La letra escarlata

LA ADUANA. Introducción a <<La letra escarlata>>

LA ADUANA

Introducción a «La letra escarlata»

Aunque poco inclinado a hablar excesivamente de mí y de mis asuntos en las reuniones junto al fuego con mis amigos íntimos, resulta bastante notable que en dos ocasiones, y dirigiéndome al público, me haya dejado dominar por un impulso autobiográfico. La primera fue hace tres o cuatro años, cuando favorecí al lector —de modo imperdonable, y sin ninguna razón terrenal que ni el indulgente lector ni el indiscreto autor podrían imaginar— con una descripción de mi forma de vivir en la profunda quietud de una Vieja Rectoría. Y ahora —porque la vez anterior, y por encima de mis merecimientos, tuvo suerte bastante para encontrar uno o dos oyentes— de nuevo agarro al público por la solapa y le hablo de mi experiencia de tres años en una Aduana. Nunca el ejemplo del famoso «P.P. clérigo de esta parroquia» fue seguido con mayor fidelidad. La verdad, no obstante, parece ser que, cuando lanza sus cuartillas al viento, el autor se dirige no a los muchos que dejarán a un lado su libro o nunca lo cogerán, sino a los pocos que lo comprenderán mejor que la mayoría de sus condiscípulos y compañeros de vida. Algunos autores, sin embargo, van mucho más lejos y se permiten revelar unas profundidades confidenciales como las que propiamente podrían dirigirse, única y exclusivamente, a un corazón y un entendimiento que estuvieran en perfecta simpatía con nosotros mismos; como si el libro impreso lanzado al ancho mundo estuviera seguro de encontrar el segmento dividido de la misma naturaleza del escritor, y completar su círculo de existencia poniéndolo en comunión con él. Es poco decoroso, sin embargo, decirlo todo, aun cuando hablamos de forma impersonal. Pero, dado que los pensamientos están congelados y la expresión se halla entumecida, salvo que el hablante mantenga con su audiencia alguna verdadera relación, podría perdonarse imaginar que un amigo cariñoso y preocupado, aunque no el amigo más cercano, esté escuchando nuestro relato; y entonces, deshelándose la natural reserva debido a ese amistoso conocimiento, podemos charlar sobre las circunstancias que nos rodean, e incluso sobre nosotros mismos, pero ocultando tras un velo el Yo más íntimo. Hasta ese punto y dentro de tales límites, un autor puede en mi opinión ser autobiográfico, siempre que no viole ni los derechos del lector ni los suyos propios. Asimismo se verá que este esbozo de la Aduana tiene cierto decoro, un decoro cuya especie siempre se ha reconocido en literatura, porque explico la forma en que una gran parte de las siguientes páginas llegaron a mis manos, y porque ofrezco pruebas de la autenticidad de la narración en ellas contenida. De hecho, es el deseo de situarme a mí mismo en mi verdadera posición como editor, o poco más, del más prolijo de los cuentos que forman mi libro, la verdadera razón para suponer una relación personal con el público. Con objeto de cumplir el propósito principal me ha parecido permitido dar, mediante unos pocos retoques extra, una pálida representación de un modo de vida hasta ahora no descrita, junto con algunos de los caracteres que en ella se mueven; y el autor puede contarse entre esos caracteres.

En mi ciudad natal de Salem, a cuya entrada hace medio siglo, en los días del viejo rey Derby, había un bullicioso embarcadero —que ahora está cargado de podridos almacenes de madera y exhibe pocos o ningún síntoma de vida comercial, salvo tal vez una barcaza o un bergantín que descargan pieles en la mitad de su melancólica longitud, o, algo más cerca, una goleta de Nueva Escocia que arroja su cargamento de madera—…, a la entrada, digo, de ese desvencijado embarcadero que la marea cubre a menudo, y a lo largo del cual, en su base y en la parte posterior de la ringlera de edificios, se percibe la huella de muchos años malos en un borde de hierbas ralas; ahí, con una vista desde sus ventanas delanteras que no resulta una perspectiva muy halagüeña, y extendiéndose a través del puerto se alza un espacioso edificio de ladrillo. Desde el punto más alto de su tejado, todas las tardes, durante tres horas y media exactamente, flota o cuelga, en medio de la brisa o de la calma, la bandera de la República, pero con las trece franjas en vertical, y no en horizontal, indicando de ese modo la existencia de un puesto civil, y no militar, del gobierno del Tío Sam. Adorna su fachada un pórtico de media docena de pilastras de madera que sostienen un balcón del que arranca, bajando hacia la calle, una escalera de anchos peldaños de granito. Sobre la entrada flota en el aire un enorme ejemplar del águila americana, de alas desplegadas, con un escudo delante del pecho y, si recuerdo bien, con un manojo de rayos y dardos armados de lengüetas entreverados en cada garra. Con la habitual flaqueza de temperamento que caracteriza a esa desventurada ave, por la fiereza de su pico y sus ojos y la general truculencia de su actitud, parece amenazar a la inofensiva comunidad y advertir, especialmente a todos los ciudadanos preocupados por su seguridad, contra cualquier intromisión en los lugares a los que da sombra con sus alas. No obstante, aunque aparenta ferocidad, mucha gente trataba en ese momento de guarecerse bajo el ala del águila federal, imaginando, supongo, que su pecho tiene toda la suavidad y la confortabilidad de un almohadón de plumas. Pero no es mucha la ternura que muestra, incluso en sus mejores momentos, y antes o después —a menudo antes que después— suele arrojar fuera a sus polluelos con un arañazo de su garra, un golpe de pico o una dolorosa herida provocada por sus cortantes dardos.

En las hendiduras del pavimento que rodea el edificio antes descrito —y al que sin más pérdida de tiempo bien podemos llamar la Aduana del puerto— crece hierba suficiente como para demostrar que en los últimos tiempos no ha sido hollada por ninguna multitudinaria reunión de negocios. Sin embargo, en algunos meses del año, hay tardes a menudo en que las cosas se mueven con un ritmo más animado. Tales ocasiones pueden recordar a los ciudadanos más viejos aquella época, antes de la última guerra con Inglaterra, en que Salem era un puerto por sí mismo; no un puerto despreciado como es ahora por sus propios comerciantes y armadores, que permiten que sus embarcaderos se desmoronen arruinados mientras sus empresas van a engrosar, de forma innecesaria e imperceptible, la poderosa avalancha comercial de Nueva York o Boston. Alguna de esas mañanas, cuando ocurre que tres o cuatro navíos llegan al mismo tiempo —generalmente de África o de América del Sur— o se disponen a zarpar, hay un sonido de pasos frecuentes que pasean enérgicamente arriba y abajo por los peldaños de granito. Aquí, antes de que su propia mujer lo haya hecho, puedes saludar al curtido patrón de barco que acaba de arribar a puerto con los papeles del navío bajo el brazo en una deslucida caja de cinc. También aquí llega su armador, alegre o sombrío, festivo o mohíno, según hayan salido los planes del viaje recién terminado para la mercancía, que fácilmente convertirá en oro, o que lo sepultará bajo tal cúmulo de problemas que nadie se ocupará de sacarle de ellos. Aquí tenemos además, cual germen del agobiado comerciante de ceño fruncido y barba cana, al joven empleadillo que prueba el gusto de las transacciones igual que un lobezno hace con la sangre, y ya arriesga pequeñas cantidades en los barcos de su amo cuando debería estar jugando con barquitos de papel en una represa de molino. Otra de las figuras de la escena es el marinero que, listo para zarpar fuera del país, solicita un salvoconducto, o el que, pálido y débil, acaba de llegar y pide un pase para el hospital. Tampoco debemos olvidar a los capitanes de las pequeñas goletas herrumbrosas que traen madera de las provincias británicas, ni a la serie de hombres de apariencia brutal y rostro alquitranado que, aunque sin la vivacidad del aspecto yanqui, no dejan de ser un artículo de importancia nada escasa para nuestro decaído tráfico comercial.

En tales momentos, todos estos individuos, unidos, como a veces lo estaban, a otros de toda especie para volver más diverso el grupo, hacían de la Aduana un agitado escenario. Sin embargo, subiendo la escalera habrías podido distinguir con más frecuencia —a la entrada si era verano, o en sus correspondientes viviendas si el tiempo era de invierno o inclemente— una hilera de venerables figuras sentadas en sillas de estilo antiguo que se apoyaban contra la pared descansando sobre las patas traseras. Estaban dormidos muchas veces, pero ocasionalmente se les podía oír hablar con unas voces que estaban entre el parloteo y el ronquido, y con esa falta de energía que caracteriza a los ocupantes de los asilos y a todos los demás seres humanos cuya subsistencia depende de la caridad, de un trabajo de funcionario o de cualquier otra cosa que no sea su propio esfuerzo independiente. Sentados como Mateo en la recepción de la Aduana, aunque poco idóneos para ser llamados como lo fue él para misiones apostólicas, aquellos viejos señores eran los oficiales del servicio aduanero.

Más allá, a mano izquierda si entras por la puerta principal, hay un cuarto u oficina de unos quince pies cuadrados y de elevada altura, en el que dos de sus ventanas de medio punto disfrutan de una vista del desvencijado muelle exterior, y la tercera da a una estrecha calleja y a una parte de Derby Street. Las tres ofrecen vistas parciales de abacerías, canterías, bazares de ropa barata y proveedores de barcos, junto a cuyas puertas suelen verse, riendo y charlando, grupos de viejos lobos de mar y otras ratas de embarcadero semejantes que frecuentan el de cualquier puerto de mar. El cuarto mismo está lleno de telarañas, y deslucido por la pintura vieja; siembra el suelo una arena gris que parece no haber sido removida hace mucho tiempo; y, por el general abandono del lugar, es fácil darse cuenta de que se trata de un santuario al que han tenido poco acceso las mujeres con sus mágicos utensilios, la escoba y el estropajo. Por lo que al mobiliario se refiere, hay una estufa con una voluminosa chimenea, un viejo pupitre de madera con un taburete de tres patas a su lado, dos o tres sillas de asiento de madera completamente desvencijadas e inseguras, y, para no olvidar la biblioteca, en algunos estantes una o dos veintenas de volúmenes de Actas del Congreso y un abultado digesto de leyes sobre Renta. Un estrecho tubo de latón sube atravesando el techo y forma un medio de comunicación vocal con otras partes del edificio. Aquí, hace unos seis meses, paseando de un rincón a otro, o desperezándose en el alto taburete, con el codo en el pupitre y los ojos recorriendo arriba y abajo las columnas del periódico de la mañana, habrías reconocido, respetado lector, al mismo individuo que te recibió en su pequeño y alegre estudio, donde brillaba tan agradablemente el sol a través de las ramas de los sauces, en la parte oeste de la Vieja Rectoría. Pero si ahora fueras allá en su busca, en vano preguntarías por el Inspector Loco-Foco. El escobón de la reforma lo barrió de la oficina, y un sucesor de mayores merecimientos ostenta su dignidad y se embolsa sus honorarios.

