La letra escarlata

11. - El interior de un corazón

11. - El interior de un corazón

Después del incidente que acabamos de referir, las relaciones entre el clérigo y el médico fueron de un carácter muy distinto al que hasta entonces habían tenido, a pesar de que desde fuera parecieran las mismas. La inteligencia de Roger Chillingworth tenía ahora ante sí un camino suficientemente llano. En realidad no era el que había pensado seguir. Aunque parecía tranquilo, amable y desapasionado, sospechamos que había en el desventurado anciano un tranquilo fondo de malicia, hasta entonces latente, pero ahora activo, que le impulsó a imaginar una venganza más íntima que la que mortal alguno tomó contra un enemigo. ¡Convertirse en su único amigo de confianza, a quien el clérigo confesara todos sus temores, remordimientos, agonías, arrepentimientos inútiles, la vuelta de los pensamientos pecaminosos, expulsados en vano! ¡Toda aquella tristeza del culpable —ocultada al mundo, cuyo gran corazón la habría compadecido y perdonado—, iba a serle revelada, a él, el Despiadado, el Implacable! ¡Con este hombre, la deuda de la venganza sólo quedaría saldada con la entrega de ese tesoro!

La reserva tímida y sensitiva del clérigo había desbaratado ese proyecto. Roger Chillingworth, sin embargo, no se sentía insatisfecho con la cara que ofrecía el asunto: la Providencia, utilizando al vengador y a su víctima para sus propios fines, y quizá perdonando donde parecía que debía castigar, había introducido cambios en sus negros propósitos. Casi podía decir, al menos, que le habían otorgado una revelación, y, para sus proyectos, poco le importaba que procediese del cielo o de cualquier otra parte. Gracias a ella, creía que en todas las relaciones posteriores que mantuvieran él y Mr. Dimmesdale, no sólo la apariencia externa sino también lo más profundo del alma de este último habían de brotar ante sus ojos de tal modo que podría ver y comprender cada uno de sus movimientos. Así llegó a ser no sólo espectador, sino protagonista del mundo íntimo del pobre pastor. Podría jugar con él a capricho. Si deseaba despertar en él un estremecimiento de agonía, la víctima estaba para siempre en el potro del tormento; lo único que se necesitaba era conocer el resorte que controlaba el aparato: ¡y qué bien lo conocía el médico! Si deseaba espantarle con un terror súbito, como si utilizase una varita mágica, surgía el fantasma espectral, miles de fantasmas, en distintas formas, de muerte, o de vergüenza más espantosa todavía, volando alrededor del clérigo y señalando su pecho con los dedos.

Puso todo esto en práctica con astucia tan perfecta que el pastor, aunque constantemente tenía la débil sensación de alguna influencia maligna cerniéndose sobre él, nunca pudo tener conocimiento de su auténtica naturaleza. Cierto que miraba con dudas y terror —incluso con horror y con la amargura del aborrecimiento algunas veces— la deformada figura del viejo médico. Sus gestos, su modo de andar, su barba gris, el más leve e indiferente de sus actos y hasta la misma forma de vestir resultaban odiosos a ojos del clérigo; lo cual demostraba implícitamente que en el corazón de este último existía una antipatía más profunda que la que él mismo estaba dispuesto a reconocer. Porque, como le resultaba imposible aducir una razón para esa desconfianza y ese aborrecimiento, Mr. Dimmesdale, sabedor de que el veneno de una mancha malsana estaba infectando la sustancia entera de su corazón, atribuía todos sus presentimientos a esa causa. Se impuso el deber de desechar aquella antipatía hacia Roger Chillingworth, despreció la lección que de ella podía haber sacado, e hizo cuanto pudo por arrancarlas de raíz. Incapaz de conseguirlo, prosiguió sin embargo, por principio, con sus hábitos de familiaridad social con el viejo, dándole de este modo constantes oportunidades para perfeccionar el plan al que el vengador —pobre y abandonada criatura como era, y más desgraciado que su víctima— se había consagrado.

