6. - Perla
6. - Perla
Hasta ahora apenas hemos hablado de la niña, de aquella criaturita cuya inocente vida había brotado, por el inescrutable decreto de la Providencia, como una flor hermosa e inmortal, de la fértil exuberancia de una pasión culpable. ¡Qué extraña le parecía a la triste mujer, cuando contemplaba su crecimiento, aquella belleza más brillante cada día, y la inteligencia que derramaba su temblorosa luz solar sobre las delicadas facciones de aquella niña! ¡Su Perla! Porque así la llamaba Hester, no porque ése nombre fuera expresivo de su aspecto, que no tenía nada del brillo tranquilo, blanco y desapasionado que pudiera inducir a la comparación. Puso el nombre de «Perla» a la niña por ser grande su precio, comprada a cambio de todo lo que poseía, el único tesoro de su madre. ¡Realmente, qué extraño! Los hombres habían marcado el pecado de aquella mujer con una letra escarlata de eficacia tan potente y desastrosa que ninguna simpatía humana podía alcanzarla, a menos de ser pecadora como ella. Como secuela directa del pecado que los hombres castigaban de esa forma, ¡Dios le había otorgado una hermosa niña cuyo sitio estaba en aquel mismo pecho deshonrado, para unir por siempre a su madre con la raza y descendencia de los mortales y ser, finalmente, un alma bendita en los cielos! Pero estos pensamientos influían sobre Hester Prynne con menos esperanza que aprensión. Sabía que había obrado mal; no podía creer, por tanto, que pudiera ser bueno el fruto. Día tras día observaba llena de temor el desarrollo natural de la niña, siempre con miedo a descubrir alguna oscura y frenética peculiaridad derivada de la culpabilidad a la que debía su existencia.
No tenía, desde luego, ningún defecto físico. Por su forma perfecta, su vigor y la natural destreza en el uso de todos sus miembros todavía inexpertos, la niña merecía haber nacido en el Paraíso; merecía haber sido dejada en él, para ser juguete de los ángeles, luego que los primeros padres del mundo fueron expulsados. La niña poseía una gracia natural que no siempre coexiste con la belleza sin tacha; aunque fuera simple, su atuendo siempre daba la impresión al espectador de ser precisamente el que mejor podía sentarle. Pero la pequeña Perla no vestía ropas toscas. Con el morboso propósito que más adelante ha de comprenderse mejor, su madre solía comprar el género más rico que podía procurarse, y permitía a sus facultades inventivas desplegarse plenamente a la hora de bordar y adornar las ropas que su hija llevaba en público. Era tan espléndida su pequeña figura cuando así iba vestida, y tal el esplendor de la peculiar belleza de Perla brillando a través de vistosos ropajes que habrían apagado una hermosura más débil, que a su alrededor había un nítido círculo de luminosidad sobre el oscuro suelo de la cabaña. Pero un vestido tosco, roto y sucio por los frenéticos juegos de la niña, componía un cuadro igualmente perfecto. La apariencia de Perla estaba empapada en un hechizo de infinita variedad; en aquella niña única había muchas niñas, abarcando todo el abanico existente entre la belleza de flor silvestre de la hija de un aldeano y la pompa, en pequeño, de una princesita. Sin embargo, en todas esas niñas había un rasgo de pasión, cierta profundidad de color que nunca perdía; y si, en algunos de sus cambios, se hubiera debilitado o palidecido, habría dejado de ser ella misma, ya no sería por más tiempo Perla.
Esta mutabilidad externa señalaba, aunque no la expresara con claridad, la diversidad de la riqueza de su vida interior. Además, su naturaleza parecía poseer tanta profundidad como variedad; pero, a menos que los temores de Hester la engañasen, carecía de puntos de referencia y adaptación al mundo en que había nacido. La niña no se sometía a ninguna regla. Al darle la vida se había roto una ley esencial; y el resultado era un ser cuyos elementos tal vez fueran hermosos y brillantes, pero estaban en completo desorden, o con un orden peculiar en el que resultaba difícil o imposible descubrir el punto de variación y ordenamiento. Hester sólo podía comprender el carácter de la niña —e incluso en ese caso de forma vaga e imperfecta— recordando lo que ella misma había sido durante el momentáneo período en que Perla alimentaba su alma con el mundo espiritual y la estructura de su cuerpo con su materia terrena. Los rayos de su vida moral habían pasado a la nonata criatura a través del temperamento apasionado de la madre; mas, para ser originariamente blancos y límpidos, habían adquirido las profundas manchas de carmín y oro, el brillo ardiente, la negrura sombría y la inmoderada luz de la sustancia intermedia. Por encima de todo, en Perla se había perpetuado la lucha que en aquella época soportaba el espíritu de Hester. Podía reconocer en ella sus modales rudos, desesperados y desafiantes, su temperamento caprichoso, e incluso algunas de las propias nubes de tristeza y desánimo que habían anidado en su corazón. Ahora estaban iluminados por el resplandor matinal de un carácter juvenil, pero más tarde, durante la jornada de la existencia terrena, podrían ser fecundos en tormentas y torbellinos.