Esta vieja ciudad de Salem —mi ciudad natal, aunque he vivido mucho tiempo fuera de ella, tanto en la niñez como en los años maduros— posee, o poseía, en mis sentimientos unas raíces de cuya fuerza nunca me di cuenta las temporadas que residí en ella. En efecto, por lo que se refiere a su aspecto físico, con su superficie llana y sin variaciones, cubierta principalmente por casas de madera, de las que pocas o ninguna pretenden belleza arquitectónica —su irregularidad, que no es pintoresca ni curiosa, sino solamente sosa, su larga calle adormecida que se pasea fatigosamente a través de la extensión toda de la península, con Gallows Hill y New Guinea en un extremo, y una vista del asilo en el otro…, siendo éstas las características de mi ciudad natal, mi apego afectivo por ella habría sido tan lógico como el que pudiera sentir por un tablero de damas roto. No obstante, a pesar de haber sido invariablemente más feliz en cualquier otra parte, dentro de mí hay un sentimiento por la vieja Salem que, a falta de término mejor, debo contentarme con llamarlo afecto. Quizá deba adjudicar ese sentimiento a las profundas y viejas raíces que mi familia ha hundido en su suelo. Ya hace casi dos siglos y cuarto que el Briton originario, el emigrante más tempranero de mi apellido, hizo su aparición en aquel salvaje asentamiento bordeado de bosques que terminó convirtiéndose en ciudad. Y aquí nacieron y murieron sus descendientes, que han mezclado su sustancia terrenal con el suelo; y una porción nada pequeña de esa sustancia debe ser necesariamente consanguínea del esqueleto mortal con que, ya por poco tiempo, ando por las calles. Así pues, ese apego de que hablo es en parte la simple simpatía sensorial del polvo por el polvo. Pocos de mis paisanos pueden saber lo que es; ni necesitan considerar deseable saberlo, pues quizá sean los trasplantes frecuentes lo mejor para la raza.

Pero ese sentimiento tiene asimismo su cualidad moral. La figura de aquel primer antepasado, investido por la tradición familiar de una confusa y polvorienta grandeza, estaba presente en mi imaginación juvenil desde que tengo uso de memoria. Todavía me obsesiona y me instiga a una especie de sentimiento hogareño por el pasado, que, dada la situación actual de la ciudad, apenas reivindico. Parece como si tuviera mayor derecho a vivir aquí por ese progenitor grave, barbudo, de capa negra y altísimo —que llegó muy pronto, con su Biblia y su espada, y pisó la calle todavía sin estrenar con su imponente porte, y dejó tan buena figura como hombre de guerra y de paz— que por mí mismo: mi nombre rara vez se oye y mi cara a duras penas es reconocida. Era soldado, legislador y juez; era gobernador en la Iglesia y tenía todos los rasgos puritanos, los buenos y los malos. También fue un perseguidor implacable: lo atestiguan los cuáqueros, que le recuerdan en sus historias y refieren un suceso que habla de su cruel severidad con una mujer de su secta; suceso que pervivirá más en el tiempo, eso me temo, que cualquier otro recuerdo de sus mejores obras, aunque éstas fueron muchas. También su hijo heredó ese espíritu de persecución, y destacó tanto en el martirio de brujas que bien puede decirse que la sangre de éstas dejó en él una mancha; tan profunda que sus viejos huesos secos todavía deben conservarla en el cementerio de Charter Street, si es que no se han desmenuzado completamente en polvo. No sé si estos antepasados míos se acordaron de arrepentirse y pedir perdón al cielo por sus crueldades; ni si ahora están gimiendo bajo sus pesadas consecuencias, en otra forma de vida. Sea lo que fuere, yo, el que esto escribe, como representante suyo, asumo sobre mí la vergüenza de sus obras, y pido que cualquier maldición en la que hayan incurrido —como he oído y como la triste y precaria situación de mi familia, que dura ya tantos años, parece sostener— pueda ser levantada ahora y para siempre.

Indudablemente, sin embargo, cualquiera de esos severos y sombríos puritanos habría considerado suficiente castigo para sus culpas que, después de pasado tanto tiempo, el viejo tronco del árbol familiar, con tanto venerable musgo encima, hubiera dado nacimiento, en su más alta rama, a un holgazán como yo. Nunca les habría parecido digna de elogio ninguna de las metas que siempre he acariciado, nunca habrían visto ninguno de mis éxitos —si es que mi vida alguna vez fue alegrada por el éxito fuera de los límites domésticos—, de otro modo que como inútil, si no como decididamente deshonroso. «¿Qué es?», le murmura una sombra gris de mis antepasados a otra. «¡Un escritor de libros de cuentos! ¿Qué clase de trabajo es ése para ganarse la vida? ¿Qué forma de glorificar a Dios, o de servir a la humanidad en su época y en su generación? ¿De qué sirve? ¡Habría dado lo mismo que ese degenerado hubiera sido violinista!». Éstos son los cumplidos que intercambiamos mis importantes antepasados y yo a través del abismo del tiempo. Y, sin embargo, a pesar del desprecio que hacia mí sienten, fuertes rasgos de sus naturalezas se han entreverado a la mía.

Profundamente plantada, en la más temprana infancia y juventud de mi ciudad, por esos dos hombres graves ya enérgicos, nuestra estirpe ha subsistido aquí desde entonces; siempre, desde luego, en medio de la mayor de las respetabilidades; nunca, que yo sepa, fue infamada por ningún miembro indigno; pero, por otra parte, rara vez o nunca, después de las dos primeras generaciones, ninguno realizó nada memorable, y tampoco ninguno hizo nada para exigir notoriedad pública. Poco a poco fueron desapareciendo, casi como las viejas casas que desaparecen aquí y allá en las calles, cubiertas hasta la mitad de los aleros por la acumulación de nueva tierra. Durante más de un centenar de años se dedicaron al mar de padres a hijos; en cada generación, un patrón de barco con el pelo cano se retiraba del castillo de popa en dirección al hogar, mientras un muchacho de catorce años ocupaba el puesto hereditario junto al mástil, afrontando la salada espuma y la galerna que ya había bramado contra su padre y contra su abuelo. A su debido tiempo también, el muchacho pasó del castillo de proa al camarote, tuvo una juventud tormentosa y volvió de sus andanzas por el mundo para envejecer y morir, y mezclar su polvo a la tierra natal. Esta larga relación de una familia con un lugar, como su sitio de nacimiento y muerte, crea un parentesco entre el ser humano y la localidad, al margen por completo del encanto del escenario o las circunstancias que lo rodeen. No es amor, es instinto. El nuevo habitante, que llegó de tierras extrañas, o cuyo padre o abuelo vinieron de ellas, tiene poco derecho al nombre de salemita; no puede imaginar la tenacidad de ostra con que un viejo poblador, por cuyas venas laten tres siglos de pervivencia salemita, se aferra al lugar donde sus sucesivos antepasados se aparearon. No importa que el lugar le resulte triste, ni que le aburran las viejas casas de madera, el barro y el polvo, el muerto nivel del lugar y del sentimiento, ni el helado viento del este, ni la más helada todavía atmósfera social; todo eso, y cuantos defectos pueda ver o imaginar, no importan nada. El hechizo sobrevive a todo, tan poderoso como si el lugar natal fuera un paraíso en la tierra. Así ocurrió en mi caso. Sentí casi como un destino hacer de Salem mi hogar; como si el molde de las facciones y la casta del carácter que siempre habían sido allí familiares —un representante de la raza descendía a su tumba, otro asumía, como si fuera él, su paso de Centinela en la calle Mayor— todavía pudieran ser vistos y reconocidos en la vieja ciudad en mi tiempo. Sin embargo, este sentimiento real es una evidencia de que esa conexión, vuelta insana, debe cortarse. La naturaleza humana no florecerá, como tampoco florecen las patatas, si se planta y se replanta una y otra vez durante series excesivamente largas de generaciones en el mismo suelo esquilmado. Mis hijos han nacido en otros lugares, y, mientras sus destinos estén bajo mi control, hundirán sus raíces en tierras diferentes.

Al abandonar la Vieja Rectoría, fue sobre todo ese apego extraño, indolente y pesaroso por mi ciudad natal lo que me impulsó a ocupar un sitio en el edificio de ladrillo del Tío Sam, cuando perfectamente habría podido irme a cualquier otra parte; me habría sido más fácil incluso. Mi suerte estaba en mis manos. No era la primera vez, ni la segunda, que me había marchado, al parecer de forma definitiva, pero regresé como vuelve una y otra vez la moneda falsa de medio penique; como si Salem fuese para mí el inevitable centro del universo. Así, una hermosa mañana, subí el tramo de la escalera de granito con el nombramiento del Presidente en el bolsillo, y fui presentado a la corporación de caballeros que debían ayudarme en la pesada responsabilidad de mi cargo como jefe ejecutivo de la Aduana.

Dudo mucho —mejor dicho, no tengo ninguna duda— que cualquier otro funcionario público de los Estados Unidos, bien en los servicios civiles o en los militares, haya tenido bajo sus órdenes un cuerpo tan patriarcal de veteranos como el mío. Nada más verlos, quedó fijado el paradero del habitante más anciano del lugar. Durante más de los veinte años anteriores a esa época, la independiente posición del Recaudador había puesto a la Aduana de Salem al margen del torbellino de las vicisitudes políticas, que tan frágil vuelven por regla general la tenencia del cargo. Era un soldado —el soldado más distinguido de Nueva Inglaterra—, y aguantó firmemente desde el pedestal de sus valerosos servicios; seguro de la prudente liberalidad de las sucesivas administraciones en que lo había ejercido, también había sido salvaguarda de sus subordinados en muchos momentos de peligro y zozobra. El general Miller era radicalmente conservador; en el amable carácter de este hombre el hábito tenía considerable influencia; fuertemente apegado a rostros familiares, a duras penas se sentía inclinado a cambiar, incluso aunque esos cambios pudieran traer consigo innegables mejoras. Así pues, al hacerme cargo de mi departamento encontré pocos hombres que no fueran ancianos. Se trataba en su mayoría de antiguos capitanes de barco que, después de haberse curtido en todos los mares, y de aguantar con tenacidad las ráfagas tormentosas de la vida, se dejaron llevar finalmente a la deriva hasta aquel tranquilo rincón en el que, con poca molestia para ellos —salvo en los periódicos terrores de una elección presidencial—, todos y cada uno habían conseguido un nuevo arriendo de existencia. Aunque en modo alguno fueran menos propensos que sus compañeros a la edad y los achaques, disponían indudablemente de algún talismán que mantenía a raya a la muerte. Dos o tres de ellos, según me confirmaron, aunque gotosos y reumáticos, o incluso postrados en el lecho, nunca soñaron con hacer su aparición por la Aduana durante buena parte del año; pero después de un invierno inactivo, se arrastraban despacio en busca del cálido sol de mayo o junio, cumplían perezosamente con lo que ellos llamaban su deber y, a su propio capricho y conveniencia, volvían a meterse en cama. Debo confesarme culpable por haberme encargado de acortar la respiración oficial de más de uno de estos venerables servidores de la República. Gracias a mí, se les permitía descansar de sus arduas labores y poco después —como si su único principio de vida fuese el celo en el servicio de su país, como verdaderamente creo que así era— se retiraban a un mundo mejor. Es para mí piadoso consuelo que, gracias a mi intervención, se les concediera tiempo suficiente para arrepentirse de las prácticas perversas y corruptas en las que, como es de rigor, se supone que todo funcionario de aduanas ha de caer. Ni la puerta principal ni la trasera de la Aduana dan al camino que lleva al Paraíso.

