13. - Otro aspecto de Hester
13. - Otro aspecto de Hester
En la última y singular entrevista que Hester Prynne mantuvo con Mr. Dimmesdale, quedó impresionada por el estado de salud en que el clérigo se hallaba. Sus nervios parecían estar completamente agotados. Su energía moral se había reducido a la debilidad de un niño. Se arrastraba desvalido por el suelo, a pesar de que sus facultades intelectuales seguían manteniendo su vigor primitivo, o tal vez habían adquirido una energía malsana que sólo la enfermedad podía haberle otorgado. Dado que conocía una serie de circunstancias ignoradas por los demás, Hester podía inferir fácilmente que, dejando a un lado la legítima actividad de su propia conciencia, una terrible maquinaria lo aplastaba bajo su peso y seguía funcionando contra el bienestar y la tranquilidad de Mr. Dimmesdale. Conociendo lo que aquel hombre miserable y perdido había sido en el pasado, su alma entera se conmovía ante el convulso terror con que había acudido a ella, a la mujer proscrita, en busca de amparo frente al enemigo que su instinto había descubierto. Decidió que, a pesar de todo, el pastor tenía derecho a la mayor de las ayudas de su parte. Poco habituada, por su largo apartamiento de la sociedad, a medir sus ideas sobre el bien o el mal por cualquier patrón externo a ella misma, Hester vio, o le pareció ver, que tenía con el clérigo una responsabilidad que no debía a ninguna otra persona ni al mundo entero. Todos los eslabones que la unían al resto de la humanidad —ya fueran eslabones de flores, de seda, de oro, o de cualquier otra materia— habían sido rotos. Aquel, sin embargo, era el eslabón de hierro del crimen cometido en común, que ni él ni ella podían romper. Como todas las demás ataduras, traía consigo sus obligaciones.
Hester Prynne no ocupaba exactamente la misma posición en que la vimos durante el primer período de su ignominia. Los años llegaron y pasaron. Perla tenía ahora siete años. Con la letra escarlata sobre el pecho, resplandeciente en su fantástico bordado, su madre ya se había convertido en un personaje familiar para la gente del pueblo. Como suele ocurrir cuando una persona ocupa un lugar prominente ante una comunidad y, al mismo tiempo, no interviene ni en los intereses ni en las conveniencias públicas o privadas, a Hester Prynne la rodeaba una especie de general estima. La naturaleza humana tiene a su favor una cualidad: si no entra en juego su egoísmo, ama con más facilidad que odia. Mediante un proceso gradual y tranquilo, el odio puede transformarse en amor, a menos que ese cambio se vea impedido por la constante irritación de un primitivo sentimiento de hostilidad. En el caso de Hester Prynne no había irritación ni molestias. Nunca se enfrentó a la muchedumbre; al contrario, se sometió sin queja a su peor maltrato; no exigió nada en pago de lo que había sufrido, no hizo diferencias con sus simpatías. Además, todos supieron apreciar la pureza intachable de su vida durante todos aquellos años en que había sido rechazada de la vida social para que purgase su infamia. Como ya no tenía nada que perder a los ojos de la humanidad, sin esperanzas y al parecer sin deseo de conquistar nada, sólo un auténtico respeto por la virtud podía ser lo que había devuelto a la pobre vagabunda al buen camino.
También resultaba evidente que, pese a carecer de cualquier título, incluso del más humilde, para intentar participar en los privilegios del mundo —salvo el de respirar el aire de todos y ganarse el pan de cada día para la pequeña Perla y ella misma con el honrado trabajo de sus manos—, rápidamente admitía su hermandad con la raza humana cuando podía ayudar a alguien. Nadie tan dispuesto como ella para dar parte de su escasa subsistencia a cualquier pobre que se lo pidiese; incluso aunque el indigente de negro corazón pagase con escarnios el alimento llevado regularmente a su puerta o las ropas cosidas por unos dedos que podían haber bordado la túnica de un monarca. Nadie tan abnegado como Hester cuando la peste asolaba el pueblo. En tiempo de calamidades, fueran generales o individuales, la proscrita de la sociedad encontraba enseguida su puesto. Acudía a las casas ensombrecidas por la aflicción no como huésped, sino por derecho propio, como si sólo la lóbrega penumbra fuera el medio en que se le permitía relacionarse con sus semejantes. Ahí su letra roja resplandecía tranquilamente con sus rayos no terrenos. En todas partes el emblema del pecado era la bujía de la alcoba del enfermo: arrojaba incluso sus reflejos sobre los últimos instantes del sufriente a través de la frontera del tiempo, le mostraba el sitio donde posar el pie cuando la luz de la tierra iba desvaneciéndose y la luz del otro mundo empezaba a llegarle. En tales ocasiones, la naturaleza de Hester se mostraba cálida y abundante, un manantial de humana ternura, indefectible ante una necesidad verdadera, e inagotable por más larga que fuese. Su pecho, con la enseña de la vergüenza, era la almohada más blanda para cualquier cabeza que necesitase una. Se había consagrado a sí misma como hermana de la caridad, o, mejor dicho, la había consagrado como tal la pesada mano del mundo, cuando ni el mundo ni ella pretendían ese resultado. La letra era el símbolo de su vocación. Encontraban en ella tanta esperanza, tanto poder para obrar y para comprender que muchos se negaban a interpretar en la letra A su sentido original. Decían que significaba Aptitud; tan fuerte era Hester Prynne con su vigor de mujer.
