XVI. Madame Defarge sigue haciendo media
XVI
Madame Defarge sigue haciendo media
Mientras madame Defarge y su marido volvían amigablemente al arrabal de Saint Antoine, un punto imperceptible cubierto con un gorro azul andaba entre las sombras y el polvo a lo largo de un camino interminable, y se dirigía a la comarca donde el castillo del señor marqués, ahora en su tumba, oía murmurar las viejas encinas. Las caras de piedra tenían ahora tantos ratos de ocio para prestar oídos a los susurros de las hojas y de la fuente que el exiguo número de espantajos que, buscando hierba para alimentarse y leña para calentarse, se extraviaban por las cercanías del inmenso patio se imaginaban en su cabeza muerta de hambre que aquellas máscaras petrificadas no tenían la misma expresión que antes. Circulaba un rumor por la aldea, rumor débil y extenuado como los que lo escuchaban, de que, en el momento de penetrar el puñal en el corazón del señor marqués, el orgullo pintado en aquellos rostros había sido reemplazado por una cólera mezclada con dolor, y que, desde que el desdichado Jacques pendía a doce metros sobre la fuente, habían cambiado otra vez de expresión adoptando la de la crueldad satisfecha con que seguían observando. La que se asomaba sobre la ventana del aposento donde se había perpetrado el crimen tenía encima de la nariz dos arrugas aterradoras que todo el mundo señalaba y nadie había visto hasta entonces; y en las raras ocasiones en que dos o tres aldeanos harapientos se adelantaban para echar un vistazo al señor marqués, petrificado, bastaba con que un dedo delgadísimo lo señalase para que todos corrieran a esconderse entre el musgo y las malezas, como las liebres, más afortunadas, que podían encontrar allí sus madrigueras.
Castillo y cabañas, máscaras de piedra y esqueleto de ahorcado, manchas sangrientas en las losas, agua pura en la fuente de la aldea, millares de toesas de terreno, toda una provincia, toda Francia descansaba en tinieblas, concentrada en un espacio del grueso de un cabello. El mundo entero, con todas sus grandezas y pequeñeces, está encerrado en una estrella que centellea. Lo mismo que la ciencia puede descomponer la luz y examinar cada uno de sus rayos, la inteligencia humana puede leer en el reflejo de nuestro planeta los pensamientos y los actos, los vicios y las virtudes de los seres responsables que se mueven en su superficie.
El matrimonio Defarge se dirigía en el carruaje público hacia las puertas de París bajo la claridad de las estrellas. Hubo, como siempre, que detenerse en la barrera, y como siempre las linternas, apareciendo de pronto, se acercaron a proceder al examen con todo rigor. Monsieur Defarge bajó del carruaje; reconoció a uno o dos soldados de la guardia y a uno de los agentes de policía, y era tan íntima su amistad que le abrazaron cordialmente.
Cuando la pareja, envuelta otra vez en las sombrías alas del arrabal de Saint Antoine, bajó definitivamente de su vehículo, madame Defarge tomó la palabra mientras buscaba su camino a través del lodo negruzco y las inmundicias que cubrían la calle.
—¿Qué te ha dicho Jacques de la policía? —preguntó a su marido.
—Lo único que sabía —respondió el tabernero—; se ha nombrado un nuevo espía para nuestro barrio, y tal vez haya algún otro, pero no ha sabido decírmelo.
—¿Te ha dado las señas? —preguntó madame Defarge, arrugando el entrecejo con expresión sombría—. ¿Qué hombre es ése?
—Un inglés.
—Mejor. ¿Cómo se llama?
—Barsad —respondió Defarge.
—Barsad —repitió la tabernera—. ¡Bien! ¿Y su nombre de pila?
—John.
—Bien. ¿Y se sabe algo de cómo es?
—Edad, unos cuarenta años; estatura, un metro ochenta y uno; pelo negro; tez morena; el conjunto del rostro, más bien agraciado que feo; ojos hundidos; cara delgada, larga y pálida; nariz aguileña separándose de la línea recta e inclinándose hacia la izquierda; semblante, por lo tanto, siniestro.
