20. - La perplejidad del pastor
20. - La perplejidad del pastor
El pastor, al irse por delante de Hester Prynne y la pequeña Perla, volvió la vista creyendo que no descubriría otra cosa que los débiles rasgos o las confusas siluetas de la madre y de la hija diluyéndose lentamente en la luz crepuscular del bosque. Le costaba aceptar como realidad aquel acontecimiento, tan importante para su vida. Pero allí estaba Hester, con su vestido gris, de pie junto al tronco del árbol, que alguna ráfaga de viento había derribado hacía mucho y al que el tiempo había cubierto de musgo para que aquellos dos seres sin ventura, agobiados por el fardo más pesado de la tierra, pudieran sentarse en él y encontrar juntos un rato de consuelo y de descanso. Y allí estaba también Perla, brincando alegremente en la orilla del arroyo —ahora que la tercera persona intrusa se había ido—, y ocupando otra vez su antiguo puesto al lado de su madre. No, el pastor no se había dormido, ni había soñado todo aquello.
Para liberar su mente de aquella falta de claridad y de aquella doblez de impresión que sembraban en él una extraña inquietud, recordó y trató de definir con mayor nitidez los planes que Hester y él mismo habían dispuesto para su partida. Ambos habían decidido que el Viejo Mundo, con sus multitudes y sus grandes ciudades, les ofrecía un refugio más seguro para ocultarse que las tierras vírgenes de Nueva Inglaterra o que toda América, con sus alternativas de un poblado indio o los escasos asentamientos de europeos desparramados a lo largo de la costa. Esto sin contar con la salud del clérigo, poco apropiada para soportar las penalidades de la vida en los bosques; sin contar que sus dones naturales, su cultura y su desarrollo sólo le garantizaban un hogar en medio de la civilización y del refinamiento; cuanto más alto fuera su estado, mejor se adaptaría a él. Se daba además una coincidencia que favorecía la decisión tomada: en el puerto había anclado un barco, uno de esos navíos dudosos, frecuentes en aquellos tiempos, que, sin ser del todo forajidos del océano, vagaban por los mares con notable falta de responsabilidad. El barco había llegado hacía poco del Caribe, y en el término de tres días debía zarpar para Bristol. Hester Prynne —cuya dedicación como una especie de hermana de la caridad la había puesto en contacto con el capitán y los marineros— podía arreglárselas para conseguir pasajes para dos adultos y una criatura con todo el secreto que reclamaban las circunstancias.
El pastor había preguntado a Hester, con no pequeño interés, por el preciso momento en que debía esperarse que zarpase el barco. Sería con toda probabilidad al cuarto día, contando desde aquella fecha. «¡Eso sí que es suerte!», se dijo el clérigo. Ahora bien, nos cuesta revelar los motivos que el reverendo Mr. Dimmesdale tenía para considerar tan afortunado ese dato. Sin embargo, para no ocultar nada al lector, diremos que era porque dentro de tres días debía pronunciar el Sermón de las Elecciones; y como aquélla era una de las ocasiones más importantes en la vida de un clérigo de Nueva Inglaterra, no podía haber encontrado modo y momento mejor para terminar su carrera profesional. «¡Al menos dirán de mí —pensó este hombre ejemplar—, que no he dejado de cumplir un deber público, ni que lo cumplí mal!». Es una lástima, realmente, que una introspección tan profunda y aguda como la de este pobre pastor quedara miserablemente decepcionada. Hemos dicho y tal vez tengamos que decir cosas peores de él; pero ninguna, en nuestra opinión, tan lamentablemente delicada como ésta; ninguna evidencia que, aunque leve, resultara irrefutable, de la sutil enfermedad que había empezado a roer hacía mucho tiempo la verdadera sustancia de su temperamento. Ningún hombre puede mostrar durante mucho tiempo una cara para sí mismo y otra para los demás sin que finalmente deje de tener dudas sobre cuál de las dos es la verdadera.