La mayoría de mis aduaneros eran whigs. A su venerable hermandad le convenía que el nuevo administrador no fuera un político y que, aunque fiel demócrata en principio, no hubiese recibido el cargo ni se mantuviese en él por servicios políticos prestados. De otro modo —de haber sido nombrado para ese importante cargo un político activo, con objeto de asumir la fácil tarea de enfrentarse al Recaudador whig, cuyos achaques le impedían llevar personalmente la administración de la oficina—, un hombre de los antiguos cuerpos no habría podido resistir la marcha de la vida oficial un mes después de que el ángel exterminador hubiera subido las escaleras de la Aduana. De acuerdo con el código aceptado en este punto, no habría hecho otra cosa que cumplir con su deber el político que hubiera puesto todas y cada una de aquellas blancas cabezas bajo la hoja de la guillotina. Era bastante fácil darse cuenta de que aquellos viejos caballeros temían semejante cortesía de mi parte. Me daba lástima, y al mismo tiempo me divertía, contemplar los terrores que acompañaron mi llegada; ver mejillas surcadas de arrugas y batidas por el agua durante medio siglo de tormentas volverse color ceniza ante la mirada de un individuo tan inofensivo como yo; detectar, cuando alguno de ellos se dirigía a mí, el temblor de una voz que, en tiempos pasados, había solido bramar a través de una bocina con voz tan ronca como para reducir al mismo Bóreas a silencio. Aquellos excelentes ancianos sabían que, de acuerdo con todas las normas establecidas —y, por lo que se refiere a algunos de ellos, ponderadas por su propia falta de eficiencia en el trabajo— deberían haber dejado paso franco a hombres más jóvenes, más ortodoxos en política y, en resumidas cuentas, más idóneos que ellos para servir a nuestro común Tío. También lo sabía yo, pero nunca pude encontrar en mi corazón valor para actuar de conformidad con ese conocimiento. Así pues, con mucho y merecido descrédito para mí mismo, y considerable detrimento para mi conciencia oficial, durante mi mandato siguieron paseando tranquilamente por los muelles y perdiendo el tiempo subiendo y bajando las escaleras de la Aduana. Además pasaban buena parte del día durmiendo en sus rincones de costumbre, con el respaldo de las sillas apoyado contra la pared, despertando una o dos veces cada tarde para aburrirse mutuamente con la enésima repetición de viejas historias de mar y horribles chistes que, entre ellos, se habían convertido en una especie de consignas y contraseñas.

Imagino que no tardaron mucho en descubrir que el nuevo Inspector no era muy de temer. Así pues, con el corazón alegre y la feliz conciencia de ser empleados útiles —para ellos por lo menos, ya que no para nuestro amado país—, aquellos buenos ancianos cumplieron con las diversas formalidades del trabajo. Por debajo de sus gafas escudriñaron con mucha sagacidad los cargamentos de los barcos. Andaban muy azacaneados por pequeñas menudencias, y era maravillosa la torpeza con que otras veces se les escurrían entre los dedos las mayores. Cuando ocurría tal desgracia —por ejemplo, cuando una carretada de valiosa mercancía era desembarcada de contrabando, a plena luz del sol tal vez y delante de sus propias narices ineptas para la sospecha—, nada podía compararse con la vigilancia y presteza con que procedían a encerrarla, con doble vuelta de llave, y a asegurar con precintos y lacres todas las entradas del barco delincuente. En vez de una reprimenda por su negligencia previa, el caso parecía exigir más bien un elogio por su precaución merecedora de alabanzas, una vez ocasionado el perjuicio; un agradecido reconocimiento de su prontitud y celo ¡cuando ya el mal no tenía remedio!

A menos que la gente sea generalmente desagradable, tengo la boba costumbre de ser amable con ella. La mejor parte del carácter de mis compañeros, si es que hay alguna parte mejor, es la que antes surge por regla general a mi vista y da forma a la personalidad por la que distingo a los individuos. Como la mayoría de aquellos viejos aduaneros poseían buenas cualidades, y como mi posición respecto a ellos, paternal y protectora, era favorable al desarrollo de sentimientos amistosos, pronto empecé a sentir afecto por todos. En las tardes de verano, cuando el ardiente calor, que casi había derretido al resto de los humanos, sólo comunicaba a sus sistemas medio aletargados cierta tibieza, era agradable oírles charlar en la puerta trasera; formaban una fila apoyados contra la pared, como de costumbre, mientras las heladas ocurrencias de las generaciones pasadas se deshelaban y salían de sus labios burbujeando entre risas. Exteriormente, la jovialidad de los ancianos tiene mucho en común con la alegría de los niños; poca es la relación que tiene esto con la inteligencia, como tampoco la tiene un profundo sentido del humor; en ambos casos es un destello que juguetea en la superficie y comunica un aspecto brillante y jovial tanto a la rama verde como al tronco ceniciento y carcomido. No obstante, en un caso se trata de un resplandor real; en el otro se parece más al brillo fosforescente de la madera en descomposición.

Triste injusticia sería, y el lector deberá comprenderlo, presentar a todos mis excelentes y viejos amigos como si estuvieran chochos. En primer lugar, mis coadjutores no eran invariablemente viejos: había entre ellos hombres en pleno vigor y en la flor de la vida; hombres de notable habilidad y energía, y muy por encima, en cualquier caso, del inerte y dependiente modo de vida en que su mala estrella los había sumido. Por otra parte, los blancos mechones de la edad resultaban ser a veces techo de paja de una vivienda intelectual en buen estado. Pero, por lo que se refiere a la mayoría de mi cuerpo de veteranos, no me equivocaré si los caracterizo en líneas generales como una serie de viejas almas cansadas que no habían sacado de sus diversas experiencias de la vida nada que valiese la pena ser conservado. Parecía como si hubiesen arrojado lejos todas las semillas doradas de la sabiduría práctica, que tantas oportunidades tuvieron para cosechar, y luego hubiesen almacenado cuidadosamente su recuerdo junto con el cascabillo. Hablaban con mucho más interés y unción de su desayuno matinal, o de la cena de ayer, de hoy o de mañana, que del naufragio de hacía cuarenta o cincuenta años, y de todas las maravillas del mundo de que habían sido testigos sus juveniles ojos.

El padre de la Aduana, el patriarca no sólo de aquel pequeño pelotón de funcionarios sino, me atrevería a decir, de todo el respetable cuerpo de todos los servidores del mar de los Estados Unidos, era cierto Inspector permanente. En realidad podría calificársele de hijo del sistema tributario, partidario fanático del mismo, o, mejor, nacido en medio de la púrpura desde que su padre, coronel revolucionario y anteriormente Recaudador del puerto, creó para él un cargo y le destinó para ocuparlo en un momento de los viejos tiempos que pocos hombres vivos pueden hoy recordar. La primera vez que lo conocí, este Inspector era un hombre de ochenta años poco más o menos, y desde luego uno de los especímenes más maravillosos de gaulteria que puedan descubrirse en una búsqueda de toda una vida. Con sus coloreadas mejillas, su compacta figura elegantemente envuelta en una levita azul de brillante botonadura, con su rápido y vigoroso paso y su aspecto sano y saludable parecía, no joven, desde luego, sino una especie de nueva invención de la Madre Naturaleza en figura de hombre, a quien la edad y los achaques no podían tocar. Su voz y su risa, que resonaban perpetuamente por toda la Aduana, no tenían nada de la trémula vibración y cacareo de los ancianos; salían pavoneándose de sus pulmones, como el canto de un gallo o el trompetazo de un clarín. Si se le miraba simplemente como a un animal —y en él no había mucho más que ver—, resultaba un objeto satisfactorio por la total salubridad y vigor de su sistema, y por su capacidad, a tan avanzada edad, para saborear todos o casi todos los placeres que siempre le habían gustado o había imaginado. La despreocupada seguridad de su vida en la Aduana, con unos ingresos regulares y con leves e infrecuentes temores de expulsión, contribuyeron sin duda a que el tiempo pasase con mucha suavidad por él. No obstante, las causas originarias y más poderosas radicaban en la rara perfección de su naturaleza animal, en la moderada proporción de inteligencia y en la insignificante mezcla de ingredientes mentales y espirituales; estas últimas cualidades eran, en efecto, apenas las suficientes para impedir que el viejo caballero anduviese a cuatro patas. No poseía ninguna capacidad para pensar, ninguna profundidad para sentir, ninguna sensibilidad que le inquietase; en resumen, no tenía nada salvo unos cuantos instintos corrientes que, ayudados por su jovial temperamento, que brotaba inevitablemente de su lozanía física, cumplían su cometido de forma muy respetable en medio de la general aceptación, en vez del corazón. Había sido marido de tres mujeres, muertas hacía mucho; padre de una veintena de hijos que, en su mayoría, regresaron al polvo durante la infancia o la madurez. Alguien supondrá que todo esto podía haber sido pesadumbre bastante para empañar el temperamento más alegre, de principio a fin, en cierto tinte sombrío. No ocurrió así con nuestro viejo Inspector. Un breve suspiro bastaba para descargarle de todo el peso de esos recuerdos funestos. Un instante más tarde estaba tan dispuesto a jugar como cualquier chiquillo de pantalones cortos; más dispuesto que el pasante más joven del Recaudador, que, a sus diecinueve años, era el hombre más viejo y más serio de los dos.

Yo solía observar y estudiar a este patriarcal personaje, creo yo, con curiosidad más viva que a cualquier otra forma de humanidad presente a mis ojos. Cierto que era un fenómeno raro, tan perfecto desde cierto punto de vista, tan superficial, tan escurridizo, tal impalpable que, en cualquier otro, hubiera sido nadería. Mi conclusión fue la de que no tenía alma, ni corazón, ni cabeza; nada, como ya he dicho, salvo instintos; y pese a todo, estaban tan ingeniosamente reunidos los escasos materiales de su carácter que no había ninguna penosa percepción de deficiencia, sino que, por lo que a mí se refiere, una satisfacción total con lo que en él encontraba. Por lo terreno y sensual que parecía, podía ser difícil, y lo era mucho, imaginar cómo podría existir en la otra vida; pero probablemente su existencia en este mundo, admitiendo que acabase con su último suspiro, no había sido nada cruel: sus responsabilidades morales no eran mayores que las de las bestias del campo, aunque su ámbito de disfrute fuera mayor que las suyas, y tuviera toda su bendita inmunidad ante el aburrimiento y melancolía de la vejez.

