Historia de dos ciudades

II. El correo

II

El correo

Un viernes por la noche, a finales de noviembre, la carretera de Dover se extendía delante del primer personaje con quien hemos de trabar conocimiento en esta historia. Entre nuestro personaje y el horizonte se hallaba el coche del correo, que subía penosamente la escarpada falda del monte Shooter. Había tanto lodo en el camino, los caballos estaban tan cansados, la subida era tan rápida, la correspondencia abultaba tanto y eran tan hondos los carriles, que los pobres animales se habían parado ya tres veces con la idea subversiva de volverse a las caballerizas. Sin embargo, la acción combinada de las riendas, el látigo, el guardia y el cochero se opusieron en virtud de las leyes de la guerra a tan rebelde designio, y los caballos, lo cual prueba que los irracionales no están desprovistos de razón, se vieron obligados a capitular y a cumplir de nuevo con su deber.

Los cuatro escuálidos jamelgos se hundían en el lodo con la cabeza baja, y, dando sonoros resoplidos, resbalaban, caían y sudaban como quien lleva una carga superior a sus fuerzas. Cada vez que, después de una parada prudente, el conductor los obligaba a continuar la marcha, el caballo delantero, más amenazado por el látigo, sacudía violentamente la cabeza y parecía negar la posibilidad de que el coche llegase a la cima de la cuesta. Cada negativa de éstas hacía estremecer a nuestro viajero y le llenaba de dolorosa inquietud.

Una densa niebla cubría el valle, se arrastraba por la colina como un alma en pena que busca el descanso, se alzaba con lentitud y empujaba denodadamente en el aire sus frías y espesas ondas. La luz proyectada por los faroles del coche, aprisionada en un círculo de niebla, alumbraba apenas algunos palmos del camino, y el vapor que exhalaban los sudorosos caballos se confundía con la neblina que los rodeaba.

Había, además de este viajero, otros dos que subían andando lentamente la cuesta al lado del coche. Embozados hasta las cejas y calzados con botas hasta los muslos, ninguno de estos tres hombres, a juzgar por lo que llevaban descubierto, habría podido decir qué cara tenía su vecino, y lo que pensaba cada cual estaba tan oculto al pensamiento de los otros dos como sus rasgos físicos a los ojos de sus compañeros. En aquel tiempo era forzoso desconfiar de las personas que se encontraban en el camino, pues podían ser con mucha probabilidad bandidos o cuando menos adeptos a alguna cuadrilla de ladrones, y era muy común encontrar en cada casa situada al borde de las carreteras, mesón o taberna, desde el maestro de postas hasta el mozo de caballos, a algún pícaro asalariado por un capitán de bandoleros. En esto pensaba el guarda que acompañaba el correo de Dover aquella noche del mes de noviembre de 1775 mientras, de pie en la trasera del coche, y abrigado hasta los tobillos con la paja que le servía de alfombra, sujetaba, sin perderla de vista, una caja en la que un trabuco cargado descansaba sobre seis u ocho pistolas cargadas, y todo ello sobre un lecho de armas blancas.

El correo de Dover discurría según su pauta genuina, es decir, el guarda sospechaba de los viajeros, los viajeros sospechaban unos de otros, así como del guarda, todos sospechaban de todos, y el cochero solo se fiaba de sus caballos, aunque habría jurado en conciencia sobre los dos Testamentos que los pobres animales no podían arrastrar tanto peso.

—¡Caballos! —gritó el cochero—, un esfuerzo más y se acabarán vuestras penas. Arre, ¡perezosos! —Y añadió volviendo el rostro—: ¿Qué hora es, Joe?

—Las once y diez minutos —respondió el guarda.

—¡Misericordia! —exclamó el cochero con impaciencia—. Las once y diez, y aún no hemos subido la cuesta. ¡Arre, cobardes!

El caballo delantero, sorprendido por un violento latigazo en medio de sus más enérgicas negativas, hizo un nuevo esfuerzo, arrastró a sus tres compañeros, y el coche correo de Dover continuó a marchas forzadas mientras los tres viajeros se hundían en el barro, se detenían cuando se detenía el carruaje y se separaban unos de otros lo menos posible. Si alguno de ellos hubiera tenido la audacia de proponer a su vecino adelantarse algunos pasos en medio de la niebla y de la oscuridad, habría pasado por un ladrón y se habría expuesto a recibir un balazo.

Llegaron por fin a lo alto del cerro, los caballos tomaron aliento, y el guarda dejó su asiento para trabar el coche para la bajada y abrir la portezuela a los pasajeros para que subieran al carruaje.

—Joe, ¿qué ruido es ése? —dijo el cochero desde el pescante.

—¿Qué dices, Tom?

Los dos aguzaron el oído.

—Es un caballo que sube la cuesta al trote, Joe.

—A galope, Tom —dijo el guarda, dejando de sujetar la portezuela y volviendo a su sitio—. Caballeros, en nombre del rey, reclamo vuestro auxilio.

Con esta improvisada súplica, amartilló el trabuco y se puso a la defensiva.

El viajero que forma parte de esta historia iba a entrar en el coche, adonde se disponían a seguirle sus dos compañeros, y se quedó con el pie en el estribo mientras los otros dos se paraban detrás de él en el camino. Los viajeros miraron al guarda y al cochero. Éste volvió la cabeza, y el caballo de las negativas enderezó las orejas mirando de reojo con cierta inquietud.

