La letra escarlata

3. - El reconocimiento

3. - El reconocimiento

Desde esa intensa conciencia de ser objeto de severa y universal observación, la portadora de la letra escarlata se tranquilizó al fin al ver, entre la muchedumbre más alejada, una figura que se adueñó de forma irresistible de sus pensamientos. Allí había un indio vestido con su traje indígena; pero los pieles rojas no eran visitantes tan poco frecuentes de los poblados ingleses como para que uno de ellos llamara la atención de Hester Prynne en aquellos momentos; y mucho menos para excluir todas las demás cosas e ideas de su mente. Junto al indio, y evidentemente acompañándole, había un hombre blanco que vestía con extraño desaliño un atuendo que mezclaba ropas de hombres civilizados y de salvajes.

Era de pequeña estatura, con una cara llena de arrugas aunque aún no podía considerarse vieja. En sus facciones había una inteligencia notable, como la de alguien que ha cultivado su parte mental tanto que ésta no había podido dejar de moldear su parte física misma y ponerla de manifiesto con signos inconfundibles. Aunque mediante el aparente descuido de su heterogéneo atuendo había conseguido ocultar o disimular esa característica, para Hester Prynne era sobradamente evidente que uno de los hombros de aquel hombre era más alto que el otro. Nada más vislumbrar el rostro delgado y la leve deformidad del cuerpo de la figura de aquella persona, apretó a su criatura contra el pecho con una fuerza tan compulsiva que la pobre criaturita lanzó otro grito de dolor. Pero la madre no pareció oírlo.

Al llegar a la plaza del mercado, y algún tiempo antes de que ella le viese, el forastero dirigió sus ojos hacia Hester Prynne. Al principio lo hizo con descuido, como hombre acostumbrado principalmente a mirar dentro de sí mismo, y para quien los sucesos externos son de poco valor e importancia, salvo que estén relacionados con algo que ocurre en su mente. Muy pronto, sin embargo, su mirada se hizo aguda y penetrante. Un horror estremecedor cruzó por sus facciones, como si una serpiente se deslizara suavemente por ellas y mostrara a ojos de todos, durante una breve pausa, sus retorcidas evoluciones. Su rostro se ensombreció por efecto de alguna emoción poderosa, que sin embargo logró dominar con un esfuerzo de su voluntad de modo tan rápido que, salvo un fugaz momento, su expresión podría haber pasado por tranquilidad. Instantes después la convulsión era casi imperceptible, y terminó perdiéndose en las profundidades de su naturaleza. Cuando descubrió los ojos de Hester Prynne clavados en los suyos, y vio que ella parecía reconocerle, con lentitud y calma levantó un dedo, hizo con él un gesto en el aire y se lo llevó a los labios.

Luego, tocando el hombro de un habitante del poblado que estaba junto a él, le dirigió la palabra con seriedad y cortesía:

—Perdóneme, buen hombre —le dijo—, ¿quién es esa mujer? ¿Y por qué está expuesta a la vergüenza pública?

—Usted debe ser forastero en esta comarca, amigo —contestó el habitante del poblado, mirando curioso al hombre que le hacía la pregunta y a su salvaje compañero—; de lo contrario seguro que habría oído hablar de Mistress Hester Prynne y sus fechorías. Le aseguro que ha provocado un gran escándalo en la iglesia del piadoso doctor Dimmesdale.

—Dice usted bien —replicó el otro—. Soy forastero, y he sido, por desgracia, un nómada contra mi voluntad. Tanto en tierra como en mar he tropezado con penosos infortunios, y he estado prisionero mucho tiempo de las tribus bárbaras del sur; este indio me trae aquí ahora, para redimirme de mi cautiverio. Así pues, ¿sería tan amable de contarme lo ocurrido con Hester Prynne? ¿Es ése su nombre? ¿Podría decirme qué faltas ha cometido esa mujer y el motivo que la ha llevado a verse expuesta en la picota?

