastró para lanzarla al mar:

—¡Es como yo!

Pasó ante sus ojos y desapareció un barco con una vela del color de una hoja marchita. La oración que en esos momentos se elevaba en su corazón para implorar a Dios que tuviese piedad de sus faltas terminaba con estas palabras: «Soy la resurrección y la vida».

El señor Lorry había salido ya cuando Sydney volvió a su casa. Era difícil adivinar adónde había ido aquel amigo excelente. Sydney tomó una taza de café, comió un poco de pan, se cambió de traje y se dirigió al tribunal.

Reinaba en la sala un gran tumulto cuando el espía le hizo entrar por el ángulo más oscuro y pronto se confundió entre la multitud. El señor Lorry y el doctor estaban en primera fila, y Lucie al lado de su padre.

Cuando entró Darnay, la joven le dirigió una mirada tan llena de valor y cariño que la sangre generosa animó el rostro del acusado y vivificó su corazón. Si alguien hubiera podido observarlo, habría visto que la mirada de la joven ejercía también en Carton la misma influencia.

Ante aquel tribunal excepcional ninguna forma de procedimiento garantizaba el derecho de defensa. Si en otro tiempo no se hubiera hecho un abuso tan monstruoso de las formalidades y de las leyes, la justicia revolucionaria no habría sido tan suicida como para desmenuzarlas y lanzarlas al viento.

Nadie apartaba la mirada del jurado formado por los mismos patriotas que el día anterior y que al día siguiente. Destacaba, sin embargo, entre sus miembros un hombre de rostro famélico, cuyos dedos vagaban perpetuamente en torno a sus labios, y que con su presencia causaba una gran satisfacción a la multitud. Este patriota sediento de sangre, de mirada salvaje y de ideas mortíferas era el Jacques tercero de la buhardilla de Saint Antoine. Todo el tribunal era como una traílla de perros elegida para juzgar al gamo.

Todos los ojos examinaron después al acusador y a los cinco jueces. No debía temerse por su parte la menor debilidad. Ellos representaban el negocio de la ferocidad, de la intransigencia, del asesinato. Todos los ojos se buscaron en la multitud, señalándose, unos a otros, el tribunal con una sonrisa de satisfacción, y todas las cabezas se hicieron, unas a otras, una seña de júbilo antes de inclinarse con atención ante los jueces.

—Charles Evrémonde, llamado Charles Darnay —gritó una voz—, absuelto en la mañana de ayer, acusado nuevamente en el mismo día, preso por la noche, denunciado como enemigo de la República, aristócrata, individuo de una familia de tiranos, de una raza proscrita por haber empleado sus privilegios en la infame opresión del pueblo, en virtud de cuya proscripción Charles Evrémonde llamado Charles Darnay ha muerto civilmente.

El fiscal pronunció sobre este punto un dictamen lacónico.

—¿El acusado ha sido denunciado abierta o secretamente?

—Abiertamente.

—¿Por quién?

—Por tres individuos.

—¿Sus nombres?

—Ernest Defarge, tabernero en el barrio de Saint Antoine.

—Bien.

—Thérèse Defarge, su mujer.

—Bien.

—Y Alexandre Manette, doctor en medicina.

Tumulto en la sala y, en medio de ella, el doctor Manette pálido y temblando en su sitio.

—Presidente —exclamó—, protesto. La acusación que se me atribuye es mentira, una abominable calumnia. Sabéis que el acusado es el marido de mi hija, y las personas que ella ama son para mí más preciosas que la vida. ¿Quién es el infame que ha podido decir que denunciaba al que es la alegría de mi hija?

—Cálmate, ciudadano Manette; la falta de sumisión al fallo del tribunal te pondría fuera de la ley. En cuanto a los individuos que son para ti más preciosos que la vida, nada puede ser tampoco más precioso que la República a un buen ciudadano.

Vivas aclamaciones acogieron esta reprensión. El presidente agitó la campanilla y continuó con entusiasmo:

—Si la República te pidiera a tu propia hija, tu deber sería sacrificársela. ¡Oye y calla!

Volvieron a oírse furiosos aplausos; el doctor se sentó abatido con los labios trémulos; su hija se acercó a él con ternura, y el patriota famélico se frotó las manos y se llevó la derecha a los labios.

Llamaron a Defarge a declarar después de restablecer el silencio, y el tabernero contó brevemente que servía al doctor en la época en que éste fue preso, y explicó el estado en que se encontraba el cautivo cuando consiguió la libertad después de dieciocho años de prisión.

—¿No te distinguiste en la toma de la Bastilla, ciudadano?

—Ya lo creo.

—Peleaste como un valiente, ¿por qué no has de decirlo? —gritó una mujer con voz penetrante, alzándose en medio de la multitud—. Disparaste como un héroe el cañón y fuiste uno de los primeros que entraron en la fortaleza maldita. Patriotas, no digo más que la verdad.

Esta mujer era la Venganza, que, con general regocijo, interrumpía la audiencia.

El presidente la llamó al orden.

—Me burlo de tu campanilla —gritó ella con descaro.

Y ahogaron su voz frenéticos aplausos.

—Informa al tribunal, ciudadano, de lo que hiciste después de entrar en la Bastilla.

—Sabía —respondió Defarge, mirando a su mujer, que, desde su banco, no dejaba tampoco de mirarlo—, sabía que el preso en cuestión había ocupado el número 105 de la Torre Norte. En la época en que hacía zapatos en mi buhardilla no se daba a sí mismo otro nombre que el número de su calabozo. El día de la batalla, mientras cargaba mi cañón, resolví entrar en la plaza después de la rendición y examinar el número 105. Vence el pueblo, entro, subo a la prisión con un amigo que actualmente es miembro del jurado, examino el aposento con cuidado y encuentro detrás de una de las piedras de la chimenea estos papeles. Conocía la letra del preso, y vi que era la misma. Puedo por lo tanto afirmaros que estas líneas son del puño y letra del doctor Manette, y os las entrego, presidente, tal como las encontré.

—¡Que se lean! ¡Que se lean! —gritó la multitud.

En medio del más profundo silencio, mientras el acusado miraba a su mujer con ternura, mientras ella no apartaba sus ojos de él sino para mirar a su padre, mientras madame Defarge clavaba los suyos en el acusado, el tabernero contemplaba a su mujer que triunfaba y toda la sala examinaba al doctor, el cual no veía más que al presidente, éste empezó a leer el papel que le había entregado el testigo.

Descargar Newt

Lleva Historia de dos ciudades contigo