La inmovilidad que siguió de pronto a la penosa marcha del coche aumentó el silencio y la calma fúnebre de la noche, y el aliento entrecortado de los caballos contagiaba al carruaje una especie de estremecimiento, y tal vez el corazón de los tres compañeros de viaje latía con suficiente fuerza para poder contar sus latidos. En todo caso era el silencio de unos individuos fatigados que no se atreven a respirar y cuyos latidos precipitaban el temor y la incertidumbre.

Un caballo subía la cuesta a escape y se acercaba por momentos al carruaje.

—¡Alto! —gritó el guarda con toda la fuerza de sus pulmones—. ¡Alto, o hago fuego!

Fue inmediatamente obedecido y del fondo de la niebla se oyó una voz ronca que gritaba:

—¿Es el coche correo de Dover?

—¿Y a vos qué se os da? —replicó el guarda.

—¿Es el coche correo de Dover?

—¿Por qué lo preguntáis?

—Necesito hablar con un viajero.

—¿Cómo se llama ese viajero?

—Señor Jarvis Lorry.

El individuo que estaba con el pie en el estribo del coche hizo un movimiento, y pareció decir que era él aquel viajero, pero el conductor, el guarda y los otros dos lo miraron con desconfianza.

—No deis un paso o sois hombre muerto —respondió el guarda a la voz que salía de la niebla—. Viajero llamado Lorry, ¿queréis hablar?

—¿Quién me llama? —preguntó éste con voz suave y vibrante—. ¿Quién necesita hablarme? ¿Sois vos, Jerry?

—Sí, señor Lorry, os traigo una carta de Tellsone.

(«No me gusta la voz de ese Jerry, si es que se llama Jerry —murmuró el guarda entre dientes—: su ronquera me da que sospechar»).

—Conozco a este hombre —dijo el viajero, dirigiéndose al guarda y saltando a tierra, ayudado, con mayor precipitación que cortesía, por los otros dos pasajeros, los cuales se apresuraron inmediatamente a subir al coche, cerrar la portezuela y levantar los cristales—. Podéis permitirle que se acerque —continuó el señor Lorry—; nada debéis temer.

«Es posible, pero eso no convencería a una nación entera», se dijo el guarda, en irritado soliloquio.

—¡Hola!

—¡Hola! —respondió Jerry, con la voz aún más ronca.

—¡Acercaos lentamente! ¿Me oís? Y, si lleváis pistolas en la silla, no apoyéis la mano en el arzón, porque os advierto que soy muy vivo de genio, y que, antes de que podáis hacer uso de vuestras armas, tendréis una bala dentro del cuerpo. Ahora que estáis avisado, veámonos las caras.

La silueta de un caballo y de su jinete se dibujó vagamente a través de la niebla y se acercó al coche. Cuando el mensajero llegó al lado del señor Lorry, paró el caballo y entregó un papel al viajero.

El animal respiraba con dificultad, y los dos estaban cubiertos de lodo desde los cascos del caballo hasta el sombrero del jinete.

—Guarda —añadió el viajero con calma—, os repito que nada debéis temer. Pertenezco a la Banca Tellsone, una de las más conocidas de Londres, y voy a París por negocios. ¿Tengo tiempo para leer esta carta? Habrá una corona de propina.

—Eso depende de lo que la carta diga… Si no es muy larga…

El señor Lorry se acercó al farol del coche, abrió la carta que tenía en la mano y leyó en voz alta la siguiente frase:

—«Esperad a la señorita en Dover». Ya veis que no es muy larga —dijo el señor Lorry al guarda. Y añadió dirigiéndose al emisario—: Diréis en casa que he respondido con la palabra «resucitado».

—¡Qué respuesta tan particular! —exclamó Jerry con su voz más ronca.

—Llevádsela, sin embargo, a esos señores y se convencerán así de que he recibido su carta. Buenas noches, Jerry; volved a casa lo antes posible.

Y, después de pronunciar estas palabras, el caballero abrió la portezuela y entró en el coche. Sus compañeros de viaje habían ocultado deprisa sus bolsas y relojes en sus anchas botas y fingían estar sumidos en el más profundo sueño. Cerrada la portezuela, continuó su marcha el carruaje, y al bajar por la pendiente se envolvió en una niebla cada vez más densa.

El guarda dijo en voz baja al cochero:

—Tom, ¿has oído esa respuesta?

—Sí.

—¿Qué te parece?

—No sé qué decirte; no la entiendo.

—Ni yo tampoco —respondió el guarda, sorprendido de la coincidencia de opinión con el cochero.

Cuando Jerry se quedó solo en medio de las tinieblas, desmontó para aliviar de su peso al caballo, y para limpiarse el lodo de la cara y sacudir el sombrero, en cuyas alas podían haberse depositado cerca de dos litros de agua. Tras esta doble operación, se volvió rumbo a Londres y empezó a bajar la pendiente llevando de las riendas el caballo.

—Después de lo que hemos corrido —le dijo al animal—, no me fiaré de tus cuatro patas hasta que estemos en Temple Bar. —Y, tras una pausa, añadió—: ¡«Resucitado»! ¡Qué respuesta tan extraña! ¿¡Qué sería de ti, pobre Jerry, si resucitasen los muertos!? ¡Qué cuenta tan embrollada tendrías que arreglar con algunos de ellos!

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