Historia de dos ciudades

XI. Penumbra

XI

Penumbra

Lucie agachó la cabeza al oír la sentencia, como herida de un golpe mortal, pero no expresó la menor queja, y la voz interior que le decía que sostuviera a su marido en aquella última prueba tuvo tanta fuerza que volvió a alzar inmediatamente la mirada para consolarlo.

Los miembros del tribunal, que tenían que tomar parte en una demostración patriótica, aplazaron para el día siguiente las causas que quedaban pendientes de fallo y la multitud salió con algaraza y griterío. Lucie, cuando se quedó sola delante del estrado de los acusados, tendió los brazos a su marido, levantando hacia él sus ojos llenos de amor.

—¡Si pudiera abrazarlo por última vez! —exclamó—. ¡Tened piedad de nosotros, buenos ciudadanos!

Solo quedaban en la sala el carcelero, John Barsad y los cuatro hombres que el día anterior habían ido a prender a Charles Darnay.

—Concedámosle lo que desea —dijo el espía—, será cosa de un momento.

Los demás hicieron un gesto afirmativo, ayudaron a la joven a saltar sobre los bancos del pretorio y la condujeron a un sitio donde el reo pudo estrecharla en sus brazos.

—¡Adiós, amor mío, adiós! Mi último pensamiento será para ti, mi último suspiro para bendecirte. No te inquietes, nos volveremos a ver donde reciben consuelo los desgraciados.

—Tengo fuerza para resistirlo todo, Charles; Dios me sostiene. Tengo valor; no sufras por mí, no te entristezcas. Tu bendición para nuestra hija.

—Bendícela de mi parte; le darás un beso de parte de su padre y le dirás adiós por mí.

—¡Charles!… ¡Oh! No… aún no.

Charles se desprendió de sus brazos.

—No estaremos mucho tiempo separados —dijo Lucie—; sé que mi corazón morirá y que pronto me reuniré contigo; pero cumpliré con mi deber hasta el fin y, cuando haya de separarme de nuestra hija, Dios le dará amigos, como me los ha dado a mí.

Su padre, que la había seguido, iba a arrodillarse delante de ellos, pero Darnay tendió la mano exclamando:

—¡No… no! ¿Qué habéis hecho de que debáis acusaros? Ahora sabemos la lucha que habéis sostenido, conocemos lo que debisteis de sufrir cuando descubristeis el nombre de mi familia, y comprendemos la antipatía instintiva que sentíais en un principio y que vencisteis. Os damos las gracias de todo corazón y os amamos como nunca. ¡Dios os guarde y proteja!

En vez de contestar, el antiguo preso de la Bastilla se llevó las manos a las canas y se las mesó con un grito de dolor.

—Tenía que suceder: ¿por qué nos extrañamos? —repuso Darnay—. Todo ha contribuido a este triste resultado. Los vanos esfuerzos para cumplir el último deseo de mi madre me llevaron hasta vos; pero el bien no podía salir del mal, y semejantes premisas no podían conducir a conclusión más feliz. Consolaos y perdonadme por lo que habéis padecido.

Se llevaron a Charles, y su mujer lo miró con las manos cruzadas mientras se alejaba dirigiéndole una sonrisa consoladora. Cuando lo vio desaparecer, apoyó su frente en el pecho de su padre, quiso hablar y cayó desmayada.

Sydney Carton corrió a levantarla desde el ángulo de la sala donde estaba oculto. Se estremeció y tembló su mano al sostener aquella hermosa cabeza destruida por el dolor, pero con la profunda compasión que se plasmaba en su rostro se mezcló un rayo de alegría y de orgullo.

«¿La llevaré? —pensó—. Nunca he sentido el peso de su cuerpo».

La cogió en brazos y la dejó con cuidado en los almohadones del coche. El doctor y el señor Lorry se colocaron a su lado, y Sydney subió al pescante y se sentó al lado del cochero.

