22. - La procesión
22. - La procesión
Antes de que Hester Prynne pudiera reunir sus pensamientos y decidir qué convenía hacer ante el nuevo y alarmante cariz que tomaban las cosas, oyó una música militar que se acercaba por una calle contigua. Indicaba el avance de la procesión de magistrados y ciudadanos principales en su camino hacia la iglesia, donde, para cumplir con una costumbre establecida tiempo atrás y observada desde entonces, el reverendo Mr. Dimmesdale debía pronunciar el Sermón de las Elecciones.
No tardó mucho en aparecer la cabeza de la procesión, con su marcha lenta y majestuosa, doblando una esquina y cruzando luego la plaza del mercado. Delante iba la banda de música, formada por una gran variedad de instrumentos, quizá poco acordados unos con otros y ejecutados con escasa destreza; sin embargo, la armonía del tambor y del clarín lograban su propósito al dirigirse a la multitud: realzar y prestar un aire más heroico al trozo de vida que pasaba ante sus ojos.
La pequeña Perla se puso a aplaudir al principio, pero no tardó en perder por un instante la agitación incansable que la había mantenido en continua efervescencia toda la mañana; contemplaba todo en silencio y dio la impresión de elevarse, como un ave marina que flotara, sobre los largos y majestuosos impulsos de la música. Mas no tardó en recobrar su anterior entusiasmo al contemplar el trémulo resplandor de la luz del sol sobre las armas y relucientes armaduras de la compañía militar que seguía a la banda y daba escolta de honor a la procesión. Este cuerpo de soldados —que todavía tiene existencia corporativa y sigue desfilando desde antiguas edades con un prestigio antiguo y honorable— no estaba formado por material mercenario. Sus filas se nutrían de caballeros que sentían los latidos del impulso marcial y pretendían establecer una especie de Colegio de Armas, donde, como en una asociación de Caballeros Templarios, pudieran aprender la ciencia y, hasta donde les permitiera su ejercicio pacífico, la práctica de la guerra. En el solemne porte de cada miembro de la compañía podía apreciarse la alta estima que tenía en esa época el carácter militar. En efecto, algunos de ellos habían conseguido limpiamente el título por sus servicios en los Países Bajos y otros campos de batalla europeos para asumir el nombre y la pompa de la milicia. Toda la formación, con sus atavíos de bruñido acero y los penachos agitándose sobre los relucientes morriones, causaba un efecto tan brillante que ningún alarde militar moderno puede aspirar a igualarla.
Sin embargo, las autoridades civiles que marchaban inmediatamente después de la escolta militar merecían más atención a la vista de un espectador reflexivo. Mostraban tal estampa de majestad en su empaque exterior que el altivo paso de los guerreros parecía vulgar, si no absurdo. Era una época en la que lo que llamamos talento gozaba de una consideración mucho menor que ahora, y en la que la tenían mucho mayor las cualidades sólidas que producen la estabilidad y dignidad del carácter. Por tradición, la gente tenía derecho a la dignidad, cosa que, en sus descendientes, si es que sobrevive, subsiste en proporción mucho menor y con fuerza considerablemente menguada en la selección y estima de los hombres públicos. El cambio puede ser para bien o para mal, y tal vez sea para ambas cosas en parte. En esos tiempos antiguos, el colono inglés de aquellas rudas playas —después de dejar a su espalda reyes, nobles y demás rangos de dignidad, y cuando aún pervivía en su ánimo la facultad y necesidad de reverenciar—, otorgaba respeto a las canas y a las arrugas venerables de la edad, a la integridad demostrada tras larga prueba, a la sabiduría sólida y a la experiencia adusta, a los dones de ese orden grave y pesado que propicia la idea de permanencia y cae bajo la definición general de respetabilidad. Los primitivos hombres de Estado —Bradstreet, Endicott, Dudley, Bellingham y demás compadres— que fueron elevados al poder por la temprana elección del pueblo, parecen no haber sido siempre brillantes, y se distinguieron por una sobriedad ponderada antes que por la actividad de su inteligencia. Tenían fortaleza y confianza en sí mismos, y, en tiempos de dificultad o peligro, luchaban por el bienestar del pueblo como una línea de escollera frente a las mareas de la tempestad. Estos rasgos de carácter se hallaban bien representados en la severa fisonomía y el largo desarrollo físico de los nuevos magistrados coloniales. Por lo que se refiere al porte de la autoridad natural, la madre patria no habría sentido ninguna vergüenza viendo a esos antepasados de nuestra democracia actual adoptados por la Cámara de los Lores o convertidos en Consejo Privado del soberano.