La excitación de los sentimientos de Mr. Dimmesdale cuando regresaba de su entrevista con Hester le proporcionó una energía física poco frecuente que le llevó a caminar más deprisa hacia el poblado. El sendero entre los árboles le pareció más salvaje, más inculto con sus rudos obstáculos naturales y menos hollado por la planta del hombre de lo que recordaba de su viaje de ida. Pero saltó en los lugares encharcados, atravesó por entre los pegajosos matorrales, trepó las cuestas, descendió a las hondonadas y, en pocas palabras, salvó todas las dificultades del camino con una agilidad que a él mismo le dejó asombrado. No pudo menos de recordar su debilidad y los frecuentes descansos para recuperar el aliento cuando, hacía dos días solamente, había hecho aquel mismo camino. A medida que se acercaba al pueblo tenía la impresión de que los distintos objetos familiares que se ofrecían a su vista habían cambiado. Le parecía que no hacía un día, ni dos, sino muchos días, o incluso años desde que los viera la última vez. De hecho, allí estaba el antiguo trazado de las calles, tal como lo recordaba, y todas las particularidades de las casas con sus múltiples aguilones en punta y una veleta en cada cima, como su memoria le indicaba. No por ello dejó de asaltarle aquella importuna sensación de cambio. Lo mismo le ocurrió con las amistades que encontraba a su paso y con todas las formas de vida humana de la pequeña población. No le parecían ni más viejos ni más jóvenes; las barbas de los ancianos no eran más blancas, ni los niños que antes gateaban caminaban hoy por su pie; era imposible describir en qué consistía la diferencia de los individuos sobre los que hacía poco, al partir, había lanzado una mirada de despedida; y, sin embargo, la sensación más honda del pastor parecía informarle de su mutabilidad. Al pasar bajo los muros de su propia iglesia le asaltó con más fuerza una impresión parecida. El edificio tenía un aspecto tan extraño, y al mismo tiempo tan familiar, que la mente de Mr. Dimmesdale vibró entre dos ideas: o que lo había visto antes en sueños, o que simplemente estaba soñándolo en ese momento.
En sus diversas formas, el fenómeno no indicaba ningún cambio externo, sino un cambio tan súbito e importante en el espectador de la familiar escena que el espacio de un solo día había actuado sobre su conciencia como un espacio de años. Habían producido esa transformación tanto la voluntad misma del pastor como la voluntad de Hester, junto con el destino que los unía. Era el mismo pueblo de antes, pero no era el mismo pastor el que volvía del bosque. Podía haber dicho a los amigos que le saludaban: «¡No soy el hombre por quien me tomáis! ¡Le dejé atrás, en el bosque, en un escondido valle, junto a un tronco musgoso y cerca de un melancólico arroyuelo! ¡Id allí en busca de vuestro pastor, y ved si no están allí tiradas, como ropa usada, su enjuta figura, sus pálidas mejillas, su blanca frente apesadumbrada y llena de arrugas!». Indudablemente sus amigos habrían insistido: «¡Tú eres el mismo hombre!». Pero el error habría sido de ellos, no suyo.
Antes de que Mr. Dimmesdale llegase a casa, su hombre interior le dio pruebas de la revolución operada en la esfera del pensamiento y de sus sentimientos. En realidad, lo único que podía justificar los impulsos que ahora sentía el desventurado y alarmado clérigo era un cambio total de la jerarquía y del código moral de su fuero interno. Sentía a cada paso los impulsos más extraños y bruscos de hacer una cosa u otra, con la sensación de que eran involuntarios e intencionados a un tiempo; a pesar suyo brotaban de un ser más profundo que el que se enfrentaba a esos impulsos. Se encontró, por ejemplo, con uno de sus diáconos. El buen viejo le saludó con el afecto paternal y el ascendiente de patriarca que su venerable edad, su carácter virtuoso y su elevada posición en la Iglesia le permitían usar, y junto a todo esto el profundo y devoto respeto que exigían las cualidades tanto profesionales como privadas del pastor. Nunca hubo ejemplo más hermoso de cómo la majestad de la edad y la sabiduría pueden ser compatibles con la obediencia y el respeto debidos por un rango social más bajo e inferior en talento a otro más alto. En ese momento, durante una conversación que duró unos instantes entre el reverendo Mr. Dimmesdale y el excelente diácono de barba blanca, aquél hubo de contenerse con especial dominio de sí mismo para no pronunciar ciertas sugerencias blasfemas que asaltaron su cerebro respecto al rito de la comunión. Tembló todo su cuerpo y se puso pálido como la ceniza ante la idea de que su lengua diera rienda suelta a palabras terribles, utilizando para ello un consentimiento que él no había dado de forma consciente. Y, con el corazón invadido por el terror, a duras penas podía evitar la risa imaginando al patriarcal, virtuoso y anciano diácono totalmente petrificado ante la impiedad de su pastor.
