La letra escarlata

16. - Un paseo por el bosque

16. - Un paseo por el bosque

Hester Prynne se mantuvo firme en su decisión de hacer saber a Mr. Dimmesdale, sea cual fuere el riesgo de dolor inmediato o de ulteriores consecuencias, el verdadero carácter del hombre que sigilosamente se había acercado a su intimidad. Durante varios días, sin embargo, fueron vanos sus intentos de buscar una oportunidad para abordarle en una de las meditabundas caminatas que solía dar por las riberas de la península o por los espesos montes de la comarca vecina. Visitarle en su propio estudio no habría supuesto escándalo ninguno, ni peligro para la sagrada pureza de la reputación del clérigo: a él acudían muchas penitentes a confesar pecados quizá tan graves como el que indicaba la letra escarlata. Pero, en parte porque le asustaba la interferencia, secreta o franca, del viejo Roger Chillingworth, en parte porque su consciente corazón le inspiraba sospechas donde podía no haberlas, y en parte porque tanto ella como el pastor necesitaban toda la vastedad del mundo para respirar cuando se hablaban…, por todas estas razones nunca pensó Hester entrevistarse con él en otra parte que no fuera a cielo abierto.

Finalmente, cuando asistía a la cabecera de un enfermo, a la que había sido llamado el reverendo Mr. Dimmesdale para decir una oración, Hester supo que el día anterior había ido a visitar al apóstol Eliot, entre sus indios convertidos. Probablemente regresaría a cierta hora de la tarde del día siguiente. Así pues, cuando pasó aquella jornada, cogió Hester a la pequeña Perla —forzosa compañera de todas las expediciones de su madre, por inconveniente que fuera su presencia—, y se echó al camino.

Tras las dos calles que cruzaron desde la península hacia las tierras del interior, ese camino no era otra cosa que un sendero que se internaba en el misterio de la selva primitiva. La estrecha senda estaba flanqueada por un boscaje negro y denso, y apenas permitía divisar algún trozo de cielo de forma tan imperfecta que a Hester le daba la sensación de hallarse sumida en el yermo moral por donde había vagado perdida tanto tiempo. El día era gélido y sombrío. A lo lejos, una gris extensión de nubes se agitaba con la brisa de tal modo que, de vez en cuando, podía verse un débil destello de sol jugueteando por el camino. Pero aquella fugaz y alegre visión siempre se divisaba al final del sendero, al otro lado del bosque. La juguetona luz del sol —apenas juguetona, porque en ella predominaba la melancolía del día y de la escena— desaparecía cuando se le acercaban, volviendo los lugares donde había danzado más sombríos porque Hester y Perla habían abrigado la esperanza de encontrarlos iluminados.

—Madre —dijo la pequeña Perla—, el rayo de sol no te quiere. Corre y se esconde porque tiene miedo de algo que llevas al pecho. ¡Mira, mira! ¡Está allí, jugando, allá lejos! Quédate aquí y déjame correr y cogerlo. Aunque soy una niña, no se me escapará porque yo todavía no llevo nada en mi pecho.

—Y espero que nunca lo lleves, hija mía —dijo Hester.

—¿Y por qué no, madre? —preguntó Perla deteniéndose en seco, nada más empezar su carrera—. ¿No vendrá por su propia voluntad cuando yo crezca?

—¡Corre, hija! —respondió la madre—. ¡Corre y coge el rayo de sol! Desaparecerá pronto.

Perla echó a correr a gran velocidad mientras Hester sonreía viéndola atrapar el rayo de sol y quedarse riendo de pie en medio de la luz, completamente iluminada por su esplendor y centelleando con la vivacidad excitada por su rápido movimiento. La luz remoloneó junto a la niña solitaria, como si estuviera contenta con aquella compañera de juego, hasta que la madre se acercó tanto que estaba a punto de poner el pie dentro de aquel círculo mágico.

—¡Ahora desaparecerá! —dijo Perla moviendo la cabeza.

—¡Mira! —respondió Hester sonriendo—. Ahora puedo extender la mano y coger un poco de luz.