Sólo era recibida en las casas cuando caía la oscuridad. Al volver el nuevo día, ella ya no estaba allí. Su sombra se esfumaba por los umbrales. La atenta inquilina se había ido, sin volver la cabeza para recoger el galardón de la gratitud, si alguna había en los corazones de aquellos a los que tan celosamente había servido. Cuando se los encontraba por la calle, nunca levantaba la cabeza para recibir su saludo. Si se decidían a abordarla, ella ponía su dedo sobre la letra escarlata y seguía su camino. Podía ser orgullo, pero se parecía tanto a la humildad que obraba con toda la suave influencia de esta última cualidad en la cabeza de las personas. El temperamento de la gente es despótico; es capaz de negar la justicia que a todos corresponde si se exige enérgicamente como un derecho; pero con la misma frecuencia otorga más que justicia cuando la demanda se hace, como gusta a los déspotas, dejándola enteramente en manos de su generosidad. Interpretando la conducta de Hester Prynne como una demanda de ese género, la sociedad se inclinaba a mostrar a su antigua víctima un semblante más benigno que el que ella procuraba conseguir o tal vez mereciese.
Las autoridades y los hombres sabios e ilustrados de la comunidad tardaron más que el pueblo en reconocer la influencia de las buenas cualidades de Hester. Los prejuicios que compartían con él estaban reforzados en ellos por la armazón de hierro de la razón, que volvía más difícil su rechazo. Día a día, sin embargo, sus rígidas y agrias arrugas iban relajándose en algo que, con el paso de los años, podía convertirse en expresión de cierta benevolencia. Es lo que ocurría con los hombres de rango a quienes su eminente posición imponía la tutela de la moral pública. Pero, para entonces, la gente, en su vida cotidiana, ya había perdonado a Hester Prynne su flaqueza; más aún, habían empezado a mirar la letra escarlata como un emblema no de aquel único pecado por el que sufría tan larga y monótona penitencia, sino como el emblema de las muchas obras buenas hechas desde entonces. «¿Ve usted a aquella mujer con el emblema bordado?» —solían decir a los forasteros—. «Pues es nuestra Hester, la Hester de nuestro pueblo, que socorre a los pobres, auxilia a los enfermos y conforta a los afligidos». Cierto que, luego, la propensión de la naturaleza humana a contar lo peor de sí misma cuando se trata de otra persona, les obligaba a susurrar en voz baja el negro escándalo de los tiempos pasados. No es menos cierto, sin embargo, que a los ojos de los mismos hombres que así hablaban, la letra escarlata producía el mismo efecto de la cruz en el pecho de una monja. Otorgaba a su portadora una especie de carácter sagrado que le permitía caminar segura en medio de cualquier clase de peligros. De haber caído entre forajidos, la letra la hubiese salvado. Se contaba, y eran muchos los que lo creían, que un indio había disparado una flecha contra la letra, y que el proyectil dio en el blanco, pero cayó al suelo sin producir ningún daño.