Luego le ocurrió otro incidente de la misma naturaleza. Caminando de prisa por la calle, el reverendo Mr. Dimmesdale se encontró con la feligresa de más edad de su iglesia, una anciana muy piadosa, ejemplo de virtud, pobre, viuda, sola y con un corazón tan lleno de recuerdos de su difunto marido, de sus hijos y de sus amigos fallecidos hacía mucho tiempo como un cementerio lleno de lápidas con inscripciones. Sin embargo, todo esto, que podía haber sido una abrumadora tristeza, era para su devota y vieja alma fuente casi de solemne alegría gracias a los consuelos de la religión y a las verdades de la Escritura, que la habían alimentado continuamente durante más de treinta años. Y desde que Mr. Dimmesdale se hizo cargo de ella, el mayor consuelo terrenal de la buena anciana —que, de no haber sido a la vez consuelo celestial, no la habría consolado— era encontrarse con su pastor, ya fuera de forma casual, ya premeditada, y sentirse vivificada con la palabra cálida, fragante y celestial de una verdad evangélica, murmurada por sus amados labios en su oído torpe pero arrobado de atención. En esta ocasión, sin embargo, en el momento de poner sus labios sobre el oído de la buena mujer, Mr. Dimmesdale, igual que si lo hubiera hecho el gran enemigo de las almas, no pudo recordar ningún texto de la Escritura ni otro semejante salvo un breve, enérgico y en su opinión irrefutable argumento contra la inmortalidad del alma humana. Aquella instilación en su cerebro habría provocado probablemente la muerte repentina de la anciana, como si hubiera ingerido un intenso veneno. ¿Qué le murmuró al oído? El pastor no pudo recordarlo. Tal vez, un afortunado desorden en sus palabras evitó la transmisión de una idea suficientemente clara para la comprensión de la viuda, o bien la Providencia las interpretó de acuerdo con su propio método. Lo cierto es que, al volver la vista atrás, el pastor vio una expresión de divina gratitud y éxtasis que parecía el reflejo de la ciudad celestial sobre su rostro ceniciento y lleno de arrugas.
Luego se produjo un tercer caso. Tras despedirse de su anciana feligresa, encontró a la más joven hermana de su rebaño. Era una doncella recientemente convencida —precisamente por el sermón del reverendo Mr. Dimmesdale, el domingo siguiente a su vigilia— para que trocase los transitorios placeres del mundo por la esperanza celestial, que iría adquiriendo una sustancia más brillante a medida que la vida fuera haciéndose más oscura a su alrededor, e iluminaría la completa penumbra con la gloria final. Era hermosa y pura como un lirio crecido en el Paraíso. El pastor sabía de sobra que era adorado como una reliquia en la santidad sin tacha de aquel corazón, que echaba sus níveos cortinajes en torno a su imagen, comunicando a la religión el fuego del amor y al amor una religiosa pureza. Aquella tarde, Satanás alejó sin duda a la pobre muchacha del regazo materno para arrojarla en medio del camino de aquel hombre tentado, o, para decirlo todo, perdido y desesperado. A medida que la muchacha se acercaba, el espíritu maligno le susurraba que concentrase en un espacio reducido y vertiese en su tierno pecho la semilla del mal que con toda seguridad había de florecer tenebrosamente y producir pronto sus negros frutos. Tal era su sensación de poder sobre aquella alma virginal y confiada que el pastor se sintió con fuerza suficiente para arruinar todo el campo de inocencia con solo una mirada perversa, y hacer germinar los sentimientos opuestos con una sola palabra. Así pues, en medio de la mayor batalla que hasta entonces sostuvo, embozó el rostro en su capa y apresuró el paso, sin dar muestras de reconocerla y dejando que la joven juzgara su descortesía como pudiese. Ella hurgó en su conciencia, llena de pequeñas cosas inofensivas, como su bolso y su cesta de labores, y la pobre se reprendió por mil faltas imaginarias; a la mañana siguiente cumplió con sus deberes domésticos con los párpados inflamados por el llanto.
