9. - El médico
9. - El médico
Como recordará el lector, bajo el nombre de Roger Chillingworth se ocultaba otro nombre, cuyo antiguo portador decidió que nunca más volvería a pronunciarse. Ya se ha referido que, entre la multitud que presenció la ignominiosa exposición de Hester Prynne, había un hombre mayor, rendido por el viaje, que, saliendo de las peligrosas tierras del interior, contempló a la mujer, en quien esperaba encontrar encarnados el calor y la alegría del hogar, expuesta ante la gente como ejemplo del pecado. Su honra de mujer casada era pisoteada por todos los hombres. Su infamia se había convertido en el objeto de todas las conversaciones de la plaza del mercado. Para sus parientes, si es que alguna vez les llegaban aquellas noticias, y para los compañeros de su intachable vida no quedaba otra cosa que el contagio de aquella deshonra, que no dejaría de ser atribuido, en estricto acuerdo y proporción, a la intimidad y santidad de sus anteriores relaciones. Ya que la elección dependía de él, ¿por qué el individuo que había estrechado los lazos más íntimos y sagrados con la mujer caída no se adelantaba para reivindicar sus derechos en una herencia tan poco deseable? Decidió no sufrir la picota subiendo con ella al pedestal de la vergüenza. Desconocido de todos, salvo de Hester Prynne, y dueño del candado y la llave de su silencio, optó por borrar su nombre del registro de la humanidad, y, por lo que atañía a sus anteriores lazos e intereses, desaparecer de la vida de forma tan absoluta como si en realidad yaciera en el fondo del océano, adonde los rumores lo habían enviado hacía mucho tiempo. Una vez alcanzada esa meta, inmediatamente surgieron nuevos intereses y también un nuevo objetivo: verdad es que ese propósito era sombrío, si no culpable, pero con fuerza suficiente para poner en movimiento todas sus facultades.
Para llevar a término esta decisión, se instaló en aquel poblado puritano con el nombre de Roger Chillingworth, sin otra presentación que el saber y la inteligencia que en medida poco común poseía. Como sus estudios le habían familiarizado ampliamente, en un período anterior de su vida, con la ciencia médica de la época, se presentó a sí mismo como médico, y como tal fue cordialmente recibido. En la colonia no eran muchos los hombres hábiles que ejercieran la profesión médica y quirúrgica. Rara vez aparecían como partícipes del celo religioso que hizo cruzar a otros emigrantes el Atlántico. En sus investigaciones sobre el cuerpo humano pudiera ser que las facultades más altas y sutiles de aquellos hombres se materializaran, y que perdieran la visión espiritual de la existencia entre las complejidades de ese maravilloso mecanismo que parecía implicar arte suficiente para comprimir todo lo que de vida encierra dentro de sí. En cualquier caso, la salud de la buena ciudad de Boston, por lo que a la medicina respecta, había estado hasta entonces bajo la tutela de un viejo diácono y boticario cuya piedad y virtuoso comportamiento eran testimonios más importantes a su favor que los que hubiera podido presentar en forma de diploma. El único cirujano existente compartía el ocasional ejercicio de ese noble arte con el manejo diario y habitual de una navaja de afeitar. Ante semejante cuerpo de profesionales, Roger Chillingworth era una brillante adquisición. Pronto demostró públicamente su familiaridad con la pesada e imponente maquinaria de la física antigua, en la que cada remedio contenía una multitud de ingredientes inverosímiles y heterogéneos, confeccionados de forma tan elaborada como si el fruto buscado hubiese sido el elixir de la vida. Además, durante su cautiverio entre los indios había adquirido muchos conocimientos sobre las propiedades de las hierbas y raíces de la región, y no ocultaba a sus pacientes que aquellas sencillas medicinas, favor de la naturaleza al indocto salvaje, le merecían tanta confianza como la farmacopea europea, elaborada a lo largo de siglos por muchos sabios doctores.