El efecto de aquel símbolo —o, mejor, de la posición respecto a la sociedad que indicaba— era poderoso y peculiar en la mente de la propia Hester Prynne. Toda la alegría y la gracia deliciosa de su carácter se había consumido en el calor de aquella marca abrasadora: su temperamento había terminado por tener un contorno escueto y severo que podía llegar a ser repulsivo y que ya había repelido a los amigos o compañeros que tenía. Hasta el atractivo de su persona había sufrido un cambio semejante. Quizá se debiera en parte a la estudiada austeridad de su atuendo y en parte a la falta de calor en sus modales. También era triste la transformación que produjo su abundante y hermosa cabellera al ser cortada o escondida de forma tan completa bajo un gorro que ni uno de sus resplandecientes rizos volvió a brillar a la luz del sol. Se debía en parte a todas estas causas, pero también a algo más: a que en el rostro de Hester no había nada que inspirase amor; en la figura de Hester, aunque majestuosa y semejante a una estatua, no había nada que permitiera a la pasión soñar con su abrazo; y tampoco había nada en el pecho de Hester que pudiera convertirlo de nuevo en la almohada del cariño. En ella había desaparecido no sé qué atributo cuya permanencia era esencial para seguir siendo mujer. Ése es frecuentemente el destino, ése el duro desarrollo del carácter y la personalidad femeninos cuando la mujer ha encontrado y vivido una experiencia de particular crueldad. Si es todo ternura, tiene que morir. Si sobrevive, la ternura resultará completamente aplastada o —y en este caso la apariencia exterior es la misma— tan hundida en su corazón que nunca volverá a salir de ese abismo. Tal vez sea esta última la teoría más cierta: la que una vez ha sido mujer y ha dejado de serlo, podrá volver a ser mujer en cualquier momento siempre que haya un toque mágico para realizar la transfiguración. Veremos si Hester Prynne recibió más tarde ese toque, y si fue transfigurada.
Mucha de la frialdad marmórea de la impresión que Hester causaba debía atribuirse a una circunstancia: a que, en gran medida, su vida había cambiado la pasión y el sentimiento por la razón. Sola en el mundo —sola por lo que se refiere a cualquier tipo de dependencia en sociedad, y con la pequeña Perla bajo su cuidado y protección, sola y sin esperanzas de recuperar su posición, aunque no había desdeñado considerarla deseable—, echó fuera de su vida los fragmentos de la cadena rota. La ley del mundo no era ley para su inteligencia. Eran unos tiempos en que el intelecto humano, recién emancipado, había conseguido un rango más activo y desarrollado que durante muchos siglos anteriores. Hombres de armas habían derrocado a nobles y a reyes. Hombres más intrépidos que aquéllos habían derrocado y reorganizado —no de hecho, sino en el ámbito de la teoría, que era su morada más verdadera— el sistema entero de los antiguos prejuicios, a los que estaban ligados muchos de los antiguos principios. Hester Prynne estaba imbuida de ese espíritu. Asumió una libertad de pensamiento, bastante común entonces al otro lado del Atlántico, pero que nuestros antepasados, de haberla conocido, la hubiesen considerado como un crimen más horrendo que aquel que estigmatizaba la letra escarlata. En su cabaña solitaria, junto a la playa, la visitaban unos pensamientos que no se hubieran atrevido a entrar en ninguna otra morada de Nueva Inglaterra; huéspedes sombríos que hubieran sido para su anfitrión tan peligrosos como demonios, de haberlos visto tan sólo llamar a su puerta.
Resulta notable que personas habituadas a teorizar con toda libertad se sometan a menudo sin rechistar a las normas externas impuestas por la sociedad. Les basta el pensamiento, sin necesidad de investirlo en la carne y la sangre de la acción. Eso parecía ocurrir con Hester. Sin embargo, si la pequeña Perla no hubiese llegado hasta ella desde el mundo espiritual, las cosas habrían sido muy distintas. Entonces podría haber pasado a la historia, de la mano de Anne Hutchinson, como fundadora de una secta religiosa. Podría haber sido, en una de sus fases, profetisa. Podría haber muerto, cosa nada improbable, condenada por los crueles tribunales de la época, por intentar socavar los cimientos de las instituciones puritanas. Pero, en la educación de su hija, el entusiasmo del pensamiento de la madre tenía algo de revancha. En la persona de la pequeña criatura, la Providencia había puesto a cargo de Hester el germen y el florecimiento de la feminidad, para que la criase y desarrollase en medio de un sinfín de obstáculos. Todo estaba contra ella. El mundo le era hostil. La misma naturaleza de la niña tenía algo raro que continuamente recordaba su malsano nacimiento —el flujo de la pasión criminal de la madre—, y que con frecuencia impulsaba a Hester a preguntarse, con amargura de corazón, si aquella pobre criatura había nacido para bien o para mal.