En aquellos tiempos la disciplina familiar era mucho más rígida que ahora. Los enfados, las duras reprimendas, la frecuente aplicación de la varita de azotes, prescrita por la autoridad de la Biblia, se usaban no simplemente como meros castigos por ofensas presentes, sino como un régimen saludable para el desarrollo y promoción de las virtudes infantiles. Hester Prynne, sin embargo, madre solitaria de aquella hija única, corría pocos riesgos de adentrarse por los caminos de una severidad inmerecida. Consciente, no obstante, de sus propios errores y desgracias, trató de imponer pronto un suave aunque estricto control a la niña que tenía a su cargo. La tarea era superior a sus fuerzas. Después de probar con sonrisas y regañinas, y comprobando que ninguno de los dos medios ejercía influencia apreciable, Hester se vio obligada a desistir y dejar que la niña se dejara llevar por sus propios impulsos. La coacción física o el consejo sólo surtían efecto mientras duraban. Cualquier otra clase de castigo, ya fuera dirigido contra su mente o contra su corazón, hacía o dejaba de hacer efecto en la pequeña Perla según el capricho que la dominaba en el momento. Cuando Perla era todavía muy pequeña, su madre se había acostumbrado a reconocer cierta mirada peculiar que le avisaba cuando era inútil insistir, tratar de persuadir o rogar. Era una mirada tan inteligente, tan inexplicable, tan perversa, tan malvada a veces, aunque acompañada generalmente de un frenético derroche de energía, que Hester no podía dejar de preguntarse en esos momentos si Perla era una criatura humana, le parecía más bien un espíritu del aire que, después de entretenerse con sus fantásticos juegos durante un rato a la puerta de la cabaña, desaparecería con una sonrisa burlona. Cuando aquella mirada brotaba en sus ojos feroces, brillantes y profundamente negros, la revestía de una extraña lejanía e intangibilidad; era como si flotase en el aire y pudiera esfumarse, como una vacilante luz de la que no sabemos de dónde viene ni tampoco adónde va. Al verla entonces, Hester se veía obligada a correr tras la niña, a perseguir al pequeño elfo en el vuelo que invariablemente emprendía, a cogerla en su pecho para estrecharla con fuerza y cubrirla de besos, no tanto por amor desbordante como para estar segura de que Perla era de carne y sangre, y no una ilusión. Pero cuando la atrapaba, la risa de Perla, aunque llena de alegría y de música, sembraba en su madre más dudas que antes.
Descorazonada ante este desconcertante e incomprensible hechizo que se interponía a menudo entre ella y su único tesoro, que le había costado tan caro y que era todo su mundo, Hester solía derramar ardientes lágrimas. Entonces, tal vez —porque era imposible saber cómo le afectarían las lágrimas de su madre—, Perla fruncía el ceño, apretaba sus pequeños puños y se endurecían sus pequeñas facciones mostrando un antipático gesto de desagrado. Algunas veces, aunque pocas, volvía a reírse, incluso con más fuerza que antes, como un ser que fuera incapaz de sentir la incomprensible tristeza humana. O era presa de rabiosas convulsiones de pesadumbre —aunque sucedía en rarísimas ocasiones—, y entonces declaraba el amor por su madre entre sollozos, con palabras entrecortadas, dando la impresión de intentar demostrar que tenía corazón, porque se le partía. Pero Hester apenas confiaba en aquella ternura a rachas, porque pasaba con la misma rapidez con que venía. Al reflexionar sobre todas estas cosas, la madre tenía la sensación de haber evocado un espíritu, pero que, por algún fallo en el proceso del conjuro, no había acertado a formular la palabra clave para controlar aquella inteligencia nueva e incomprensible. Su único consuelo real era cuando la niña caía en la placidez del sueño. Entonces estaba segura de ella, y saboreaba horas de una felicidad tranquila, triste y deliciosa; hasta que la pequeña Perla despertaba, quizá con aquella perversa expresión brillando bajo sus párpados entreabiertos.