Tras los magistrados venía el joven y eminentemente distinguido teólogo, de cuyos labios se esperaba el discurso religioso del aniversario. En esa época, más que la política, era esa profesión la que atraía a la intelectualidad, porque, dejando a un lado motivos más elevados, ofrecía alicientes suficientemente poderosos —por ejemplo, un respeto casi rayano en la adoración por parte de la comunidad— como para satisfacer la mayor de las ambiciones en su servicio. Hasta el poder político, como en el caso de Increase Mather, estaba al alcance de un sacerdote con éxito.
Todos aquellos que estaban observándole en ese momento se decían que Mr. Dimmesdale nunca había mostrado más energía que la que ahora se apreciaba en su modo de caminar y en el aire con que llevaba el paso en la procesión, desde que puso sus pies en las playas de Nueva Inglaterra. Había desaparecido la debilidad de otras veces; su cuerpo no avanzaba encorvado ni su mano permanecía amenazadora sobre el corazón. Aunque, observando meticulosamente al clérigo, aquella fortaleza no parecía proceder del cuerpo. Podía ser espiritual, podía haberle sido dispensada por ministerio angélico. Podía deberse también al efecto vigorizador de aquel potente cordial que sólo se destila en la fragua de una reflexión sincera y prolongada. O, tal vez, su sensitivo temperamento recibía aquel vigor de la sonora y penetrante música que se elevaba hacia el cielo y le alzaba en su ola ascendente. Sin embargo, era tan abstraído su aspecto que cualquier observador podía preguntarse si Mr. Dimmesdale oía tan siquiera la música. Allí estaba su cuerpo, moviéndose hacia adelante con una fuerza inusual. Pero ¿dónde estaba su mente? Muy lejos, en las profundidades de su propia región, ocupada en ordenar, con una actividad sobrenatural, un desfile de sublimes pensamientos que muy pronto habrían de salir a través de sus labios; por eso no vio, ni oyó ni supo nada de lo que ocurría a su alrededor, mientras el elemento espiritual se hacía cargo de su débil cuerpo y lo arrastraba, inconsciente del peso, convirtiéndolo en espíritu a su imagen y semejanza. Los hombres de inteligencia poco común, que termina por volverse enfermiza, poseen ocasionalmente la capacidad de ese esfuerzo poderoso en el que arrojan la vida de muchos días, para luego permanecer privados de ella otros tantos.
Mirando fijamente al clérigo, Hester Prynne se sintió dominada por una espantosa influencia, sin que acertara a saber por qué ni de dónde venía; sólo la sensación de que el clérigo estaba muy distante de su propia esfera y completamente fuera de su alcance. Había imaginado que entre ellos se cruzaría, al menos, una mirada de reconocimiento. Pensó en el bosque sombrío, con su pequeña hondonada de soledad, de amor y de angustia, y en el musgoso tronco donde, sentados y cogidos de la mano, habían mezclado sus tristes y apasionadas palabras al melancólico murmullo del arroyo. ¡Con qué profundidad se habían conocido entonces! ¿Era aquél el mismo hombre? Ahora le costaba reconocerle en aquel ser que avanzaba orgulloso, como si estuviera envuelto en la abundancia de aquella música, en medio de la procesión de patriarcas majestuosos y venerables; en aquel hombre tan inasequible en su posición terrenal, y más todavía ahora, perdido en la lejanía de los adustos pensamientos a través de los que le veía. Su espíritu se sumió en el abatimiento ante la idea de que todo había sido ilusión y de que, por muy vívidamente que lo hubiera soñado, entre ella y el clérigo no podía existir ningún vínculo real. Y había tanto de mujer en Hester que a duras penas podía perdonarle —y menos ahora, cuando los fuertes pasos de su propio Destino se le acercaban más y más— por su capacidad para salirse de su mundo mutuo, cuando ella buscaba a tientas en la oscuridad y extendía hacia adelante sus frías manos sin encontrarle.
