Historia de dos ciudades

IX. La cabeza de Medusa

IX

La cabeza de Medusa

El castillo del señor marqués era una gran mole con un inmenso patio de piedra en la entrada, en el que se juntaban dos anchas escalinatas de piedra en forma de herradura sobre un terrado de piedra donde se abría la puerta principal. Un conjunto realmente pétreo, con gruesas balaustradas de piedra, y urnas de piedra, y flores de piedra, y rostros humanos de piedra, y cabezas de león de piedra, en todas partes. Se había dicho que a finales del siglo , en el momento de terminarse el edificio, la cabeza de Medusa había paseado sobre él su mirada.

El señor marqués subió los anchos escalones que conducían al terrado, precedido de una antorcha que disipaba las tinieblas con luz suficiente para arrancar las quejas de un búho albergado bajo el vetusto techo de una antigua cochera. El aire estaba tan quieto que ni siquiera agitaba la llama que alumbraba al señor marqués ni la que le esperaba a la puerta del castillo. A excepción de la voz del búho y del murmullo de una fuente que vertía sus aguas en un pilón de piedra, nada se oía en el castillo. Era una de esas noches tenebrosas que cortan el aliento y exhalan de vez en cuando un suspiro que sofoca al instante el silencio. La enorme puerta se abrió rechinando y el señor marqués se encontró en un gran salón con las paredes cubiertas de antiguos venablos, de macizas espadas, de un sinfín de cuchillos de caza, y de algunos látigos de correa que más de un aldeano había sufrido en sus carnes antes de ir a reunirse con la muerte, su única bienhechora. Evitando los salones donde no había luz, el señor marqués se dirigió al primer piso, cruzó una puerta que daba a un corredor y entró en sus aposentos privados, constituidos por su alcoba y dos habitaciones más: habitaciones de altos techos abovedados, suelos sin alfombras, grandes perros frente a las chimeneas donde ardía la leña en invierno, y todos los lujos que convenían a un marqués de un siglo y de un país de lujo. La moda del penúltimo Luis, de la dinastía que nunca iba a extinguirse —Luis XIV—, era ubicua en el rico mobiliario, pero estaba diversificada en un sinfín de objetos que eran ilustraciones de las antiguas páginas de la historia de Francia.

Había una mesa con dos cubiertos en la última sala, una pequeña rotonda emplazada en uno de los torreones de tejado piramidal que se alzaban en los cuatro ángulos del castillo. La ventana estaba abierta, pero cerradas las persianas, y la noche era visible únicamente por las líneas negras que alternaban con los verdes listones.

—Mi sobrino —dijo el señor marqués contemplando los preparativos de la cena—; me han dicho que no ha llegado.

No había llegado, aunque se le esperaba con el señor marqués.

—No es probable que venga esta noche. Dejad, sin embargo, su cubierto. Cenaré dentro de veinte minutos.

Apenas habían transcurrido los veinte minutos cuando el señor marqués se sentaba delante de una cena delicada y suntuosamente servida. Acababan de llevarse el primer plato, y tenía en la mano el vaso de vino de Burdeos pero, en vez de llevárselo a los labios, volvió a dejarlo en la mesa.

—¿Qué ruido es ése? —preguntó, mirando la ventana que tenía enfrente.

—¿Dónde, señor?

—Abre las persianas.

El criado ejecutó la orden.

—¿Quién anda por ahí?

—Señor, no veo nada… nada más que la sombra y los árboles.

—Bien, cierra.

El criado cerró las persianas y el señor marqués continuó cenando. Estaba en el asado cuando volvió a interrumpirse con el vaso en la mano al oír el ruido de un carruaje.

—Pregunta quién llega —dijo al criado.

Era el sobrino del marqués. Había hecho todos los esfuerzos posibles para alcanzar el coche de su tío, pero no había podido llegar a la aldea hasta el momento en que el señor marqués entraba en el castillo.