¡Qué pronto, con qué extraña rapidez, realmente, llegó Perla a una edad en que fue capaz de relacionarse socialmente, más allá de la sonrisa siempre atenta y las palabras sin sentido de su madre! Y, entonces, ¡qué felicidad habría sentido Hester Prynne de haber podido oír su clara voz de pájaro mezclada a la algarabía de otras voces infantiles, y distinguir y desentrañar los tonos de su hijita entre el confuso griterío de un grupo de niños jugando! Pero eso no ocurriría nunca. Perla había nacido desterrada del mundo infantil. Un duendecillo del mal, emblema y producto del pecado, no tenía derecho a mezclarse con los niños bautizados. Nada tan sorprendente como el instinto, eso parecía, con que la niña comprendió su soledad, aquel destino que había trazado a su alrededor un círculo inviolable, la total singularidad, en suma, de su posición respecto a los demás niños. Nunca, desde su salida de prisión, se había enfrentado Hester a la mirada pública sin ella. En todos sus viajes al poblado la acompañaba Perla; al principio, como bebé, en sus brazos, y más tarde, como niña pequeña, acompañando a su madre, cogida a un dedo con toda la manita y caminando a su lado con tres o cuatro pasos por cada uno de Hester. Veía a los niños del poblado en las cunetas llenas de hierba de las calles, o en los umbrales de sus casas, divirtiéndose según los sombríos cánones que la educación puritana permitía; jugando a ir a la iglesia, tal vez; o a azotar a los cuáqueros, o a arrancar el cuero cabelludo a los indios en simulacros de pelea, o a espantarse unos a otros con monstruos, como si fuera brujería. Perla los veía y contemplaba intensamente, pero nunca trató de hacer amistad con ellos. Si la hablaban, no respondía. Si los niños la rodeaban, como a veces hacían, Perla se enfurecía de forma terrible y recogía piedras para tirárselas en medio de chillidos y exclamaciones incoherentes que hacían temblar a su madre, porque sonaban igual que anatemas de brujo en una lengua desconocida.
Lo cierto es que aquellos pequeños puritanos, pertenecientes a la generación más intolerante que nunca existió, habían adquirido una vaga idea de que, en la madre y en la hija, había algo raro, algo sobrenatural, o algo que se salía de las costumbres; por eso, en su fuero interno, las despreciaban, dando a entender frecuentemente ese desprecio con insultos. Perla comprendía esos sentimientos, y correspondía a ellos con el odio más amargo que pueda suponerse capaz de anidar en un corazón infantil. Los estallidos de su feroz temperamento tenían una especie de valor, e incluso servían de consuelo a su madre, porque al menos había en aquellos arrebatos una vivacidad inteligible, en vez del vacilante capricho que con tanta frecuencia surgía en el comportamiento de la niña. Le asustaba, sin embargo, vislumbrar de nuevo en ellos un reflejo sombrío de la maldad que en ella misma había existido. Perla había heredado toda aquella hostilidad y todo aquel apasionamiento, por derecho inalienable, del corazón de Hester. Madre e hija permanecían juntas en el mismo círculo de reclusión de la sociedad humana; y en la naturaleza de la niña parecían perpetuarse aquellos elementos perturbadores que habían aturdido a Hester Prynne antes del nacimiento de Perla, pero que desde ese momento empezaron a calmarse con las suaves influencias de la maternidad.
