Historia de dos ciudades

IV. Calma en medio de la tormenta

IV

Calma en medio de la tormenta

El doctor Manette estuvo cuatro días ausente. Muchas de las cosas que habían ocurrido en este espantoso lapso no llegaron al conocimiento de Lucie, y le fueron tan bien ocultadas que no sería hasta mucho más tarde, ya lejos de Francia, cuando se enteró de que mil cien presos indefensos de los dos sexos y de todas las edades habían sido asesinados por el populacho; de que cuatro días y cuatro noches habían sido oscurecidos por estas horribles hazañas; y de que el aire que respiraba estaba contaminado por la matanza. Lo único que supo fue que los presos habían sido atacados, que todos los políticos habían corrido peligro, y que algunos de ellos habían caído en manos de las masas, que los mataron.

Después de obtener del señor Lorry la innecesaria promesa de guardar el secreto, el doctor le contó a su amigo que la multitud que lo había conducido desde el palacio a La Force lo había llevado ante una auténtica carnicería; que había encontrado allí un tribunal que juzgaba por su propia autoridad, y que los acusados comparecían uno tras otro ante los jueces, los cuales, después de un breve interrogatorio, daban orden de poner en libertad al preso o de matarlo, o bien, lo que era más raro, de devolverlo a su calabozo. Presentado a ese tribunal por los que lo habían acompañado, el doctor Manette había declarado su nombre, su título y su cualidad de antiguo preso de la Bastilla, donde había pasado dieciocho años sin previa formación de causa. Uno de los miembros del tribunal popular había confirmado esas palabras, y en ese juez improvisado había reconocido el doctor al ciudadano Defarge.

Después de compulsar los registros que había sobre la mesa, el antiguo preso se cercioró de que su yerno no hubiera sido ejecutado y abogó con entusiasmo por él delante del tribunal; los jueces, algunos dormidos y otros despiertos, algunos en ayunas y otros ebrios, algunos limpios y otros manchados de sangre, lo escucharon con benevolencia y, en medio de los arrebatos de entusiasmo que había desatado como mártir del sistema derrocado, se accedió a su demanda, a saber: que el preso Evrémonde fuera presentado ante el tribunal para ser interrogado inmediatamente. Charles Darnay había sido declarado inocente e iba a recobrar la libertad cuando, por una circunstancia inexplicable, se detuvo de pronto la corriente que estaba en favor del preso. Los individuos del tribunal se habían reunido en conferencia secreta, y el que presidía anunció al doctor que era imposible poner en libertad al acusado, pero que, en consideración a los méritos de su suegro, se le declaraba inviolable. Y, a una seña del presidente, condujeron otra vez a Charles a su calabozo. El doctor solicitó entonces el favor de velar por su yerno, para cerciorarse personalmente de que por una equivocación no fuera entregado a los verdugos, cuyos alaridos de furia se oían desde el salón y se confundían con la voz de los jueces. Y, habiendo obtenido lo que pedía, se había visto obligado a no salir de aquel edificio manchado de sangre hasta que pasó el peligro.

Las escenas espantosas de que el doctor fue testigo durante aquellos tres días, en los que apenas tomó alimento ni pudo dormir ni un instante, no se describirán aquí. Cuando se restableció el orden, la loca alegría de los presos que se habían salvado asombró casi tanto al doctor como la locura y la ira que se habían apoderado de los que yacían en el sueño eterno. Entre otras cosas que lo sorprendieron, contó al señor Lorry que un preso, restituido a la libertad, había sido herido por equivocación de una puñalada al salir de la cárcel, y que, habiendo sido llamado él, como médico, para asistir a aquel desgraciado, lo había encontrado en los brazos de un grupo de samaritanos sentados sobre un montón de sus víctimas. Con una inconsecuencia no menos extraordinaria que todos los actos de aquella abominable pesadilla, lo habían ayudado a la cura prodigando los más tiernos cuidados al herido y, mandando traer una litera, lo habían colocado en ella con precauciones infinitas para trasladarlo a un lugar seguro rodeado de una solícita escolta. Aquellos hombres frenéticos volvieron entonces a empuñar las armas, y continuaron la matanza con tanta ferocidad que el doctor había llegado a desmayarse en medio de un charco de sangre.