—Señor —le dijo un lacayo—, la cena está dispuesta y vuestro tío os espera.

Pocos instantes después el sobrino del señor marqués entraba en la sala circular. En Inglaterra llevaba el nombre de Charles Darnay.

El señor marqués le recibió con cortesía, pero no le ofreció la mano.

—¿Partisteis ayer de París? —preguntó el joven sentándose a la mesa.

—Ayer por la mañana. ¿Y vos, caballero?

—He venido directamente.

—¿De Londres?

—Sí, señor.

—Mucho habéis tardado —dijo el señor marqués, sonriendo.

—Por el contrario: apenas me he detenido una hora.

—No hablo del tiempo que habéis empleado en el viaje, sino del que habéis tardado en emprenderlo.

—Me han retenido… diversos negocios —respondió el joven, vacilando.

—Me lo figuro —repuso el marqués con amabilidad.

No hablaron más mientras estuvo presente el criado pero, cuando se quedaron solos después de tomar el café, Charles miró a su tío y entabló conversación.

—He venido —dijo—, como sin duda habéis adivinado, con la intención de llevar a cabo el proyecto que me condujo a Inglaterra, y la insistencia con que lo he acometido me ha expuesto a un peligro tan grande como inesperado. Sin embargo, persistiré en esta empresa que para mí es sagrada y, si me lleva a la muerte, espero que el sentimiento que me inspira me sostendrá hasta el fin.

—¿Por qué os ha de llevar a la muerte? Eso es una exageración.

—Suponiendo que no haya exagerado, os haré una pregunta.

—Hacedla.

—En el momento fatal, ¿me habríais tendido la mano para protegerme?

El tío protestó por la desconfianza de su sobrino con un gesto muy generoso, pero era tan evidente que esta protesta no pasaba de ser una mera fórmula de cortesía que no tranquilizó al joven, el cual añadió:

—Sin embargo, según me han asegurado, parece que habéis contribuido a hacer aún más sospechosas las circunstancias en que me hallaba.

—Os han engañado —dijo el señor marqués con el tono más amable.

—Lo creo —respondió el sobrino mirando a su tío con profunda desconfianza—, pero sé que vuestros diplomáticos arreglos me detendrían a la menor ocasión, y que nunca habéis sido muy escrupuloso en la elección de los medios.

—Os lo dije, amigo mío, hace mucho tiempo —replicó el señor marqués, con las mejillas encendidas, no de rubor, sino de ira—; hacedme el favor de recordarlo, querido sobrino.

—No lo he olvidado.

—Gracias.

La voz del señor marqués dejaba en el aire una vibración prolongada como la de un instrumento armónico.

—Creo, en efecto —continuó el joven—, que debo a mi buena estrella, y más aún a vuestra mala fortuna, no hallarme hoy encerrado en alguna cárcel francesa.

—No os entiendo —dijo el tío—. ¿Será una indiscreción pediros que expliquéis esas palabras?

—Quiero decir que, si no estuvierais tan mal visto en la corte y no hubieseis abusado tanto de ella, una orden secreta vuestra me habría enviado a una fortaleza cualquiera por un tiempo indeterminado.

—Es posible —dijo el marqués con la mayor calma—; habría llegado a ese extremo para salvar el honor de la familia. Dispensadme si os hablo con tanta franqueza.

—Es para mí una dicha que la recepción de anteayer haya sido como siempre un bochorno para vos —dijo el joven.

