La letra escarlata

18. - Un chorro de luz

18. - Un chorro de luz

Arthur Dimmesdale dirigió al rostro de Hester una mirada llena de esperanza y alegría; pero en ella también había miedo, y una especie de horror ante la audacia con que se había dicho lo que él vagamente insinuaba aunque no se atrevía a pronunciar.

Pero la inteligencia firme y activa de Hester Prynne se había habituado, durante el tiempo que había permanecido no solo alejada de la sociedad, sino fuera de la ley, a tal altura de pensamientos que éstos eran desconocidos para el clérigo. Hester había vagado sin norma ni guía por un desierto moral tan ancho, intrincado y sombrío como el bosque indómito en cuya penumbra se encontraban ahora manteniendo la conversación que iba a decidir su destino. La inteligencia y el corazón de la mujer moraban, por así decir, en lugares desiertos por los que podía vagar con tanta libertad como un indio por sus bosques. Durante muchos años había mirado desde ese extraño punto de vista las instituciones humanas y cuanto sacerdotes y legisladores habían establecido, criticando todo con la misma falta de respeto que un indio sentiría por el hábito clerical, la toga del juez, el patíbulo, la horca, el hogar o la iglesia. Su sino y su suerte tendían a volverla libre. La letra escarlata era su pasaporte hacia regiones donde las demás mujeres no se atrevían a ir. La vergüenza, la desesperación y la soledad habían sido las maestras que, severas y crueles, la habían hecho fuerte, aunque también le enseñaron muchas cosas equivocadas.

El pastor, por otra parte, nunca había tenido una experiencia meditada que pudiera haberle situado más allá de los límites de las leyes generalmente aceptadas, aunque en una ocasión hubiera transgredido sin miedo una de las más sagradas de todas. Pero había sido un pecado de pasión, no de principios, y ni siquiera de propósito. Desde aquella desgraciada época, había vigilado con celo enfermizo y minuciosidad, no sus actos —porque éstos se organizaban fácilmente—, sino cada soplo de emoción y cada uno de sus pensamientos. Encontrándose a la cabeza del sistema social, como en aquellos tiempos ocurría con el clero, sus normas, sus principios e incluso sus prejuicios eran para él otros tantos obstáculos. Como sacerdote, la estructura de su clase le ataba inevitablemente. Como hombre que había pecado una vez, pero que conservaba la conciencia completamente viva y penosamente sensible por la irritación de una herida no curada, podía sentirse más seguro dentro de la línea de la virtud que si nunca hubiese pecado.

Así pues, por lo que se refiere a Hester Prynne, parece como si los siete años de proscripción e ignominia no hubieran sido otra cosa que preparación para esta hora. Pero en el caso de Arthur Dimmesdale… Si un hombre como él volvía a caer, ¿qué argumento emplear para paliar su crimen? Ninguno. A menos que en su favor hablase la disculpa de estar quebrantado por un largo e intenso sufrimiento; que su mente se hallase oscurecida y confundida por el mismo remordimiento que lo torturaba; que a su conciencia le resultara difícil decidirse entre escapar como un criminal confeso o quedarse allí como un hipócrita; que era humano evitar el peligro de muerte y la difamación, así como las inescrutables maquinaciones de sus enemigos; por último, que en la senda desierta y tenebrosa de este pobre peregrino, débil, enfermo y miserable, aparecía un rayo de afecto humano y comprensión, ofreciéndole una vida nueva, una vida verdadera en pago del pesado castigo que ahora estaba expiando. Y, hablando con severidad y triste verdad, lo cierto es que la brecha que la culpa ha abierto una vez en el alma humana nunca se puede reparar en este mundo. Podrá ser vigilada y defendida con objeto de que el enemigo no vuelva a emplear ese camino para apoderarse de la ciudadela, e incluso hacer que, en sucesivos asaltos, tenga que elegir otra vía en vez de ésa que antes le había proporcionado tan buen resultado. Pero allí seguirá estando el muro en ruinas, y muy cerca el paso furtivo del adversario que trata de repetir su triunfo no olvidado.

No es preciso describir la lucha que se produjo en su espíritu, si es que hubo una. Baste añadir que el clérigo decidió escapar, y acompañado.

