23. - La revelación de la letra escarlata
23. - La revelación de la letra escarlata
La elocuente voz, sobre cuyo vuelo se habían mecido las almas del atento auditorio como sobre las hinchadas olas del mar, hizo por fin una pausa. Se produjo un momentáneo silencio, tan profundo como el que debía seguir a las palabras de los oráculos. Luego hubo un murmullo y un tumulto algo apagado, como si los oyentes, liberados de la alta velocidad que les había transportado a la región de otra mente, volviesen a sí mismos bajo el peso, todavía, de su pavor y maravilla. Un momento después la multitud empezó a traspasar las puertas de la iglesia. Ahora que había terminado, necesitaban otro aire, más adecuado para soportar la grosera vida diaria en la que volvían a caer que aquella atmósfera que el predicador había convertido en palabras de llama y que había cargado con la exquisita fragancia de su pensamiento.
Al aire libre su arrobamiento se convirtió en palabras. Todas las conversaciones de la calle y la plaza del mercado aplaudían, de un extremo al otro, al pastor. Sus oyentes no podían quedarse tranquilos hasta haber contado a los otros lo que cada uno sabía mejor que los demás. Según su unánime testimonio, nunca hombre alguno habló con un espíritu tan sabio, tan elevado y tan santo como el que mostró el pastor aquel día, ni nunca salió la inspiración de unos labios mortales de forma más natural que de los suyos. Su influencia podía verse como si descendiera sobre él, como si le poseyera, como si continuamente lo llevara más allá del sermón escrito que tenía delante y lo colmara de ideas que a buen seguro eran tan maravillosas para él como para su auditorio. Al parecer había hablado de la relación entre la Deidad y las comunidades humanas, con una referencia especial a la Nueva Inglaterra que ellos estaban plantando en medio de la selva. Y a medida que avanzaba hacia el final, una especie de espíritu profético descendió sobre él, obligándole a seguir sus propósitos con tanta fuerza como la que obligó a los antiguos profetas de Israel: con la sola diferencia de que, así como los videntes judíos profetizaron calamidades y ruina para su tierra, la misión del pastor fue predecir un alto y glorioso destino para el pueblo de Dios recientemente formado. Pero durante todo el sermón, a través de sus palabras se había filtrado una nota profunda y triste de patetismo que sólo podía interpretarse como el sentimiento natural de quien ha de morir pronto. Sí: su pastor, a quien tanto amaban, y que amaba a todos tanto que sólo podía encaminarse hacia el cielo con un suspiro, llevaba sobre sí una sentencia de muerte prematura y pronto habría de dejarles solos con su llanto. La idea de su estancia transitoria en la tierra llevó hasta su colmo el efecto que el predicador había causado, como si un ángel, de paso hacia los cielos, hubiese sacudido sus brillantes alas sobre la gente un momento —produciendo al mismo tiempo sombra y esplendor—, y hubiera derramado una lluvia de verdades de oro sobre sus cabezas.
De este modo le había llegado al reverendo Mr. Dimmesdale —como suele llegar a la mayoría de los hombres, en sus distintas esferas, aunque ese instante rara vez se reconoce como tal hasta que ha pasado— un período de vida más brillante y triunfal que ningún otro período anterior ni venidero. En aquel momento se encontraba en el ápice más alto a que los dones de la inteligencia, una amplia erudición, una elocuencia corriente y la reputación de la santidad más inmaculada, podían elevar a un clérigo en los primeros días de Nueva Inglaterra, cuando el carácter eclesiástico ya era por sí solo un alto pedestal. Ésa era la posición ocupada por el clérigo cuando, acabado el sermón del Día delas Elecciones, apoyó su frente sobre los cojines del púlpito. Y mientras, Hester Prynne seguía de pie junto al cadalso, con la letra escarlata abrasándole el pecho todavía.