Antes de que el pastor tuviera tiempo de celebrar su victoria sobre esta última tentación, sintió un nuevo impulso, más absurdo y casi más horrible que los anteriores. Consistió en pararse en el camino y —nos sonrojamos al decirlo— enseñar unas cuantas palabrotas a un grupo de niños puritanos que estaban jugando y que habían empezado a balbucear hacía poco tiempo. Cuando desistió de semejante monstruosidad por considerarla indigna de sus hábitos, topó con un marinero borracho que pertenecía a la tripulación del barco llegado del Caribe. Entonces, después de haber vencido las anteriores maldades con tanta valentía, el pobre Mr. Dimmesdale sintió deseos, al menos, de estrechar la mano de aquel alquitranado tunante y divertirse con las groseras bromas habituales de los marineros licenciosos y con su sarta de buenas y sólidas blasfemias, rotundas y sacrílegas. Si logró sobreponerse a esta última crisis se debió, más que a sus mejores principios, a su buen gusto natural en parte, y más todavía al decoro debido a sus hábitos.
—¿Qué es lo que me acosa y tienta de este modo? —se dijo finalmente el pastor, deteniéndose en la calle y golpeándose la frente con su mano—. ¿Estoy loco acaso? ¿O he caído en las garras del maligno? ¿Hice en el bosque un contrato con él, firmándolo con mi sangre? ¿Y me obliga ahora a cumplirlo, sugiriéndome la ejecución de todas las maldades que su asquerosa imaginación puede concebir?
En el mismo momento en que el reverendo Mr. Dimmesdale hablaba consigo mismo y se golpeaba la frente con la mano, acertó a pasar por allí la vieja Mistress Hibbins, la conocida dama-bruja. Iba vestida con gran aparato: llevaba peinado alto, una rica túnica de terciopelo y una gola planchada con el famoso almidón amarillo cuyo secreto le fuera enseñado por Ann Turner, su gran amiga, antes de que esta buena señora fuera ahorcada por el asesinato de Sir Thomas Overbury. Puede ser que la bruja leyera los pensamientos del pastor, puede que no; lo cierto es que se detuvo de pronto, le miró astutamente, sonrió con malicia y, aunque poco dada a hablar con el clérigo, se dirigió a él.
—Así que ha visitado usted el bosque, reverendo —observó la dama-bruja haciendo oscilar hacia él su alto peinado—. Le ruego que la próxima vez me avise con tiempo suficiente, porque será un honor para mí acompañarle. Sin que suponga alabanza excesiva, debo decirle que mi intervención ayuda mucho a que los forasteros sean bien recibidos por el dueño y señor de esas tierras.
—Por mi honor y mi conciencia le confieso, señora —respondió el clérigo con la grave cortesía que exigía el rango de la dama, y a la que le obligaba su buena educación—, que estoy totalmente confundido sobre el sentido de sus palabras. No fui al bosque en busca de su dueño y señor, ni tengo intención de visitarle en el futuro con la idea de granjearme el favor de ese personaje. Mi único propósito fue saludar a mi virtuoso amigo el apóstol Eliot, y alegrarme con él por las muchas almas preciosas que ha rescatado del paganismo.
