La letra escarlata

24. - Conclusión

24. - Conclusión

Después de muchos días, cuando hubo transcurrido tiempo suficiente para que la gente ordenara sus pensamientos sobre la anterior escena, hubo más de una versión sobre lo que habían presenciado sobre el cadalso.

La mayoría de los espectadores aseguraron haber visto sobre el pecho del desventurado pastor una letra escarlata, igual a la que llevaba Hester Prynne, impresa en su carne. Respecto al origen de esa letra, hubo diversas explicaciones, puras conjeturas todas ellas, desde luego. Algunos afirmaron que el reverendo Mr. Dimmesdale, el mismo día que Hester Prynne llevó por vez primera su ignominioso emblema, empezó una serie de penitencias —que luego continuó aplicándose de muchos e infructuosos modos—, infligiéndose a sí mismo torturas espantosas. Otros aseguraban que el estigma no se había producido hasta mucho tiempo después, cuando el viejo Roger Chillingworth, que era un poderoso nigromante, provocó su aparición con la magia y drogas venenosas. Había también otros —y eran los que estaban más capacitados para apreciar la peculiar sensibilidad del pastor y la maravillosa operación de su espíritu sobre su cuerpo—, que cuchicheaban su creencia de que el horrible símbolo era fruto de los dientes, siempre activos, del remordimiento, que trataba de salir desde lo más hondo del corazón y que manifestaba finalmente el terrible juicio del Cielo mediante la presencia visible de la letra. El lector puede elegir entre todas estas teorías. Nosotros hemos arrojado toda la luz que hemos podido conseguir sobre este portento, y, una vez cumplido nuestro cometido, con gusto borraríamos la impresión que dejó en nuestro cerebro, donde largas reflexiones la han fijado en él con exactitud poco deseable.

Es curioso, sin embargo, que ciertas personas que fueron espectadores de toda la escena, y que confesaron no haber apartado nunca sus ojos de los del reverendo Mr. Dimmesdale, nieguen que hubiera marca alguna sobre su pecho, tan limpio como el de un recién nacido. Y, según ese relato, sus palabras de moribundo no admitieron ni estar remotamente implicado ni tener la menor relación con la culpa por la que Hester Piynne llevó durante tanto tiempo la letra escarlata. A juzgar por estos respetabilísimos testigos, el pastor, consciente de que se estaba muriendo —consciente también de que el respeto que por él sentía la multitud ya le había colocado entre los santos y los ángeles—, deseó expresar al mundo, mientras exhalaba su último suspiro en brazos de aquella mujer caída, cuán totalmente ineficaz es la más selecta rectitud del hombre. Después de extenuar su vida esforzándose por el bienestar espiritual de la humanidad, convirtió su muerte en una especie de parábola, para dejar impresa en el alma de sus admiradores la poderosa y triste lección de que, a los ojos de la Pureza Infinita, todos somos igualmente pecadores. Fue para enseñarles que lo único que hace el más santo de nosotros es elevarse por encima de sus semejantes para vislumbrar con mayor claridad a la Misericordia mirándonos desde su altura, y para repudiar totalmente el fantasma del mérito humano, que debería mirar ambiciosamente hacia arriba. Sin que discutamos una verdad tan decisiva, ha de permitírsenos considerar esta versión de la historia de Mr. Dimmesdale como prueba sólo de esa fidelidad obstinada con la que los amigos de un hombre —y en especial de un clérigo— sostienen algunas veces su reputación cuando las pruebas, nítidas como la luz del mediodía sobre la letra escarlata, le confirman como una criatura del polvo, falsa y manchada de pecado.

La autoridad que sobre todo hemos seguido —un manuscrito de antigua fecha, sacado de los testimonios verbales de diversas personas, algunas de las cuales conocieron a Hester, mientras otras oyeron el relato de boca de testigos contemporáneos— confirma plenamente el punto de vista que hemos adoptado en estas páginas. Entre las muchas moralejas que nos sugiere la miserable experiencia del pobre pastor, sólo dejaremos sentada una sentencia: «¡Sed veraces! ¡Sed veraces! ¡Sed veraces! ¡Mostrad libremente al mundo, ya que no vuestra peor parte, al menos algún rasgo por el que pueda deducirse lo peor!».