Volvió a oírse el estruendo de la música, y el paso rítmico de la escolta militar saliendo de la iglesia. La procesión debía dirigirse entonces hacia al ayuntamiento del pueblo, donde un banquete solemne completaría las ceremonias de la jornada.
Así pues, de nuevo volvió a verse la fila de venerables y majestuosos patriarcas moviéndose en medio del amplio camino abierto entre la multitud que se apartaba respetuosamente a ambos lados, mientras el gobernador y los magistrados, los hombres ancianos y sabios y los santos clérigos, y todas las personalidades que gozaban de prestigio y fama, avanzaban en medio de ellos. Cuando llegaron a la plaza del mercado, su presencia fue acogida con un grito. Este grito —aunque resultaba difícil que pudiera alcanzar mayor fuerza y volumen dada la pueril lealtad con que en esos tiempos acogían a los gobernantes—, fue sentido como un irreprimible estallido del entusiasmo encendido en el auditorio por la elevada tensión de elocuencia que aún reverberaba en todos los oídos. Cada persona sintió el impulso dentro de sí misma, y al mismo tiempo lo recogía del vecino. Dentro de la iglesia había podido reprimirse a duras penas: bajo el cielo abierto se elevó hacia el cenit. Había suficientes seres humanos y suficientes sentimientos llenos de entusiasmo para producir aquel sonido, más impresionante que las notas de órgano del huracán, del trueno o del bramido del mar; aquella poderosa marejada de muchas voces, reunidas en una gran voz por impulso universal, hizo de muchos corazones un solo corazón. ¡Nunca se había oído grito semejante en el suelo de Nueva Inglaterra! ¡Jamás en Nueva Inglaterra se había visto a un hombre cubierto de tantos honores por sus hermanos mortales como al predicador!
¿Qué sentía él en su interior? ¿No había en el aire, alrededor de su cabeza, las brillantes partículas de un halo? Etéreo por su espíritu, y en plena apoteosis de sus admiradores, ¿tocaban realmente sus pies el polvo de la tierra a medida que caminaba en la procesión?
Mientras las filas de militares y civiles avanzaban, todos los ojos se volvieron hacia el punto en que el pastor se encontraba. El grito fue apagándose en murmullo a medida que las distintas partes de la multitud, una tras otra, conseguían verle. ¡Qué débil y pálido parecía en medio de su triunfo! La energía —o, mejor dicho, la inspiración que le había sostenido hasta que hubo lanzado el sagrado mensaje traído desde el cielo por su propia fuerza— le fue retirada una vez cumplida con tanta fidelidad su misión. El vivo color que poco antes habían visto en sus mejillas se había apagado lo mismo que una llama se extingue sin esperanza entre las últimas brasas moribundas. ¡Apenas parecía la cara de un hombre vivo con aquella palidez de cadáver! Era un hombre casi sin vida el que avanzaba tambaleándose por el camino; se tambaleaba pero no caía.
Uno de los clérigos, el venerable John Wilson, al observar el estado en que había quedado Mr. Dimmesdale cuando de él se retiró la marea de inteligencia y sensibilidad, se acercó rápidamente para ofrecerle su apoyo. El pastor rechazó, con gesto tembloroso pero decidido, el brazo del anciano. Siguió caminando hacia adelante, si es que podía calificarse así aquel movimiento, más parecido al indeciso esfuerzo de un niño que tiene ante sí los brazos de la madre animándole a lanzarse a ellos. En ese momento, y a pesar de que sus últimos pasos habían sido imperceptibles, llegó frente al patíbulo de triste recuerdo, oscurecido por la intemperie, donde hacía mucho tiempo Hester Prynne había encontrado frente a sí la ignominiosa mirada del mundo. ¡Allí estaba Hester, con la pequeña Perla de la mano! ¡Y allí estaba la letra escarlata sobre su pecho! El pastor se detuvo, aunque la música seguía tocando la marcha solemne y jubilosa a cuyo ritmo avanzaba la procesión. Parecía invitarle a seguir avanzando —¡a dirigirse a la fiesta!—, pero el pastor se detuvo.