Perla también vio y respondió a los sentimientos de su madre, o percibió por sí misma la lejanía y la intangibilidad que había caído alrededor del pastor. Mientras la procesión pasaba, la niña estuvo intranquila, agitándose arriba y abajo como un pájaro a punto de emprender el vuelo. Cuando todo hubo pasado, miró fijamente a Hester.
—Madre —le dijo—, ¿es ése el mismo pastor que me besó junto al arroyo?
—¡Calla, Perla querida! —susurró su madre—. No debemos hablar en la plaza del mercado de lo que nos ocurrió en el bosque.
—No estaba segura de que fuese él, me ha parecido tan raro… —continuó la niña—. En caso contrario, hubiese corrido hacia él para pedirle que me besase delante de todo el mundo, aunque lo hiciera como lo hizo allí, entre los viejos árboles oscuros. ¿Qué hubiera dicho el pastor, madre? ¿Se hubiera llevado la mano al corazón, y me habría reñido diciéndome que me fuese?
—¿Qué otra cosa podría decirte, Perla —respondió Hester—, sino que no era el momento de besarte, y que en la plaza del mercado no deben darse besos? Hiciste bien, niña traviesa, en no hablarle.
Otro matiz de ese mismo sentimiento, referido a Mr. Dimmesdale, fue expresado por una persona cuya excentricidad —mejor sería hablar de locura— la impulsó a poner en práctica lo que pocas personas se hubieran atrevido: a entablar una conversación, en público, con la portadora de la letra escarlata. Era Mistress Hibbins, quien, ataviada con gran magnificencia, con una gola triple, un peto bordado, un vestido de rico terciopelo y un bastón con empuñadura de oro, había acudido a ver la procesión. Como esta vieja dama tenía la reputación —que más tarde había de costarle la vida— de ser la principal autora de todas las actividades de necromancia que continuamente tenían lugar en la colonia, la gente se apartó de ella por temor, al parecer, al roce de sus vestidos, como si entre sus vistosos pliegues llevase la peste. Al verla ahora en compañía de Hester Prynne —y a pesar de que muchos empezaban a mirar a ésta con simpatía—, el temor inspirado por Mistress Hibbins se duplicó y produjo un movimiento general en aquella parte de la plaza del mercado en que estaban las dos mujeres.
—¿Qué imaginación habría podido concebir nada semejante? —murmuró la vieja dama de forma confidencial a Hester—. ¡Vaya con el teólogo! ¡Vaya con ese santo en la tierra que la gente cree que es y como en realidad parece, debo reconocerlo! Viéndole pasar ahora en la procesión, ¿quién podría pensar que hace un momento salió de su gabinete —supongo que masticando en la boca un texto hebreo de las Escrituras— para darse una vuelta por el bosque? ¡Ajá! Nosotras sí que sabemos lo que eso significa, ¿verdad, Hester Prynne? Aunque, en realidad, me cuesta mucho creer que sea el mismo hombre. He visto marchar detrás de la música a más de un eclesiástico que antes había danzado conmigo al mismo compás, cuando Alguien hacía de violinista, y pudiera ser que un indio que lanzaba conjuros o un hechicero lapón nos cogiesen de la mano. Bah, todo eso no tiene importancia para una mujer que conoce mundo. ¡Pero este pastor! ¿Estás completamente segura, Hester, de que es el mismo hombre que se reunió contigo en el sendero del bosque?