—No estoy seguro, querido sobrino, de que debáis felicitaros por eso —respondió el tío con la mayor finura—. Las ventajas de la soledad y la ocasión que hubierais tenido de reflexionar despacio habrían podido influir en vuestro porvenir de una manera más favorable de lo que imagináis. Pero es inútil discutir sobre este punto, pues, como vos decís, estoy mal visto en la corte. Esas pequeñas medidas de corrección, esas amables contribuciones al honor y al poder de las familias, esos ligeros favores que tanto podrían incomodaros, no se conceden hoy más que por interés o por una engorrosa insistencia. ¡Tantos los piden y tan pocos, relativamente, los consiguen! No era así en otro tiempo; pero todo ha cambiado en Francia. Nuestros antepasados tenían derecho de vida y muerte sobre sus vasallos. ¡Cuántos villanos han salido de este castillo para ser ahorcados! Sabéis muy bien que en la habitación de al lado, donde duermo, uno de esos rústicos fue traspasado a puñaladas por la insolente delicadeza de que hacía alarde en favor de su hija. ¡Su hija! Perdemos de día en día nuestros privilegios. Una nueva filosofía está de moda, y la pura afirmación de nuestro rango puede crearnos verdaderas inconveniencias. ¡Esto va mal!… ¡Muy mal!

El señor marqués tomó un polvo con suprema elegancia al terminar estas palabras, y movió la cabeza con aire inquieto, sin desesperar, sin embargo, de la regeneración del país que tenía la ventaja de contar con él.

—En tiempos antiguos, y también en los modernos, hemos afirmado con tanta convicción nuestro rango —dijo el sobrino con voz sorda— que creo que no hay en Francia un nombre más detestado que el nuestro.

—No lo dudo —respondió el tío—; el odio que inspira la nobleza es un homenaje involuntario por parte del pueblo.

—No hay en todo el país —prosiguió el joven con el mismo tono— un solo rostro que no me mire con otro respeto que el oscuro respeto del miedo y el sometimiento de un esclavo.

—Eso es un cumplido para la familia, un elogio merecido por su manera de conservar la grandeza.

El señor marqués aspiró nuevamente otro polvo y cruzó las piernas, pero, cuando el joven, con el codo apoyado en la mesa, se llevó la mano a la cara y se tapó los ojos, la mirada astuta y cruel de su tío se clavó en él con una fuerza de penetración y de odio que desmentía toda su pose de indiferencia.

—La represión —dijo— es la única filosofía real y permanente. El oscuro respeto del miedo y de la esclavitud, amigo mío, seguirá haciendo que los perros obedezcan al látigo, mientras estos techos nos tapen la vista del cielo.

Este plazo podía ser más breve de lo que el señor marqués imaginaba. Si le hubieran dejado ver lo que iba a ser su castillo al cabo de algunos años, y lo que iban a ser cincuenta como el suyo en el mismo espacio de tiempo, difícilmente lo habría reconocido entre un montón de tristes ruinas, carbonizadas y saqueadas. Y, en cuanto al techo del que alardeaba, tal vez tendría que considerar esa manera de tapar el cielo desde otro punto de vista… del de los ojos, por ejemplo, de los cadáveres acribillados por el plomo que dispararían los cañones de cien mil mosquetes.

—Mientras tanto —continuó el señor marqués—, cuidaré de la tranquilidad y el honor de la familia que a vos tan poco os interesan. Pero supongo que estaréis cansado, y temo aumentar vuestro cansancio prolongando esta conversación.

—Dignaos concederme algunos minutos más.

—Aunque sea una hora.

—Hemos hecho mal —repuso el sobrino— y sufriremos las consecuencias.

—¡Hemos hecho mal! —repitió el señor marqués con una sonrisa, señalándose a sí mismo después de señalar a su sobrino.

—Hablo de nuestra familia, cuyo honor nos interesa a ambos aunque de una manera muy distinta. Hasta en vida de mi padre cometimos todos los agravios imaginables insultando y aniquilando a cuantos eran un obstáculo para nuestros placeres. ¿Qué necesidad tengo de recordarlo? Ésa fue nuestra vida. ¿No erais el hermano menor de mi padre, el coheredero de los títulos y bienes de la familia, el que se aprovechó de su sucesión?

—Así lo ha querido la muerte —dijo el señor marqués.