Una de las cosas en que aventajaba considerablemente a sus hermanos cuadrúpedos era su habilidad para recordar grandes comilonas que le habían proporcionado no pequeña parte de la felicidad de su vida destinada a comer. Su glotonería era un rasgo simpático, y oírle hablar de carne asada abría tanto el apetito como un escabeche o unas ostras. Como no poseía atributos más altos, y no sacrificaba ni destruía ninguna cualidad espiritual dedicando todas sus energías y habilidades a servir al deleite y provecho de su estómago, siempre me agradaba y satisfacía oírle hablar largo y tendido de pescados, aves y carnes, y de los métodos mejores para cocinarlos. Sus recuerdos de las grandes comilonas, por más remota que fuera la fecha del banquete, parecían poner el olor del cerdo o del pavo debajo de nuestras propias narices. En su paladar había sabores que permanecían allí desde hacía sesenta o setenta años por lo menos, y aparentemente allí seguían con igual frescura que la de la chuleta de cerdo que acababa de devorar en el desayuno aquella misma mañana. Le he oído relamerse los labios recordando esos festines cuyos comensales todos, menos él, hacía tiempo que eran alimento para los gusanos. Era una maravilla observar cómo se le aparecían continuamente los fantasmas de las comilonas pasadas; y no coléricos ni vengativos, sino como agradecidos por su anterior aprecio, y tratando de reduplicar una serie infinita de delicias, a un tiempo sombría y sensual. Un filete de vaca, una pierna de ternera, una chuleta de cerdo, una gallina concreta o un pavo notablemente digno de elogio, que tal vez habían adornado su mesa en la época del viejo Adams, se habían grabado en su recuerdo, mientras que todas las experiencias subsiguientes de nuestra raza y todos los acontecimientos que iluminaron u oscurecieron su carrera individual, habían pasado por él dejando el mismo escaso efecto permanente que una brisa pasajera. Por lo que puedo juzgar, el suceso más trágico de la vida de este viejo fue su contratiempo con cierto ganso que vivió y murió hace unos veinte o cuarenta años; un ganso de aspecto muy prometedor que, sin embargo, en la mesa resultó tan empedernidamente duro que el trinchante no consiguió hacer mella en su esqueleto, y sólo pudo ser partido con hacha y serrucho.

Pero ya es hora de abandonar este esbozo, sobre el que sin embargo me gustaría explayarme mucho más, porque de todos los hombres que en mi vida he conocido este individuo era el más idóneo para ser aduanero. Por causas a las que tal vez no pueda aludir por falta de espacio, la mayoría de las personas sufre un detrimento moral por ese particular modo de vida. No ocurría eso con el viejo Inspector, y aunque siguiese en su puesto hasta el fin de los tiempos, sería tan honrado como lo era entonces y se sentaría a comer con el mismo apetito.

Hay una semblanza sin la que mi galería de retratos de la Aduana quedaría extrañamente incompleta, pero que mis escasas oportunidades comparativas de observación sólo me permitirían bosquejarla con unos simples trazos. Es la del Recaudador, nuestro valiente y viejo general que, después de su brillante carrera de las armas, tras la cual gobernó una violenta región del Oeste, llegó a la ciudad, hacía veinte años, para pasar la decadencia de su variada y honorable vida. El valiente soldado había cumplido o estaba a punto de cumplir los setenta años, y proseguía lo que le quedaba de su desfile terrenal cargado de achaques que ni la música marcial de sus propios recuerdos de espíritu inquieto podía aliviar algo. Su paso, en otro tiempo el primero en lanzarse a la carga, estaba afectado ahora de parálisis. Sólo contaba con la ayuda de un criado, y únicamente agarrándose con fuerza a la balaustrada de hierro podía subir despacio y penosamente las escaleras de la Aduana y llegar, cruzando trabajosamente la sala, a su silla de costumbre junto a la chimenea. Allí solía sentarse contemplando con una especie de sombría serenidad de aspecto a las personas que iban y venían, entre el crujido de los papeles, la prestación de juramentos, la discusión de los negocios y la cháchara intranscendente de la oficina; todos estos ruidos y circunstancias parecían afectar a sus sentidos sólo de manera muy vaga, y a duras penas lograban abrirse camino hacia su esfera interna de contemplación. En ese reposo, su semblante era apacible y bondadoso. Si se pedía su opinión, en sus facciones brillaba una expresión de cortesía e interés que demostraba que dentro de él había luz, y que sólo el medio externo de su lámpara intelectual obstruía los rayos a su paso. A medida que se penetraba en la sustancia de su mente, más sólida parecía. Cuando no se le pedía que hablase o escuchase, operaciones que le costaban un esfuerzo evidente, su cara se hundía en seguida en su primitiva y beatífica quietud. No resultaba penoso sostener aquella mirada, porque, aunque sombría, no tenía nada de la estupidez de la vejez deteriorada. La estructura de su naturaleza, fuerte y maciza de origen, aún no se desmoronaba en ruinas.

Observar y definir su carácter en situación tan desventajosa era, sin embargo, tarea tan difícil como trazar y edificar de nuevo, en imaginación, una vieja fortaleza como Ticonderoga, a partir de la contemplación de sus ruinas grises y destrozadas. Aquí y allá tal vez quedaran algunos muros enteros por casualidad, pero el resto sólo era un montón de tierra informe, engorroso por su gran solidez, y cubierto durante largos años de paz y falta de cuidado por hierbas y hierbajos foráneos.

No obstante, contemplando al viejo guerrero con afecto —porque, aunque la comunicación entre nosotros fuera escasa, mis sentimientos hacia él, como los de todos los bípedos y cuadrúpedos que le conocían, podían denominarse así sin faltar a la propiedad del término—, pude percibir los rasgos principales de su retrato. Estaba marcado por las nobles y heroicas cualidades que demostraban que había conquistado un nombre distinguido no por mero accidente, sino por derecho propio. Creo que una actividad inquieta nunca podría caracterizar su ánimo; en cualquier período de su vida, debió necesitar un impulso para ponerse en movimiento; pero, una vez en marcha, ante obstáculos que salvar y una meta idónea que alcanzar, no era hombre que se rindiera o flaquease. El calor que al principio impregnó su naturaleza, y que todavía no se había extinguido, no fue nunca de esa clase de calor que relampaguea y vacila en una llama, sino antes bien el calor al rojo vivo semejante al del acero en un horno. Peso, solidez y firmeza, ésa era la expresión de su reposo, incluso en el decaimiento que le había invadido en el período de que hablo. Pero aún entonces puedo imaginar que, por efecto de alguna excitación que lograra penetrar profundamente en su conciencia —reanimado por el toque de una trompeta lo bastante fuerte para despertar en él todas las energías que no estaban muertas, sino sólo adormecidas— todavía era capaz de despojarse de sus achaques como un enfermo de su bata, abandonando el bastón de la vejez para coger una espada de guerra y volver a convertirse una vez más en guerrero. En un momento de tanta intensidad, su porte habría seguido estando tranquilo. Aunque alarde semejante era sólo cosa de la imaginación; no era de esperar, ni de desear siquiera. Lo que en él vi —con la misma claridad que las indestructibles murallas del viejo Ticonderoga, ya citado como el símil más apropiado— fueron los rasgos de una resistencia tenaz y porfiada, que bien podría haber alcanzado la terquedad en su juventud; de una intensidad que, como la mayoría de sus restantes cualidades, yacía en una masa un tanto pesada, y era tan poco maleable y manejable como una tonelada de mineral de hierro; y de una benevolencia que, aunque había dirigido ferozmente las bayonetas contra Chippewa o el Fuerte Erie, me pareció de un temple tan genuino como el que impulsaba a todos o a alguno de los polémicos filántropos de la época. Por lo que supe, había matado a hombres por su propia mano; desde luego, habían caído como briznas de hierba bajo el golpe de la guadaña, ante la carga a la que su espíritu imponía su triunfante energía; pero, fuera lo que fuese, nunca hubo en su corazón la crueldad suficiente para derribar el vuelo de una mariposa. No he conocido ningún hombre a cuya innata amabilidad recurriría con mayor confianza para suplicarle algo.

Muchas características —y sobre todo ésas que contribuyen en gran medida a dar parecido al retrato— debieron borrarse u oscurecerse antes de que yo conociera al general. Todos los atributos meramente graciosos suelen ser los más evanescentes; y la naturaleza no adorna a la ruina humana con brotes de nueva belleza, que tienen sus raíces y alimento apropiado sólo en las hendiduras y grietas de la decadencia, como siembra alhelíes sobre la fortaleza en ruinas de Ticonderoga. Sin embargo, incluso por lo que respecta a la gracia y la belleza, había puntos que bien merece la pena tocar. De vez en cuando, un chispazo de humor se abría paso a través del velo de la oscura obstrucción y se reflejaba agradablemente en nuestros rostros. Un rasgo de elegancia natural, poco frecuente en el carácter masculino después de la infancia ola temprana juventud, surgía en la afición del general por la contemplación y fragancia de las flores. Puede suponerse que un viejo soldado sólo ha de apreciar el sangriento laurel sobre su frente, pero aquí había uno que parecía sentir por la tribu floral la estima de una damisela.

El valiente y viejo general solía sentarse allí, junto a la chimenea; mientras el Inspector —aunque rara vez, cuando podía evitarlo, cargaba con la difícil tarea de hacerle participar en la conversación— solía permanecer de pie, a distancia, observando su tranquilo y casi soñoliento semblante. Parecía estar lejos de nosotros, aunque le veíamos a unos pocos metros; remoto, aunque pasábamos rozando su silla; inalcanzable, aunque podíamos tender nuestras manos y tocar las suyas. Tal vez viviese una vida más real en sus pensamientos que en el inadecuado entorno de la oficina del Recaudador. Las evoluciones de la parada militar, el fragor de la batalla, el sonido de la vieja música heroica, oída treinta años atrás; tal vez esas escenas y esos sonidos seguían estando vivos todavía ante su sentido intelectual. Mientras tanto, los comerciantes y armadores, los pulcros escribientes y los toscos marineros entraban y salían; el ajetreo de esta vida comercial y aduanera continuaba produciendo su pequeño zumbido en torno a él, y sin embargo el general no parecía tener la más remota relación ni con los hombres ni con sus asuntos. Se hallaba tan fuera de lugar como una vieja espada —ahora enmohecida, pero que una vez relampagueó en el frente de batalla, y que todavía mostraba un brillante resplandor a lo largo de su hoja—, aunque ahora estaba entre tinteros, carpetas de papel y reglas de caoba, en el pupitre del Recaudador delegado.

Hubo algo que me ayudó mucho en la reconstrucción y recreación del fornido soldado de la frontera del Niagara, del hombre de la auténtica energía sencilla. Fue el recuerdo de aquellas memorables palabras suyas: «¡Lo intentaré, señor!», dichas al borde mismo de una empresa desesperada y heroica, alentando con el alma y el espíritu de la temeridad de Nueva Inglaterra, que abarcaba todos los peligros y los arrostraba todos. Si en nuestro país se recompensase el valor con blasones de nobleza, esa frase —que parece tan fácil de decir, pero que sólo él pronunció ante una tarea de peligro y gloria por delante— sería el lema mejor y más apropiado para el escudo de armas del general.

