Historia de dos ciudades

V. El chacal

V

El chacal

En aquellos tiempos la mayor parte de los hombres bebía tanto, y ha habido en este punto un progreso tan notable en las costumbres, que cualquiera que citase en nuestros días la cantidad de licor que tragaba entonces un caballero sin perder por ello su reputación de hombre bien educado pasaría por ser un tipo ridículo y exagerado. La abogacía no se quedaba rezagada en estos hábitos báquicos en los que destacaban las demás profesiones de letras, y el mismo señor Stryver, que había recorrido ya un camino inmenso dirigido a una clientela tan lucrativa como numerosa, rivalizaba con los expertos más célebres, ya se tratara de apurar botellas, ya de vencer las dificultades de un litigio. Muy bien visto en el tribunal criminal, y todavía más en los tribunales civiles, el señor Stryver empezaba a subir con prudencia los escalones superiores de la escalera que había elegido subir. No solo Old Bailey, sino la Sala de la Corte del Rey tendían los brazos a su favorito, y se le veía llegar hasta el juez supremo, esto es, hasta el monarca, y asomar sobre una masa de pelucas su rostro rubicundo, que se inclinaba como un girasol hacia el astro esplendente del día.

Se había advertido en el foro que, si el señor Stryver estaba dotado de fácil elocuencia, de carácter poco escrupuloso y de un espíritu audaz y acertado en las réplicas, carecía sin embargo de la facultad de combinar los hechos y de sacar de ellos la esencia, que es uno de los dones indispensables para un abogado. Pero hacía algún tiempo que había dado a este respecto un paso inmenso: cuantos más asuntos tenía, con mayor profundidad parecía calar en los puntos fundamentales, y lo hacía con una penetración que hasta entonces se le había negado. Aunque hubiera pasado la noche rodeado de botellas y en el desorden de una orgía, al día siguiente tenía la causa en la punta de los dedos y sabía recurrir a medios de ataque o de defensa tan imprevistos como invencibles.

Sydney Carton, el hombre perezoso por excelencia, el que menos prometía en el foro, era el aliado, el amigo inseparable del señor Stryver, y con lo que bebían juntos desde el día de San Hilario hasta el día de San Miguel se habría podido poner a flote un navío de tres puentes. El distinguido abogado no trabajaba nunca sin que estuviese presente su amigo Carton con las manos en los bolsillos y los ojos fijos en el suelo o en el techo. Recorrían los dos los mismos «circuitos», se entregaban en provincias a las mismas orgías que en Londres, y las prolongaban tanto que muchos decían haber visto entrar en su casa a Carton al amanecer con paso furtivo y vacilante como un gato que vuelve de sus galantes aventuras. En una palabra, empezaba a cundir el rumor, entre los que se interesaban en el asunto, de que si Carton no era un león, podía considerársele cuando menos un chacal al lado del señor Stryver.

—¡Las diez! —gritó el mozo de la fonda al que Carton había encargado que le despertara.

—¿Qué quieres? —preguntó el abogado, entreabriendo los ojos.

—Vengo a deciros que son las diez.

—¿Las diez de la noche?

—Sí, señor. Me habíais encargado que os despertara.

—¡Muy bien! ¡Muy bien! Me acuerdo.

Después de hacer algunos esfuerzos para volver a dormirse, esfuerzos que el mozo de la fonda combatió con destreza atizando el fuego y haciendo ruido con las tenazas, Carton se levantó, se puso el sombrero y salió.

Se dirigió a Temple Bar, recorrió dos veces la acera del paseo para despejarse y fue a llamar a la puerta del despacho del señor Stryver.

El escribiente del célebre abogado, que nunca asistía a estas conferencias nocturnas, se había retirado a su casa, y el mismo Stryver abrió la puerta a su colega. Llevaba una bata muy ancha y babuchas, se había quitado la corbata y la peluca para estar más cómodo, y sus ojos tenían ese brillo que se observa en todos los buenos bebedores y, a despecho de los artificios del arte, en todos los retratos de los siglos báquicos.

—Te has atrasado, señor Memoria —dijo el abogado.

—Un cuarto de hora —respondió Sydney.

Entraron en un aposento ahumado en el que las paredes desaparecían detrás de montones de libros y el escritorio, bajo legajos inmensos. Humeaba una vasija de hierro al lado de la chimenea, donde ardía un buen fuego, y se veía cerca del escritorio una mesa cargada de botellas de vino, aguardiente y ron, de azúcar y de limones.

—Veo que has apurado tu correspondiente botella, Sydney —dijo el abogado.