—¿Y quién me ha dejado desarmado ante un sistema odioso, al cual estoy vinculado por una fatalidad, del que no soy responsable, y contra el que nada puedo? ¿Quién me ha dejado haciendo esfuerzos para ejecutar la última voluntad de mi madre y para obedecer su última mirada, con la que me suplicaba que tuviese compasión e hiciese justicia? ¡Oh! ¡Qué tormento tan horrible es no tener poder y no encontrar en parte alguna el auxilio que reclamo!

—Si me lo pedís a mí, estad seguro de que no lo conseguiréis, querido sobrino.

El señor marqués, que estaba entonces de pie cerca de la chimenea, miró al joven con expresión fría y pérfida bajo la calma aparente de su rostro pálido, y, tocando con el índice el pecho del sobrino, como si el extremo de su dedo fino y blanco fuera la punta de una espada, añadió:

—Amigo mío, moriré perpetuando el sistema en el que he vivido. —Subrayó estas palabras aspirando una última ración de rapé y se metió la caja de oro en el bolsillo—. Haríais mejor en ser una criatura racional y aceptar el destino que habéis recibido del cielo —continuó, tirando del cordón de la campanilla—; pero veo que estáis perdido sin remedio.

—He perdido mi herencia y he perdido a Francia —murmuró el joven con tristeza—, pero he renunciado a las dos.

—¿Y podéis hacerlo, Charles? No dudo de que renunciéis a Francia, pero no podéis renunciar aún a vuestra herencia.

—Lo sé, señor; únicamente quise decir que mañana pasará de vos a mí…

—Tengo la vanidad de creer que ese mañana está aún muy lejos.

—Supongamos que falten veinte años.

—Me hacéis mucho honor —dijo el señor marqués—; aun así, prefiero esa suposición.

—Abandonaría estas tierras para irme a vivir a otro país y de distinto modo que mis antepasados. Será un débil sacrificio, sin embargo, alejarse de un sitio como éste, donde todo es ruina y miseria.

—¿Sí? —dijo el señor marqués, mirando el lujo que le rodeaba.

—En esta sala la vista queda satisfecha —repuso el sobrino—, pero en el fondo y a la claridad del día no es más que una torre vacilante de derroche, mala administración, extorsión, deudas, hipotecas, hambre, desnudez y sufrimiento.

—¿Sí? —volvió a replicar el señor marqués con ironía.

—Si algún día estas tierras son mías —prosiguió el joven—, las confiaré a manos más hábiles que las mías para que los hijos de los desgraciados que habiten esta comarca, donde tanto han padecido, no tengan que soportar tantos males. Pero no les haré yo esta justicia: sobre estas tierras y la familia que las posee pesa una maldición.

—Perdonad mi curiosidad —dijo el tío—; pero vos, con vuestros principios, ¿tenéis intención de vivir?

—Viviré, señor, como se verán obligados tal vez a vivir algún día muchos nobles: viviré trabajando.

—¿En Inglaterra acaso?

—Sí, señor, no temáis; el honor de la familia no quedará mancillado, al menos en Francia.

La campanilla había dado la orden de encender la luz en el aposento del señor marqués, el cual echó una ojeada a la puerta mientras se abría, prestó atención y esperó para continuar la conversación a que se hubiese retirado el criado.

—Sin duda —dijo— ha de tener Inglaterra muchos alicientes para vos, porque la posición que ocupáis allí no es muy ventajosa. No me parece grande vuestra prosperidad —añadió riendo.

—Creo haberos dicho que os lo debo a vos. Por otra parte, si partí a Inglaterra no fue para enriquecerme, sino para buscar un refugio.

—Inglaterra presume de ser un asilo para muchas personas. ¿No conocéis a un francés refugiado como vos en ese país hospitalario, un doctor en medicina?

—Sí, señor.

—¿Tiene una hija?

—Sí, señor.

—Muy bien —dijo el señor marqués—. Buenas noches y descansad, porque debéis de estar muy fatigado.