Contribuye considerablemente a la salud moral e intelectual del hombre conseguir hábitos de compañerismo con individuos distintos a él, que se preocupan poco de sus asuntos, y cuya esfera y cualidades sólo alcanza saliendo de sí mismo. A menudo me han proporcionado las peripecias de mi vida esa ventaja, aunque nunca con más plenitud ni variedad que durante mi permanencia en ese cargo. Había sobre todo un hombre cuyo carácter, después de observarlo, me dio una nueva idea del talento. Sus cualidades eran, sin género de dudas, las de un hombre de negocios: rápido, agudo, lúcido, con una vista que veía en medio de todas las intrigas, y una facultad de organización que las hacía desaparecer como si utilizase la varita mágica de un encantador. Criado desde su niñez en la Aduana, ése era su campo idóneo de actividad; las muchas complejidades de los asuntos, tan preocupantes para el advenedizo, se presentaban ante él con la regularidad de un sistema perfectamente comprendido. Según mis observaciones, era el ideal de su clase. Él era realmente la Aduana personificada; o, cuando menos, el resorte principal que ponía en movimiento sus diversas ruedas; porque, en una institución semejante, donde los funcionarios se nombran para favorecer su propio provecho y conveniencia, y rara vez atendiendo a sus capacidades para cumplir un deber, tienen forzosamente que buscar en alguna parte la destreza que no poseen. Así pues, por inevitable necesidad, del mismo modo que un imán atrae las virutas de hierro, así nuestro hombre de negocios atraía hacia sí las dificultades con que tropezaban los demás. De condescendencia fácil, y de amable indulgencia con nuestra estupidez —que, para su orden mental, debía parecerle poco menos que un crimen—, conseguía, por el mero hecho de tocarlo con sus dedos, que lo incomprensible resultase tan claro como la luz del día. Los comerciantes le apreciaban no menos que nosotros, sus esotéricos compañeros. Su integridad era perfecta: en él era una ley de naturaleza, antes que una elección o un principio; no podía ser de otro modo: la condición principal de una inteligencia tan notablemente lúcida y aguda como la suya consistía en la honradez y coherencia en la administración de los asuntos. Una mancha en su conciencia, como cualquier otra cosa que cayera dentro del campo de su vocación, habría perturbado más a un hombre de este tipo, muchísimo más, hasta la mayor de las perturbaciones, que un error en el balance de una cuenta o un borrón en la página impoluta de un libro de registro. En una palabra —y es un caso raro en mi vida—, me había topado con una persona completamente adaptada al puesto que ocupaba.

Ésas eran algunas de las personas con las que entonces me encontré relacionado: pensé que, en gran parte, era cosa de la Providencia haberme colocado en una posición tan poco adecuada a mis antiguos hábitos y me dediqué a sacar de ella, con toda seriedad, el mayor provecho posible. Después de mi confraternidad de trabajo y de los proyectos imposibles con mis soñadores hermanos de Brook-Farm; después de vivir durante tres años bajo la sutil influencia de un intelecto como el de Emerson; después de los días insensatos y libres de Assabeth con Ellery Channing, dando rienda suelta a fantásticas especulaciones junto a un fuego de ramas caídas; después de hablar con Thoreau sobre pinos y reliquias indias en su ermita de Walden; después de haberme vuelto refinado por simpatía hacia el clásico refinamiento de la cultura de Hillard; después de haberme imbuido de sentimientos poéticos junto a la chimenea de Longfellow, había llegado por fin el momento de ejercitar otras facultades de mi naturaleza y de nutrirme a mí mismo con alimentos por los que hasta entonces sentía poco apetito. Hasta el viejo Inspector era deseable como cambio de dieta para un hombre que había conocido a Alcott. Hasta cierto punto lo consideré como evidencia de un sistema bien equilibrado, que contenía todas las partes esenciales de una organización completa; con semejantes compañeros, yo podía alternar, desde luego, con hombres de cualidades totalmente diferentes, y no tener nada que objetar por el cambio.

Ahora apenas me importaba la literatura, su práctica y sus objetivos. En ese período no me interesaban los libros, eran algo ajeno a mí. La naturaleza —salvo la humana—, la naturaleza que se desarrollaba en tierra y cielo estaba oculta en cierto sentido para mí; y todos los goces imaginarios con que se había espiritualizado se borraban de mi mente. Un don, una facultad que, aunque no había desaparecido, estaba en suspenso e inanimada en mi interior. Hubiera sido algo triste, e indeciblemente aburrido, no haber sido consciente de que sólo de mí dependía traer a la memoria cuanto había de valioso en el pasado. Podía ser verdad, desde luego, que aquel género de vida no podía vivirse durante mucho tiempo impunemente; podía convertirme de forma definitiva en un hombre distinto al que había sido, sin transformarme en una sombra distinta que me mereciese la pena asumir. Pero nunca lo consideré como otra cosa que como un tipo de vida transitorio. Siempre había un instinto profético, un leve susurro en mis oídos diciéndome que, dentro de poco, y siempre que un nuevo cambio de hábitos fuera esencial para mi bien, ese cambio llegaría.

Entretanto, heme aquí Inspector de Hacienda y, por lo que he podido comprender, un buen Inspector como era preciso. Un intelectual con fantasía y sensibilidad —aunque tenga la décima parte de esas cualidades— puede ser en todo momento un hombre de negocios si decide tomarse esa molestia. Mis compañeros de oficina, y los comerciantes y capitanes de barco con los que me pusieron en contacto mis deberes oficiales, sólo me veían bajo esa luz y probablemente no me conocieron desde otra perspectiva. Sospecho que ninguno de ellos leyó nunca una página de lo que había escrito, y de leerlas a nadie le habría importado una higa más de mí, ni hubiese cambiado lo más mínimo el asunto si esas mismas páginas sin ningún valor hubieran sido escritas por la pluma de Burns o de Chaucer, que, como yo, fueron en su día funcionarios de una Aduana. Buena lección —aunque a menudo sea dura— para un hombre que había soñado con la gloria literaria y con lograr hacerse un sitio entre los grandes de este mundo por ese medio, salir del estrecho círculo donde sus pretensiones son reconocidas y ver con claridad que, fuera de ese círculo, todo lo que intenta y todo lo que consigue carece absolutamente de significación. No creo que necesite semejante lección especialmente, ni siquiera como advertencia o como reproche, pero, de cualquier modo, la aprendí a fondo; a decir verdad, cuando la comprendí, me proporcionó el placer de reflexionar, pero no me supuso ningún dolor ni exigió quitármela de encima con un suspiro. Cierto que, en punto a charla literaria, el oficial naval —excelente persona que llegó a la Aduana al mismo tiempo que yo y que salió de ella sólo un poco más tarde— entablaba a menudo debates conmigo sobre alguno de sus dos temas favoritos, Napoleón y Shakespeare. También el más joven de los ayudantes del Recaudador —un caballero de quien se rumoreaba que en ocasiones rellenaba una cuartilla del papel timbrado del Tío Sam con algo que, a la distancia de unas pocas yardas, se parecía mucho a un poema— solía hablarme de libros de vez en cuando, como materia de la que probablemente yo podía conversar. Ése era todo mi trato con personas cultas, el suficiente para mis necesidades.

Sin importarme mucho ni cuidarme de que mi nombre se difundiera en las tapas de los libros, sonreía pensando que ahora gozaba de otra clase de fama. El sello de la Aduana lo imprimía con una plantilla y pintura negra sobre bolsas de pimienta, cestas de tinte rojo, cajas de puros y fardos de toda clase de mercancías sujetas a impuestos, como testimonio de que todos aquellos artículos de consumo se habían pagado y habían pasado de forma regular por la Aduana. Llevado por tan raro vehículo de la fama, el conocimiento de mi existencia llegó tan lejos como viaja un nombre, a donde nunca antes fuera y de donde espero que no vuelva nunca.

Pero el pasado no estaba muerto. De tarde en tarde los pensamientos que habían sido tan vitales y activos, y ahora descansaban, revivían de nuevo. Una de las ocasiones más notables, cuando el hábito de los días pasados despertaba, fue aquella que cae dentro de la propiedad literaria para ofrecer al público el esbozo que ahora estoy escribiendo.

En el segundo piso de la Aduana hay una gran sala en la que la fábrica de ladrillo y los desnudos techos nunca fueron cubiertos con paneles o yeso. El edificio, proyectado en principio a una escala adaptada al antiguo tráfico comercial del puerto, y con la idea de subsiguiente prosperidad destinada a no hacerse realidad nunca, contiene mucho más espacio del que sus ocupantes saben qué hacer con él. Así pues, ese amplio salón situado sobre las dependencias del Recaudador permanecía inacabado hasta la fecha y, a pesar de las viejas telarañas que festonean sus polvorientas vigas, todavía parece aguardar el trabajo de carpinteros y albañiles. En un extremo del salón, en un hueco, había un montón de barriles apilados unos encima de otros, que contenían legajos de documentos oficiales. Grandes cantidades de desechos semejantes yacían desparramados por el suelo. Resultaba penoso pensar cuántos días, y semanas, y meses, y años de trabajo se habían malgastado en aquellos mohosos papeles que ahora sólo eran un estorbo en la tierra y que estaban ocultos en aquel rincón olvidado para no ser vistos nunca por los ojos humanos. Pero, por otro lado, cuántos rimeros de manuscritos de otro tipo —llenos, no con la insipidez de las formalidades oficiales, sino con el pensamiento de cerebros creativos y la espléndida efusión de hondos corazones—, habían caído de igual modo en el olvido; y, además, sin servir de nada para sus vidas, como aquellos montones de papel hacían, y, lo que es más triste aún, sin lograr para sus escritores la holgada existencia que los funcionarios de la Aduana se ganaban con aquellos inútiles garabatos sobre el papel. Aunque tal vez no tan inútiles como materiales de la historia local. Indudablemente, en aquellos legajos podían descubrirse estadísticas sobre el pasado comercio de Salem, y memoriales de sus principescos comerciantes —el viejo rey Derby, el viejo Billy Gray, el viejo Simon Forrester— y de muchos otros que fueron magnates en su día, cuyas montañas de riqueza empezaban a desmoronarse en cuanto sus empolvadas cabezas estaban en la tumba. En ellos podía seguirse la pista de los fundadores de la mayoría de las familias que ahora forman la aristocracia de Salem, desde el pobre y oscuro inicio de su comercio, en épocas por regla general muy posteriores a la Revolución, hasta lo que sus descendientes consideran como un rango logrado en tiempos inmemoriales.

Hay en ellas escasez de recuerdos sobre los tiempos anteriores a la Revolución; los documentos y archivos más antiguos de la Aduana probablemente fueron llevados a Halifax cuando todos los oficiales del rey acompañaron al ejército británico en su huida de Boston. Lo he lamentado en muchas ocasiones porque, caminando hacia atrás en el tiempo, hasta los días del Protectorado, esos papeles debían contener muchas referencias a personas olvidadas o recordadas, y a viejas costumbres que me habrían proporcionado un placer semejante al que sentía cuando me dedicaba a recoger puntas de flechas indias en los campos vecinos de la Vieja Rectoría.