Cuando trató de hacerlo, el rayo de sol desapareció; o, a juzgar por la brillante expresión que bailaba en las facciones de Perla, su madre podía haberse figurado que la niña había absorbido dentro de sí misma el rayo y que lo emitiría de nuevo, con un resplandor sobre el camino, cuando ambas se internasen en alguna sombra más tenebrosa. Ninguna de las demás cualidades de Perla la impresionaban tanto con la sensación del nuevo e intransmisible vigor de su naturaleza como aquella perpetua vivacidad de espíritu; ella no tenía esa enfermedad de la tristeza que casi todos los niños, en estos tiempos, heredan, junto con la escrofulosis, de las alteraciones de sus progenitores. Tal vez esto también fuera una enfermedad, y sólo el reflejo de la salvaje energía con la que Hester había luchado contra sus penas antes de que Perla naciera. Era, sin duda, un encanto dudoso, que prestaba un lustre metálico al carácter de la niña. Hester deseaba —hay mucha gente que lo desea a lo largo de toda su vida— un sufrimiento que la conmoviese hasta el fondo y que, así, la humanizase y la volviese capaz de simpatía. Pero a la pequeña Perla todavía le quedaba tiempo para estas cosas.

—¡Ven, hija mía! —dijo Hester mirando a su alrededor desde el sitio en que Perla había estado iluminada por el rayo de sol—. Nos sentaremos un rato ahí, en el bosque, y descansaremos.

—No estoy cansada, madre —replicó la pequeña—. Pero tú puedes sentarte, y mientras me cuentas una historia.

—¿Un cuento, niña? —dijo Hester—. ¿Y sobre qué?

—Una historia sobre el Hombre Negro —respondió Perla, cogiendo el vestido de su madre y mirándola a la cara con una expresión a medias ansiosa y a medias traviesa—. Cuéntame cómo vaga por este bosque y lleva consigo un libro, un libro grande y pesado, con abrazaderas de hierro; y cuéntame cómo el feo Hombre Negro ofrece ese libro y una pluma de hierro a todos los que encuentra aquí, entre los árboles; y cómo ellos escriben sus nombres con su propia sangre. Y luego él pone su marca en sus pechos. ¿Te has encontrado alguna vez con el Hombre Negro, madre?

—¿Y quién te ha contado esa historia, Perla? —preguntó su madre, reconociendo en ella una superstición frecuente en esa época.

—Fue la vieja señora del rincón de la chimenea, en la casa donde estuviste anoche velando —dijo la niña—. Pensó que yo estaba dormida cuando la contaba. Dijo que miles y miles de gentes se habían topado aquí con él, y que habían escrito sus nombres en el libro, y que él las había marcado. Y que una de esas personas era la feísima y gruñona Mistress Hibbins. Y la vieja dijo también, madre, que esa letra escarlata era la marca que sobre ti había puesto el Hombre Negro, y que resplandece como una llama roja cuando te encuentras con él a medianoche, aquí, en el bosque oscuro. ¿Es verdad, madre? ¿Y vas a reunirte con él por la noche?

—¿Has despertado alguna vez y has visto que tu madre se haya ido? —preguntó Hester.

—No, que yo recuerde —dijo la niña—. Si tienes miedo de dejarme en casa, podrías llevarme contigo. ¡Me gustaría mucho ir! Pero, madre, ahora Cuéntame: ¿existe ese Hombre Negro? ¿Y te lo has encontrado alguna vez? ¿Y es ésta su marca?

—¿Querrás dejarme en paz si te lo digo? —preguntó su madre.

—Sí, si me lo cuentas todo —respondió Perla.

—¡Sólo una vez en mi vida encontré al Hombre Negro! —dijo su madre—. ¡Esta letra escarlata es su marca!

Así hablando fueron internándose en la espesura lo bastante como para verse libres de la observación de cualquier caminante casual que pasase por el sendero. Luego se sentaron en un montón de verde musgo que, en alguna época del siglo anterior, había sido un pino gigantesco cuyas raíces y tronco se ocultaban en la sombra oscura, y cuya copa se alzaba hasta la atmósfera superior. Se habían sentado en una pequeña hondonada, sobre un montículo cubierto de hojas que caían a ambos lados, y por cuyo fondo corría un arroyuelo sobre un lecho de hojas caídas y anegadas. De los árboles que sobre él se mecían, se habían desprendido de trecho en trecho grandes ramas que atascaban la corriente y la obligaban a formar remansos negros y profundos en algunas partes, mientras en los parajes por donde corría con mayor rapidez y viveza se veía un cauce de guijas y arena oscura y reluciente. Dejando que la vista siguiera el curso de la corriente, podía divisarse la luz que se reflejaba en el agua, a cierta distancia dentro del bosque, pero pronto se perdían todas las huellas en el laberinto de troncos, maleza y grandes rocas sembradas aquí y allá y cubiertas de líquenes grisáceos. Todos aquellos árboles gigantescos y bloques de granito parecían destinados a convertir en misterio el curso de aquel pequeño arroyo, por temor, tal vez, a que con su locuacidad incesante pudiera susurrar historias del corazón del viejo bosque de donde procedía, o reflejar sus revelaciones en la tersa superficie de algún charco. En realidad, a medida que avanzaba, el riachuelo no cesaba en su amable, tranquilo, bondadoso y halagüeño parloteo, aunque también fuera algo melancólico, como la voz de un niño pequeño que dejase pasar su infancia sin juegos y no supiera como estar alegre entre tristes parientes y sucesos sombríos.