—El retrato es completo —dijo la tabernera—; lo apuntaré mañana.
La taberna estaba cerrada porque eran las doce de la noche, y el matrimonio entró por una puerta interior. Madame Defarge se dirigió inmediatamente al mostrador, cogió las monedas que se habían recaudado en su ausencia, contó las botellas que quedaban, examinó los licores, comprobó el registro, apuntó varios artículos, hizo algunas preguntas al dependiente y lo mandó por fin a acostarse. Vació después la taza que contenía los ingresos del día y colocó el dinero en una serie de nudos que hizo en el pañuelo con objeto de llevárselo a su aposento para mayor seguridad. Su marido se paseaba mientras tanto de una punta a otra del local con la pipa en la boca y admiraba las actividades de su mujer, pero sin intervenir en ellas. Es forzoso añadir que así pasaba la vida, sin ocuparse de su comercio ni de sus asuntos domésticos.
La noche era cálida y la taberna, con las ventanas cerradas y en medio de un barrio tan sucio, apestaba. El aparato olfativo de monsieur Defarge no era muy delicado, pero su vino tenía más hedor que sabor, así como el aguardiente y el ron que vendía, y, sofocado por esta mezcla de olores inmundos, los expulsaba lanzando con fuerza el humo que le llenaba la boca. Luego dejó la pipa sobre la mesa.
Su mujer alzó la mirada y le preguntó, sin dejar su tarea:
—¿Estás cansado? Es el olor de todos los días; aquí no hay otro.
—En efecto —dijo el marido—, estoy un poco cansado.
—Y no menos abatido —observó la mujer, cuya mirada no estaba tan absorta en sus cuentas como para no dirigirse de vez en cuando hacia su marido—. ¡Oh! ¡Los hombres! ¡Los hombres!
—Pero querida…
—No hay pero que valga —dijo la tabernera, interrumpiéndole y moviendo la cabeza con energía—; te conozco, te acobardas.
—¿Y por qué no? —dijo el tabernero con decisión—. ¡Hace tanto tiempo que dura esto!
—¿Tanto tiempo? —repuso su mujer—. La venganza tarda en preparar sus medios, y exige tiempo… mucho tiempo. ¿Quién lo ignora?
—¡Se necesita tan poco para aniquilar a un hombre! —dijo monsieur Defarge.
—¿Cuánto se necesita para formar una tormenta? —preguntó la tabernera con calma.
Monsieur Defarge alzó la mirada, pensativo.
—Un terremoto puede tragarse una ciudad en menos de unos minutos —continuó la mujer, sin conmoverse—, y ¿cuánto tiempo se ha necesitado para preparar la catástrofe?
—Siglos tal vez —murmuró el tabernero.
—Pero, cuando llega la hora, la tierra estalla y no queda vestigio de lo que existía antes. Hasta entonces todo se preparaba sin descanso, aunque nadie pudo verlo ni oírlo. Esto debe sostenerte y consolarte. —Y, estrechando el nudo del pañuelo, sus ojos centellearon como si hubiera ahogado a un enemigo—. Te aseguro —continuó, tendiendo la mano para dar más fuerza a sus palabras—, te aseguro que a despecho del tiempo que tarda en llegar va acercándose la hora de la justicia. Mira a tu alrededor, examina el rostro de los que conoces y verás el descontento y la rabia que fermentan y crecen de día en día en el corazón del pueblo oprimido. ¿Puede durar este estado? No, no; tu desaliento me inspira lástima y vergüenza.
—No lo dudo, mujer animosa y heroica —dijo el tabernero, que, en pie delante del mostrador, la cabeza baja y las manos cruzadas a la espalda, parecía un discípulo sumiso que tiembla ante su maestro—, pero está muy lejano ese día. ¿Es posible que llegue antes de nuestra muerte?
—¿Y qué más da? —exclamó madame Defarge, estrechando otro nudo como si hubiese ahogado a otro enemigo.