Dentro de casa y alrededor de la cabaña materna, a Perla no le faltaba un amplio y variado círculo de amistades. El hechizo de la vida brotaba de su espíritu siempre creativo para comunicarse a mil objetos, de la misma forma que una antorcha prende una rama allí donde se aplique. Los materiales más inverosímiles, un palo, un lío de trapos, una flor, eran las muñecas de la brujería de Perla, y, sin tener que sufrir ningún cambio externo, se adaptaban espiritualmente a cualquier acción dramática que ocupara el escenario de su mundo interior. Su propia vocecita infantil servía a multitud de personajes imaginarios, viejos y jóvenes, para hablar con ellos. Los pinos, viejos, negros y solemnes, que exhalaban quejas y otros melancólicos sonidos con la brisa, exigían poca transformación para encarnar a ancianos puritanos; las plantas más horribles del jardín eran sus hijos: Perla las aplastaba y arrancaba de raíz sin compasión. Era maravillosa la gran variedad de formas que adoptaba su inteligencia, de forma discontinua, desde luego, pero saltando y bailando siempre en un estado de actividad preternatural —cayendo pronto agotada, como si quedara exhausta por tan rápida y febril marea de vida—, al que seguían otras formas de una energía salvaje similar. A nada se parecía tanto como al juego fantasmagórico de la aurora boreal. En el mero ejercicio de la fantasía, sin embargo, y en el retozo de su mente en desarrollo, tal vez había poco más que lo que podía observarse en otros niños de brillantes facultades, excepto que Perla, por falta de compañeros de juego, se abandonaba más al tropel de visiones que ella misma creaba. Lo singular era los sentimientos hostiles con que la niña miraba todos esos frutos de su propio corazón y de su propia mente. Nunca daba vida a un amigo; siempre parecía estar sembrando a voleo dientes de dragón, de los que brotaba una cosecha de enemigos armados contra los que se apresuraba a guerrear. Era inexplicablemente triste —¡qué profunda tristeza para una madre que en su propio corazón sentía la causa!— observar en un ser tan joven aquel constante reconocimiento de la adversidad del mundo, y el feroz adiestramiento de unas energías que deberían otorgar el triunfo a su causa en la batalla que inexorablemente había de seguirse.
Contemplando a Perla, Hester Prynne abandonaba a menudo la costura sobre sus rodillas, y exclamaba, con una angustia que habría deseado mantener oculta, pero que brotaba por sí misma, a medias palabra y a medias gemido: «¡Oh Padre que estás en los cielos, si aún eres mi Padre, ¿qué clase de ser es éste que he traído al mundo?». Y Perla, al oír la exclamación, o al percibir a través de un canal más sutil aquellas vibraciones de angustia, volvía hacia su madre aquella carita vivaz y hermosa, sonreía con inteligencia de duendecillo y reanudaba sus juegos. Todavía queda por contar una peculiaridad del comportamiento de la niña. La primera cosa que vio en su vida, ¿qué fue?… No fue esa sonrisa de madre, a la que los niños de pecho suelen responder con un tenue embrión de sonrisa en su pequeña boca; sonrisa más tarde recordada a duras penas y que motiva profundas discusiones sobre si en realidad se trataba de una sonrisa. Nada de eso. El primer objeto del que Perla pareció darse cuenta fue —¿es necesario decirlo?— la letra escarlata sobre el pecho de Hester. Cierto día en que la madre se inclinaba sobre la cuna, los ojos de la niña quedaron prendidos en el brillante bordado de oro alrededor de la letra, y, alzando su manita, la agarró con fuerza, risueña, sin vacilación alguna, con un gesto decidido que prestó a su rostro la apariencia de una niña mucho mayor. Entonces Hester, tratando de respirar, cogió el fatal emblema intentando instintivamente arrancarlo: tan infinita fue la tortura que le produjo el roce inteligente de la manita de Perla. Como si el gesto de agonía de su madre sólo significase un intento de juego para ella, la pequeña Perla la miró a los ojos y sonrió. Desde esa época, salvo los momentos en que la niña estaba dormida, Hester nunca tuvo un instante de paz, ni un solo instante de alegría. Verdad es que a veces transcurrían semanas enteras sin que la mirada de Perla volviese a clavarse en la letra escarlata; pero cuando lo hacía, se quedaba absorta, como si recibiese el golpe de una muerte repentina, y siempre con aquella peculiar sonrisa y aquella extraña expresión de sus ojos.
Cierta vez, esa expresión fantástica y caprichosa se reflejó en los ojos de la niña cuando Hester contemplaba en ellos su propia imagen, como suelen hacer las madres; y súbitamente —pues las mujeres que viven solas y con el corazón inquieto se ven acosadas por incontables engaños ilusorios— imaginó que estaba viendo, no su propio retrato en miniatura, sino otra cara en el negro espejo de la mirada de Perla. Era una cara diabólica, llena de maldad risueña, y sin embargo muy parecida en sus facciones a otra que conocía sobradamente, aunque apenas sonreían y en ellos nunca había maldad. Era como si un espíritu maligno poseyera a la niña y se asomara entonces por sus ojos para hacerle muecas de burla. Aunque con menor nitidez, Hester se sintió torturada muchas veces por la misma ilusión.