—Tienes mal ojo —respondió Carton—, porque he bebido dos. He cenado con el cliente de hoy, o más bien he mirado cómo cenaba, lo cual en el fondo es lo mismo.

—Has tenido una idea muy singular en la sala, Sydney.

—¿Cuál?

—La de hacerte comparar con el acusado. ¿Cómo se te ha ocurrido? ¿Cuándo has reparado en tu semejanza con el señor Darnay?

—Me ha parecido un buen mozo, y he pensado que yo habría sido como él si me hubiera favorecido la fortuna.

—Tú y la fortuna habéis estado siempre reñidos, pobre amigo mío —dijo Stryver, riéndose hasta el punto de dar tormento a su vientre precoz—. Pero dejemos las conversaciones ociosas y ¡manos a la obra!

El chacal se quitó la casaca y la corbata con gesto sombrío, entró en un aposento de al lado, de donde sacó un jarrón de agua, un barreño y dos toallas, empapó éstas en agua, las retorció ligeramente, se las puso en la cabeza a guisa de turbante y se sentó junto a la mesa diciéndole a su colega:

—Empecemos.

—No hay mucho trabajo —dijo Stryver, con tono jovial, registrando los legajos de procesos.

—¿Cuántas causas?

—Dos solamente.

—Dame primero la más difícil.

—Elige, aquí están, Sydney; haz lo que quieras, pero no te detengas y despliega todo tu talento.

Después de pronunciar estas palabras con tono decisivo, el león se reclinó sobre un sofá, con las botellas a mano, mientras el chacal se sentaba delante de un mal escritorio, desde el cual podía alargar también su mano hasta las botellas que había sobre la mesa. Los dos amigos bebían continuamente, pero desplegaban figuras distintas en sus movimientos. El león, reclinado con indolencia y con una mano en la cintura, contemplaba el fuego de la chimenea y hojeaba de vez en cuando el proceso, y el chacal, con el ceño fruncido y el rostro atento, estaba tan profundamente absorto en su tarea que sus ojos no seguían siquiera la mano que alargaba para tomar el vaso. Cuando el trabajo ofrecía alguna dificultad, Sydney se levantaba para empapar nuevamente las toallas, y continuaba trabajando con su turbante, con una pinta que resultaba aún más excéntrica al lado de la gravedad del abogado.

Habiendo terminado por fin de preparar la comida del amo, el chacal se dispuso a servírsela, y el león se dignó tender la mano para recibir lo que le presentaban, eligió lo que le pareció conveniente y discutió su mérito siempre con el auxilio de su humildísimo servidor.

Entonces volvió a recostarse el león con ademán meditabundo. El chacal sacó nuevas fuerzas con un vaso de oporto, volvió a empapar las toallas y se ocupó de los ingredientes de una segunda comida. Esta nueva presa fue servida del mismo modo que la anterior y, cuando estuvo completamente aderezada, se oyeron las tres en los relojes de la ciudad.

—Hemos terminado el trabajo —dijo Stryver—; ya puedes hacer el ponche.

Sydney se quitó las toallas que le cubrían la cabeza, se desperezó, bostezó y procedió a la operación que se le había ordenado.

—¿Sabes, Sydney, que estuviste muy acertado en tus pronósticos sobre los testigos de la acusación? Les hicieron todas las preguntas que habías previsto.

—¿No sucede acaso lo mismo todos los días?

—No digo lo contrario. Pero ¿qué tienes? Apaga en el ponche tu mal humor.

El chacal obedeció gruñendo.

—Siempre serás el mismo, el antiguo Sydney del colegio Shrewsbury —continuó Stryver, contemplando a su amigo—, hoy elevado hasta el quinto cielo, y mañana hundido en el cieno, radiante al amanecer y por la tarde desesperado.

—Sí; siempre el mismo y siempre con igual suerte —respondió Carton con amargura—. En aquellos felices años de mi juventud cumplía ya con los deberes de los demás y olvidaba los míos.

—¿Por qué?

—Sólo Dios lo sabe; era sin duda mi destino.

Tenía las manos en los bolsillos, las piernas estiradas y miraba el fuego distraídamente.

—Carton —le dijo su abogado, poniéndose delante de él con aire de importancia, como si la boca ardiente de la chimenea hubiese sido el horno donde se forjaran los sostenidos esfuerzos que daban el triunfo, y como si el antiguo compañero de Shrewsbury no tuviera otra cosa que hacer que activar su llama—, tu destino, Carton, ha sido y será siempre cojo. No tienes ni energía ni aplicación al trabajo. Mírame y procura imitarme.