—En ese caso —dijo su marido, encogiéndose de hombros con una expresión en la que la queja se unía a la excusa—, en ese caso no veremos el triunfo.
—¿Y quién lo habrá preparado? —preguntó madame Defarge con firmeza—; nada de lo que hagamos quedará perdido. Creo firmemente que tomaremos parte en la victoria, pero si estuviera convencida de lo contrario y tuviera en mis manos el cuello de un aristócrata, de un noble, lo…
Y apretó los dientes e hizo otro nudo con rabia.
—Tampoco yo retrocedería ante ningún peligro —afirmó el tabernero avergonzándose, como si conociera que su mujer le acusaba de cobarde.
—Lo creo, pero necesitas estar cara a cara con tu víctima y ver la ocasión para sostener tu valor, y eso es debilidad. Saca las fuerzas de ti mismo, sean cuales sean las circunstancias, y cuando llegue el momento sé un tigre, un demonio, pero que tigre y demonio estén hasta entonces encadenados, y dispuestos siempre a atacar sin que nadie sospeche su existencia.
La tabernera descargó un golpe sobre el mostrador con el pañuelo lleno de dinero para recalcar sin duda sus palabras y, colocándoselo después debajo del brazo, manifestó con tranquilidad que era ya hora de acostarse.
Madame Defarge ocupaba a la mañana siguiente su sitio de costumbre haciendo punto con afán. Tenía al lado una rosa, a la cual dirigía de vez en cuando una mirada con aire distraído, como casi siempre, y se encontraban dispersos por el local algunos parroquianos, bebiendo o no, sentados unos y otros de pie. Hacía un calor excesivo, e innumerables moscas, que llegaban en sus peligrosas incursiones hasta los vasos puestos junto a la tabernera, encontraban la muerte en el fondo de éstos. Su desgracia no producía la menor impresión a las demás moscas, que desde fuera las miraban con suprema indiferencia, como si ellas fueran elefantes o animales muy diferentes, hasta el momento en que participaban de su desgraciada suerte. ¡Es curioso ver qué poca capacidad de reflexión tienen las moscas! Pero es probable que aquel día abrasador no reflexionaran mucho más en la corte.
Un hombre cruzó la puerta y proyectó sobre madame Defarge una sombra en la cual reconoció a un nuevo cliente. Dejó, pues, la labor en el mostrador, y antes de volver el rostro hacia el hombre que acababa de entrar, se puso la rosa en la cabeza. Esta acción no tenía nada de particular, pero desde el momento en que madame Defarge se puso aquel adorno se dejó de hablar en la taberna y todos los que se hallaban en ella fueron saliendo uno tras otro a la calle.
—¡Buenos días, señora! —dijo el nuevo parroquiano.
—¡Buenos días, caballero! —respondió madame Defarge, que, volviendo a tomar la labor, dijo para sí: «Cuarenta años, un metro ochenta y uno, pelo negro, moreno, ojos hundidos, cara larga y pálida, nariz aguileña torcida hacia la mejilla izquierda, expresión siniestra: éste es…»—. ¡Buenos días! ¿Qué deseáis tomar?
—Tened la bondad de mandar que me sirvan una copa de coñac y un vaso de agua fresca.
Madame Defarge le sirvió personalmente con la mayor amabilidad.
—Este coñac es precioso, señora.
Los licores del tabernero eran por vez primera objeto de semejante halago, pero madame Defarge sabía que la lisonja encerraba una falsedad con la que el espía quería granjearse su amistad para arrancarle un secreto. La tabernera respondió, sin embargo, que su licor podría ser bueno, pero que no era precioso, y continuó trabajando con mayor ahínco. El nuevo parroquiano la observó unos momentos, aprovechó la ocasión para examinar el local y, volviendo a mirar a la dueña, le dijo:
—Hacéis punto con mucha habilidad.
—Es efecto del hábito —respondió la tabernera.
—¡Lindo dibujo!