Mientras sufría de este modo con la enfermedad corporal, roído y torturado por algún negro trastorno del alma, y entregado a las maquinaciones de su enemigo más mortal, el reverendo Mr. Dimmesdale había conseguido una brillante popularidad en su sagrada profesión. Cierto que, en gran parte, la ganó con sus pesares. Sus dones intelectuales, sus percepciones morales, su poder para experimentar y transmitir emoción, se mantenían en un estado de actividad sobrenatural debido a la picazón y a la angustia de su vida diaria. Su fama, que había empezado a crecer hacía poco, ya oscurecía la reputación más sobria de sus colegas, muchos de ellos eminentes, algunos de ellos eruditos que habían pasado más años adquiriendo una profunda ciencia relacionada con su divino ministerio que los que Mr. Dimmesdale tenía de vida; eruditos que, por consiguiente, podían poseer conocimientos más sólidos y valiosos que los de su joven hermano. Había además hombres dotados de inteligencia más vigorosa que la suya y de una mayor capacidad de comprensión, una comprensión más perspicaz, dura, férrea o granítica que, debidamente mezclada a una adecuada proporción de ingredientes doctrinales, constituye una variedad muy respetada, eficaz y poco simpática de las especies clericales. También había otros, auténticos santos varones, cuyas facultades, elaboradas mediante fatigoso trabajo entre sus libros y con constantes meditaciones, los habían vuelto etéreos gracias a comunicaciones espirituales con el otro mundo, en el que su pureza de vida casi había introducido a estos santos personajes, todavía vestidos con sus hábitos mortales. Lo único que les faltaba era el don que descendió sobre los discípulos elegidos, en Pentecostés, en forma de lenguas de fuego, que simbolizaba al parecer, no el poder de la palabra en lenguas ajenas y desconocidas, sino el de dirigirse a toda la humanidad en el idioma propio del corazón. Estos padres, tan apostólicos en otros puntos, carecían de la última y más rara confirmación del cielo para su oficio, la Lengua de Fuego. En vano habrían tratado expresar las más altas verdades —si alguna vez se les hubiera ocurrido intentarlo— mediante el medio más humilde de las palabras e imágenes familiares. Sus voces descendían, lejana y confusamente, desde las más elevadas alturas donde habitualmente residían.

Con toda probabilidad Mr. Dimmesdale pertenecía por naturaleza a esta última clase de hombres, a juzgar por muchos de los rasgos de su carácter. Hubiera podido ascender a esas elevadas cimas de la fe y la santidad de no haber impedido esa tendencia el peso, fuera cual fuese, del crimen o la angustia bajo la que estaba condenado a tambalearse. Ese peso mantuvo al hombre de los atributos etéreos, al hombre cuya voz quizá hubiesen escuchado los ángeles y a la que hubiesen respondido, a ras del suelo. Pero esa misma carga le había proporcionado la capacidad de intimar con la hermandad pecadora de la humanidad, de modo que su corazón vibraba al unísono con el de ella, acogía dentro de él su pena y enviaba las vibraciones de su propio dolor a otros mil corazones en párrafos de triste y persuasiva elocuencia. Persuasiva a menudo, ¡pero algunas veces terrible! La gente no comprendía el poder que la conmovía de aquella manera. Consideraban al joven clérigo como un milagro de santidad. Pensaban que era el portavoz de mensajes celestiales de sabiduría, de reprensión y de amor. A sus ojos, hasta el mismo suelo que pisaba estaba santificado. Las vírgenes de su iglesia palidecían a su lado, víctimas de una pasión tan empapada en sentimiento religioso que creían que toda ella era religión, mostrándola públicamente, en sus blancos pechos, como el sacrificio más apropiado ante el altar. Los miembros de mayor edad de su rebaño, viendo tan endeble la constitución física de Mr. Dimmesdale y considerándose más vigorosos en medio de sus achaques, creían que iría al cielo antes que ellos y rogaban a sus hijos que sepultaran sus viejos huesos junto a la sagrada tumba del joven pastor. Y es probable que, durante todo ese período, mientras pensaba en su tumba, el pobre Mr. Dimmesdale se preguntara a sí mismo si alguna vez crecería en ella la hierba, porque allí debería estar enterrada una cosa maldita.