Este sabio forastero era ejemplar, al menos en lo que se refiere a las formas externas de su vida religiosa, y poco después de su llegada eligió como guía espiritual al reverendo Mr. Dimmesdale. El joven teólogo, cuya fama de erudito sabio todavía perduraba en Oxford, era considerado por sus admiradores más fervientes poco menos que como un apóstol enviado por el cielo, destinado, si vivía y trabajaba durante el término normal de una vida, a hacer grandes cosas en pro de la hoy debilitada Iglesia de Nueva Inglaterra, como los antiguos padres las habían hecho en los primeros tiempos de la fe cristiana. En esa época, sin embargo, la salud de Mr. Dimmesdale había empezado a decaer a ojos vistas. Según los que mejor conocían sus costumbres, la palidez de las mejillas del joven pastor se debía a su excesiva dedicación al estudio, al escrupuloso cumplimiento de los deberes parroquiales y, más que nada, a los ayunos y vigilias que practicaba con frecuencia para evitar que la grosería de la vida terrenal empañara y oscureciera la luz de su lámpara espiritual. Algunos llegaban a declarar incluso que, si Mr. Dimmesdale terminaba muriendo, era porque el mundo no merecía ser hollado durante más tiempo por sus pies. Él, por su parte, con la humildad que le caracterizaba, confesaba su opinión: si la Providencia decidía su muerte sería por su propia falta de merecimientos para cumplir su humilde misión sobre la tierra. A pesar de todas las diferencias de opinión sobre la causa de su decadencia, el hecho en sí era innegable. Su figura se demacraba; su voz, aunque todavía sonora y suave, parecía profetizar de forma melancólica su decaimiento; se observaba a menudo que, ante la más leve alarma o cualquier otro accidente repentino, se llevaba la mano al corazón, primero con cierto rubor en las mejillas y luego con una palidez que indicaba el dolor.
Tal era la situación en que se hallaba el joven clérigo, y tan inminente la perspectiva de que se apagase su naciente luz, cuando Roger Chillingworth hizo su aparición en el poblado. Su primera aparición en escena —pocas personas podrían decir cuándo ocurrió, y si cayó del cielo o brotó del fondo de la tierra— tuvo un aire de misterio que fácilmente podía elevarse a la categoría de milagro. Ahora se le tenía por hombre de gran habilidad; se le veía recogiendo hierbas y capullos de flores silvestres, sacaba raíces y recogía tallos de los árboles del bosque, como quien conoce sus virtudes ocultas, carentes de valor para los ojos del vulgo. Se le había oído hablar de Sir Kenelm Digby y otros hombres famosos —cuyos logros científicos se consideraban poco menos que sobrenaturales— como si hubieran sido corresponsales o socios suyos. ¿Por qué entonces, con semejante posición en el mundo de la sabiduría, había ido a parar allí? ¿Qué podía estar buscando en las tierras vírgenes una persona cuya esfera de intereses se hallaba en las grandes ciudades? Como respuesta a estas preguntas pronto se difundió el rumor —aunque absurdo, fue acogido por muchas personas sensibles— de que el cielo había hecho un verdadero milagro transportando por el aire el cuerpo de un eminente doctor en medicina desde una universidad alemana y depositándolo a la puerta del despacho de Mr. Dimmesdale. Otros individuos de fe más prudente, que saben que el cielo cumple sus propósitos sin la intervención de esos efectos teatrales denominados de interposición milagrosa, se inclinaban a ver una mano providencial en la oportuna llegada de Roger Chillingworth.
Esta idea fue sancionada por el notorio interés que el médico manifestaba siempre por el joven clérigo; se hizo feligrés de su parroquia, y trató de granjearse la simpatía e intimidad de aquella sensibilidad reservada por naturaleza. Expresó gran alarma ante el estado de salud de su pastor: ansioso por conseguir su curación, declaró que, aunque cogido tarde, no desesperaba de un resultado favorable. Las autoridades, los diáconos, las maternales damas y las jóvenes y bellas doncellas del rebaño de Mr. Dimmesdale le importunaban pidiéndole que aceptase los servicios que el médico le ofrecía francamente. Mr. Dimmesdale rechazaba con mucha cortesía sus fuegos.
—No necesito ninguna medicina —decía.
Pero ¿cómo podía decir aquello el joven pastor cuando, a cada oficio dominical, sus mejillas estaban más pálidas y enjutas, cuando su voz temblaba más que antes, cuando oprimirse el corazón con la mano había llegado a ser hábito constante, en vez de gesto ocasional? ¿Estaba extenuado por el trabajo? ¿Quería morirse? Éstas fueron las preguntas que solemnemente le fueron hechas a Mr. Dimmesdale por los pastores más ancianos de Boston y los diáconos de su iglesia, quienes, para utilizar sus propios términos, «se enfrentaron a él» por el pecado de rechazar la ayuda que la Providencia le brindaba de forma tan evidente. Él los escuchó en silencio y finalmente prometió hablar con el médico.