—¡Oh, arroyo! ¡Oh loco y cansado arroyuelo! —exclamó Perla después de oír su charla un rato—. ¿Por qué estás tan triste? ¡Anímate, no pases todo el tiempo entre suspiros y murmullos!

Mas, en el curso de su breve vida pasada entre los árboles del bosque, el arroyo se había deslizado por una experiencia tan solemne que no podía dejar de hablar de ella, y parecía no tener otra cosa que decir. Perla se asemejaba al arroyo, dado que la corriente de su vida había brotado de un manantial igual de misterioso, y florecido entre escenas sombrías de pesada tristeza. Pero, contrariamente al arroyuelo, bailaba y saltaba y parloteaba alegremente durante el curso de su vida.

—¿Qué es lo que dice este triste arroyo, madre? —preguntó.

—¡Si tuvieras alguna tristeza propia, el arroyo te hablaría de ella —contestó la madre—, como me está hablando a mí de la mía! Pero ahora, Perla, me parece oír pisadas por el sendero y el ruido que producen las ramas cuando alguien las aparta. Más vale que te quedes jugando y me dejes hablar con el hombre que se acerca.

—¿Es el Hombre Negro? —preguntó Perla.

—¿Por qué no te vas a jugar, niña? —repitió su madre—. Pero no te internes demasiado en el bosque. Y estate atenta para acudir en cuanto yo te llame.

—Sí, madre —respondió Perla—. Pero si fuese el Hombre Negro, ¿no me dejaras quedarme un momento para verle con su gran libro bajo el brazo?

—¡Vete ya, tonta! —dijo su madre con impaciencia—. ¡No es el Hombre Negro! Mira, ahora puedes verle entre los árboles. ¡Es el pastor!

—¡Sí que es él! —dijo la niña—. ¡Y lleva la mano sobre el corazón, madre! ¿Será porque cuando el pastor escribió su nombre en el libro el Hombre Negro puso su marca en ese lugar? Pero ¿por qué no la lleva por fuera del pecho, como tú, madre?

—Vete de una vez, niña, que ya me fastidiarás cuanto quieras otro día —exclamó Hester Prynne—. Pero quédate por aquí. No te vayas tan lejos que no oigas el murmullo del arroyo.

La niña se marchó cantando, siguiendo el curso del arroyo y tratando de mezclar la melodía más alegre de su voz a la melancolía del arroyo. Pero la corriente no se dejaba consolar y siguió contando el ininteligible secreto de algún misterio muy lúgubre que había sucedido —o lamentándose de forma profética de algo que había de suceder—, dentro de los límites del fúnebre bosque. Así pues, Perla, cuya vida ya era bastante sombría, decidió romper toda relación con el quejumbroso arroyuelo. Se puso entonces a coger violetas y anémonas silvestres, y algunas aguileñas de color escarlata que encontró en las hendiduras de una alta peña.

Cuando su hija-duende se hubo marchado, Hester Prynne dio uno o dos pasos hacia el sendero que se adentraba por el bosque, quedándose bajo la profunda sombra de los árboles. Vio que el pastor avanzaba por el camino, completamente solo, apoyándose en una vara que cortó al pasar. Parecía pálido y débil, y había en su aspecto algo de postración nerviosa que nunca mostraba de forma tan marcada durante sus paseos por el pueblo ni en ninguna otra situación donde pensara que podía ser visto. Allí se volvía penosamente visible, en medio del enorme aislamiento del bosque, que por sí solo ya era una pesada prueba para el espíritu. Su forma de caminar era desmayada, como si no viese razón alguna para dar un paso más ni sintiese deseos de hacerlo, sino que más bien le hubiera alegrado más que cualquier otra cosa echarse sobre las raíces del árbol más cercano y permanecer allí impasible para siempre. Las hojas podrían cubrirle y la tierra se acumularía poco a poco y formaría un montículo sobre su cuerpo sin preocuparse de si estaba vivo o no. La muerte era un objeto demasiado definido para ser deseado o evitado.

A los ojos de Hester, el reverendo Mr. Dimmesdale no mostraba síntomas de sufrimientos positivos y vívidos, salvo que, como había observado la pequeña Perla, llevaba la mano puesta sobre su corazón.

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