—Desde luego, amigo, y creo que su corazón se alegrará después de sus sufrimientos y la estancia entre los salvajes —dijo el habitante del poblado—, por encontrarse al fin en una tierra en la que la iniquidad es perseguida y castigada a la vista de las autoridades y del pueblo, en esta tierra de nuestra piadosa Nueva Inglaterra. Ha de saber, señor, que esa mujer que ve fue esposa de cierto sabio caballero, inglés de nacimiento, pero que residió mucho tiempo en Amsterdam hasta que, hace ya bastante tiempo, se le ocurrió cruzar el mar y probar suerte con nosotros en Massachusetts. Con este fin, mandó por delante a su esposa, mientras él se quedaba resolviendo algunos asuntos absolutamente necesarios. Y durante los dos años que poco más o menos esta mujer ha vivido aquí, en Boston, buen señor, nada se ha sabido del sabio caballero, el profesor Prynne; y su joven esposa, como puede comprender, quedó abandonada a sus propios errores.

—¡Ah, ah, le comprendo! —dijo el forastero esbozando una sonrisa amarga—. Un caballero tan sabio como usted dice, también debería haber aprendido eso en sus libros. ¿Y, si me hace usted el favor, quién puede ser el padre de esa criatura, de unos tres o cuatro meses, supongo, que Mistress Prynne tiene en sus brazos?

—En verdad, amigo, que el asunto sigue siendo un enigma; el Daniel que pueda interpretarlo todavía no ha aparecido —contestó el habitante del poblado—. La señora Hester se negó en redondo a hablar, y los jueces se han estrujado los sesos en vano. Acaso el culpable se halle entre nosotros contemplando el triste espectáculo, desconocido de todos y olvidando que Dios le ve.

—Ese culto caballero —observó el forastero con otra sonrisa—, debería arrojar luz en persona sobre el misterio.

—A él es a quien incumbe, si es que aún vive —respondió el habitante del poblado—. Ahora, buen señor, la magistratura de Massachusetts, considerando que esta mujer es joven y hermosa, que indudablemente fue llevada por la fuerza a caer, y que lo más probable es que su marido esté en el fondo del mar, no han querido aplicarle rígidamente el castigo mayor de nuestra rigurosa ley, que es la pena de muerte. Con gran piedad y ternura de corazón, han condenado a Mistress Piynne a permanecer únicamente tres horas en la plataforma de la picota, y de ahí en adelante, y por el resto de su vida, a llevar una marca de vergüenza sobre el pecho.

—¡Sabia sentencia! —observó el forastero inclinando con solemnidad la cabeza—. De ese modo, esa mujer será un sermón viviente contra el pecado hasta que la ignominiosa letra quede esculpida en la lápida de su sepulcro. Me fastidia, sin embargo, que el compañero de su iniquidad no se encuentre por lo menos a su lado en el patíbulo. Pero darán con él, ya lo creo que darán con él.

Saludó cortésmente al expansivo ciudadano y, murmurando unas palabras al indio que le acompañaba, ambos se abrieron paso entre la multitud.

Mientras ocurría esto, Hester Prynne había permanecido de pie en su pedestal con la mirada fija en el forastero; una mirada tan fija que, en momentos de intensa absorción, todos los demás objetos del mundo visible parecían desvanecerse, quedando únicamente él y ella. Tal vez una entrevista semejante habría sido más terrible que encontrarse con él como hizo ahora, con el cálido y abrasador sol del mediodía cayendo sobre su cara e iluminando su vergüenza, con la señal escarlata de la infamia sobre el pecho, con la criatura nacida del pecado entre los brazos, con todo un pueblo, atraído como si de un festival se tratara, contemplando unas facciones que sólo deberían ser vistas al tranquilo resplandor del hogar, en la feliz penumbra de una casa, o bajo el velo matronal en la iglesia. Pese a ser todo tan espantoso, se sentía segura en presencia de aquel millar de testigos. Era mejor permanecer así, con tantas personas entre él y ella, que encontrarse cara a cara, los dos solos. Era como si volara en busca del refugio de la exposición pública, y temiese el momento en que esa protección le fuera retirada. Envuelta en estos pensamientos, a duras penas oyó tras ella una voz que hubo de repetir su nombre varias veces, en tono grave y solemne, audible para toda la multitud.