Al llegar a la puerta de la casa, adonde la noche anterior había vuelto en medio de la oscuridad para seguir la huella de sus pasos adorados, la sacó del carruaje y la llevó a su alcoba, donde su hija y la señorita Pross la cubrieron de lágrimas y caricias.

—Dejadla —dijo—, no la despertéis de su letargo; está mejor así sin sentir la realidad del dolor.

—Querido Carton —dijo la niña, arrojándose en sus brazos—, ¿has venido de Londres para consolar a mamá y salvar a papá? Mírala, querido Carton; tú que tanto la amas, impedirás que sea desgraciada.

Carton alzó a la niña, juntó con las rosadas mejillas de aquel ángel hermoso las suyas marchitas, y miró a Lucie, que continuaba sin movimiento.

Antes de salir se detuvo y dijo:

—Antes de irme… ¿no podré besarla?

Recuerdan haberle oído murmurar algunas palabras cuando se inclinó para abrazarla y besarla en la frente. La niña contaría luego, como en su vejez contaría a los hijos de su hija, que le había oído decir estas palabras: «Por una vida que os es tan querida».

Al salir de la alcoba se encontró de pronto con el señor Lorry y con el doctor:

—Vuestra influencia fue ayer poderosa —le dijo—, ensayadla hoy también. Os aprecian los jueces, y todas las personas de importancia agradecen vuestros servicios.

—Las circunstancias no son ya las mismas; ayer sabía lo que iba a suceder, y tenía la certeza de salvarlo —respondió el doctor Manette con lentitud y con una expresión que revelaba su temor.

—No cejéis por eso. De aquí a mañana queda poco tiempo, pero esto es un motivo más para emplearlo bien.

—Ésa es mi intención; no cejaré hasta hacer todo lo que pueda.

—Muy bien, la energía puede acometer grandes empresas. Bien es verdad, sin embargo… —añadió exhalando un suspiro—, pero qué más da, hay que intentarlo. Por poco valor que tenga esta vida cuando se ha hecho de ella mal uso, vale no obstante la pena defenderla, porque cuesta abandonarla.

—Voy a salir —dijo el doctor Manette—; veré al presidente, a los jueces, al fiscal; veré a otros, escribiré… Pero hoy hay fiesta nacional, y todo el mundo estará fuera de casa y no encontraré a nadie hasta la tarde.

—No os desesperéis. El caso es tan grave que ese contratiempo no os quita muchas probabilidades. Vendré no obstante a saber el resultado de vuestras visitas. ¿A qué hora creéis que habréis visto a todos vuestros amigos?

—Una hora o dos después de anochecer.

—Se hace de noche a las cuatro: de modo que, si voy a casa del señor Lorry entre las ocho y las nueve, sabré lo que habéis conseguido, ya por vos mismo, ya por conducto de nuestro amigo.

—Es probable.

—¡Ojalá la muerte os favorezca!

El señor Lorry acompañó a Sydney hasta la puerta, y le dijo poniéndole la mano en el hombro:

—Ya no tengo esperanzas.

—Ni yo tampoco.

—Suponiendo que los magistrados y los jueces de la municipalidad le sean favorables, lo cual es una suposición gratuita, porque ¿qué es para ellos la vida de un hombre?, no creo que tengan valor para salvarlo después de los aplausos con que la multitud ha recibido la sentencia.

—Soy de la misma opinión. Me ha parecido oír la caída de la cuchilla en sus aclamaciones.

El señor Lorry se apoyó en la aldaba de la puerta.

—No os dejéis abatir —dijo Carton con dulzura—; he animado al doctor Manette a dar esos pasos porque eso será un consuelo para su hija. Si se declarase vencido, Lucie diría que no se ha hecho ningún esfuerzo para salvarlo y esta convicción turbaría tal vez su reposo.

—Es verdad —repuso el anciano, enjugándose los ojos—, pero morirá; no me queda ninguna esperanza.

—Ninguna —dijo maquinalmente Carton.

Y bajó la escalera con paso firme.

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