—¿Os gusta? —dijo ella, sonriendo.
—Es de un gusto perfecto. ¿Puede saberse a qué destináis esa faja?
—Es un pasatiempo —contestó la tabernera, mirándolo sonriente mientras sus dedos trabajaban con agilidad.
—¿No servirá para nada tan preciosa obra?
—¿Quién sabe? Es posible que más adelante sirva si la hago bien —continuó, respirando con fuerza e inclinando la cabeza con cierta coquetería—, es probable que sirva.
No podía negarse que una rosa en la cabeza de madame Defarge resultaba muy antipática en el arrabal de Saint Antoine, a juzgar por el efecto que producía. Dos hombres acababan de entrar, e iban a pedir vino cuando, al ver la flor, balbucearon, se acercaron a la puerta a ver si alguno de sus amigos venía y desaparecieron. No había ya en la taberna ninguno de los que estaban en ella antes de que madame Defarge se hubiera puesto la rosa y, aunque el espía observaba con atención, no había sorprendido entre los fugitivos ninguna señal de inteligencia; habían salido uno tras otro como distraídos y con actitud indiferente.
«“John” —pensó madame Defarge, examinando sin dejar de trabajar la hilera de puntos que acababa de hacer, y mirando al espía, murmuró para sí—: Espérate un momento y habré hecho las letras que componen tu apellido: “Barsad”».
—¿Sois casada, señora? —preguntó el inglés.
—Sí, señor.
—¿Con hijos?
—No los he tenido nunca.
—El comercio no prospera mucho, según creo.
—Va muy mal. ¡Es tan pobre el trabajador!
—¡Oh! Sí, muy pobre. ¡Se le oprime tanto… como decís con mucha razón!
—Vos lo decís —replicó la tabernera, añadiendo al nombre de Barsad algunos puntos de un dibujo particular que no presagiaban nada bueno.
—Perdonad, señora; es cierto que he sido yo quien ha proferido estas palabras, pero no he hecho más que expresar vuestra opinión, porque pensáis así.
—¡Yo! —exclamó la tabernera alzando la voz—. Mi marido y yo tenemos bastante con nuestros negocios para dedicarnos a pensar en los ajenos. Nuestra opinión, nuestras ideas, nuestra ocupación continua se reducen a saber cómo vamos a ganarnos el sustento y, como vivimos con apuros, nunca nos acordamos de las penas de los demás. Bastante hacemos con sufrir las nuestras con paciencia.
John Barsad, que había ido a la taberna a recoger las migajas que esperaba encontrar, supo reprimirse y disimular el efecto que le producía su desengaño. Su rostro siniestro cobró por el contrario una expresión risueña y, con el codo apoyado en el mostrador, continuó hablando con el tono más amable mientras se mojaba los labios con el precioso licor:
—¡Qué desgracia ha sido para todo el barrio la ejecución de Gaspar! —dijo, suspirando tristemente.
—Eso y mucho más debe esperar el que juega con puñales —respondió la tabernera—. Gaspar sabía de antemano lo que iba a perder en el juego; la puesta era crecida, no podía ignorarlo.
—Creo —dijo Barsad en voz baja y con un tono que invitaba a la confianza— que todo este barrio compadece al pobre muchacho, y que, sea esto dicho en secreto, está enojado contra los que le han hecho ahorcar.
—¿Será cierto? —dijo madame Defarge, manifestando sorpresa.
—¿Creéis que me equivoco?
—Aquí está mi marido.
En el momento en que el tabernero entró en la tienda, Barsad se llevó la mano al sombrero y le dijo sonriendo:
—¡Buenos días, Jacques!
El tabernero se paró bruscamente y miró al forastero con asombro.
—¡Buenos días, Jacques! —repitió el forastero con menos soltura, porque le imponía la mirada del tabernero.
—Me tomáis por otro, caballero —dijo éste—; me llamo Ernest Defarge.
—Lo mismo da —dijo el espía, desconcertado—, no por eso dejo de saludaros.