Bellingham le había estado observando lleno de ansiedad durante los últimos momentos. Entonces abandonó su puesto en la procesión y se dirigió hacia él para prestarle ayuda, juzgando, por el aspecto de Mr. Dimmesdale, que estaba a punto de caer inevitablemente. Pero había algo en la expresión del clérigo que contuvo al magistrado, aunque no fuera de esa clase de hombres dispuestos a obedecer las vagas intimaciones que se transmiten de un espíritu a otro. La muchedumbre, mientras, observaba con pavor y asombro. Aquel desmayo terrenal no era, a su modo de ver, sino otra fase de la fuerza celestial del pastor; y no les hubiera parecido milagro demasiado grande para hombre tan santo verle ascender ante sus propios ojos y hacerse cada vez más opaco y brillante hasta confundirse por último en la luz del cielo.
El pastor se volvió hacia el patíbulo y extendió los brazos.
—Hester —dijo—, ¡ven acá! ¡Ven, mi pequeña Perla!
Las contempló con una mirada lívida, aunque en ella había al mismo tiempo algo parecido a una expresión de ternura y extraño triunfo. La niña, con aquellos movimientos de pájaro que la caracterizaban, voló hacia él y se abrazó a sus rodillas. También Hester Prynne avanzó, lentamente, como impulsada por un destino inevitable y contrario a su fuerte voluntad, pero se detuvo antes de llegar a su lado. En ese instante el viejo Roger Chillingworth se abrió paso entre el gentío —o quizá surgió de algún infierno, dado su aspecto sombrío, trastornado y siniestro— para obligar a su víctima a realizar lo que se había propuesto hacer. Como pudo, el viejo corrió hacia el pastor y le cogió por el brazo.
—¡Alto, loco! ¿Qué intenta? —murmuró—. ¡Rechace a esa mujer! ¡Aparte a esa niña! ¡Todo saldrá bien! ¡No manche su reputación y perezca en medio de la deshonra! ¡Yo puedo salvarle todavía! ¡Por Dios!, ¿pretende infamar su sagrada profesión?
—¡Ah, tentador, llegas demasiado tarde! —respondió el clérigo, mirándole fijamente con temor, pero con firmeza—. ¡Tu poder no es ya el de antes! Con la ayuda de Dios, esta vez escaparé de ti.
Y extendió de nuevo su mano hacia la mujer de la letra escarlata.
—Hester Prynne —exclamó con un apasionamiento penetrante—, en el nombre de Dios, tan terrible y tan misericordioso, que en mi momento postrero me concede gracia suficiente para hacer, por mi propio pecado y miserable agonía, lo que debí haber hecho hace siete años, ¡acércate ahora y rodéame con tu fortaleza! Tu fuerza, Hester; pero guiada por la voluntad que Dios me ha concedido. Este miserable y equivocado anciano pretende oponerse a ello con todo su poder, con todas sus fuerzas y las del Demonio. ¡Ven, Hester, ven! ¡Ayúdame a subir a ese cadalso!
Entre la multitud se produjo un gran tumulto. Los hombres de rango y dignidad, que se hallaban más cercanos al clérigo, se quedaron tan sorprendidos y perplejos ante el significado de lo que veían —incapaces para aceptar la explicación más obvia que los hechos ofrecían, o para imaginar alguna otra— que permanecieron como mudos y petrificados espectadores del juicio que la Providencia parecía a punto de emitir. Vieron cómo el pastor, apoyado en el hombro de Hester y rodeado por el brazo de la mujer, se acercaba al cadalso y subía sus peldaños mientras la pequeña mano de la niña fruto del pecado seguía estrechando una de las suyas. El viejo Roger Chillingworth les seguía, como si estuviera íntimamente ligado al drama de culpa y dolor en el que todos habían sido actores, y por lo tanto tenían derecho a estar presentes en la última escena.