—Si en esos siete años —pensó—, hubiera encontrado un instante de paz o esperanza, seguiría resistiendo por amor a esa señal de piedad del cielo. Pero ahora, ya que estoy irrevocablemente condenado, ¿por qué no puedo aprovechar el consuelo que se otorga al condenado antes de su ejecución? Si ése fuese el camino hacia una vida mejor, como Hester intenta convencerme, no tengo otra perspectiva que seguirlo. Además, no puedo seguir viviendo sin su compañía; ¡es tan fuerte para sostenerme, tan dulce para consolarme!… Oh, Tú, a quien no me atrevo a levantar mis ojos, ¿podrás perdonarme todavía?

—Tienes que marcharte —dijo Hester con calma, al encontrar su mirada.

Cuando la decisión estuvo tomada, un destello de extraña alegría encendió su vacilante resplandor sobre la agitación de su pecho. Era el estimulador efecto que sobre un prisionero recién escapado de la cárcel de su propio corazón produce volver a respirar el aire salvaje y libre de una región no redimida, sin cristianizar y sin leyes. Su espíritu se elevó súbitamente de un brinco, alcanzando una perspectiva más cercana al cielo que la lograda por todas las miserias que le habían tenido arrastrándose por la tierra. Por ser de temperamento profundamente religioso, en su comportamiento había inevitablemente un tinte de piedad.

—¿Puedo sentir de nuevo alegría? —exclamó, asombrándose de sí mismo—. ¡Creía que su semilla había muerto en mí! ¡Oh, Hester, tú eres mi ángel bueno! Siento como si me hubiera desembarazado de mí mismo —un ser enfermo, manchado por el pecado y abrumado por la pena— sobre esta hojarasca del bosque, y que de ella brota ahora un ser nuevo, con nuevas fuerzas para poder glorificar a Aquel que tan misericordioso ha sido. ¡Ésta es ya la mejor vida! ¿Por qué no la buscamos antes?

—Dejemos de volver la vista atrás —contestó Hester Prynne—. ¡El pasado ha muerto! ¿Por qué demorarnos más en él? ¡Mira! ¡Con este símbolo lo borro todo y hago como si nunca hubiese existido!

Al decir esto, se quitó el broche que sujetaba la letra escarlata y, arrancándosela del pecho, la arrojó lejos, entre las hojas secas. El místico emblema cayó a orillas del arroyo. Si el impulso de la mano hubiera sido mayor, habría caído en el agua, proporcionando a la breve corriente otra pena más que arrastrar, además de la incomprensible historia que seguía murmurando. Allí quedó la letra bordada, brillando como una joya perdida, que tal vez algún desventurado vagabundo había de recoger para verse asaltado luego por extraños fantasmas de culpabilidad, melancolía de corazón y desgracias indecibles.

Una vez liberada del estigma, Hester lanzó un largo y hondo suspiro que se llevó de su espíritu el peso de vergüenza y angustia. ¡Alivio exquisito! ¡No se había dado cuenta de su peso real hasta verse libre de él! Con un nuevo impulso, se quitó la obligada cofia que aprisionaba sus cabellos negros y espesos, que cayeron sobre sus hombros, con sombra y luz en su abundancia, y prestando el encanto de la suavidad a sus facciones. Una radiante y dulce sonrisa que parecía brotar del corazón mismo de la feminidad jugueteaba alrededor de su boca y brillaba en sus ojos. Sus mejillas, hasta entonces siempre pálidas, se tiñeron de un rubor carmín. Su sexo, su juventud y toda la abundancia de su hermosura volvieron desde lo que los hombres llaman pasado irrevocable, para incrustarse, junto con sus esperanzas de mujer y una felicidad hasta entonces desconocida, dentro del círculo mágico de aquella hora. Y como si la bruma de la tierra y del cielo no hubiera sido otra cosa que un efluvio de aquellos dos corazones mortales, se desvaneció con su pena. Y como si el cielo hubiera sonreído súbitamente, todo quedó anegado en la luz del sol, que inundó con un auténtico torrente el oscuro bosque, alegrando cada hoja verde, convirtiendo en oro el amarillo de las hojas caídas y haciendo relucir los troncos grises de los majestuosos árboles. Los objetos que antes emanaban sombra, resplandecían ahora de luz. El curso del arroyo podía distinguirse por su alegre centelleo en el lejano corazón del bosque, convertido ahora en un misterio de alegría.