—Señora, no sé de qué habla —respondió Hester Prynne, dándose cuenta de que Mistress Hibbins tenía una mente desequilibrada; pese a ello sintió una extraña alarma y pavor ante la confidencia con que afirmaba una conexión personal entre varias personas (ella misma incluida) y el Maligno—. No me corresponde a mí hablar a la ligera de un pastor tan instruido y virtuoso de la Iglesia como el reverendo Mr. Dimmesdale.
—Bobadas, mujer, bobadas —exclamó la vieja dama agitando su dedo índice delante de Hester—. ¿Crees que he ido tantas veces al bosque y no he adquirido pericia suficiente para conocer a los que también han estado allí? Sí, los distinguiría aunque no se les quedase en el pelo una sola hoja de las guirnaldas silvestres que llevan cuando bailan. Te conozco, Hester, porque sé ver la marca. Todos nosotros podemos verla a la luz del sol; y en medio de la oscuridad brilla como una llama roja. Tú la llevas a la vista de todos y por eso no hay error posible. Pero este pastor… Déjame que te lo diga al oído. Cuando el Hombre Negro ve a uno de sus servidores, que firmó y al que le puso su sello, con tanto miedo a reconocer el vínculo como el reverendo Mr. Dimmesdale, tiene medios para disponer las cosas de modo que la marca sea revelada a la luz del día ante los ojos de todo el mundo. ¿Qué trata el pastor de ocultar con su mano puesta siempre sobre el corazón? ¡Ja, ja, Hester Prynne!
—¿Y qué es, querida Mistress Hibbins? —preguntó con ansiedad la pequeña Perla—. ¿Usted lo ha visto?
—No te preocupes, querida —respondió Mistress Hibbins haciendo una profunda reverencia a Perla—. Un día u otro tú misma lo verás. Dicen, pequeña, que tú perteneces al linaje del Príncipe del Aire. ¿Te gustaría salir a volar alguna noche conmigo para ver a tu padre? Entonces sabrás por qué se lleva el pastor la mano al corazón.
Riendo de forma tan estridente que toda la plaza del mercado pudo oírla, la misteriosa vieja dama se marchó.
En ese momento ya se habían rezado en la iglesia las oraciones preliminares y podía oírse la voz del reverendo Mr. Dimmesdale iniciando su sermón. Un sentimiento irresistible mantuvo a Hester clavada cerca de aquel lugar. Como el sagrado edificio estaba demasiado atestado para admitir más oyentes, se situó junto al cadalso de la picota. El lugar se hallaba lo bastante cerca como para que todo el sermón llegase a sus oídos en forma de murmullo y de caudal confuso, aunque variado, de la peculiar voz del clérigo.