Nada fue tan notable como el cambio producido, inmediatamente después de la muerte de Mr. Dimmesdale, tanto en la apariencia como en el comportamiento de aquel anciano conocido por el nombre de Roger Chillingworth. Parecieron abandonarle su fuerza y su energía, toda su fuerza vital e intelectual; y ocurrió de tal modo que pareció marchitarse, arrugarse y menguar a la vista de los mortales, como cizaña arrancada de raíz que queda pudriéndose al sol. Aquel hombre desgraciado había convertido en auténtico motor de su vida la consecución y ejecución sistemática de su venganza; y cuando se hubo consumado su triunfo más completo, ese principio maléfico se quedó sin cimientos que lo sostuvieran; cuando, en resumen, ya no hubo más trabajos diabólicos que realizar sobre la tierra, a este inhumano mortal no le quedaba sino regresar al seno de su Amo para que éste le buscara misiones suficientes con que pagar debidamente su deuda. Pero debemos ser misericordiosos con todos estos seres sombríos, tanto con Roger Chillingworth como con sus compañeros. ¡Qué curioso tema de observación e indagación! ¿Son el odio y el amor la misma cosa en el fondo? En su desarrollo más completo, ambos exigen un alto grado de intimidad y conocimiento del corazón; ambos hacen depender a un individuo del otro en lo que se refiere al alimento de su vida afectiva y espiritual; ambos dejan al que ama apasionadamente, o al que odia con no menos pasión, desamparado y desolado cuando se produce la desaparición de su objeto. Filosóficamente consideradas, sin embargo, ambas pasiones parecen ser en esencia la misma, salvo en que una existe para ser vista en medio de un resplandor celestial, y la otra en medio de un fulgor sombrío y espeluznante. En el mundo espiritual, el viejo médico y el pastor —víctimas mutuas como lo habían sido— pueden haber encontrado, inopinadamente, que su terrenal provisión de odio y antipatía se trasmutaban en amor dorado.

Dejando a un lado esa discusión, tenemos otra cosa que comunicar al lector. A la muerte del viejo Roger Chillingworth —que ocurrió dentro de aquel año—, y de acuerdo con su última voluntad y testamento, del que fueron albaceas el gobernador Bellingham y el reverendo Mr. Wilson, legó un considerable suma de propiedades, tanto aquí como en Inglaterra, a la pequeña Perla, la hija de Hester Prynne.

De este modo, Perla, la niña-duende, el fruto del demonio, como mucha gente seguía considerándola en esa época, llegó a ser la heredera más rica de su tiempo en el Nuevo Mundo. No parece improbable que tal circunstancia produjera un cambio muy material en la estimación pública; de haberse quedado allí madre e hija, cuando la pequeña Perla hubiese alcanzado la edad de casarse habría mezclado su sangre huraña al linaje del más devoto de los puritanos. Pero, no mucho después de la muerte del médico, la portadora de la letra escarlata desapareció, y Perla con ella. Durante muchos años, aunque alguna vez cruzaba el mar alguna vaga noticia —del mismo modo que llega a la playa un trozo de madera a la deriva, con las iniciales de un nombre sobre él—, no se tuvo ninguna realmente auténtica de ellas. La historia de la letra escarlata se volvió leyenda. Su hechizo, sin embargo, pervivió con fuerza, y conservó el terrible cadalso donde murió el pobre ministro, así como la cabaña junto a la orilla del mar donde había vivido Hester Prynne. Cierta tarde jugaban cerca de ese lugar algunos niños cuando vieron a una mujer alta, vestida de gris, acercarse a la puerta de la cabaña. En todos aquellos años nunca había sido abierta; pero, ya sea que la abriera, ya sea que la madera y la cerradura cedieran a su mano, ya sea que se filtrase como una sombra a través de aquellos impedimentos, la mujer avanzó.

Se detuvo en el umbral y miró a su alrededor, porque quizá la idea de entrar completamente sola, con todo tan cambiado, en el hogar de su vida anterior, tan intensa, era más terrible y desoladora de lo que todavía podía soportar. Pero su vacilación duró un instante, el tiempo suficiente para extender una letra escarlata sobre su pecho.