—Si así fuera la voluntad de Dios —dijo el reverendo Mr. Dimmesdale cuando, en cumplimiento de ese ruego, requirió los servicios profesionales de Roger Chillingworth—, me daría por satisfecho si mis trabajos, mis penas, mis pecados y mis sufrimientos acabaran pronto conmigo, y si todo lo que hay de terrenal en ellos fuera enterrado en mi tumba, mientras todo lo espiritual me acompaña hasta el eterno estado; me contentaría más eso que no que usted ponga a prueba sus habilidades en provecho mío.
—¡Ah! —replicó Roger Chillingworth con aquella calma que, fingida o natural, caracterizaba todo su comportamiento—, ¿es así como debe hablar un joven clérigo? ¡Como aún no han echado raíces profundas, los jóvenes desprecian demasiado fácilmente el contacto con la vida! Y los piadosos que caminan con Dios por la tierra de buena gana se irían a caminar con él por las doradas veredas de la Nueva Jerusalén.
—No —replicó el joven pastor llevándose la mano al corazón, con una sombra de dolor revoloteando sobre su frente—, si me considerase digno de ir allí, estaría satisfecho trabajando en esta tierra.
—Los hombres buenos siempre se juzgan a sí mismos de manera mezquina —dijo el médico.
De esta manera logró el misterioso Roger Chillingworth convertirse en consejero médico del reverendo Mr. Dimmesdale. Como al médico no le interesaba la enfermedad únicamente, sino que pretendía escudriñar el carácter y las cualidades de su paciente, estos dos hombres, de edades tan distintas, llegaron poco a poco a pasar mucho tiempo juntos. En provecho de la salud del pastor, y para permitir al médico recoger plantas que contenían bálsamo en su interior, ambos daban largos paseos por la orilla del mar o por el bosque, mezclando su variada charla con el chapoteo y murmullo de las olas, y el solemne motete del viento entre las copas de los árboles. Además, con frecuencia uno visitaba al otro en su lugar de estudio y retiro. Para el pastor había una especie de fascinación en la compañía del hombre de ciencia, en el que reconoció una cultura intelectual de amplia profundidad y alcance, juntamente con una variedad y libertad de ideas que en vano hubiera buscado entre los miembros de su propia profesión. En realidad, se había sorprendido, si no alarmado, al encontrar aquellos atributos en el médico. Mr. Dimmesdale era un verdadero sacerdote, un verdadero amante de la religión, con un sentido reverencial muy desarrollado y un orden mental que le empujaba poderosamente tras las huellas de un credo, que continuamente se hacían más hondas con el paso del tiempo. En ningún tipo de sociedad podría considerársele un hombre de miras liberales: para su paz siempre sería esencial sentir sobre sí la presión de la fe, sosteniéndole al mismo tiempo que lo encerraba dentro de su armazón de hierro. No menor era, sin embargo, aunque le proporcionaba un goce tembloroso, el ocasional alivio que sentía al contemplar el universo a través de una clase de intelecto distinta de la de aquellos con los que habitualmente solía conversar. Era como si se abriese de par en par una ventana, admitiendo un aire más libre en el cerrado y sofocante estudio donde se consumía su vida entre la luz de la lámpara o los interceptados rayos del sol y la rancia fragancia, sensual o moral, que se desprende de los libros. Pero el aire era demasiado fresco y helado para ser aspirado mucho tiempo con gusto. Por eso el pastor, y el médico con él, volvieron a recogerse dentro de los límites de lo que sus iglesias definían como ortodoxos.
