La letra escarlata

4. - La entrevista

4. - La entrevista

Después de su vuelta a la cárcel, Hester Prynne se hallaba en tal estado de excitación nerviosa que fue preciso mantenerla bajo estrecha vigilancia para evitar que cometiera alguna violencia contra sí misma o, medio enloquecida, hiciera algún daño a la pobre criatura. Al caer la noche, viendo que era imposible reprimir su insubordinación con reprensiones ni amenazas de castigo, maese Brackett, el carcelero, consideró prudente la presencia de un médico. Le describió como un hombre de mucha habilidad en los métodos cristianos de la ciencia médica, y que estaba familiarizado con cuanto podían haberle enseñado los salvajes sobre hierbas medicinales y raíces crecidas en la selva. A decir verdad, resultaba muy necesaria la asistencia profesional, no sólo para la propia Hester, sino sobre todo, y con urgencia, para la niña; ésta, que se alimentaba de su pecho, parecía haber bebido de él toda la agitación materna, la angustia y la desesperación que empapaba todo el sistema de la madre. Ahora se retorcía con dolorosas convulsiones y su cuerpecillo era el forzoso reflejo de la agonía moral que Hester Prynne había soportado durante el día.

Siguiendo de cerca al carcelero dentro del lúgubre recinto, apareció aquel individuo de singular aspecto cuya presencia en medio de la multitud tan profundo interés había despertado en la portadora de la letra escarlata. Fue alojado en la prisión, no como sospechoso de ninguna culpa, sino como el medio más conveniente y apropiado de disponer de él hasta que los jueces parlamentasen con los sagamores indios sobre su rescate. Fue anunciado con el nombre de Roger Chillingworth. Tras hacerle pasar al cuarto, el carcelero se quedó un momento, maravillado ante la comparativa calma que siguió a su entrada, porque Hester Prynne se quedó inmediatamente como muerta, mientras la niña seguía llorando.

—Le ruego, amigo, que me deje a solas con mi paciente —dijo el médico—. Confíe usted en mí, buen carcelero, que pronto habrá paz en su casa; y le prometo que Mistress Prynne será más sumisa ante la justa autoridad de lo que usted puede haber visto hasta ahora.

—Si vuestra excelencia es capaz de conseguirlo —respondió maese Brackett—, ¡reconoceré que es un hombre realmente hábil! A decir verdad, esta mujer ha estado como poseída, y poco falta para no decidirme a echar de ella a Satanás a latigazos.

El forastero había entrado en el cuarto con la tranquilidad característica de la profesión a la que él mismo había anunciado que pertenecía. No varió su actitud cuando la marcha del guardián de la prisión lo dejó cara a cara con aquella mujer que se había quedado absorta al verlo en medio de la multitud, como si entre él y ella hubiera alguna estrecha relación. Su primera preocupación fue para con la criatura, cuyos chillidos, mientras se retorcía en el camastro, obligaban de forma perentoria a posponer cualquier otra tarea para calmarlos. Examinó cuidadosamente a la criatura y luego procedió a abrir un cartapacio de cuero que sacó de debajo de sus ropas. Parecía contener algunos preparados médicos, uno de los cuales mezcló con una taza de agua.

—Mis viejos estudios de alquimia —dijo— y mi estancia, durante más de un año, entre gentes muy versadas en las propiedades benéficas de las plantas medicinales, me han convertido en un médico mejor que muchos de los que ostentan ese título. ¡Toma, mujer! Tuya es la niña, y no mía; y tampoco reconocerá mi voz o mi aspecto como el de un padre. Adminístrale, pues, esta pócima, con tu propia mano.

Hester rechazó la medicina ofrecida, mirándole a la cara al mismo tiempo con notoria aprensión.

—¿Serías capaz de vengarte en la inocente niña? —susurró.

—¡Loca mujer! —respondió el médico, en tono frío y a la vez tranquilizador—. ¿Qué habría de inducirme a causar daño a esta miserable criatura ilegítima? La medicina es poderosa para lo bueno; y si fuera mi hija —sí, si fuera mía tanto como tuya—, no podría hacer por ella nada mejor.

Como ella aún dudaba por no encontrarse de hecho su razón en buen estado, el hombre cogió a la niña en sus brazos y él mismo le administró la pócima, que pronto demostró su eficacia y cumplió la promesa de la sanguijuela. Se calmaron los quejidos de la pequeña paciente, sus sacudidas convulsas cesaron poco a poco y al cabo de un rato, como ocurre con los niños cuando se les alivia de un dolor, cayó en un sueño profundo y tranquilo. El médico, título al que tenía perfecto derecho, dedicó entonces su atención a la madre. Con tranquilo e intenso examen, le tomó el pulso, le miró los ojos —una mirada que hizo estremecerse y temblar el corazón de la mujer, por serle tan familiar y sin embargo tan fría y extraña—, y, por último, satisfecho del examen, procedió a preparar otra pócima.