—Buenos días —contestó monsieur Defarge con desdén.
—Decía a la señora, con quien tenía el gusto de estar en conversación cuando entrasteis, que en todo el arrabal, y esto nada tiene de extraño, se sentía compasión y hasta cólera por la desgraciada suerte del pobre Gaspar.
—No sé nada —dijo Defarge—; nadie me ha dicho una palabra de eso.
El tabernero pasó entonces detrás del mostrador y, apoyando la mano en el respaldo de la silla de su mujer, miró al forastero que tenía delante. Barsad, que era muy hábil y astuto, conservó la actitud que había adoptado, apuró la copa, bebió lentamente un sorbo de agua y pidió otro coñac. Madame Defarge le sirvió inmediatamente, continuó trabajando, y cantó entre dientes mientras movía las agujas.
—Veo que conocéis muy a fondo el barrio, mejor que yo mismo —dijo monsieur Defarge al espía.
—No tanto —respondió Barsad—, pero no tardaré en conocerlo, porque me intereso mucho por los desgraciados que lo habitan.
—No lo dudo —dijo el tabernero.
—El placer que tengo en hablar con vos, monsieur Defarge —prosiguió el espía—, me recuerda un acontecimiento en el que tomasteis parte muy activa.
—¿Yo? —dijo Defarge con desconfianza.
—Sí, vos; he sabido que, cuando fue puesto en libertad el doctor Manette, de quien habíais sido criado en otro tiempo, os encargasteis de darle asilo.
—Es cierto —dijo el tabernero.
Un ligero movimiento del codo de su mujer, que continuaba trabajando, había indicado al tabernero la necesidad de responder a Barsad, pero con la mayor brevedad posible.
—Su hija hizo un viaje desde Inglaterra —prosiguió el espía—, y merced a vuestros cuidados pudo llevarse al doctor. ¿No la acompañaba un anciano muy pulcro que llevaba un traje de color oscuro? ¿Cómo se llama? Era un anciano sonrosado, muy formal, con una peluca muy bien peinada… ¡Ah! Ya recuerdo; se llama señor Lorry, y era un comisionado de la Banca Tellsone.
—Todo eso es exacto —confirmó monsieur Defarge.
—¡Qué recuerdos tan interesantes! —dijo Barsad—. He conocido al doctor y a su hija en Inglaterra.
—¿Y estaban bien?
—¿Cómo es eso? ¿No tenéis noticias de ellos con frecuencia? —preguntó Barsad.
—No —respondió el tabernero.
—No las tenemos nunca —dijo madame Defarge, mirando al espía—. Cuando llegaron a Londres la señorita Manette nos escribió para decirnos que no habían tenido novedad en el viaje, y recibimos después una o dos cartas; pero desde entonces han cesado completamente nuestras relaciones.
—En ese caso ignoraréis que va a casarse —dijo el espía.
—Es muy linda y hace mucho tiempo que podría estar casada —dijo la tabernera—, pero los ingleses sois tan fríos…
—¿Cómo sabéis que soy inglés?
—Os lo he conocido por el acento —explicó madame Defarge.
El espía no quedó muy satisfecho con esta observación, pero la tomó a broma y añadió después de apurar la segunda copa:
—Sí, la señorita Manette se casa, pero no se casa con un inglés; el novio es un francés que reside desde hace muchos años en Inglaterra. Y, ya que hablábamos antes de Gaspar (¡es tan cruel pensar en ese desgraciado!), ¿no es extraño que la hija del doctor se case precisamente con el sobrino del señor marqués, por el cual pendió Gaspar a tantos metros del suelo? Pues es cierto; la señorita Manette se casa con el actual marqués. Debo añadir en honor de la verdad que no hace uso de su título, y que únicamente se le conoce en Londres con el nombre de Charles Darnay. Su madre, como sabéis muy bien, de soltera se llamaba D’Aulnais.