—¡Atiéndeme, Hester Prynne! —dijo la voz.

Ya se ha dicho que, frente por frente de la plataforma en que se hallaba Hester Prynne, había una especie de balcón, o galería abierta, anexa a la . Era el lugar empleado para hacer las proclamaciones, en medio de una asamblea de magistrados, con todo el ceremonial que exigían esas costumbres públicas en aquellos días. Para presenciar la escena que describimos, allí estaba sentado el gobernador Bellingham en persona, con cuatro alguaciles con alabardas alrededor de su silla como guardia de honor. Llevaba en su sombrero una pluma negra, capa con ribetes de brocado y túnica de terciopelo negro debajo; era un caballero de edad avanzada, con una difícil experiencia de vida escrita en sus arrugas. No le faltaban aptitudes para ser cabeza y representante de una comunidad que debía su origen y progresos, tanto como el actual estado de desarrollo, no a los impulsos de la juventud, sino a las austeras y templadas energías de la madurez, así como a la sombría sagacidad de los años; comunidad que lograba tantas cosas precisamente porque era muy poco lo que había imaginado y esperado. El resto de eminentes personajes que rodeaban a la primera autoridad, se distinguían por la dignidad de su actitud, perteneciente al período en que las formas de la autoridad parecían poseer el carácter sagrado de las instituciones divinas. Eran, indudablemente, hombres buenos, justos y prudentes. Pero entre toda la familia humana no habría sido fácil elegir el mismo número de personas sabias y virtuosas menos capaces de sentarse a juzgar el extravío de un corazón de mujer, y desenmarañar la mezcla de bien y mal, que aquellos sabios de aspecto rígido hacia los que en ese momento volvía su rostro Hester Prynne. De hecho, Hester parecía consciente de que, si podía despertar alguna simpatía, ésta se hallaba en el corazón más grande y cálido de la multitud, porque, cuando levantó los ojos hacia el balcón, la desventurada mujer palideció y se echó a temblar.

La voz que había llamado su atención era la del famoso reverendo John Wilson, el clérigo más viejo de Boston, gran sabio, como la mayoría de sus compañeros de profesión contemporáneos, y además hombre de espíritu amable y simpático. Este último atributo, sin embargo, se había desarrollado con menos esmero que sus dones intelectuales, y a decir verdad para él era motivo de vergüenza antes que de orgullo. Estaba de pie, con una orla de rizos bordeando su casquete mientras sus ojos grises, acostumbrados a la penumbra de su gabinete, pestañeaban como los de la criaturita de Hester, bajo la pura luz del sol. Se parecía a uno de esos oscuros retratos grabados que vemos en las primeras páginas de los viejos volúmenes de sermones, y no tenía más derecho del que podría tener uno de esos retratos para adelantarse, como en ese momento hacía, y entrometerse en asuntos de culpa, pasión y angustia humanas.

—Hester Prynne —dijo el clérigo—, mucho es lo que he discutido con mi joven hermano aquí presente, cuyas palabras de prédica ha tenido usted el privilegio de oír —y Mr. Wilson puso su mano sobre el hombro de un joven pálido que estaba a su lado—. Como digo, he intentado persuadir a este piadoso joven de que sea él quien trate con usted, aquí, delante del cielo, en presencia de estos sabios y justicieros regidores, y ante los oídos de todo el pueblo, sobre la vileza y negrura de su pecado. Dado que él conoce mejor que yo su natural temperamento, podría juzgar con más acierto sobre los argumentos que deben emplearse, si deben ser de ternura o de terror, y puedan prevalecer sobre su dureza de alma y obstinación; de este modo, dejarías de ocultar por más tiempo el nombre de quien te indujo a esa gravísima falta. Pero él me replica (con una clemencia excesiva de hombre joven, aunque sea muy sabio para su edad) que sería traicionar la verdadera naturaleza de la mujer obligarla a abrir de par en par los secretos de su corazón ante una luz del día tan plena y en presencia de tanta cantidad de gente. En realidad, como he tratado de convencerle, la vergüenza está en la comisión del pecado y no en mostrarlo públicamente. ¿Qué es lo que dice usted a esto, hermano Dimmesdale? ¿Ha de ser usted o tendré que ser yo quien trate con esta pobre alma pecadora?