Tal era la simpatía de la Naturaleza —de aquella salvaje y pagana Naturaleza del bosque, nunca subyugada por la ley de los hombres ni iluminada por la verdad más alta— hacia la felicidad de aquellos dos seres. El amor, ya sea recién nacido, ya despierte de un sueño semejante a la muerte, siempre debe crear un rayo de sol, llenando los corazones de una luminosidad tal que acabe por desbordarse sobre el mundo exterior. Aunque el bosque hubiese permanecido entre tinieblas, habría parecido lleno de luz y resplandeciente a los ojos de Hester y de Arthur Dimmesdale.

Hester le miró con el estremecimiento de una dicha nueva.

—¡Tienes que conocer a Perla! ¡Nuestra pequeña Perla! Ya sé que la has visto, pero ahora tendrás que verla con otros ojos. ¡Es una niña tan extraña! Me cuesta comprenderla. Pero tú la querrás tiernamente, como hago yo, y me aconsejarás cómo debo tratarla.

—¿Crees que la niña se alegrará de conocerme? —preguntó el pastor, algo inquieto—. Hace tiempo que huyo de los niños, porque suelen mostrar cierto malestar, cierta desconfianza para relacionarse conmigo. ¡Hasta he tenido miedo de la pequeña Perla!

—¡Qué triste es eso! —respondió la madre—. Pero ella te querrá tiernamente, y tú a ella. No está lejos. Voy a llamarla. ¡Perla! ¡Perla!

—Ya veo a la niña —observó el pastor—. Está allí, de pie en medio de un claro de sol, algo lejos, al otro lado del arroyo. ¿Crees que me querrá?

Hester sonrió y volvió a llamar a Perla, a la que podían ver a cierta distancia, como le había dicho el pastor: una visión resplandeciente, en medio de un rayo de sol que caía sobre ella a través de un arco de copas de árboles. El rayo se agitaba de un lado a otro haciendo borrosa y nítida su figura, niña real unas veces, otras espíritu de una niña, según las idas y venidas de la luz. Perla oyó la voz de su madre y se acercó caminando lentamente por el bosque.

Perla no había tenido tiempo de aburrirse mientras su madre hablaba con el clérigo. El enorme y negro bosque —severo parecía a quienes llevaban las culpas y agitaciones del mundo hasta su seno— se convirtió en compañero de juego de la solitaria niña, lo mejor que supo. Sombrío como era, empleó sus modales más amables para recibirla. Le ofreció sus bayas, retoños del pasado otoño que sólo maduran en primavera, ahora rojas como gotas de sangre en medio de las hojas secas. Perla cogió unas cuantas y quedó complacida de su sabor silvestre. Los pequeños habitantes de aquel lugar selvático no se preocupaban de apartarse a su paso. Una perdiz, en efecto, con su camada de diez crías tras ella, echó a volar espantada, pero enseguida se arrepintió de su furia y cloqueó para tranquilizar a sus polluelos. Una paloma, posada en una rama baja, permitió que Perla se le acercara debajo, y lanzó un sonido que tenía tanto de saludo como de alarma. Desde la alta profundidad del nido de su árbol, una ardilla parloteaba angustiada o contenta —porque la ardilla es un personajillo tan furibundo y tan burlón que cuesta distinguir sus estados de ánimo—; parloteaba con la niña y le arrojó una nuez a la cabeza. Era una nuez del año anterior, que sus agudos dientes ya habían roído. Un zorro, sacado de su sueño por el ruido de sus leves pasos sobre las hojas, miró inquisitivo a Perla, preguntándose qué sería mejor, escabullirse o volverse a dormir en aquel mismo sitio. Y se dice que un lobo —aunque en este punto la historia resulta poco probable— se acercó a Perla, le husmeó la ropa y ofreció su cabeza para que la niña se la acariciase. Sea como fuere, lo cierto es que la selva madre, y todos los seres que alimenta en sus entrañas, reconocían una especie de parentesco en aquella niña humana.

Y ella era aquí más amable que en las calles bordeadas de hierba del poblado, o en la cabaña de su madre. Las flores parecían saberlo, y, a su paso, susurraban: «¡Adórnate conmigo, hermosa niña, adórnate conmigo!»; para complacerlas, Perla recogió violetas, anémonas, aguileñas y algunas ramitas del verde más tierno que los viejos árboles ponían ante sus ojos. Con todo ello se adornó la cabellera y su joven cintura hasta convertirse en una ninfa niña o en una pequeña dríade, o en cualquier otro ser que estuviese en estrecha armonía con el antiguo bosque. De esta guisa se hallaba ataviada Perla cuando oyó la voz de su madre y se dirigió despacio a su encuentro.

Despacio, ¡porque había visto al clérigo!

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