Este órgano vocal era en sí mismo un don exquisito, hasta el punto de que un oyente podía sentirse mecido por su simple tono y cadencia, aunque no comprendiera nada de la lengua en que el predicador hablaba. Como si fuera música, respiraba pasión y patetismo, una emoción elevada o tierna, en una lengua que el corazón humano entendía fuera cual fuese el lugar donde se hubiera educado. Hester Prynne escuchaba aquel sonido, atenuado por su paso a través de los muros de la iglesia, con tal intensidad y tan íntimamente emocionada que el sermón tenía para ella un sentido completamente distinto del que poseían aquellas palabras difíciles de distinguir. Tal vez éstas, oídas de forma más nítida, únicamente hubieran sido un medio más grosero que habría obstruido el sentido espiritual. De pronto captaba un tono bajo, semejante al del viento que empieza a calmarse; luego ascendía con él, a medida que se elevaba en progresivas gradaciones de dulzura y potencia, hasta que su volumen parecía envolverla en una atmósfera de pasmo y solemne grandeza. Y, pese a la majestuosidad que a veces alcanzaba la voz, siempre había en ella un básico carácter peculiar de lamento. Una alta o profunda expresión de angustia; podía pensarse en el susurro o el grito de una humanidad dolorida, que excitaba la sensibilidad de todos los pechos. Por momentos era ese hondo patetismo lo único que podía oírse, y oírse a duras penas, como un suspiro en medio de un silencio desolado. Pero incluso cuando la voz del pastor se elevaba poderosa y dominante, cuando se alzaba indomable hacía lo alto, cuando adquiría su mayor amplitud y potencia, llenaba la iglesia de tal modo que parecía que iba a reventar los sólidos muros y difundirse por el aire libre…, aún entonces, si el oyente escuchaba con cuidado y con ese propósito, podía detectar el mismo grito de dolor. ¿Qué era? La queja de un corazón humano abrumado de tristeza, tal vez culpable, revelando su secreto de pena o de culpa al gran corazón de la humanidad, buscando su perdón y su comprensión en todo momento, en cada acento, y nunca en vano. Era este tono bajo, profundo y continuo, lo que daba al clérigo su poder más característico.
Durante todo este tiempo Hester permaneció como una estatua al pie del patíbulo. Aunque la voz del ministro no la hubiera retenido allí, lo habría hecho con un magnetismo inevitable aquel mismo lugar en el que para ella había transcurrido la primera hora de su vida de ignominia. En su interior tenía la sensación —demasiado vaga para ser un pensamiento aunque pesara mucho en su mente— de que toda la órbita de su vida, tanto anterior como futura, estaba conectada a aquel sitio, como si fuera el único punto que le prestaba su unidad.
Mientras tanto, la pequeña Perla se había separado de su madre y estaba jugando a capricho por la plaza del mercado. Había alegrado el sombrío ceño de la multitud con el rayo de su luz resplandeciente de igual modo que un pájaro de brillantes plumas ilumina todo el sombrío follaje de un árbol revoloteando de acá para allá, dejándose ver unas veces y otras escondiéndose en la penumbra de las hojas apiñadas. La niña se agitaba con un movimiento ondulante, aunque a veces fuera brusco e irregular; indicaba la turbulenta vivacidad de su espíritu, que en ese momento se mostraba doblemente infatigable en su danza porque bailaba y vibraba con la inquietud de su madre. Siempre que Perla veía una cosa que excitaba su curiosidad constantemente activa y asombrada, corría hacia ella, y podríamos decir que era como si tomara posesión de esa persona o esa cosa mientras la deseaba; y todo ello sin perder para nada el control de sus movimientos a cambio. Los puritanos la miraban y, aunque sonreían, no por ello dejaban de sentirse inclinados a creer que la niña era un engendro del demonio, a juzgar por el raro encanto de belleza y excentricidad que resplandecía a través de su pequeña figura y prestaba luz a su actividad. Echó a correr hacia un indio, le miró a la cara, y no tardó en darse cuenta de que aquella naturaleza era más salvaje que la suya. Luego, con su natural audacia, pero también con su característica reserva, voló hasta un grupo de marineros, hombres salvajes de tez curtida del océano como los indios lo eran de la tierra, que miraron a Perla con asombro y maravilla, como si un copo de espuma marina hubiera tomado la forma de la pequeña mujercita y le hubiese dado un alma de ese fuego fatuo que relumbra bajo las proas durante la noche.
Uno de aquellos marineros —de hecho, el capitán que había estado hablando con Hester Prynne— quedó tan impresionado por el aspecto de Perla que intentó agarrarla para darle un beso. Viendo que era tan imposible tocarla como coger un colibrí en el aire, se quitó la cadena de oro que rodeaba su sombrero y se la lanzó a la niña. Perla se la enroscó inmediatamente en el cuello y la cintura con tal venturosa destreza que, una vez vista allí, parecía ser una parte de la niña y resultaba difícil imaginársela sin ella.