Hubo un murmullo entre los dignísimos y reverendos ocupantes del balcón, y el gobernador Bellingham, hablando con voz autoritaria, aunque templada por el respeto hacia el joven clérigo al que se dirigía, dio expresión al significado de ese rumor.

—Buen doctor Dimmesdale —dijo—, la responsabilidad del alma de esta mujer está en buena medida en sus manos. Por lo tanto, a usted le corresponde exhortarla al arrepentimiento, y a que confiese, como prueba y consecuencia de ese arrepentimiento.

La franqueza de esta apelación dirigió los ojos de toda la multitud hacia el reverendo Mr. Dimmesdale, un joven clérigo que había llegado de una de las grandes universidades inglesas, trayendo todo el saber de la época a nuestras salvajes tierras vírgenes. Su elocuencia y fervor religioso le proporcionaron pronto fama de alta eminencia de su profesión. Era una persona de aspecto impresionante, frente blanca, alta y amenazadora, ojos grandes, sombríos y melancólicos, y boca que, a menos que la comprimiese enérgicamente, tendía a temblar, expresando al mismo tiempo una sensibilidad nerviosa y un gran dominio de sí mismo. A pesar de sus altas cualidades naturales y de sus logros académicos, había en aquel joven ministro un aire, un aspecto aprensivo, asustado, temeroso, como el de un ser que se siente extraviado, que se ha perdido en la senda de la existencia humana, y que sólo está a gusto en su propio retraimiento. Así pues, caminaba hasta donde sus deberes se lo permitían por caminos vecinales y sombreados, y de este modo se mantenía a sí mismo sencillo y semejante a un niño; cuando se presentaba la ocasión, llegaba con su frescura, con su fragancia y con una pureza de pensamiento que, como mucha gente decía, conmovía como la palabra de un ángel.

Así era el joven a quien habían presentado tan abiertamente al público el reverendo Mr. Wilson y el gobernador, animándole a hablar, ante todos los oídos, sobre el misterio de aquella alma de mujer, tan sagrada incluso en su corrupción. La penosa naturaleza de su situación hizo palidecer sus mejillas y sus labios temblaron.

—¡Hable a esa mujer, hermano mío! —dijo Mr. Wilson—. Es oportuno para su alma y, por lo tanto, como dice el honorable gobernador, importante para la de usted, que la tiene a su cargo. ¡Exhórtele a confesar la verdad!

El reverendo Mr. Dimmesdale agachó la cabeza, en silenciosa oración al parecer, y luego se dirigió a ella.

—Hester Prynne —dijo inclinándose desde el balcón y mirándola directamente a los ojos—, ya oyes lo que dice este buen hombre y ya ves la responsabilidad que penosamente asumo. Si sientes que ha de ser para la paz de tu alma, y que tu terrenal castigo resultará más eficaz para tu salvación, te ordeno que digas el nombre de tu compañero de pecado y sufrimiento. No calles por compasión mal entendida ni por ternura hacia él, porque, créeme, Hester, aunque tuviese que descender de una alta posición y permanecer de pie ahí, a tu lado, en el pedestal de la vergüenza, sería mejor que esconder un corazón culpable durante toda la vida. ¿Qué puede hacer por él tu silencio, salvo tentarle, sí, impulsarle casi a añadir la hipocresía a su pecado? El cielo te ha otorgado una ignominia pública para que así puedas, sin pena, prepararte para un triunfo definitivo sobre el mal. Cuidado con privarle de la amarga pero saludable copa que ahora se presenta a tus labios, y que él tal vez no tiene valor para coger por sí mismo.