Pero cierto día lluvioso en que no tenía nada que hacer, tuve la fortuna de realizar un descubrimiento que iba a ser muy interesante. Revolviendo y husmeando minuciosamente en la amontonada pacotilla del rincón, desdoblando un documento tras otro y leyendo los nombres de los barcos que mucho tiempo atrás habían naufragado en el mar o se habían podrido en los muelles, y los de comerciantes que ahora nunca se oyen en la Bolsa y que no resultan muy descifrables en sus lápidas cubiertas de musgo, ojeando esas materias con el interés triste, aburrido y a medias desganado que concedemos al cadáver de una actividad que ya está muerta —y animando a mi fantasía, atrofiada por falta de uso, a extraer de aquellos secos huesos una imagen del aspecto más brillante de la vieja ciudad, cuando la India era una región nueva y sólo Salem conocía el camino para llegar a ella—, por casualidad mi mano fue a tropezar con un pequeño paquete, cuidadosamente envuelto en un trozo de antiguo pergamino amarillo. El sobre daba la impresión de ser un documento oficial de alguna época antiquísima, cuando los empleados utilizaban su austera y formal quirografía en materias más sustanciosas que hoy. Algo había en él que aguzó mi instintiva curiosidad y me hizo desatar la descolorida cinta roja que ataba el paquete con la sensación de que iba a sacar a la luz un tesoro. Al desdoblar los rígidos pliegues de la cubierta de pergamino, resultó ser un nombramiento, con la firma y sello del gobernador Shirley, a favor de un tal Jonathan Pue, como Inspector de Aduanas de Su Majestad del puerto de Salem, en la provincia de la bahía de Massachusetts. Recordé haber leído (probablemente en los de Felt), la noticia de la muerte del señor Inspector Pue, ocurrida haría unos ochenta años; como también, en un periódico de fecha reciente, un informe sobre el hallazgo de sus restos en el pequeño cementerio de la iglesia de san Pedro, durante la renovación de ese edificio. Que yo recordase, nada había quedado de mi respetado predecesor, salvo un imperfecto esqueleto, algunos trozos de ropa y una peluca de majestuoso rizado, que, al revés de la cabeza que en un tiempo adornara, se encontraba en muy buen estado de conservación. Pero, examinando los papeles que envolvía el nombramiento de pergamino, encontré más huellas de la parte mental de Mr. Pue, y de las operaciones internas de su cabeza que las que había contenido la rizada peluca de su venerable calavera.

Se trataba, en resumen, de documentos no oficiales, sino de carácter privado o, cuando menos, escritos por motivos particulares y aparentemente de su puño y letra. Sólo un motivo podía explicar que se hallaran incluidos en el montón de documentos de la Aduana: Mr. Pue habría muerto de forma repentina, y aquellos papeles, que probablemente guardaría en su mesa oficial, nunca llegaron a conocimiento de sus herederos por suponerse que estaban relacionados con asuntos de la Aduana. Cuando los archivos se trasladaron a Halifax, dado que no contenía documentos oficiales, el paquete fue dejado allí, y allí permaneció sin abrirse desde entonces.

El antiguo Inspector, al que supongo que apenas importunaban en aquellos primeros tiempos con asuntos relacionados con su cargo, dedicaba según parece algunas de sus horas de ocio a investigaciones de antigüedades locales y otras pesquisas de similar naturaleza. Esas tareas proporcionaron materiales a la actividad de su mente, que de otro modo habría sido devorada por la herrumbre. Más tarde, una parte de sus datos me prestaron buen servicio en la preparación del artículo titulado «Calle Mayor», incluido en este volumen. El resto de esos datos tal vez puedan aplicarse a propósitos de igual valor en el futuro; o quizá no sea imposible que puedan servirme para escribir una historia de Salem si alguna vez la veneración por mi suelo natal me impulsa a tan piadosa tarea. Mientras tanto, quedarán a disposición de cualquier caballero interesado, y competente, en arrancar de mis manos tan infructuosa labor. Como idea última, cuento con depositarlos en la Sociedad Histórica de Essex.

Pero el objeto que más atrajo mi atención en el misterioso paquete era cierta tela roja de calidad, descolorida y muy gastada. Había en ella restos de un bordado de oro, muy deshilachado y desfigurado, hasta el punto de que a ninguno de los hilos, o a muy pocos, le quedaba brillo. Era fácil darse cuenta de que lo habían bordado con una destreza de costura maravillosa, y la puntada, según me aseguraron señoras con las que hablé sobre tales misterios, eran muestra de un arte olvidado y ya imposible de reconstruir, ni siquiera empleando el procedimiento de sacar los hilos uno a uno. Aquel andrajo de tela escarlata —pues el tiempo, el uso y una sacrílega polilla lo habían reducido a esa condición de andrajo— adoptaba la forma de una letra cuando se lo examinaba con atención. La A mayúscula. Si se medía con cuidado, cada palo tenía exactamente tres pulgadas y cuarta de longitud. No había ninguna duda de que fue hecha para servir como artículo de adorno en un vestido; pero ¿cómo se había usado? ¿Cuál era el rango, el honor o la dignidad que distinguía en tiempos pasados? Como las modas del mundo son tan fugaces en este apartado, tuve pocas esperanzas de contestar a esas preguntas. Pero me interesaban de forma extraña. Mis ojos estaban clavados en la vieja letra escarlata, y no se apartaban de ella. Había en todo ello, desde luego, algún significado profundo que merecía la pena desentrañar y que, como si me viera arrastrado por ese símbolo místico, se comunicaba sutilmente con mi sensibilidad pero escapaba al análisis de mi mente.

Encontrándome así, perplejo y pensando, entre otras hipótesis, que la letra podía no haber sido otra cosa que uno de aquellos adornos que los hombres blancos inventaban para atraer la atención de los indios, se me ocurrió ponérmela sobre el pecho. Tuve la impresión —el lector puede reírse, pero no debe dudar de mi palabra—, tuve la impresión, digo, de experimentar una sensación no del todo física, pero casi, algo así como un calor abrasador, como si la letra no fuera de tela roja, sino un hierro al rojo vivo. Sentí un estremecimiento, e involuntariamente la dejé caer al suelo.

Absorto en la contemplación de la letra escarlata, no me había preocupado hasta entonces de examinar un pequeño rollo de mugriento papel en el que estaba envuelta. La abrí entonces y tuve la satisfacción de encontrar, de puño y letra del viejo Inspector, una explicación bastante completa de todo el asunto. Había varias hojas de papel de tamaño folio que contenían muchos detalles referidos a la vida y costumbres de una tal Hester Prynne, que parecía haber sido un personaje de cierta notoriedad según nuestros antepasados. Vivió en el período comprendido entre los primeros días de Massachusetts y el final del siglo . Los ancianos que vivían en tiempos del Inspector Mr. Pue, y en cuyo testimonio oral había basado éste su narración, recordaban que, en su juventud, Mistress Prynne era una mujer muy vieja, aunque no decrépita, de aspecto majestuoso y solemne. Desde tiempos casi inmemoriales, solía recorrer la región como enfermera voluntaria haciendo todo el bien que podía y asumiendo asimismo la tarea de aconsejar en toda suerte de materias, y especialmente en las del corazón; por eso, como inevitablemente ha de ocurrirle a personas de tales tendencias, entre muchos se ganó la veneración debida a un ángel y, supongo yo, fue mirada por muchos otros como una intrusa y una entrometida. Curioseando el manuscrito, encontré el relato de otros hechos y sufrimientos de esta mujer singular, muchos de los cuales encontrará el lector en la historia titulada ; y deberá tener siempre presente que la mayoría de los hechos de esta historia están autorizados y autentificados por el documento del Inspector Mr. Pue. Los papeles originales, junto con la letra escarlata misma, reliquia curiosísima, se encuentran todavía en mi poder, y serán mostrados a cualquiera que, atraído por el gran interés del relato, sienta deseo de verlos. No debe entenderse por mis palabras que, al escribir el relato e imaginar los motivos y formas de pasión que influyeron a los personajes que en él figuran, me haya confinado invariablemente a los límites de la media docena de folios del viejo Inspector. Al contrario, hasta cierto punto, me he permitido a mí mismo tanta o casi la misma libertad como si los hechos se debieran totalmente a mi propia inventiva. Lo que aseguro es la autenticidad de las líneas generales.

En cierto modo, este incidente volvió a llevar a mi mente por sus viejos derroteros. En aquellos papeles parecía haber bases suficientes para un relato. Me impresionó como si el antiguo Inspector, en su atuendo de hacía cien años, y tocado con su peluca inmortal —que, aunque enterrada con él, no pereció en la tumba—, se hubiera encontrado conmigo en el desierto cuarto de la Aduana. En su porte había la dignidad de alguien que había desempeñado un cargo de su Majestad, y que por eso estaba iluminado por un rayo del esplendor que de forma tan deslumbrante brilló en torno a su trono. Qué distinto, por desgracia, el aspecto desaliñado de un funcionario de la República: como servidor del pueblo, se siente menos que el menor de sus amos, y por debajo del más bajo de ellos. Con su propia mano de espectro, aquella figura apenas entrevista, aunque majestuosa, me había entregado el símbolo escarlata y el pequeño rollo del manuscrito que lo explicaba. Con su propia voz de espectro me había exhortado, en sagrada consideración a mis filiales obligaciones y respeto hacia él —razonablemente podía considerársele como mi antepasado oficial—, a trasladar al público sus enmohecidas y apolilladas elucubraciones. «Haz esto», dijo el espectro del Inspector Mr. Pue mientras movía enfáticamente la cabeza, tan imponente dentro de su memorable peluca, «haz esto, y todo el provecho será tuyo. Lo necesitarás dentro de poco, porque en tus tiempos no es como en los míos, cuando el nombramiento para un cargo era vitalicio y a menudo hereditario. ¡Pero te conmino a que, en el asunto de la vieja Mistress Prynne, des a la memoria de tu predecesor el crédito que por derecho se merece!». Y yo contesté al espectro del Inspector Mr. Pue: «Así lo haré».

Así pues, pasé mucho tiempo pensando la historia de Hester Prynne. Me sirvió de meditación durante muchas horas, mientras paseaba arriba y abajo por mi cuarto, o recorría una y mil veces el espacio que se extendía desde la puerta principal de la Aduana hasta la puerta lateral, y regresaba. Grandes fueron las molestias y la contrariedad del viejo Inspector, de los pesadores y medidores, cuyas siestas perturbaba el inmisericorde y constante caminar de mis pasos yendo y viniendo. Recordando sus propias costumbres del pasado, solían decir que el Inspector estaba paseando por el alcázar del barco. Probablemente pensaban que mi único motivo —y, en realidad, el único motivo por el que un hombre en sus cabales puede ponerse voluntariamente en movimiento— era el de abrir el apetito antes de comer. Y, a decir verdad, el único resultado de aquel ejercicio tan infatigable fue un apetito voraz, estimulado por el viento del Este que generalmente soplaba en aquel pasaje. Tan poco propicia es la atmósfera de una Aduana a la delicada recolección de la fantasía y la sensibilidad que, aunque hubiera permanecido allí durante las diez presidencias siguientes, mucho me temo que el relato de nunca habría conseguido llegar ante los ojos del público. Mi imaginación era un espejo empañado. No lograba reflejar, o lo hacía únicamente con una vaguedad miserable, aquellas figuras con que traté de poblar el relato lo mejor que pude. Los personajes de la narración no se caldeaban ni se volvían maleables, por más fuego que yo pudiera encender en la fragua de mi inteligencia. No cogían ni la incandescencia de la pasión ni la ternura del sentimiento, y en cambio retenían toda la rigidez de sus muertos cadáveres y clavaban sus ojos en mi cara con una mueca horrible de despectivo desafío. «¿Qué tienes que ver tú con nosotros», parecía decirme su gesto. «El escaso poder que alguna vez tuviste sobre el tropel de irrealidades ha desaparecido. Lo has trocado por la miserable renta de un sueldo público. ¡Ve, pues, y gana tu salario!». En resumen, las casi aletargadas criaturas de mi propia fantasía se burlaban de mi necedad, y no sin sus buenas razones.