Es inconcebible la agonía con que esa veneración pública le hacía sufrir. Su impulso natural era adorar la verdad, y considerar todas las cosas cual sombras privadas de peso o valor si carecían de la divina esencia dentro de su propia vida. ¿Qué era él entonces? ¿Una sustancia? ¿O la más turbia de todas las sombras? Deseaba hablar desde su propio púlpito con toda la potencia de su voz y contar a la gente lo que era. «Yo, a quien veis con los negros hábitos del sacerdocio, yo, que subo a este púlpito sagrado y vuelvo mi pálida cara a los cielos, para comulgar en vuestro nombre con la Suprema Omnisciencia, yo, en cuya vida diaria vosotros creéis ver la santidad de Enoch, yo, de cuyos pasos vosotros suponéis que dejan una estela resplandeciente a lo largo de mi camino terrenal, para que los peregrinos que tras de mí vengan puedan guiarse hacia las regiones de los bienaventurados, yo, que he puesto la mano del bautismo sobre vuestros hijos, yo, que he dicho en voz baja la oración de despedida sobre vuestros amigos moribundos, a quienes el amén llegaba débilmente desde un mundo que ya habían dejado, yo, vuestro pastor, a quien reverenciáis y en quien confiáis, no soy más que corrupción y mentira.

Más de una vez Mr. Dimmesdale había subido al púlpito con el propósito de no bajar sus gradas hasta no haber pronunciado palabras como las anteriores. Más de una vez se había limpiado la garganta y había aspirado el aire larga, profunda y temblorosamente, para que, cuando volviese a salir, fuese cargado con el negro secreto de su alma. ¡Más de una vez —mejor dicho, cientos de veces— habría hablado! ¡Hablar! Pero ¿cómo? Había dicho a sus oyentes que era un hombre vil, el vil compañero de los más viles, el peor de los pecadores, una abominación, un ser de iniquidad inimaginable; y que lo único maravilloso era que no vieran su despreciable cuerpo abrasarse ante sus ojos por la ardiente cólera del Todopoderoso. ¿Podía existir un lenguaje más claro? ¿No debería la gente saltar de sus bancos, movidos por un impulso unánime, y arrojarle del púlpito que estaba profanando? No fue eso lo que ocurrió. Escucharon todas sus palabras, y por ellas le reverenciaron más. Eran incapaces de adivinar el mortal propósito que escondían los términos con que se condenaba a sí mismo. «¡Qué joven tan piadoso!», decían entre sí. «¡Un santo en la tierra! Ay, si es capaz de ver esos pecados en su propia alma pura, ¡qué espectáculo tan horrible verá en la tuya o en la mía!». El pastor —astuto, pero hipócrita lleno de remordimientos— conocía de sobra la luz con que sería vista su vaga confesión. Había intentado engañarse a sí mismo confesando la culpabilidad de su conciencia, pero no había hecho otra cosa que cometer otro pecado, además de reconcer ante sí su vergüenza, sin el momentáneo alivio de engañarse. Había dicho la verdad verdadera, y la había transformado en la mentira más auténtica. Y sin embargo, por la constitución de su naturaleza, amaba la verdad y odiaba la mentira como pocos hombres hacían. Por eso, y sobre todas las cosas, odiaba su miserable persona.