—Tu madre es aquella mujer de la letra escarlata —dijo el marinero—. ¿Quieres llevarle un recado de mi parte?
—Si el recado me gusta, lo haré —respondió Perla.
—Entonces dile —prosiguió él— que he vuelto a hablar con el viejo, renegrido y encorvado médico, y que se ha comprometido a traer a bordo a su amigo, a ese caballero por el que tu madre se interesa. Así pues, dile a tu madre que sólo se preocupe de ti y de ella. ¿Le dirás todo esto, niña hechicera?
—Mistress Hibbins dice que mi padre es el Príncipe del Aire —exclamó Perla con su sonrisa más pícara—. Si vuelves a decirme ese nombre tan feo, le hablaré de ti, y perseguirá tu barco con una tormenta.
Corriendo en zigzag por toda la plaza del mercado, la niña volvió junto a su madre y le comunicó lo que el marinero había dicho. El ánimo de Hester, fuerte, tranquilo y capaz de soportarlo todo, estuvo a punto de desfallecer, finalmente, al comprobar el cariz sombrío y terrible de su inevitable destino: en el momento en que parecía haber una escapatoria de aquel laberinto de miseria para el clérigo y para ella misma, ese destino surgía con sonrisa implacable en medio del camino.
Cuando aún su mente estaba turbada por la terrible perplejidad en que la había sumido el aviso del marinero, hubo de soportar una nueva prueba. Muchos de los allí presentes, llegados de la comarca circunvecina, habían oído hablar a menudo de la letra escarlata, que cien falsos o exagerados rumores les habían vuelto terrorífica, aunque nunca la hubieran visto con sus propios ojos. Cuando se cansaron con otro tipo de entretenimiento, se apiñaron en masa alrededor de Hester Prynne con su ruda y grosera brutalidad. A pesar de ser poco escrupulosos, no se acercaron a menos de unos cuantos pasos. A esa distancia se quedaron clavados por la fuerza centrífuga de la repugnancia que inspiraba el símbolo místico. Toda la cuadrilla de marineros, al ver el círculo de los espectadores y sabedores del significado de la letra escarlata, se acercaron para meter en el corro sus caras curtidas de aspecto feroz. Hasta los indios sintieron una especie de sombra fría de la curiosidad del hombre blanco y, deslizándose entre la multitud, clavaron sus negros ojos de serpiente en el pecho de Hester, creyendo, sin duda, que la portadora de aquella prenda brillantemente bordada tenía que ser un personaje de gran dignidad entre sus conciudadanos. Por último, los habitantes de la población —haciendo revivir lánguidamente su propio interés por aquel viejo asunto por simpatía hacia el interés que veían en otros— se acercaron con paso perezoso hacia el mismo sitio y atormentaron a Hester, tal vez más que el resto de espectadores, con sus frías miradas conocedoras de su familiar vergüenza. Hester vio y reconoció las mismas caras de aquel grupo de matronas que la estuvieron esperando a la puerta de la prisión siete años atrás; todas, salvo una, la más joven y la única compasiva entre ellas, cuya mortaja Hester había confeccionado desde entonces. En el último momento, cuando ya estaba a punto de arrojar de sí la letra abrasadora, aquel emblema se había convertido extrañamente en el centro de la mayor curiosidad y agitación, y esto mismo le abrasaba el pecho produciéndole más dolor que nunca desde el primer día en que se la pusieron.
Mientras Hester permanecía en aquel círculo mágico de ignominia, donde la taimada crueldad de su sentencia parecía haberla clavado para siempre, el admirable predicador contemplaba desde el sagrado púlpito a su audiencia, cuyos espíritus más íntimos había conseguido dominar. ¡El ministro santificado en la iglesia! ¡La mujer de la letra escarlata en la plaza del mercado! ¿Qué imaginación podía llegar a ser tan irreverente para suponer que el mismo estigma abrasador pesaba sobre ambos?