Esas infelices atrofias no se apoderaban de mí únicamente durante las tres horas y media que Tío Sam exigía como tributo de mi vida diaria. Me acompañaban en mis paseos por la playa y en mis excursiones por el campo, cuando, aunque rara vez y a disgusto, me movía en busca del estimulante encanto de la Naturaleza, que solía proporcionarme tanta frescura y actividad de pensamiento en el momento en que cruzaba los umbrales de la Vieja Rectoría. En lo que se refiere a capacidad para esfuerzos intelectuales, el mismo torpor me acompañaba en casa, y pesaba sobre mí en el cuarto que del modo más absurdo denominaba estudio. Y no me abandonaba cuando, en la alta noche, me sentaba en el desierto salón, alumbrado sólo por el reflejo de la chimenea y la luna, luchando por pintar escenas imaginarias que, al día siguiente, pudieran fluir sobre la animada página de una descripción perfectamente coloreada.

Si la facultad imaginativa se negaba a trabajar a tales horas, bien podía considerarse un caso perdido. La luz de la luna derramando su blancura en una habitación familiar sobre la alfombra y mostrando con toda nitidez sus dibujos —volviendo cada objeto tan minuciosamente visible y, sin embargo, con una visibilidad distinta a la de la mañana o la del mediodía— es el medio más propicio para que un novelista trabe relación con sus huéspedes ilusorios. Está el pequeño escenario cotidiano de su cuarto perfectamente conocido; las sillas, cada una con su individualidad diferente; la mesa central, con el costurero en el centro, uno o dos libros y una lámpara apagada; el sofá, la librería, el cuadro en la pared; todos estos detalles, vistos una y otra vez, se hallan tan espiritualizados por la luz inusual que parecen perder su actual sustancia y convertirse en cosas del intelecto. Nada es demasiado pequeño ni demasiado insignificante para sufrir ese cambio y adquirir por esa razón dignidad. El zapatito de un niño, la muñeca sentada en su cochecito de mimbre, el caballo de cartón: en una palabra, cualquier cosa que haya sido usada o con la que se haya jugado durante el día se ve investida ahora de una cualidad de extrañeza y lejanía, aunque está tan vívidamente presente como a plena luz del día. Así pues, en ese momento, el suelo de nuestra habitación familiar se convierte en un territorio neutral, situado entre el mundo real y el país de las hadas, donde lo Real y lo Imaginario pueden encontrarse e imbuirse cada uno en la naturaleza del otro. Pueden entrar en ella los espectros sin asustarnos. Contemplando la escena con sorpresa excitante, podríamos mirar en torno nuestro y descubrir una forma amada, aunque hace tiempo desaparecida, sentada tranquilamente bajo un rayo de esa mágica luz de luna, con un aspecto que nos haría dudar de si ha regresado de muy lejos, o de si nunca se ha apartado de nuestra chimenea.

El hogar de carbón, algo apagado ya, tiene una influencia esencial para producir el efecto que me gustaría describir. Lanza sobre la habitación un matiz discreto, con un leve resplandor rojizo sobre las paredes y el techo, y un destello que se refleja en las superficies pulidas de los muebles. Esta luz más cálida se mezcla con la fría espiritualidad de los rayos lunares y, por así decir, comunica corazón y sentimientos de humana ternura a las formas que nuestra fantasía evoca. Convierte a esas imágenes de hielo en hombres y en mujeres. Contemplando el espejo, vemos en la profundidad de su esfera encantada el brillo latente de la antracita a medio extinguir, los blancos rayos de luna en el suelo, y una repetición de todo el resplandor y la sombra de la pintura, como si todo se alejase de la realidad y se acercase a la imaginación. Entonces, a esa hora, y con una escena como ésa ante él, si un hombre, sentado completamente solo, no puede soñar cosas extrañas y hacer que parezcan reales, nunca debe intentar escribir novelas.

Por lo que a mí respecta, durante toda mi experiencia en la Aduana, la luz de la luna, el brillo del sol y el resplandor del fuego eran a mi modo de ver iguales; y ninguno de ellos valía una pizca más que el parpadeo de una vela de sebo. Me había abandonado una determinada clase de susceptibilidad y un don relacionado con ella; cierto que no eran de gran riqueza o valor, pero era lo mejor que tenía.

Estoy convencido, sin embargo, de que, de haber intentado escribir otro tipo de historias, mis facultades no habrían resultado tan inciertas e ineficaces. Podría haberme contentado, por ejemplo, con escribir las narraciones de un veterano capitán de barco, uno de los Inspectores, con el que me mostraría ingrato si no le mencionase, pues no pasaba día sin que me animase a reírme y causara mi admiración con sus maravillosas dotes como narrador de historias. Si hubiera podido conservar la pintoresca fuerza de su estilo y el humor lleno de colorido con que la naturaleza le dotó para emplearlo en sus descripciones, creo honradamente que el resultado habría sido algo completamente nuevo en literatura. O fácilmente habría encontrado una tarea más seria. Era una locura, con las presiones de aquella vida cotidiana pesando de forma tan invasora sobre mí, tratar de lanzarme hacia el pasado, o insistir en crear la semblanza de un mundo falto de materia etérea cuando, a cada instante, la impalpable belleza de mi burbuja se rompía al rudo contacto de alguna circunstancia presente. El esfuerzo más acertado habría sido difundir pensamiento e imaginación a través de la opaca sustancia del día de hoy, y volverla así de una transparencia brillante; espiritualizar el fardo que empezaba a volverse tan pesado; buscar decididamente el valor auténtico e indestructible que late escondido en incidentes mezquinos y fastidiosos, y en los caracteres vulgares de los que entonces hablaban conmigo. La culpa fue sólo mía. La página de vida que se hallaba extendida delante de mis ojos me pareció pálida y tópica, únicamente porque no había captado su más hondo significado. Allí estaba el mejor libro que nunca escribiré; y presentándose ante mí hoja tras hoja, como si estuviera escrito por la realidad de la hora que huye y se borrara con la misma rapidez con que fue escrito, sólo porque a mi mente le faltaba perspicacia y a mi mano la destreza para transcribirlo. Tal vez en el futuro pueda recordar algunos fragmentos dispersos y párrafos incompletos: entonces los escribiré y tal vez vea que las letras se convierten en oro sobre la página.

La percepción de todo esto llegó demasiado tarde. En aquel momento sólo sabía que lo que podría haber sido alguna vez un placer era un trabajo imposible. Y no había ocasión de lamentarse demasiado por aquel estado de cosas. Yo había dejado de ser un escritor de cuentos y ensayos pasablemente pobres y me había convertido en un Inspector de Aduanas pasablemente bueno. Eso era todo. Sin embargo, no deja de ser desagradable verse asaltado por la sospecha de que la propia inteligencia mengua o se evapora, sin que uno se dé cuenta, como el éter de una redoma, de tal modo que, cada vez que uno la mira, encuentra un residuo menor y menos volátil. No podía haber ninguna duda de que las cosas ocurrían así; y al hacer un examen de mí mismo y de los demás, llegué a conclusiones referidas al efecto que produce un cargo público sobre el carácter de las personas, y que no resultaban demasiado favorables al tipo de vida en cuestión. En alguna otra forma, quizá pudiera desarrollar esos efectos más tarde. Baste decir aquí que resulta difícil para un experimentado empleado de aduanas ser un personaje muy digno de alabanza o respetable, y ello por muchas razones; una de ellas es la titularidad por la que se sostiene en el cargo; otra, la naturaleza misma de su trabajo, que, aunque confío que sea honrado, es de esa clase de tareas que no se suman al esfuerzo conjunto de la humanidad.

Un efecto que, en mi opinión, puede observarse con cierta facilidad en todos los individuos que han ocupado el cargo es el siguiente: mientras él se apoya en los poderosos brazos de la República, sus propias fuerzas le abandonan. Pierde la capacidad de sostenerse por sí mismo en igual proporción a la debilidad o fuerza de su propia naturaleza. Si posee una cantidad considerable de energía originaria, o si sobre él no opera durante demasiado tiempo la magia debilitadora del lugar, puede recuperar las perdidas fuerzas. El funcionario expulsado —afortunado en ocasiones por verse fuera gracias al brusco empujón, a tiempo todavía de luchar en un mundo cuya ley es la lucha— puede volverse hacia sí mismo y llegar a ser lo que era en el pasado. Pero rara vez ocurre eso. Por regla general se mantiene en su puesto el tiempo suficiente para labrarse su propia ruina, y es entonces cuando lo expulsan con los tendones descordados, para vagar por los difíciles caminos de la vida como mejor pueda. Consciente de su propia flaqueza, de que ha perdido el temple de su acero y su elasticidad, se mantiene a partir de ese momento mirando de forma lamentable a su alrededor en busca de un apoyo externo. Su perseverante y continua esperanza —una alucinación que, enfrentándole al desaliento y haciendo de la impotencia su guía, lo persigue mientras vive, y que, al menos eso supongo, le atormenta durante cierto tiempo todavía después de muerto, como las agónicas convulsiones del cólera— consiste, en última instancia, en que, gracias a una feliz coincidencia de circunstancias y tras no mucho tiempo, vuelva a su puesto. Es esa confianza, más que cualquier otra cosa, la que le roba el vigor y la disponibilidad para cualquier empresa que pudiera soñar emprender. ¿Por qué trabajar y agotarse, y gastar tanto esfuerzo para salir por sí mismo del fango cuando, dentro de poco, el fuerte brazo de su Tío le alzará y le sostendrá? ¿Por qué trabajar para vivir aquí, o por qué ir a excavar oro a California cuando es tan poco lo que falta para ser feliz, todos los meses, con un montoncito de relucientes monedas salidas del bolsillo de su Tío? Resulta deplorable y curioso observar cómo basta haber probado un empleo para infectar a un pobre empleado con tan singular enfermedad. El oro del Tío Sam —sin que esto signifique falta de respeto para el benemérito y anciano caballero— tiene a este respecto una capacidad de encantamiento semejante a la del salario del Diablo. Quien lo toque habrá de tener mucho cuidado consigo mismo, o pronto se dará cuenta de que el pacto se vuelve en contra suya, comprometiendo, si no su alma, muchas de sus mejores cualidades; su vigorosa fuerza, su valor y su constancia, su verdad, la confianza en sí mismo y todo cuando da realce al carácter masculino.