Al inclinar la cabeza se reveló en su mirada y su sonrisa una expresión particular que daba a sus palabras un tono tan intencionado y misterioso que el joven quedó sorprendido. Las finas líneas rectas de sus ojos, las finas líneas rectas de sus labios, y las marcas de la nariz se curvaron con un sarcasmo que parecía tentadoramente diabólico.

—¡El doctor tiene una hija! —repitió el señor marqués—. ¡Muy bien! Así empieza la nueva filosofía. Pero estáis cansado; ¡buenas noches, querido sobrino!

Tan inútil habría sido interrogar a las máscaras de piedra que adornaban el castillo como hacer preguntas al rostro del marqués, y su sobrino lo contempló en vano cuando cruzaba la puerta.

—¡Buenas noches! —repitió—. Espero que mañana estaréis completamente descansado… Alumbra y acompaña a este caballero a su cuarto. ¡Y quémalo en su lecho, si te place! —murmuró cuando llamó al criado para que lo ayudara a desnudarse.

Cuando salió el criado, el señor marqués se paseó por su alcoba abrigado con su bata, preparándose para el sueño. Sus blandas babuchas se apoyaban sin rumor en el pavimento, y sus pasos silenciosos, unidos a la flexibilidad de sus movimientos, le daban un aire especial, como si un hechicero le hubiera condenado por sus faltas a convertirse en un tigre, y el cambio periódico estuviese a punto de verificarse. Mientras se paseaba por aquel aposento voluptuoso, pensaba en los últimos incidentes de su viaje, que acudían a su pesar a la memoria: la subida larga y penosa del cerro, sus manos enrojecidas por el sol del ocaso, la bajada en medio de un torbellino de polvo, la aldea al pie de la colina, la cárcel sobre el peñasco, los aldeanos en torno a la fuente y el caminero señalando la cadena del carruaje con su gorro azul. La fuente de la aldea evocó el recuerdo de la de París, el pequeño montón de harapos ensangrentados depositado en el pilón de piedra, las mujeres que contemplaban el cadáver y el desgraciado padre que levantaba los brazos al cielo exclamando: «¡Está muerto!».

—Ahora —dijo el señor marqués— estoy tranquilo y puedo acostarme.

Apagó las bujías de los candelabros, a excepción de una, echó los cortinajes de seda, cerró los ojos, oyó los suspiros que exhalaba la noche y se entregó al sueño.

Las máscaras de piedra que adornaban la fachada miraron durante tres largas horas las tinieblas con sus ojos ciegos, los caballos se agitaron delante de los pesebres, los perros ladraron, y el búho lanzó gritos muy distintos a los que le atribuyen los poetas. Pero tales criaturas tienen la necia costumbre de no expresarse nunca como se les manda.

Durante tres largas horas las máscaras de piedra del castillo, leones y hombres, observaron la noche con sus ojos ciegos. Una densa oscuridad envolvía el paisaje, una densa oscuridad que sumaba su propio silencio al polvo silencioso de los caminos. No se distinguían ya en el cementerio los montones de hierba, la imagen de Jesucristo habría podido desprenderse de la cruz sin que nadie lo advirtiera, y en la aldea dormían a pierna suelta recaudadores y contribuyentes. Tal vez soñaban con banquetes, como sueñan con frecuencia los que se mueren de hambre, y con el reposo y el bienestar como deben de soñar el esclavo y el buey abrumados bajo el peso del yugo; al menos durante su sueño eran libres y estaban saciados, olvidando el hambre y el collar de su miseria.

Durante tres oscuras horas la fuente de la aldea manó invisible e inaudible, e inaudible e invisible goteó la fuente del castillo: las dos se fundían, como se funden los minutos que brotan del manantial del Tiempo. Después, sus aguas grises empezaron a ser fantasmas a la luz, y los ojos de las caras de piedra del castillo se abrieron.