—Aunque hubieras buscado en todo el mundo —dijo Roger Chillingworth mirando sombrío al clérigo—, no habrías encontrado un lugar tan secreto, un lugar al mismo tiempo tan elevado y tan vil para escapar de mí, excepto este patíbulo.
—¡Gracias a Dios, que me guió hasta aquí! —respondió el pastor.
Sin embargo, todavía tembló y volvió hacia Hester los ojos con una expresión de duda y ansiedad que no desmentía la débil sonrisa que asomaba a sus labios.
—¿No es mejor esto que todo lo que soñábamos en el bosque —murmuró.
—¡No lo sé, no lo sé! —respondió ella rápidamente—. ¿Mejor? Sí, desde luego, siempre que muramos los dos, y la pequeña Perla muera con nosotros.
—Por lo que se refiere a ti y a Perla, cúmplase la voluntad de Dios —dijo el pastor—; y Dios es misericordioso. En cuanto a mí, déjame ahora hacer lo que su voluntad ha puesto claramente ante mis ojos. Hester, voy a morir. Deja, pues, que me apresure a cargar con mi vergüenza.
Sostenido en parte por Hester Prynne y cogiendo una mano de la pequeña Perla, el reverendo Mr. Dimmesdale se volvió a los dignos y venerables gobernantes, a los sagrados sacerdotes que eran hermanos suyos, hacia el público, cuyo gran corazón estaba completamente horrorizado, y sin embargo lleno de una acongojada simpatía, como si supiera que alguna profunda enseñanza de la vida —tan llena de pecado como de angustia y aflicción—, estuviese a punto de serles revelada. El sol, que apenas había cruzado el meridiano, caía sobre el clérigo y daba nitidez a su figura cuando, abstrayéndose de la tierra, hizo el alegato de su culpa ante el tribunal de la Eterna Justicia.
—¡Gente de Nueva Inglaterra! —gritó con voz que se elevó sobre todos ellos, alta, solemne y majestuosa, aunque en ella había un temblor y en ocasiones un desmayo que luchaban por salir de la profundidad insondable del remordimiento y la pena—, vosotros que me habéis amado, vosotros que me habéis creído santo, vedme aquí como el mayor pecador del mundo. ¡Por fin! ¡Por fin! ¡Por fin estoy en el lugar donde debí estar hace siete años! Aquí, junto a esta mujer cuyos brazos me han ayudado a subir más que mis propias fuerzas, junto a esta mujer que me sostiene, en este terrible momento, para que no caiga de bruces. ¡Ved la letra escarlata que Hester lleva! ¡Todos habéis temblado ante ella! Dondequiera que haya caminado, dondequiera que, bajo tan miserable carga, pueda haber tenido la esperanza de encontrar reposo, esa letra ha lanzado un resplandor fantástico de horrible y espantosa repugnancia a su alrededor. Pero en medio de vosotros había uno cuya marca de pecado e infamia todavía no os ha hecho temblar.
Llegado a este punto, pareció que el pastor iba a dejar sin revelar el resto de su secreto. Pero rechazó la debilidad de su cuerpo y, más todavía, el desmayo de su corazón que luchaba por dominarle. Prescindiendo de cualquier ayuda, avanzó con vehemencia unos pasos por delante de la madre y la niña.
—¡Él llevaba la marca! —prosiguió con una especie de fiereza, completamente decidido a contar toda la verdad—. ¡El ojo de Dios la veía! ¡Los ángeles la señalaban siempre con el dedo! El Demonio la conocía de sobra, y constantemente la hacía arder con la punta de su dedo abrasador! Pero la ocultó con astucia a los ojos de los hombres, y caminaba entre vosotros con la máscara de espíritu apesadumbrado por vivir y ser tan puro en un mundo lleno de pecado, como si su tristeza naciera de echar en falta la compañía de sus pares del cielo. Ahora, en la hora de la muerte, se alza ante vosotros. ¡Os pide que miréis de nuevo la letra escarlata de Hester! ¡Os dice que esa marca, con todo su terror misterioso, no es sino la sombra de la que él mismo lleva en su propio pecho, y que incluso ese rojo estigma que sobre él pesa no es sino el modelo del que ha quemado lo más íntimo de su corazón! ¿Hay alguien aquí que se atreva a poner en cuestión el juicio de Dios sobre un pecador? ¡Mirad! ¡Mirad el espantoso testimonio de lo que digo!