Así pues, Roger Chillingworth escudriñó con toda minucia a su paciente, tanto cuando le vio en su vida ordinaria, siguiendo la senda habitual en el recorrido de los pensamientos que le eran familiares, como cuando, arrojado a otro escenario moral, la novedad de ese escenario podía hacer surgir algo nuevo en la superficie de su carácter. Al parecer, consideraba esencial conocer al hombre antes de intentar sanarlo. Donde quiera que haya un corazón y una inteligencia, las enfermedades de la estructura física están teñidas por las peculiaridades de la armazón corporal. En Arthur Dimmesdale eran tan activos pensamiento e imaginación, y tan intensa la sensibilidad, que la enfermedad corporal parecía hacer en ellos su trabajo preliminar. Por eso Roger Chillingworth —el hombre hábil, el médico amable y amigo— trató de ahondar en el pecho de su paciente, sondeando en sus principios, atisbando en sus recuerdos y probando todo con un toque cauteloso, como un buscador de tesoros en una caverna oscura. Pocos secretos pueden escapar a un investigador que tenga oportunidad y permiso para acometer semejante empresa, y pericia para llevarla a cabo. Un hombre agobiado por un secreto debería evitar especialmente la intimidad con un médico de esa clase. Si éste posee el don de la sagacidad y otra cualidad sin nombre, que aquí podemos llamar intuición; si no muestra un egotismo intruso ni características importantes desagradables; si tiene el poder, que puede serle innato, de poner su mente en tal afinidad con la del paciente que éste le diga sin querer lo que él imagina únicamente haber pensado; si tales revelaciones son recibidas sin alboroto y a menudo acogidas no tanto con palabras de simpatía como con silencios, con un suspiro inarticulado y con alguna palabra dicha aquí y allá para indicar que todo ha sido entendido; si a estas cualidades de confidente se añaden las ventajas que le otorga su reconocida calidad de médico, entonces, en algún momento inevitable, el alma del enfermo se disolverá y fluirá como un arroyo sombrío, aunque transparente, exponiendo todos sus misterios a la luz del sol.
Roger Chillingworth poseía todos o casi todos los atributos enumerados. Sin embargo, el tiempo pasaba. Como ya se ha dicho, cierta clase de intimidad creció entre estas dos mentes cultivadas, que tenían un campo tan amplio como la esfera entera del pensamiento humano y del estudio para coincidir; discutían sobre toda suerte de problemas de ética y religión, y de cualquier asunto de carácter público y privado; los dos hablaron mucho de materias que podían parecerles personales a ellos mismos, y, no obstante, ningún secreto de los que el médico imaginaba que tenían que existir se escapó de la conciencia del pastor en dirección a los oídos de su compañero. En realidad, éste último sospechaba que incluso la naturaleza de la enfermedad corporal de Mr. Dimmesdale nunca se le había revelado por entero. ¡Qué reserva tan extraña!
Después de algún tiempo, y por indicación de Roger Chillingworth, los amigos de Mr. Dimmesdale llegaron a un arreglo para que los dos hombres se alojaran en la misma casa; de este modo, todos los flujos y reflujos del oleaje vital del pastor podían pasar ante los ojos de su ansioso y experto médico. Fue grande la alegría de la población cuando se alcanzó tan deseado objetivo. Se consideró la mejor medida posible para el bienestar del joven clérigo, salvo en caso de que, como a menudo afirmaban quienes se sentían autorizados para hacerlo, hubiese escogido a una de las muchas saludables doncellas, espiritualmente entregadas a él, para convertirla en su abnegada esposa. Sin embargo, no había motivo alguno para pensar que Arthur Dimmesdale tuviera intención de dar ese último paso; rechazaba todas las sugerencias de ese tipo, como si el celibato sacerdotal fuera una de sus cláusulas de la disciplina eclesiástica. Condenado por elección propia, como de forma tan evidente estaba Mr. Dimmesdale, a comer siempre su insípido pan en mesa ajena y a soportar toda la vida el frío que ha de ser el destino de quien sólo busca calentarse en el hogar de otros, realmente parecía que aquel médico sagaz, experimentado y benévolo, con su concordancia de amor paternal y reverente por el joven pastor, era el único hombre, de toda la humanidad, que podía permanecer constantemente al alcance de su voz.