Hester Prynne había vuelto y había cargado de nuevo con la vergüenza tanto tiempo olvidada. Pero ¿dónde estaba la pequeña Perla? Si aún vivía, debía hallarse en plena madurez de su feminidad más lozana. Nadie supo, ni nunca se pudo averiguar con total certeza, si la niña-duende había descendido prematuramente a una tumba virginal, o si su naturaleza, tan huraña como exquisita, se había suavizado y templado hasta capacitarla para asumir la amable felicidad de una mujer. Pero en el resto de la vida de Hester Prynne se percibieron indicios de que la reclusa de la letra escarlata era objeto del amor e interés por parte de algún habitante de otras tierras. Llegaron cartas, con escudos de armas en los sobres, aunque con blasones desconocidos para la heráldica inglesa. En la cabaña había artículos que indicaban comodidad y lujo que Hester nunca se preocupaba de usar, pero que sólo la riqueza podía permitirse comprar y únicamente el afecto imaginar para ella. También había chucherías, pequeños adornos, hermosas muestras de recuerdo constante, que debieron ser hechas por dedos delicados a impulsos de un corazón lleno de amor. Incluso una vez se vio a Hester bordando ropa de bebé con tal profusa riqueza de dorada fantasía que habría sido capaz de promover un tumulto público si algún niño se hubiera presentado, vestido de aquel modo, ante nuestra severa y sombría comunidad.

Finalmente, las habladurías de aquellos días creyeron —y el Inspector Mr. Pue, que hizo investigaciones un siglo más tarde, creyó, de la misma forma que su reciente sucesor en ese cargo cree sin ninguna duda— que Perla no sólo estaba viva, sino que se había casado felizmente y pensaba en su madre; y que su felicidad habría sido completa de haber tenido a aquella triste y solitaria madre junto a ella.

Pero para Hester Prynne había una vida más real allí, en Nueva Inglaterra, que en aquella desconocida región donde Perla había encontrado un hogar. Allí había ocurrido su pecado; allí su pena; y allí debía seguir cumpliendo su penitencia. Así pues, había regresado para llevar de nuevo —por voluntad propia, pues ni el más rígido magistrado de aquel período de hierro se lo hubiera impuesto— el símbolo cuya sombría historia hemos contado. Nunca desde entonces desapareció de su pecho. Pero en el transcurso de los años que todavía vivió Hester, años de trabajo, meditación y entrega de sí misma, la letra escarlata dejó de ser un estigma que atraía el desprecio y el rencor de la gente para convertirse en una muestra de algo que debía ser sentido y visto con horror, aunque también con respeto. Y como Hester Prynne no tenía fines egoístas, ni vivía en modo alguno para su propio provecho y placer, la gente le llevaba todas sus tristezas y dudas, pidiéndole consejo como a alguien que ha pasado por las mayores calamidades. A la cabaña de Hester se acercaban especialmente las mujeres —con sus continuas pruebas de aflicción, disipación, injurias, extravíos o pasiones erradas y pecaminosas, o con la pesada carga de un corazón inflexible porque no lo valoran ni lo buscan— para preguntarle la causa de su desgracia y cuál podía ser su remedio. Hester las consolaba y aconsejaba lo mejor que podía. Les aseguraba además, por creerlo firmemente, que, en un futuro más brillante, cuando el mundo estuviera maduro para ello, cuando el cielo lo dispusiese, una nueva verdad sería revelada con el fin de asentar todas las relaciones entre el hombre y la mujer en un terreno más firme de mutua felicidad. En su vida anterior Hester había imaginado inútilmente que ella misma podía ser la profetisa destinada, pero hacía mucho tiempo que había reconocido la imposibilidad de que una misión de verdad divina y misteriosa pudiera ser confiada a una mujer manchada por el pecado, humillada por la vergüenza, o agobiada por una larga vida de dolor. ¡El ángel y el apóstol de la revelación venidera tenía que ser, desde luego, mujer, pero una mujer digna, pura y hermosa que, además, hubiera alcanzado la sabiduría no en medio del dolor sombrío, sino por el medio etéreo de la alegría, para poner de manifiesto la forma en que el amor sagrado puede hacernos felices mediante la prueba más verdadera de una vida venturosa dedicada a ese fin!

Eso es lo que decía Hester Prynne bajando sus ojos tristes hacia la letra escarlata. Y después de muchos, muchos años, una nueva tumba fue cavada junto a otra vieja y hundida en aquel cementerio junto al que ya se había construido la King’s Chapel. Sí, fue junto a esa vieja tumba hundida, aunque con un espacio entre ambas como si el polvo de los dos durmientes no tuviera derecho a mezclarse. Sin embargo una sola lápida servía para ambos. A su alrededor había monumentos con escudos de armas; en aquella simple lápida de pizarra —como el curioso investigador todavía puede comprobar, y quedar perplejo con el significado— también se puede ver la sombra de un escudo grabado. Lleva una divisa, una expresión heráldica que podría servir como lema y breve descripción de nuestra leyenda que ahora concluye; tan sombría es, que sólo revela un punto de eterno resplandor, más tétrico aún que la sombra:

«En un campo sable, la letra A de gules».

FIN

DE LA

LETRA ESCARLATA

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