—¡Ja, ja, ja! —cacareó la vieja dama-bruja, que seguía haciendo oscilar su peinado ante el pastor—. Bien, muy bien, tenemos que hablar así a plena luz. Es usted perfecto fingiendo. Pero, a medianoche, y en el bosque, ya hablaremos de otro modo.
Y siguió camino con su majestuosa ancianidad, pero volviendo a menudo la cabeza para sonreírle, como quien desea reconocer una secreta intimidad de unión.
—¿Será verdad que me he vendido al espíritu maligno —pensó el pastor—, a quien, si los rumores dicen la verdad, esta vieja bruja de gola amarilla y terciopelo ha escogido por amo y señor?
¡Pobre pastor! ¡Había hecho un pacto muy parecido! Tentado por un sueño de felicidad, se había entregado con intención deliberada, como nunca antes hiciera, a lo que sabía que era pecado mortal. Y el infeccioso veneno de aquel pecado se había difundido rápidamente por todo su sistema moral, había adormecido todos sus buenos impulsos y despertado vivamente la caterva entera de todos los malos. Desprecio, amargura, maldad sin motivo, deseo gratuito de hacer daño, de ridiculizar cuanto era bueno y santo, todos despertaron para tentarle, incluso aunque le asustaban. Y su encuentro con la vieja Mistress Hibbins, en caso de haber ocurrido realmente, no hizo sino demostrar su simpatía y compañerismo con los mortales malvados y el mundo de los espíritus perversos.
Mientras tanto había alcanzado su casa, en un extremo del cementerio, y, corriendo escaleras arriba, se refugió en su gabinete. El pastor se alegró de haber llegado hasta aquel refugio sin haberse traicionado ante el mundo con alguna de aquellas malvadas excentricidades a las que se había visto impulsado cuando caminaba por las calles. Entró en su cuarto habitual y vio a su alrededor los libros, sus ventanas, la chimenea y el confortable aspecto de las tapizadas paredes, con la misma percepción de extrañeza que le acosaba durante su caminata desde la hondonada del bosque hasta el pueblo, y dentro de sus calles. Allí se había dedicado a estudiar y a escribir; allí había hecho ayunos y vigilias de las que había salido medio muerto; allí había tratado de rezar; allí había sufrido cien mil agonías. ¡Allí estaba la Biblia, en aquel rico hebreo antiguo, con Moisés y los profetas dirigiéndose a él, y la voz de Dios en todo! Allí, sobre la mesa, junto a la pluma mojada en tinta, estaba el sermón inconcluso, con una frase interrumpida a medias en el lugar donde sus pensamientos dejaron de derramarse sobre la página dos días antes. Sabía perfectamente que era él, el delgado y pálido pastor, el que había hecho y sufrido aquellas cosas, el que había escrito hasta aquel punto el Sermón de las Elecciones. Pero tenía la impresión de hallarse fuera, mirando su antiguo ser con una curiosidad desdeñosa y apiadada, aunque a la vez con cierta envidia. ¡Aquel ser había desaparecido! Del bosque había vuelto otro hombre más sabio, dotado de un conocimiento de misterios ocultos que la simplicidad del primero nunca habría podido alcanzar. ¡Qué clase de sabiduría tan amarga!
Cuando estaba ocupado en estas reflexiones, llamaron a la puerta del estudio y el pastor dijo: «¡Entre!», sin estar del todo seguro de que el visitante pudiera ser un espíritu maligno. Y lo era. Fue Roger Chillingworth quien entró. El clérigo permaneció, pálido y mudo, con una mano sobre las Escrituras hebreas y la otra extendida sobre el pecho.
—Bienvenido a casa, reverendo —dijo el médico—. ¿Cómo encontró usted a ese santo varón, al apóstol Eliot? Pero me parece, querido amigo, que está usted muy pálido, como si el viaje a través del bosque le hubiera resultado demasiado penoso. ¿No le será necesaria mi ayuda para fortalecer su corazón y animarle a predicar su Sermón de las Elecciones?