—No conozco a Leteo ni a Nepente —observó—, pero he aprendido muchos secretos en los bosques, y éste es uno de ellos: una receta que me enseñó un indio a cambio de algunas lecciones que le di y que eran tan viejas como Paracelso. ¡Bébela! Puede que sea menos reconfortante que una conciencia sin pecado. Ésa no te la puedo dar. Pero ésta calmará la marejada y agitaciones de tu pasión, como aceite arrojado sobre las olas de un mar tempestuoso.

Ofreció la copa a Hester, que la cogió mirándole de forma lenta y grave a la cara; no era su mirada exactamente de miedo, pero estaba llena de duda y de interrogaciones, como si tratase de averiguar cuáles podían ser sus propósitos. También miró a su hija dormida.

—He pensado en la muerte —dijo ella—, la he deseado, habría rezado incluso para que viniese si alguien como yo pudiera rezar por algo. Sin embargo, si la muerte está en esta taza, te ruego que recapacites antes de que me la beba. Mira, aún la tengo apoyada en mis labios.

—¡Bébetela! —replicó el hombre, siempre con la misma fría compostura—. ¿Tan poco me conoces, Hester Prynne? ¿Tan bajas suelen ser mis intenciones? Aunque imaginase un plan de venganza, ¿qué podría servir mejor a mi propósito que dejarte vivir y darte medicinas contra todos los daños y peligros de la vida para que esa vergüenza abrasadora siga ardiendo sobre tu pecho?

A medida que hablaba, fue señalando con su largo dedo la letra escarlata, que en ese mismo instante pareció arder dentro del pecho de Hester como si fuera un hierro al rojo vivo. Notó él su involuntaria mueca y sonrió.

—Vive, pues, y lleva tu condena contigo, ante los ojos de hombres y mujeres, ante los ojos de aquel a quien un día llamaste esposo, ante los ojos de esta niña. ¡Y, para que puedas vivir, bébete esta pócima!

Sin más protestas ni dilaciones, Hester Prynne se bebió la copa y, a un gesto del médico, se sentó en la misma cama en que la niña dormía, mientras él acercaba al lecho la única silla que había en el cuarto, y se sentaba a su lado. La mujer no pudo menos de temblar ante estos preparativos, presintiendo que, después de hacer cuanto la humanidad, los principios o, tal vez, una crueldad refinada le impulsaban a hacer para alivio de los sufrimientos físicos, iba a tratarla como el hombre al que ella había injuriado de forma más profunda e irreparable.

—Hester —dijo él—, no voy a preguntar dónde ni cómo has caído en el abismo, o, mejor dicho, cómo has ascendido al pedestal de la infamia en que te encontré. No hay que ir muy lejos a buscar la causa. Fue mi insensatez y tu debilidad. Yo, el hombre de pensamiento, la polilla de las grandes bibliotecas, un hombre que empezaba la etapa de su decadencia después de haber gastado mis mejores años en alimentar el hambriento sueño del conocimiento, ¿qué había de hacer con una juventud y una belleza como las tuyas? Deforme desde la hora en que nací, ¿cómo pude engañarme con la idea de que los dones intelectuales podían velar la deformidad física en la fantasía de una muchacha? Los hombres me llaman sabio. Si los sabios emplearan siempre la sabiduría en su propio provecho, yo habría previsto todo esto. Podría haber sabido que, al salir de la vasta y desolada selva y penetrar en este asentamiento de hombres cristianos, lo primero que verían mis ojos sería a ti, Hester Prynne, puesta en pie, como estatua de la ignominia, delante del pueblo. No, en el momento en que bajamos juntos las gradas de la vieja iglesia, recién casados, debí haber visto el resplandor de la letra escarlata resplandeciendo al final de nuestro camino.

—Sabes de sobra —dijo Hester, que, deprimida como estaba no pudo soportar esa última y discreta puñalada dirigida a la señal de su vergüenza—, sabes de sobra que siempre he sido franca contigo. No sentía amor, y no lo fingí.

—Es verdad —replicó él—. ¡Fue mi insensatez!, ya lo he dicho. Hasta esa época de mi vida, yo había vivido en vano. ¡Le había faltado tanta alegría al mundo! Mi corazón era una habitación lo bastante amplia para albergar muchos huéspedes, pero solitaria y helada, sin ningún fuego de hogar. Y anhelaba encender uno. No me pareció un sueño loco —a pesar de ser viejo, sombrío y deforme— que la simple felicidad, desparramada por todas partes para que toda la humanidad la cogiera, pudiese ser mía. Y por eso, Hester, te atraje hacia mi corazón, hacia su rincón más íntimo, e intenté calentarte con el calor que tu misma presencia producía.

—Te he ofendido mucho —murmuró Hester.