Mientras escuchaba estos horribles detalles, el señor Lorry pensó con un escalofrío que semejantes pruebas podían conmover nuevamente las facultades intelectuales de su amigo. Sin embargo, el doctor, a pesar de sus sesenta y dos años, no le había parecido nunca dotado de tanta energía física ni de tanta fuerza moral. En efecto, éste pensaba por vez primera en su antiguo martirio para felicitarse por él, y no deploraba ya aquella época de padecimientos en la que había forjado la palanca que abriría la cárcel de Charles y le permitiría salvar al marido de su hija.

—Ya veis —dijo— cómo debían servirme algún día mis desgracias, y que no era todo desastre y ruina en el pobre zapatero. Mi hija adorada me restituyó a la vida y a la razón, y yo le restituiré ahora la parte más querida de su ser. Estad seguro, amigo mío, de que lo conseguiré.

El señor Lorry, al ver su mirada firme, sus facciones tranquilas y su actitud resuelta, no pudo menos de creer lo que decía aquel hombre cuya vida parecía haberse parado como el movimiento de un reloj y que recobraba de pronto su primitiva actividad.

Mayores dificultades tendría ahora que combatir el doctor, y todas cederían ante sus esfuerzos constantes. Mientras ejercía la medicina y prestaba sus cuidados a los que los reclamaban, libres o cautivos, ricos o pobres, inocentes o culpables, el doctor Manette empleó con tal acierto su influencia que no tardó en conseguir la plaza de médico inspector de tres cárceles, una de las cuales era La Force. Pudo entonces anunciar a su hija que Charles había salido del calabozo y se encontraba con los presos en la sala común. Cada ocho días, al pasar la visita, veía a su yerno y enviaba a Lucie algún dulce mensaje del preso. Algunas veces la pobre joven recibía una carta por conducto de su padre, pero no se le permitía contestar a esas líneas preciosas, porque de todos los presos de quienes se sospechaba que conspiraban contra el pueblo, los emigrados eran los que encendían más vivamente la ira de los patriotas, especialmente aquellos a quienes se acusaba de tener correspondencia, con sus amigos, o sus familias.

Es verdad que el nuevo género de vida del doctor no estaba exento de inquietud y de fatiga, pero, lejos de desanimarse, desplegaba mayor fuerza y valor; y el buen señor Lorry creyó descubrir que en los sentimientos que sostenían a su amigo predominaba un noble orgullo, digno a la par que puro, que le parecía muy natural y cuyos efectos inesperados observaba con alegría. El doctor sabía que hasta entonces el recuerdo de su cautiverio se asociaba en el ánimo de su hija y de su amigo al doloroso estado en que lo había sumido la cárcel, pero ahora se creía por el contrario revestido, gracias a sus antiguas desgracias, de una fuerza que constituía toda su esperanza. Exaltado por este cambio de papeles que le hacía a su vez protector de los que habían sostenido su debilidad, marchaba con paso firme e infundía a los demás la confianza que tenía en sí mismo. Él era, pues, quien consolaba y alentaba a su hija, quien la salvaba de la desesperación, y sentía tanto orgullo como alegría al prestar un servicio a cambio de los que ella le había ofrecido en otro tiempo. «Es muy curioso lo que veo —pensaba el señor Lorry—; sin embargo, es muy justo. Conducíos y obrad como mejor os parezca, querido doctor, porque ahora la iniciativa es vuestra».

Pero, a pesar de todos sus esfuerzos y de toda su perseverancia, el doctor Manette no fue capaz de conseguir la libertad de Charles, ni de que su proceso siguiese los trámites regulares: el ritmo de los sucesos era demasiado rápido y poderoso para que fuera fácil dominarlo. Empezaba la nueva era: el rey había sido procesado, condenado y decapitado; y la República de la Libertad, la Igualdad, la Fraternidad, o la Muerte, se levantaba para vencer o morir contra el mundo en armas. La bandera negra ondeaba en las torres de Notre-Dame, y trescientos mil hombres llamados contra los tiranos salían de todos los puntos de Francia, como si los dientes del dragón de la fábula, sembrados a manos llenas, hubieran igualmente fructificado en las aldeas, al sol ardiente del mediodía y bajo el cielo nebuloso del norte, en los bosques y en las llanuras, entre las viñas y los olivares, en las praderas y las chozas, en las fértiles orillas de los ríos y en la arena de las playas. ¿Qué interés particular era bastante fuerte para hacerse oír en medio de ese alzamiento general, de ese diluvio procedente de la tierra y no del cielo, cuyas puertas estaban cerradas?