¡Qué brillante perspectiva en la lejanía! Y no es que el Inspector aprovechase la lección para sí mismo, o admitiera que podía acabar hecho una ruina más tarde, bien por la permanencia en el puesto, bien en caso de ser expulsado. Sin embargo, mis reflexiones no eran nada tranquilizadoras. Empecé a volverme melancólico y a estar intranquilo, mientras atormentaba continuamente mi cerebro intentando averiguar cuáles de sus pobres cualidades habían desaparecido y hasta dónde llegaban los daños en las restantes. Traté de calcular cuánto tiempo más podía seguir en la Aduana sin dejar de ser un hombre. A decir verdad, mi mayor miedo —nunca habría sido buena medida política expulsar a un individuo tan tranquilo como yo, y tampoco era muy probable que un funcionario público renunciase a su puesto—, mi preocupación principal consistía en envejecer y volverme decrépito en mi cargo de aduanero, en convertirme en un animal semejante el viejo Inspector. ¿No me podía suceder, en el aburrido lapso de vida oficial que todavía me quedaba por cubrir, lo que le había sucedido a este venerable amigo, convertir la hora de comer en el eje del día, y pasar las horas restantes como las pasa un viejo perro, dormido al sol o a la sombra? ¡Pavorosa perspectiva para un hombre que consideraba la mejor definición de felicidad sacar el mayor provecho de todas sus facultades y su sensibilidad! Aunque durante todo ese tiempo me estaba causando a mí mismo alarmas innecesarias. La Providencia había pensado para mí cosas mejores que las que yo posiblemente hubiera podido imaginar para mí mismo.

Un suceso notable del tercer año de mi Inspectoría —para adoptar el tono de «P.P.»— fue la elección del general Taylor a la presidencia. Para hacerse una idea completa de las ventajas de la vida oficial, es esencial ver al funcionario ante el advenimiento de una administración hostil. Su posición es entonces singularmente molesta, y en cualquier caso de las más desagradables que posiblemente pueda ocupar un desventurado mortal, con raras alternancias de bien, aunque lo que a veces se presenta como lo peor para él termine siendo muy probablemente lo mejor. Pero para un hombre con orgullo y sensibilidad es una experiencia extraña saber que sus intereses están en manos de individuos que no le aprecian ni le comprenden, y por quienes, dado que inexorablemente ha de suceder una de las dos cosas, preferiría sentirse ofendido antes que verse obligado a darles las gracias. Para quien ha conservado la calma durante la contienda, también resulta extraño observar la sed de venganza que surge en la hora del triunfo, y ser consciente de que él mismo está entre sus objetivos. Hay pocos rasgos de la naturaleza humana tan feos como esa tendencia que ahora observaba en hombres no peores que sus vecinos: el de volverse crueles simplemente porque poseen poder para hacer daño. Si la guillotina, aplicada por los que tienen cargos, fuera un hecho al pie de la letra y no una de las metáforas más apropiadas, sinceramente creo que los miembros activos del partido victorioso estaban lo bastante excitados como para cortarnos a todos la cabeza, y agradecer al cielo la oportunidad. Me parece —a mí, que he sido un tranquilo y curioso observador tanto en la victoria como en la derrota—, que ese feroz y encarnizado espíritu de maldad y venganza nunca ha caracterizado los triunfos de mi propio partido como en aquel momento sucedía con los whigs. Los demócratas aceptan por regla general sus cargos porque los necesitan, y porque la experiencia de muchos lo ha convertido en ley de la lucha política, y criticarlo, salvo que se proclame otro sistema diferente, sería propio de débiles y cobardes. Pero, acostumbrados como están desde hace mucho a la victoria, ésta los ha vuelto generosos. Saben perdonar cuando ven la ocasión; y, cuando atacan, puede que su hacha esté afilada, pero su filo rara vez está envenenado con mala voluntad; tampoco es costumbre que les caracterice patear ignominiosamente la cabeza que acaban de cortar.

En resumen, pese a lo desagradable que era mi situación, en el mejor de los casos vi muchas razones para congratularme por estar en el bando perdedor y no en el de los ganadores. Si hasta entonces no había sido uno de los más entusiastas de mi propio partido, en tiempos de peligro y adversidad empecé a ver con toda claridad cuál era el partido de mis predilecciones; de acuerdo con un razonable cálculo de probabilidades, cierto que con algún pesar y con cierta vergüenza, vi que la perspectiva de continuar en mi cargo era mejor que las de mis correligionarios demócratas. Pero ¿quién puede ver en el futuro un palmo más allá de sus narices? ¡Mi cabeza fue la primera en caer!

Me inclino a creer que el momento en que cae la cabeza de un hombre raras veces o nunca es precisamente el más agradable de su vida. No obstante, como la mayoría de nuestras desgracias, incluso una contingencia tan grave, trae consigo su propio remedio y consuelo si quien las sufre aprovecha del accidente que le ha sobrevenido lo mejor y no lo peor. En mi caso particular, tenía a mano motivos suficientes de consuelo, motivos que en realidad me habían sugerido muchas reflexiones tiempo antes de que me viera obligado a ponerlas en práctica. En vista del aburrimiento de mi cargo, y de los vagos pensamientos de renunciar a él, mi suerte parecía algo así como la de una persona que estuviera alimentando la idea del suicidio, y, yendo más lejos que cualquiera de sus esperanzas, tropezase con la buena suerte de ser asesinado. En la Aduana, como antes en la Vieja Rectoría, había pasado tres años, tiempo suficiente para el descanso de un cerebro fatigado; tiempo suficiente para romper con los viejos hábitos intelectuales, y dar paso a otros nuevos; y más que suficiente también para vivir de un modo antinatural, haciendo cosas que en realidad no podían ser de ningún provecho ni placer para ningún ser humano, y apartándome de un trabajo que, por lo menos, habría sosegado un inquieto impulso en mi conciencia. Es más, por lo que se refiere a su poco protocolario despido, al antiguo Inspector no le desagradaba del todo que los whigs le reconocieran como enemigo, puesto que su falta de actividad en los asuntos políticos —su tendencia a vagar a capricho por ese ancho y tranquilo campo donde puede encontrarse con toda la humanidad, en vez de confinarse en los estrechos senderos donde los hermanos de un mismo hogar deben mantener opiniones contrapuestas— había hecho dudar alguna vez a sus hermanos demócratas de su amistad. Ahora, una vez alcanzada la corona del martirio (aunque su cabeza para llevarla no hubiera crecido), ese punto podía darse por resuelto. En fin, por poco heroico que fuese, le pareció más decoroso dejarse arrastrar por la derrota del partido en el que se había limitado a estar que seguir siendo un abandonado funcionario cuando cesaban tantos hombres de más merecimientos, y, en última instancia, después de subsistir durante cuatro años a merced de una administración hostil, verse obligado a definir de nuevo su posición y reclamar el favor más humillante todavía de una administración amistosa.

Entretanto la prensa se había ocupado de mi asunto, y durante una o dos semanas me tuvo recorriendo los periódicos en mi estado de decapitación, como de Irving, cadavérico y ceñudo, y deseando ser enterrado como debe desearlo un hombre políticamente muerto. Eso por lo que se refiere a mi ser figurativo. Todo este tiempo, el verdadero ser humano, con la cabeza firmemente puesta sobre los hombros, había llegado a la confortable conclusión de que todo había ocurrido del mejor modo posible, y, provisto de tinta, papel y plumas de acero, abrió su mesa de escritorio hacía tiempo abandonada y volvió a convertirse en literato.

Fue entonces cuando las elucubraciones de mi antiguo predecesor, el Inspector Mr. Pue, entraron en juego. Enmohecida por la larga inactividad, se necesitó un corto espacio de tiempo para que mi maquinaria intelectual pudiera empezar a trabajar en la historia, con un resultado muy poco satisfactorio. Aun entonces, aunque mis pensamientos se hallaban totalmente concentrados en el trabajo, todavía ofrecían a mis ojos un aspecto severo y sombrío, faltos de la alegría que presta la luz del genio, carentes del consuelo que ofrecen las influencias tiernas y familiares que suavizan casi todas las escenas de la naturaleza y de la vida real, y que, indudablemente, habrían de suavizar cada una de sus pinturas. Tal vez ese efecto nada cautivador se deba al período de la revolución apenas terminada, y al febril desorden en que la historia misma se desarrollaba. No quiere indicar esto, sin embargo, una falta de alegría en la mente del escritor, más alegre vagando por la neblina de aquellas fantasías faltas de luz que en cualquier otro momento desde que abandonó la Vieja Rectoría. Algunos de sus artículos más breves que contribuyen a formar este volumen también fueron escritos después de mi retiro involuntario de los trabajos y honores de la vida pública, y el resto fueron recuperados de anuarios y revistas tan antiguos que, después de haber dado la vuelta completa, ahora vuelven a ser novedad.Siguiendo con la metáfora de la guillotina política, el conjunto podría considerarse como los Papeles póstumos de un Inspector decapitado; y si el esbozo que ahora estoy a punto de acabar, resulta demasiado autobiográfico para ser publicado en vida por una persona modesta, será fácilmente perdonado en un caballero que escribe desde más allá de la tumba. ¡La paz sea con todo el mundo! ¡Benditos sean mis amigos! ¡Perdón para mis enemigos! ¡Porque estoy en el reino de la paz!

La vida de la Aduana yace como un sueño a mis espaldas. El viejo Inspector —de quien lamento comunicar que fue despedido y muerto por un caballo hace ya algún tiempo— y el resto de venerables personajes que con él se sentaban en la entrada de la Aduana, no son para mí otra cosa que sombras: imágenes de cabellos blancos y llenas de arrugas que entretenían mi fantasía y que ahora han desaparecido para siempre. Los comerciantes, Pingree, Phillips, Shepard, Upton, Kimball, Bertram, Hunt, ésos y muchos otros nombres que con tanta familiaridad resonaban en mis oídos hace seis meses, esos hombres de negocios que parecían ocupar una posición tan importante en el mundo…, ¡qué poco tiempo ha sido necesario para desconectarme de todos ellos, no simplemente en la vida, sino en el recuerdo! Hasta para recordar las caras y los nombres de unos pocos debo hacer un esfuerzo. Y dentro de poco hasta mi vieja ciudad natal se presentará ante mí a través de la neblina de la memoria, envuelta en bruma por todas partes, como si no fuera una parte de la tierra real, sino un pueblo abandonado en el país de las nubes, con unos habitantes imaginarios viviendo en sus casas de madera y paseando por sus familiares veredas y la prolija trivialidad de su calle Mayor. De ahora en adelante, deja de ser una realidad de mi vida. Soy ciudadano de cualquier otra parte. Mis buenos conciudadanos no me echarán de menos, porque —aunque uno de los objetivos más deseados de mis esfuerzos literarios haya sido lograr alguna relevancia a sus ojos y conseguir para mí un agradable recuerdo en ese hogar y lugar de enterramiento de muchos de mis antepasados— nunca he sentido la atmósfera afable que un literato precisa para que maduren los mejores frutos de su mente. Trabajaré mejor entre otras caras; y ésas otras, tan conocidas —es casi inútil decirlo—, vivirán exactamente igual sin mí.

Puede ocurrir, sin embargo —¡oh pensamiento arrebatador y victorioso!— que los tataranietos de la actual generación recuerden cariñosamente alguna vez al escribano de los tiempos pasados, cuando el historiador futuro señale, entre los sitios memorables de la historia de la ciudad, la localización de «La bomba del pueblo».

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