Una tarde de cierto día de verano, cuando ya Perla había crecido lo suficiente para corretear sola, se entretenía cogiendo a puñados flores silvestres y arrojándolas, una tras otra, en el regazo de su madre, brincando a un lado y otro como un pequeño elfo cada vez que hacía blanco en la letra escarlata. La primera intención de Hester fue cubrirse el pecho cruzando las manos. Pero, fuese por orgullo, por resignación, o por pensar que acabaría antes su penitencia soportando aquel dolor indecible, resistió aquel impulso y permaneció sentada, muy erguida, pálida como la muerte, mirando con tristeza los ojillos feroces de Perla. Mientras, continuaban los disparos de la batería de flores, haciendo blanco casi siempre en la marca y cubriendo el pecho de su madre de heridas para las que no podía haber bálsamo en este mundo, ni tampoco sabía ella cómo buscarlo en el otro. Por fin, cuando agotó todos sus proyectiles, quedó la niña quieta contemplando fijamente a Hester con su imagen risueña de diablillo mirón —aunque la mirara o no, su madre así se lo imaginaba— desde el insondable abismo de sus ojos negros.
—Niña, ¿tú qué eres? —gritó la madre.
—¡Soy tu pequeña Perla! —respondió la niña.
Pero, mientras lo decía, Perla se echó a reír y empezó a bailar de un lado para otro con la graciosa gesticulación de un duendecillo cuyo próximo capricho podría ser salir volando por la chimenea.
—¿De verdad eres mi hija? —preguntó Hester.
No era una pregunta hecha al azar: en aquel instante, Hester la hizo en buena medida con auténtica preocupación; porque era tal la maravillosa inteligencia de Perla que su madre casi sospechaba que la niña estaba al tanto del secreto hechizo de su existencia, y podía revelárselo en ese momento.
—¡Sí, soy la pequeña Perla! —repitió la niña sin dejar de hacer sus gracias.
—¡Tú no eres mi hija! ¡Tú no eres mi Perla! —dijo la madre medio en broma, porque a veces la dominaba un impulso juguetón en medio de sus sufrimientos más profundos—. Dime entonces quién eres, y quién te envió aquí.
—¡Dímelo tú, madre! —dijo la niña muy seria, acercándose a Hester y apretándose contra sus rodillas—. Dímelo tú a mí.
—¡Tu Padre celestial te envió! —respondió Hester Prynne.
Pero lo dijo con una vacilación que no escapó a la agudeza de la niña. Ya fuera por su carácter imprevisible, o porque un espíritu maligno la impulsara, levantó su pequeño índice y tocó la letra escarlata.
—¡Él no me envió! —gritó con energía—. ¡Yo no tengo Padre Celestial!
—¡Calla, Perla, calla! ¡No debes hablar así! —contestó la madre reprimiendo un gemido—. Él nos ha enviado a todos a este mundo. Él me envió incluso a mí, tu madre, y por consiguiente a ti. Si no, tú, niña extraña y hechizada, ¿de dónde vienes?
—¡Dímelo tú! ¡Dímelo! —repetía Perla, aunque no con seriedad, sino riéndose y jugueteando por la sala—. ¡Tú eres quien debe decírmelo!
Pero Hester no podía contestar a esa pregunta, porque ella misma estaba hundida en un sombrío laberinto de dudas. Recordaba, con una sonrisa y un escalofrío al mismo tiempo, las murmuraciones de los vecinos del pueblo: buscando en todas partes, y en vano, una paternidad para la criatura, y observando alguno de sus extraños atributos, habían llegado a la conclusión de que la pobre y pequeña Perla era fruto del demonio: desde los viejos tiempos del catolicismo a veces se habían visto en la tierra otros semejantes, por obra del pecado de sus madres, con objeto de promover algún sucio y malvado propósito. Según las murmuraciones de monjes enemigos suyos, Lutero había sido un descendiente de esa raza infernal; y tampoco era Perla la única criatura a quien adjudicaban ese desfavorable origen los puritanos de Nueva Inglaterra.