En realidad, esa misma pregunta sombría asaltaba a menudo su mente, referida a todo el sexo femenino. ¿Merecía la pena aceptar la existencia, incluso a las más felices? Por lo que se refería a la suya propia, hace mucho tiempo que su respuesta era negativa y había abandonado el asunto dándolo por concluido. Aunque cierta tendencia a la conjetura pueda tranquilizar a una mujer, como ocurre con los hombres, la vuelve triste porque tal vez comprende que tiene por delante una tarea desesperada. Como primer paso, todo el sistema social debe ser destruido para luego ser construido de nuevo. Entonces, la naturaleza misma del sexo opuesto, o su larga costumbre hereditaria que ha llegado a convertirse en naturaleza, debe ser modificada en su esencia antes de que a la mujer pueda permitírsele asumir lo que parece una posición buena y conveniente. Por último, una vez evitadas las demás dificultades, las mujeres no pueden aprovecharse de todas esas reformas preliminares hasta que ellas mismas hayan sufrido un cambio todavía mayor; y tal vez en ese proceso resulte evaporada la esencia etérea que constituye su verdadera vida. La mujer nunca llega a superar esos problemas mediante el pensamiento. No puede resolverlos de ninguna forma, o sólo de una. Si su corazón consigue sobreponerse a todo, los problemas desaparecen. Así, Hester Prynne, cuyo corazón había perdido su latido regular y saludable, vagaba sin guía por el oscuro laberinto de su mente, retrocediendo unas veces ante un precipicio insuperable, o apartándose otras de una profunda sima. A su alrededor había un paisaje violento y horrible que no le ofrecía en ninguna parte el calor de un hogar. A veces de su alma se apoderaba un dilema terrible: ¿no sería mejor enviar inmediatamente al cielo a Perla y encaminarse ella misma hacia el destino que la Justicia Eterna le había adjudicado?
La letra escarlata no había cumplido su misión.
Sin embargo, su entrevista con el reverendo Mr. Dimmesdale la noche de su vigilia le había proporcionado nuevo tema de reflexión, y le había adjudicado un objetivo que le parecía digno de cualquier esfuerzo y sacrificio. Había visto con sus propios ojos la profunda miseria contra la que luchaba el pastor, o, para expresarlo de modo más preciso, contra la que había dejado de luchar. Vio que el clérigo estaba al borde de la locura, si es que aún no había traspasado sus umbrales. No había duda de que la dolorosa eficacia que pudiera haber en el secreto aguijón de su remordimiento era menor que el veneno instilado en él por la mano que se ofrecía para curarle. A su lado siempre había tenido un enemigo secreto que, fingiendo amistad y ayuda, había aprovechado las oportunidades que se le ofrecían para falsear la delicada marcha de la naturaleza de Mr. Dimmesdale. Hester no podía dejar de preguntarse si desde el principio no habría habido, de su parte, una falta de verdad, de valor y de lealtad, al permitir que el pastor fuera arrojado a una situación de la que tanto mal podía temerse y tan poco bien esperarse. Su única justificación era la de no haber encontrado mejor modo de evitarle una ruina mucho más terrible que la que se había abatido sobre ella misma que sometiéndose al plan de disfraz de Roger Chillingworth. Bajo ese impulso, le habían hecho elegir, y ella había elegido, la alternativa peor de las dos, como ahora resultaba evidente. Decidió redimir su error, hasta donde le fuera posible. Fortalecida por años de una prueba dura y solemne, ya no se sentía incapaz de luchar con Roger Chillingworth como aquella noche en la que, humillada por el pecado y medio enloquecida por la reciente ignominia, había conversado con él en la celda de la prisión. Desde entonces, ella había conseguido una posición más elevada. Y, por otra parte, el viejo había descendido más cerca de su nivel, o tal vez estuviera por debajo a causa del deseo de venganza que le rebajaba.
En suma, Hester Prynne decidió buscar a su antiguo marido y hacer cuanto estuviera en su mano para rescatar a la víctima que de forma tan evidente tenía cogida entre sus garras. La ocasión no tardó en presentarse. Una tarde, paseando con Perla por un apartado paraje de la península, divisó al viejo médico con una cesta en una mano y un bastón en la otra, encorvado sobre la tierra buscando las raíces y hierbas que le servían para confeccionar sus medicinas.