Madame Defarge continuaba impasible con su labor, pero a su marido, por más que hacía esfuerzos para reprimirse, se le veía temblar la mano al encender la pipa, sin poder disimular su turbación. El espía era muy diestro en su oficio y no dejó de advertirlo.
Hecho este descubrimiento, Barsad pagó el gasto y se despidió de marido y mujer diciéndoles que tendría la satisfacción de verlos con frecuencia. Defarge y su mujer, temiendo que retrocediera, no cambiaron de postura hasta unos minutos después de que los hubiera dejado.
—¿Será posible? —dijo en voz baja el tabernero, sin dejar de apoyarse en la silla de su mujer, y bajando la mirada hacia ella—. ¿Crees que será verdad que se casan?
—La noticia es probablemente falsa si se considera quién nos la ha dado, pero no es imposible.
—Si fuera cierta… —dijo el tabernero.
—Si fuera cierta… ¿qué? —repitió su mujer.
—Y si la victoria ha de conseguirse antes de nuestra muerte, espero que por consideración a su esposa el destino no permita que el marqués vuelva a poner los pies en Francia.
—El destino —observó madame Defarge con su calma habitual— conducirá al marido de Lucie Manette a donde debe venir, y le impondrá la muerte que merece.
—Pero ¿no es extraño, muy extraño —dijo el tabernero, esforzándose en convencer a su mujer del capricho de la suerte—, que, con la simpatía que hemos manifestado a su padre y a ella, el nombre de su marido quede proscrito por tu propia mano y unido al de ese perro maldito que acaba de salir?
—Cuando llegue la hora, se verán cosas más extrañas aún —respondió la tabernera—. Es cierto que he puesto aquí sus dos nombres, pero no sin motivo. No necesitas saber más.
Y continuó su labor de punto después de quitarse la rosa de la cabeza.
No sabemos si los habitantes de Saint Antoine sabían por instinto cuándo cambiaba de sitio esa flor o si estaba al acecho alguno de ellos para observar el cambio, pero lo cierto es que, apenas se quitaba la rosa madame Defarge, recobraban el ánimo y la tabernera volvía a ofrecer su aspecto habitual.
Al anochecer, cuando el barrio, volviéndose como una media, se sentaba en el dintel de las puertas y en las ventanas, se arrimaba a las paredes, o se repartía por las esquinas para respirar un aire más puro, madame Defarge salió con su labor y fue de grupo en grupo hablando en voz baja, pero supliendo con el brillo de su mirada el fuego que no podía exhalar con la energía de su tono.
Todas las mujeres hacían punto pero, aunque su trabajo tenía un valor insignificante, aquella tarea mecánica les hacía olvidar el hambre; las manos se movían en vez de las mandíbulas y funcionaban en lugar del aparato digestivo. Si los dedos hubieran estado ociosos, el estómago habría alzado la voz pidiendo alimento. Al mismo tiempo que los dedos, se agitaban el pensamiento y la mirada y, mientras madame Defarge iba de un grupo a otro, los dedos y el pensamiento corrían más deprisa y eran más brillantes los ojos de las mujeres a quienes había dirigido la palabra.
Su marido estaba fumando delante de la puerta de la taberna y la contemplaba con admiración.
—¡Terrible y esforzada mujer! —murmuraba—. Su entusiasmo admira y aterra al mismo tiempo.
La noche amontonó lentamente sus sombras y se oyó el tañido de las campanas y el rumor lejano de los tambores de la guardia real, pero las mujeres continuaban haciendo punto y, después de envolverlas la oscuridad, se oía aún el choque de las agujas de acero.
Otras tinieblas no menos densas habrían de envolverlas algún otro día, cuando aquellas campanas, que entregaban su voz al viento en sus jaulas aéreas, se transformasen en cañones atronadores y el redoble del tambor ahogase los gritos y lamentos; cuando aquellas mujeres, tan envueltas en sombra que ni siquiera podrían verse a sí mismas, estarían sentadas alrededor de un armazón aún sin construir haciendo punto y más punto, y contando las cabezas que cortaría el verdugo.