Con un movimiento convulso, se arrancó la banda sacerdotal que llevaba delante del pecho. ¡Entonces se reveló el secreto! Pero sería irreverente describir esa revelación. Durante un instante, los ojos de la horrorizada multitud se concentraron en el espantoso milagro, mientras el ministro seguía de pie con un rubor de triunfo en el rostro, como alguien que, en medio de la crisis más aguda de dolor, alcanza una victoria. ¡Luego se desplomó sobre el cadalso! Hester consiguió levantarle un poco, sosteniéndole la cabeza contra su pecho. El viejo Roger Chillingworth cayó de rodillas junto a él, con una expresión tan blanca y apagada que no parecía sino que la vida se le iba.
—¡Te me has escapado! —repitió más de una vez—. ¡Te me has escapado!
—¡Que Dios te perdone! —dijo el pastor—. ¡También tú has pecado grandemente!
Retiró sus ojos moribundos del viejo y los clavó en la mujer y en la niña.
—Mi pequeña Perla —dijo con voz debilitada, mientras su rostro se iluminaba con una amable sonrisa, como la de un espíritu que está hundiéndose en profundo reposo; ahora que había arrojado de sí la pesada carga de su vida parecía como si quisiese jugar con la niña—, mi querida Perla, ¿quieres ahora darme un beso? ¡En el bosque no quisiste hacerlo! ¿Lo harás ahora?
Perla le besó los labios. El hechizo quedó roto. La gran escena de dolor, en la que la niña salvaje desempeñaba un papel, había despertado todos sus sentimientos; y sus lágrimas, cayendo sobre las mejillas de su padre, fueron una especie de promesa de que había de crecer entre las alegrías y las tristezas humanas, no siempre en lucha con el mundo, sino siendo una mujer en él. Respecto a su madre, la misión de Perla como mensajero de angustia había terminado.
—Hester —dijo el clérigo—, ¡adiós!
—¿No volveremos a encontrarnos? —susurró ella, inclinándose hasta juntar su cara con la del pastor—. ¿No pasaremos juntos nuestra vida inmortal? Seguro, seguro que nos hemos redimido el uno al otro con este dolor. ¡Con esos ojos brillantes pareces estar mirando a la eternidad! Dime qué ves.
—Calla, Hester, calla —respondió él con un temblor solemne—. ¡La ley que rompimos! ¡El pecado que de forma tan terrible hemos revelado! ¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! Puede ser que, por habernos olvidado de nuestro Dios, por haber violado el respeto debido a nuestras almas, sea vano esperar que nos encontremos en el más allá, en una unión eterna y pura. ¡Dios sabe todo, y es misericordioso! ¡Ha demostrado su misericordia, ante todo en mis aflicciones, y me ha dado esta tortura abrasadora que llevo en el pecho! ¡Me ha enviado además a ese hombre sombrío y terrible, para que mi tormento esté siempre vivo! ¡Me ha traído hasta aquí, para sufrir esta muerte de triunfal ignominia ante todo el pueblo! Si me hubiera faltado alguna de estas agonías, habría estado perdido para toda la eternidad. ¡Alabado sea su nombre! ¡Hágase su voluntad! ¡Adiós!
El pastor pronunció esta última palabra con su último suspiro. La multitud, callada hasta entonces, prorrumpió en un sonido profundo y extraño de dolor y asombro: no podían encontrar otra expresión que aquel murmullo que rodó pesadamente cuando del cuerpo del pastor escapó su espíritu.