La voz del joven pastor era temblorosamente dulce, rica, honda y entrecortada. Antes que el significado directo de las palabras, fue el sentimiento que de forma tan evidente manifestaba lo que hizo vibrar a todos los corazones y lo que impulsó a todos los oyentes a una simpatía espontánea. En el pecho de Hester, hasta la pobre criatura se sintió afectada por la misma influencia, porque dirigió su mirada, hasta ese momento distraída, hacia Mr. Dimmesdale, y levantó hacia él los bracitos en medio de un murmullo a medias complacido y lastimero. Tan poderosa pareció la conminación del ministro que la gente no podía creer sino que Hester Prynne soltaría el nombre culpable, o que incluso el culpable mismo, por más alta o baja que fuera su posición, se vería arrastrado por una necesidad interna e inevitable e impulsado a subir al patíbulo.

Hester sacudió la cabeza.

—¡Mujer, no traspases los límites de la piedad del cielo! —chilló el reverendo Mr. Wilson, con más actitud que antes—. Esta criaturita ha sido dotada de voz para secundar y confirmar el consejo que has oído. ¡Que diga su nombre! Eso, y tu arrepentimiento, pueden servir para arrancar la letra escarlata de tu pecho.

—¡Nunca! —replicó Hester Prynne mirando, no a Mr. Wilson, sino a los profundos y turbados ojos del clérigo más joven—. Se ha marcado demasiado honda para que puedan quitármela. Así podré soportar su agonía, igual que la mía.

—¡Habla, mujer! —dijo otra voz fría y severa, que procedía de la muchedumbre apiñada alrededor del patíbulo—. ¡Habla y da un padre a tu hijo!

—¡No hablaré! —contestó Hester, poniéndose pálida como la muerte, pero respondiendo a aquella voz que con mucha probabilidad había reconocido—. Y mi hija deberá buscar un padre celestial; nunca conocerá a otro en la tierra.

—¡No hablará! —murmuró Mr. Dimmesdale, quien, inclinándose sobre la balconada con la mano sobre el pecho, había esperado el resultado de su conminación—. ¡Maravillosa fortaleza y generosidad de un corazón de mujer! ¡No hablará!

Percibiendo el imposible estado de la mente de la pobre culpada, el clérigo más anciano, que se había preparado cuidadosamente para la ocasión, dirigió a la multitud un sermón sobre el pecado, en todas sus vertientes, pero siempre con referencias continuas a la ignominiosa letra. Fue tanto lo que insistió en aquel símbolo en la hora o más tiempo durante el que sus períodos rodaron sobre las cabezas de la gente que infundió nuevos terrores en sus imaginaciones y dio la impresión de que el color rojo de la letra salía de las llamas del abismo infernal. Hester Prynne, mientras tanto, permanecía sobre el pedestal de la vergüenza con ojos vidriosos y una actitud de cansada indiferencia. Había soportado aquella mañana todo lo que su naturaleza podía soportar, y como su temperamento no era de esos que escapan a un sufrimiento demasiado intenso mediante el desmayo, su espíritu no podía hacer sino refugiarse bajo una pétrea corteza de insensibilidad mientras seguían intactas las facultades de la vida animal. En ese estado, la voz del predicador tronaba despiadada, pero sin eficacia, en sus oídos. Durante la última parte de la penosa prueba, la criaturita rasgaba el aire con sus chillidos y sus llantos; ella trató mecánicamente de hacerla callar, pero apenas parecía compartir su turbación. Con la misma actitud dura fue devuelta a la prisión, y desapareció de la vista del público tras el portón tachonado de clavos de hierro. Los que la siguieron murmuraron que la letra escarlata despedía un resplandor tétrico por el oscuro pasadizo del interior de la prisión.

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