El sol, después de alumbrar la copa de los árboles, pintó de rojo la colina y las máscaras de piedra, y el agua pareció mezclarse con sangre. El himno de la mañana saludó en el cielo y en la tierra el nuevo día; un pajarillo entonó dulcísimos trinos sobre la ventana del dormitorio del señor marqués, y el monstruo que sostenía las armas de la familia pareció escucharlos asombrado con los ojos inmóviles y las fauces abiertas.

Toda la aldea se puso en movimiento, se abrieron las ventanas y después las puertas, y los trabajadores, estremeciéndose al contacto con el aire frío y puro de la mañana, empezaron sus tareas de cada día. Empezaron a verse mujeres lavando, hombres y mujeres cavando, arando, escardando, apacentando los animales y conduciendo las pobres vacas a los márgenes de los caminos para que aprovechasen la hierba que crecía sobre la humedad de las acequias; en la iglesia una o dos mujeres arrodilladas, y en la puerta del cementerio una pobre viuda con una cabra que pacía en el césped al pie de la cruz.

El castillo se despertó más tarde, como correspondía a su categoría, y gradualmente se despertó cada uno de sus huéspedes según su posición y carácter. Los venablos y los cuchillos de monte fueron los primeros en reflejar la luz del día, la puerta de la caballeriza se abrió después, y los caballos miraron por encima del hombro la cebada que les echaba el palafrenero, mientras los perros tiraban de las cadenas y se levantaban sobre sus patas traseras impacientes por recobrar la libertad. Finalmente se abrieron las persianas de las ventanas.

Nada de extraordinario se advirtió hasta entonces en estos hechos rutinarios que se repetían todos los días. Pero ¿por qué suena la campana? ¿Por qué esas idas y venidas, esas caras aterradas que andan por el terrado y esas botas con espuelas que resuenan en el patio? ¿Por qué ensillan a toda prisa los caballos? ¿Por qué bajan a todo escape por la falda de la colina?

¿El viento lleva acaso la noticia de este tumulto hasta el caminero que está trabajando y cuyo alimento del día, indigno de llamar la atención de una corneja, descansa sobre un montón de piedras? Los pájaros que diseminan las semillas, ¿han dejado caer tal vez sobre él algunas migajas de la noticia? Sin embargo, el caminero abandona su azada y su zurrón, baja del collado corriendo como si lo persiguiera el demonio, y no se detiene hasta llegar a la fuente.

Encuentra allí a todos los habitantes de la aldea, hablando en voz baja con animación, pero sin manifestar otro sentimiento que la sorpresa y la curiosidad. Las vacas, atadas a una estaca, miran como estúpidas o, tumbadas en el polvo, rumian lentamente, sin que su mezquino pasto indemnice el trabajo de sus mandíbulas. Alguna gente del castillo y algunos empleados de la posta, y todas las autoridades de la recaudación, están armados en una u otra medida, y apiñados al otro lado de la callejuela sin propósito ni razón. El caminero se ha unido ya a un corro de cincuenta amigos y en medio de ellos se le ve agitando su gorro azul. ¿Qué significa tanta alarma? ¿Qué presagia el salto del señor Gabelle a la grupa del caballo de un criado con librea del señor marqués, y el galope del animal que, a pesar de su doble carga, desaparece como una nueva versión de la balada alemana de Leonora?

Significa que ha habido en el castillo una cara de piedra que nadie esperaba ver.

La Gorgona ha venido durante la noche a visitar el edificio para añadir la única cabeza que faltaba a esa noble morada y que esperaba hace doscientos años.

Sobre la almohada del señor marqués reposa la máscara de un hombre que se despertó de pronto, se enfureció y quedó petrificado en su cólera. En el pecho de ese hombre se encuentra un cuchillo hundido en medio del corazón, en el mango del cuchillo un papel, y en el papel se leen estas palabras: «Directo a la tumba. De parte de Jacques».

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