No había vacilación, piedad ni reposo. El tiempo no existía ya; los días y las noches podían girar en su círculo ordinario y traer como siempre la mañana y la tarde, pero no se contaban ya las horas y se había perdido la medida del tiempo en medio de la fiebre ardiente que se apoderaba de todo un pueblo. De pronto, rompiendo el silencio insólito de la ciudad, el verdugo enseñó la cabeza del rey a los ojos de la multitud, y pareció que casi al momento exhibía también la hermosa cabeza de la reina, cuyos cabellos habían encanecido ocho meses de viudez y de miseria.

Y, sin embargo, en virtud de una ley cuyos efectos contradictorios se observan en semejantes casos, el tiempo adquiría una duración tanto mayor cuanto más rápida parecía su fuga. Un tribunal revolucionario en París; cuarenta o cincuenta mil comités revolucionarios esparcidos por toda la superficie del territorio; una ley de sospechosos que amenazaba la libertad y la vida de todos y entregaba la inocencia y la honradez a merced del furor y del crimen; las cárceles atestadas de individuos inocentes cuyas quejas no eran oídas: tal era el orden de cosas vigente, y su aplicación parecía antigua aunque apenas contara con algunos meses de existencia. Finalmente, dominándolo todo, una horrible figura desconocida hasta hacía poco, era tan familiar a todas las miradas como si hubiese existido desde la creación del mundo: la figura de una mujer afilada llamada Guillotina.

La guillotina servía de tema a los chistes populares: era el remedio más eficaz para curar el dolor de cabeza, un cosmético infalible contra las canas, el barbero que afeitaba con más destreza, y el que abrazaba la guillotina, miraba por la ventana y después estornudaba en el saco. Había llegado a ser el signo de la redención humana y reemplazaba al crucifijo; pequeños modelos de este instrumento liberador adornaban los pechos, de donde había desaparecido la cruz, y se le rendían los homenajes que se negaban a Jesucristo.

Derramó tanta sangre que el terreno que la sostenía se empapó y se pudrió la madera, y cuando cayó a pedazos como el juguete del hijo del demonio, fue reconstruida y colocada de nuevo en su sitio cuando la ocasión lo requería. Continuó su obra sangrienta sin consideración a la elocuencia, al poder, a la virtud ni a la hermosura, y veintidós amigos que merecían el aprecio público, veintiún vivos y un muerto fueron decapitados una mañana a razón de minuto por cabeza. El nombre del hombre fuerte del Antiguo Testamento se había posado sobre el funcionario que la manejaba, pero éste era más fuerte que su antiguo homónimo y no menos ciego, pues destruía todos los días las columnas del templo cuyos restos esparcía.

En medio de esos actos sanguinarios y del terror que por todas partes infundía, el doctor Manette seguía su marcha sin desfallecer, confiando en su fuerza, y sin dudar un solo instante de la influencia que debía salvar al marido de su hija. Quince meses habían transcurrido desde su primer esfuerzo, quince meses de lucha inútil sin que asomase en su alma el desaliento. La rabia de los verdugos había llegado a ser tan violenta, y tan perverso su delirio, que en el mes de diciembre más de un río del sur se inundó de cadáveres ahogados, y en muchos sitios los presos, formados en fila o en cuadro, caían bajo las balas. El doctor conservaba, sin embargo, su firmeza. Nadie era más conocido en París, ni nadie se había creado una posición más extraña. Humano y silencioso, indispensable en la cárcel como en el hospital, y haciendo uso de su ciencia en beneficio de los asesinos lo mismo que de las víctimas, era un hombre extraordinario. Su título de antiguo preso de la Bastilla hacía de él un ser excepcional que podía ir a todas partes; nadie le preguntaba; era visto como un hombre que hubiera vivido entre los muertos y que, al volver del otro mundo, fuera un puro espíritu errante por la tierra.

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