Sydney prorrumpió en una estrepitosa carcajada y le dijo:

—¿Te has vuelto moralista?

—¿Cómo he llegado a ser lo que soy? —continuó Stryver en el mismo tono—. ¿Cómo he ascendido a la altura que ocupo en el foro?

—Pagándome para que te ayude, o más bien para que haga todo tu trabajo —respondió Carton—. Pero esto no te autoriza a sermonearme con ese aire de gravedad tan solemne. Tienes audacia para escalar el puesto que te conviene, de lo cual resulta que tú estás siempre delante y yo detrás; a esto se reduce todo.

—Es cierto que ocupo el puesto principal, pero ¿no he tenido que conquistarlo? Y, por otra parte, ¿no nací para ser el primero?

—Ignoro quién te dio esa prerrogativa —dijo Carton—, pero sé que antes de ir al colegio habías elegido ya tu puesto y yo el mío, y que desde entonces cada cual ha conservado el suyo. Hasta en París, cuando vivíamos en el barrio latino esforzándonos en adquirir algunas nociones de francés, de derecho civil, etc., de lo cual, dicho sea de paso, no sacaste gran provecho, tú estabas siempre en todas partes y yo en ninguna.

—¿Quién tiene la culpa?

—Por cierto que la culpa es tuya.

—¡Mía!

—Sí. Estabas constantemente preocupado por abrirte camino, y dispuesto siempre a conducir y atropellar, a dar empujones y codazos. Acaparabas el movimiento, y a mí no me quedaba más que el reposo. Pero es triste recordar el pasado cuando va a hacerse de día; antes de que me vaya da otro rumbo a mis pensamientos.

—Con mucho gusto, Sydney. ¡Bebamos a la salud de la hermosa Lucie Manette! ¿Tienes otra perspectiva más grata?

Era indudable que no, porque su rostro se puso aún más sombrío.

—¡Brindemos por la encantadora hija del doctor!

—¡Hermosa… encantadora!

—¿No lo es?

—No.

—¡Qué gusto tan estragado! Ha sido la admiración de todo el tribunal.

—¡Excelentes jueces de la belleza! ¿Quién ha reconocido nunca la competencia de Old Bailey en esa materia? Lucie Manette es una muñeca con cabellos de oro.

—Pues bien, Sydney —replicó Stryver, con una mirada penetrante—, me había parecido que te causaba una profunda impresión esa muñeca de cabellos de oro, y hasta pareció que habías manifestado con ella una solicitud impropia de tu carácter.

—Cuando una joven, muñeca o no, se desmaya a dos pasos de distancia, no se necesitan telescopios para verlo. Pero no quiero disipar tu ilusión y voy a brindar por ella, aunque insisto formalmente en negar que sea hermosa. Y se acabó el beber, porque me voy a acostar. ¡Adiós!

Cuando Carton salió de casa de su amigo Stryver, la luz del día entraba en la escalera a través de los cristales empañados, y el aire era en la calle frío, glacial; el cielo estaba triste y encapotado, el agua del río, densa y negruzca, y la ciudad silenciosa, y sombría. Nubes de polvo corrían formando remolinos, azotadas por el viento de marzo, como si el África hubiera enviado sus mares de arena a inundar la ciudad dormida.

Solo en medio de aquel desierto, y llevando en su interior el vacío que habían dejado tantas fuerzas perdidas, Carton se paró un momento creyendo ver ante sus ojos un hermoso paisaje donde brillaban el amor al bien, el olvido de las penas, la perseverancia, la dignidad y el noble uso del alma y del corazón. En esa visión esplendorosa le hacían reverencias los amores y las gracias desde las hermosas columnatas de aire del templo de la felicidad, y le enseñaban los jardines donde maduraban los frutos de la vida y donde de la esperanza brotaban fuentes cristalinas y murmurantes.

Un instante después desapareció la visión y Carton entró en su casa, en medio de una serie de edificios sombríos. Subió a su habitación, y se acostó vestido, regando el lecho con lágrimas tan amargas como inútiles. El sol asomaba tristemente en el seno de la niebla, y el objeto más doloroso que alumbró fue aquel hombre dotado de facultades intelectuales sólidas y brillantes, lleno de sentimientos generosos y susceptible de emociones vivas y puras, pero incapaz de dirigir su talento, de bastarse a sí mismo o de hacer nada por su propia felicidad, y que lloraba su existencia perdida, la existencia que entregaba como pasto a los demás, que, como fieras, la devoraban.

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