—No, creo que no —contestó el reverendo Mr. Dimmesdale—. El viaje, la contemplación de ese santo apóstol y el aire libre que he respirado me han hecho mucho bien, después de estar tanto tiempo encerrado en mi estudio. No creo que vuelva a necesitar sus drogas, amigo mío, por buenas que resulten y por más amistosa que sea la mano que me las administre.
Durante todo ese tiempo, Roger Chillingworth había estado observando al pastor con la grave e intensa mirada con que un médico observa a su paciente. Pero, a pesar de las apariencias, este último estaba convencido de que el viejo sabía, o por lo menos sospechaba, su entrevista con Hester Prynne. El médico supo entonces que, a ojos del pastor, no sería por más tiempo un amigo de confianza, sino su peor enemigo. Una vez sabido todo esto, resultaba lógico que una parte al menos fuera dada a entender. ¡Qué extraño, sin embargo, el largo tiempo que a veces necesitan las cosas para convertirse en palabras! ¡Y qué singular la seguridad con que dos personas que pretenden evitar ciertos temas pueden acercarse hasta su misma orilla y retirarse sin abordarlos! Por eso el pastor no temía que Roger Chillingworth abordase, con palabras expresas, la auténtica posición que mantenían el uno respecto al otro. Sin embargo, el médico, con su estrategia tenebrosa, se arrastró temerariamente hasta muy cerca del secreto.
—¿No sería mejor —dijo— que hiciese usted uso de mis pobres conocimientos esta noche? Hemos de intentar por todos los medios, apreciado señor, que se sienta usted fuerte y vigoroso para el Sermón de las Elecciones. La gente espera grandes cosas de usted, pues teme que llegue otro año y que su pastor se haya ido.
—Sí, al otro mundo —contestó el pastor con piadosa resignación—. Ojalá sea un mundo mejor, porque, la verdad sea dicha, no creo que pueda acompañar a mis feligreses durante las veloces estaciones de otro año más. Pero, por lo que se refiere a sus medicinas, estimado señor, el estado actual de mi cuerpo no las necesita.
—Me alegra oírlo —respondió el médico—. Quizá mis remedios, tanto tiempo administrados en vano, empiecen ahora a producir el debido efecto. ¡Qué feliz me sentiría, y cómo merecería la gratitud de Nueva Inglaterra si lograse realizar esta curación!
—Yo se lo agradezco de todo corazón, atento amigo —dijo el reverendo Mr. Dimmesdale con sonrisa solemne—. Se lo agradezco y sólo puedo pagarle sus buenas obras con mis oraciones.
—¡Las oraciones del justo son recompensa de oro! —añadió el anciano Roger Chillingworth disponiéndose a salir—. ¡Sí, son la moneda de oro de la Nueva Jerusalén, con el cuño del mismísimo rey en ella!
Una vez solo, el pastor llamó a un criado de la casa y le pidió comida que, tras serle puesta, devoró con voraz apetito. Después, arrojando al fuego las páginas ya escritas del Sermón de las Elecciones, empezó inmediatamente otro que escribió con tanta fluidez de pensamiento y emoción que él mismo llegó a creerse inspirado, maravillándose únicamente de que el cielo juzgase adecuado transmitir la música grandiosa y solemne de sus oráculos a través de un órgano tan viciado como él. Sin embargo, dejando que el misterio se resolviera por sí solo, o no se resolviera nunca, continuó su tarea con prisa llena de ansiedad y en medio del éxtasis. La noche transcurrió en un vuelo, como si fuera un corcel alado y él lo cabalgase; llegó la mañana mostrando su rubor a través de los cortinajes y, finalmente, la salida del sol lanzó sobre el gabinete un resplandor dorado que inundó los ojos deslumbrados del clérigo. Allí seguía él, con la pluma todavía entre los dedos y un abundante rimero de cuartillas escritas delante de sus ojos.