Su trastorno interior le condujo a prácticas que acordaban mejor con la vieja y corrompida fe de Roma que con la luz más clara de la Iglesia en que había nacido y se había criado. En el ropero secreto de Mr. Dimmesdale, bajo candado y llave, había un látigo lleno de sangre. Este teólogo protestante y puritano lo había aplicado con frecuencia sobre sus propios hombros, riéndose amargamente mientras tanto, y azotándose más despiadadamente a causa de aquella risa amarga. También era costumbre suya, como la de muchos otros piadosos puritanos, guardar ayuno; pero no lo hacía como ellos, para purificar el cuerpo y convertirlo en el medio más adecuado para las revelaciones celestiales; lo hacía rigurosamente, y hasta que las rodillas le temblaban de flaqueza, como acto de penitencia. También hacía vigilias, noche tras noche, unas veces en total oscuridad; otras con una dubitativa lamparilla; y otras contemplando su propio rostro en un espejo, bajo la luz más potente que podía conseguir. De este modo simbolizaba la constante introspección con que se atormentaba, pero no lograba purificarse. En esas interminables vigilias, su cerebro se tambaleaba y a veces creía ver visiones revoloteando ante sus ojos; tal vez las viera vagamente, y con una débil luz propia, en la más remota penumbra del cuarto, o con mayor vividez, y más cerca, dentro del espejo. Unas veces eran un enjambre de formas diabólicas que se reían y burlaban del pálido pastor, y le arrastraban con ellas; otras, un grupo de refulgentes ángeles que ascendían pesadamente hacia el cielo, como si estuvieran cargados de tristeza, pero que se iban volviendo más etéreos a medida que subían. Otras, llegaban los amigos, ya muertos, de su juventud, y su padre con la barba blanca y el ceño santamente fruncido, y su madre, que volvía los ojos hacia otro lado al pasar a su lado. ¡Si al menos el espectro de una madre, la más leve fantasía de una madre, hubiera puesto sobre su hijo una mirada compasiva! Y otras veces, en la habitación por la que habían desfilado de forma tan horrorosa aquellos pensamientos espectrales, pasaba Hester Prynne, llevando a la pequeña Perla, con su vestido escarlata, señalando con el dedo, primero, la letra escarlata del pecho de su madre, y, luego, el propio pecho del clérigo.

Ninguna de estas visiones llegó nunca a engañarlo por completo. En cualquier momento, mediante un esfuerzo de su voluntad, podía discernir las sustancias a través de su brumosa falta de sustancia, y convencerse a sí mismo de que no eran sólidas en su naturaleza, como aquella mesa de roble labrado, o como aquel libro de teología, grande y cuadrado, encuadernado en piel y con abrazaderas de bronce. Mas, pese a todo y en cierto sentido, aquéllas eran las cosas más verdaderas y sustanciales con las que ahora luchaba el pobre pastor. La indecible miseria de una vida tan falsa como la suya es la que roba la esencia y la sustancia de cualquiera de las realidades que nos rodean, creadas por el cielo para ser alegría y alimento del espíritu. Para el hombre falso, todo el universo es falso, impalpable, se convierte en nada entre sus manos. Y él mismo, por el solo hecho de mostrarse bajo una luz falsa, se convierte en sombra, o, mejor dicho, deja de existir. La única verdad que seguía proporcionando a Mr. Dimmesdale existencia real en este mundo era la angustia que sentía en lo más profundo de su alma, y la desfigurada expresión que esa angustia daba a su aspecto. ¡Si alguna vez hubiera encontrado fuerza para sonreír y lucir un semblante de alegría, no habría sido el hombre que era!

Una de esas horribles noches a las que hemos aludido, aunque limitándonos a un ligero esbozo, el pastor se levantó repentinamente del sillón. Le había asaltado una idea nueva. Tal vez pudiera conseguir con ella un momento de sosiego. Vistiéndose con tanto cuidado como si se dirigiese a un oficio religioso con sus fieles, y exactamente de la misma manera, bajó sin ruido las escaleras, abrió la puerta y salió a la calle.

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