El nuevo domicilio de los dos amigos era el de una piadosa viuda de buena posición social; vivía en una casa que ocupaba el solar cercano a donde luego se construyó la venerable estructura de la King’s Chapel. A un lado estaba el cementerio, originariamente casa y jardín de Isaac Johnson, perfectamente idóneo para sugerir las graves reflexiones apropiadas a sus respectivos empleos, tanto del pastor como del médico. El maternal cuidado de la buena viuda asignó a Mr. Dimmesdale el departamento que daba al exterior, con buena exposición al sol y espesos cortinajes para propiciar penumbra en medio de la luz del mediodía cuando lo deseara. Las paredes estaban cubiertas de tapices, que decían provenir de telares gobelinos; en cualquier caso representaban las historias bíblicas de David y Betsabé y el profeta Natán, en colores que aún no se habían borrado pero que casi convertían a la hermosa mujer de la escena en una figura tan inexorablemente pintoresca como la vidente vaticinadora de desgracias. En ese cuarto organizó el pálido clérigo su biblioteca, abundante en volúmenes encuadernados en pergamino, de Padres de la Iglesia, de tradiciones rabínicas y erudición monástica, a los que los teólogos protestantes, a pesar de que difaman y desacreditan a este tipo de escritores, todavía se ven obligados a recurrir. En el otro lado de la casa organizó Roger Chillingworth su estudio y su laboratorio; aunque un moderno hombre de ciencia no lo habría considerado completo, al menos estaba provisto de un aparato de destilación y de medios para confeccionar drogas y productos químicos que el experto alquimista sabía utilizar muy bien para sus fines. En medio de aquella situación tan cómoda, los dos estudiosos se instalaron cada uno en su propio dominio, pero pasando familiarmente de un aposento al otro y concediéndose un mutuo derecho a examinar los asuntos del compañero, derecho no exento de curiosidad.
Los amigos más perspicaces del reverendo Arthur Dimmesdale, como ya hemos dicho, imaginaban de modo muy razonable que la mano de la Providencia había provocado todo esto con el propósito —implorado en tantas oraciones públicas, privadas y secretas— de restablecer la salud del joven pastor. Pero también debemos decir ahora que otra parte de la comunidad había adoptado últimamente su propio punto de vista sobre las relaciones entre Mr. Dimmesdale y el misterioso médico. Cuando una multitud ignorante trata de ver con sus propios ojos, está especialmente dispuesta para engañarse. Cuando, sin embargo, formula sus juicios, como suele hacer, a partir de las intuiciones de su corazón grande y cálido, las conclusiones a las que así llega suelen ser a menudo tan profundas y certeras como si poseyeran el carácter de verdades reveladas de forma sobrenatural. En el caso de que hablamos, la gente no podía justificar sus prejuicios contra Roger Chillingworth con ningún hecho ni argumento dignos de refutación seria. Verdad es que había un viejo artesano, ciudadano de Londres en la época del asesinato de Sir Thomas Overbury, acaecido hacía unos treinta años, que afirmaba haber visto al médico, bajo un nombre que el narrador de la historia había olvidado, en compañía del doctor Forman, el famoso nigromante que estuvo implicado en el asunto de Overbury. Dos o tres individuos aseguraban que, durante su cautiverio entre los indios, el médico había aumentado sus conocimientos interviniendo en conjuros de los sacerdotes salvajes, universalmente reconocidos como poderosos hechiceros que a menudo lograban curaciones aparentemente milagrosas con su habilidad para la magia negra. Un buen número de personas —muchas de ellas de tal sentido común y tal experiencia de observación que sus opiniones se consideraban valiosas en otras materias— afirmaban que el aspecto de Roger Chillingworth había sufrido un cambio notable desde que vivía en el poblado, y especialmente desde que vivía con Mr. Dimmesdale. Al principio su expresión era tranquila, meditativa, propia del hombre de estudio. Ahora había en su semblante algo feo y malvado, que anteriormente no se notó y que resultaba más obvio a la vista cuanto más se le miraba. Según la opinión del vulgo, el fuego de su laboratorio había sido traído de las regiones más profundas y se alimentaba de combustible infernal; por eso el rostro, como era presumible, iba volviéndose negro como el hollín con el humo.
En resumen, la opinión más difundida era que el reverendo Arthur Dimmesdale, como muchos otros personajes de santidad especial en todas las épocas del mundo cristiano, estaba siendo tentado bien por el mismo Satanás, bien por un emisario suyo en la forma del viejo Roger Chillingworth. Este agente diabólico tenía permiso divino durante algún tiempo para investigar minuciosamente la intimidad del clérigo y conspirar contra su alma. Se decía que ningún hombre sensible podía dudar sobre el lado en que recaería la victoria. Con esperanza impertérrita, la gente estaba segura de ver al ministro salir indemne del conflicto, transfigurado con la gloria que, sin género de dudas, obtendría. Sin embargo, mientras tanto era triste pensar en la mortal agonía por la que habría de pasar para conseguir el triunfo.
Pero, ¡ay!, a juzgar por la tristeza y la melancolía visibles en las profundidades de los ojos del pobre pastor, la batalla era amarga, y la victoria cualquier cosa menos segura.