—Los dos nos hemos ofendido mucho —contestó él—. La primera ofensa fue mía, cuando traicioné la flor de tu juventud poniéndola en relación falsa y antinatural con mi decadencia. Así pues, como hombre que no ha pensado ni filosofado en vano, no busco venganza ni proyecto mal alguno contra ti. Entre tú y yo, las cuentas están saldadas. Pero, Hester, ¡el hombre que nos ha ofendido a los dos sigue vivo! ¿Quién es?

—¡No me lo preguntes! —replicó Hester Prynne, mirándole con firmeza a la cara—. ¡Nunca lo sabrás!

—¿Nunca, dices? —prosiguió él con una sonrisa sombría y llena de confianza—. ¡No saberlo nunca! Créeme, Hester, hay muy pocas cosas —sea en el ancho mundo o, hasta cierta profundidad, en la invisible esfera del pensamiento— que puedan permanecer ocultas al hombre que se entrega con diligencia y sin reservas a solucionar un misterio. Podrás ocultar tu secreto a la curiosa multitud. Podrás incluso ocultárselo a los ministros y a los jueces, como hoy has hecho, cuando esperaban arrancar de tu corazón el nombre y darte un compañero para tu pedestal. Pero, por lo que a mí me atañe, los sentidos que pondré en la búsqueda serán muy distintos a los que ellos poseen. Yo buscaré a ese hombre como he buscado la verdad en los libros, como he buscado el oro en la alquimia. Hay un sexto sentido que me hará reconocerle. Le veré estremecerse. Yo mismo me estremeceré de forma repentina e inconsciente. Antes o después terminará siendo mío.

Los ojos del erudito lleno de arrugas brillaron con tanta intensidad sobre ella que Hester Prynne apretó las manos contra su corazón, como si temiese que pudiera leer allí su secreto en ese mismo momento.

—¿No quieres revelar su nombre? A pesar de ello, será mío —dijo él a modo de resumen, con expresión de confianza, como si el destino estuviese en sus manos—. Él no lleva, como tú, una letra infamante cosida a sus ropas, pero yo la leeré en su corazón. Pero no tengas miedo por él. No creas que voy a interferir en los métodos del cielo para su castigo, ni que, para mi propia perdición, le entregue a las garras de las leyes de los hombres. Ni tampoco imagines que he de tramar algo contra su vida, no, ni contra su fama si, como creo, es un hombre de buena reputación. ¡Que le dejen vivir! ¡Que le dejen esconderse tras los honores externos, si puede! ¡No por eso dejará de ser mío!

—Tus actos parecen misericordiosos —dijo Hester, aturdida y espantada—, pero tus palabras son aterradoras.

—Ya que fuiste mi mujer, quiero pedirte una cosa —prosiguió el hombre—. Has guardado el secreto de tu amante. ¡Guarda también el mío! En esta tierra no hay nadie que me conozca. No confíes a ningún ser humano que en otro tiempo me llamaste esposo. Aquí, en este salvaje confín de la tierra, levantaré mi tienda, porque, errante en todas partes y al margen de cualquier interés humano, aquí he encontrado una mujer, un hombre y una niña, y entre ellos y yo existen los lazos más estrechos. No importa que sean de amor o de odio, no importa que tenga derecho a ellos o no. Tú y lo tuyo, Hester Prynne, me pertenecéis. Mi hogar está donde tú estés, y donde él esté. ¡Pero no me traiciones!

—¿Por qué lo deseas? —preguntó Hester rechazando, sin saber bien por qué, aquel secreto lazo—. ¿Por qué no te presentas abiertamente y me repudias de una vez?

—Tal vez sea —replicó el hombre— porque no quiero tropezar con la deshonra que mancha al marido de una mujer infiel. O por otras razones. Basta, mi propósito es vivir y morir desconocido. Deja, pues, que tu marido sea para el mundo uno que murió, y del que nunca llegará noticia alguna. No me reconozcas de palabra, ni mediante un gesto o una mirada. No confíes el secreto, sobre todo, al hombre con el que me traicionaste. Si me fallas en esto, ten cuidado. Su honra, su reputación y su vida estarán en mis manos. ¡Ten cuidado!

—Guardaré tu secreto como guardo el suyo —dijo Hester.

—¡Júralo! —añadió el hombre.

Y ella lo juró.

—Y ahora, Mistress Prynne —dijo el viejo Roger Chillingworth, como hemos de llamarle de ahora en adelante—, te dejo sola; ¡sola con tu hija, y con la letra escarlata! ¿Cómo es eso, Hester? ¿Te obliga la sentencia a llevar esa marca incluso mientras duermes? ¿No tienes miedo a las pesadillas y a sueños espantosos?

—¿Por qué me sonríes así? —preguntó Hester, inquieta por la expresión de sus ojos—. ¿Eres como el Hombre Negro que vaga por el bosque que nos rodea? ¿Me has inducido hábilmente a una promesa que habrá de causar la ruina de mi alma?

—¡De tu alma, no! —respondió él con otra sonrisa—. ¡No, de la tuya no!

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