19. - La niña a orillas del arroyo
19. - La niña a orillas del arroyo
—La querrás mucho —repitió Hester Prynne, mientras ella y el ministro, sentados, observaban a la pequeña Perla—. ¿No te parece hermosa? Y mira con qué habilidad natural se ha adornado con esas flores. Si en el bosque hubiese recogido perlas, diamantes y rubíes, no la sentarían mejor. ¡Es una criatura espléndida! Pero sé de sobra de quién es el ceño que tiene.
—¿Sabes, Hester —dijo Arthur Dimmesdale con sonrisa inquieta— que esa querida niña, brincando siempre a tu lado, me daba mucho miedo? Me pareció —¡oh, Hester, qué pensamiento, y qué terrible tenerlo!— que eran mis propios rasgos los que se repetían en su cara, y con tanta fuerza que todo el mundo podía reconocerlos. Pero se parece más a ti.
—No, no. No se parece más a mí —contestó la madre sonriendo con ternura—. Dentro de poco no tendrás miedo a decir quién es tu hija. Pero ¡qué extraña belleza, con esas flores silvestres en su pelo! Es como si una de aquellas hadas que dejamos en nuestra querida y vieja Inglaterra la hubiese vestido para venir a buscarnos.
Ambos siguieron sentados, observando el lento acercamiento de la niña con una sensación que nunca había experimentado ninguno de los dos. En ella se hacía visible el lazo que los unía. Durante los siete últimos años, la niña había sido ofrecida al mundo como un jeroglífico viviente en el que estaba escrito el secreto que tan celosamente trataban de ocultar —escrito en aquel símbolo, manifestado en toda su plenitud—. Pero no existía ningún profeta o mago capaz de leer sus letras de fuego. ¡Perla era la unidad de sus seres! Fuera cual fuese su pasada maldad, ¿cómo podían dudar de que su vida terrena y su futuro destino estaban unidos viendo ante sí la unión material y la idea espiritual en que se encontraron y en que habían de vivir eternamente juntos? Estos pensamientos, y tal vez otros que no querían reconocer o precisar, pusieron una especie de temor reverencial en torno a la niña, a medida que se acercaba.
—No dejes que note nada extraño, ni pasión ni anhelo en la forma de dirigirte a ella —susurró Hester—. Nuestra Perla es a veces un caprichoso duendecillo lleno de fantasía. Y, sobre todo, rara vez tolera las emociones cuando no comprende plenamente sus motivos. Pero sus afectos son fuertes. Me quiere, y también te querrá a ti.
—No puedes imaginar cuánto teme mi corazón esta entrevista, y cuánto la desea —dijo el pastor, mirando de reojo a Hester—. Pero lo cierto es, como ya te he dicho, que a los niños les cuesta trabar relaciones conmigo. No trepan a mis rodillas, no me hablan al oído, no responden a mis sonrisas; se mantienen distantes y me miran de un modo extraño. Hasta los niños de pecho, cuando los cojo en brazos, lloran amargamente. Sin embargo, la pequeña Perla, en su breve vida ha sido dos veces amable conmigo. La primera vez, la conoces de sobra. La última, cuando la llevaste contigo a casa del severo gobernador.
—Y entonces con cuánta energía nos defendiste a las dos, a ella y a mí —respondió la madre—. Lo recuerdo, y también lo recordará la pequeña Perla. No temas nada. Quizá sea rara y arisca al principio, pero pronto aprenderá a quererte.
Mientras, Perla había llegado a la orilla del arroyo y se había quedado de pie en el otro lado observando en silencio a Hester y al clérigo, que seguían sentados sobre el musgoso tronco de árbol, esperándola. Justo donde se había detenido, el riachuelo se remansaba formando un pequeño embalse, tan terso y tranquilo que reflejaba una imagen perfecta de su pequeña figura, con todo el brillante pintoresquismo de su belleza adornada con la guirnalda de flores y follaje, pero más refinada y espiritualizada que en la realidad. Aquella imagen, casi idéntica a la de Perla viva, parecía comunicar algo de sus cualidades sombrías e intangibles a la niña misma. Era extraña la forma en que Perla estaba allí de pie, mirándolos tan fijamente a través del ambiente turbio de la semioscuridad del bosque, mientras ella se hallaba completamente nimbada por un rayo de sol que parecía atraído por una especie de afinidad. En el arroyo que corría a sus pies había otra niña, otra y la misma, con su rayo de luz dorada. La propia Hester se sintió, de un modo confuso y angustioso, extraña a Perla, como si la niña, en su solitaria correría por el bosque, se hubiera salido de la esfera en que ella y su madre vivían juntas, y ahora intentase volver a ella.
Esa sensación era verdadera y falsa a la vez; la niña y su madre se habían distanciado una de otra, pero por culpa de Hester, no de Perla. Desde que ésta última se alejó de su lado, otra persona había sido admitida en el círculo de los sentimientos de la madre, alterando de tal forma su aspecto que Perla, al regresar, no podía encontrar su sitio acostumbrado y a duras penas sabía dónde se hallaba.
—Tengo la extraña sensación —observó el sensitivo pastor—, de que este arroyo es el límite entre dos mundos, y que nunca más volverás a encontrar a tu Perla. ¿No será uno de esos duendecillos a los que, como nos enseñaban las leyendas de nuestra infancia, les está prohibido cruzar una corriente de agua? Dile que se dé prisa, porque su tardanza me pone muy nervioso.
—¡Ven, cariño! —dijo Hester para animarla al tiempo que le tendía sus brazos—. ¡Qué despacio vienes! ¿Cuándo has sido tan lenta? Aquí hay un amigo mío que también lo será tuyo. De ahora en adelante tendrás doble cariño del que tu madre sola pudiera haberte dado. Salta el arroyo y ven donde estamos. ¡Tú puedes saltar como un cervatillo!
Sin responder nada a las cariñosas frases de su madre, Perla se quedó en la otra orilla del arroyo. Fijaba sus brillantes y salvajes ojos en su madre, en el pastor o en ambos a la vez, como si estuviera indagando y explicándose la relación que les unía. Por alguna razón inexplicable, cuando Arthur Dimmesdale sintió los ojos de la niña sobre sí, se llevó la mano al corazón con aquel gesto que, de tan habitual, se había vuelto involuntario. Finalmente, asumiendo cierto aire de autoridad, Perla extendió su mano adelantando el dedo índice y señalando con toda claridad el pecho de su madre. A sus pies, en el espejo del arroyo, se veía la imagen florida e iluminada por el sol de la pequeña Perla señalando también con su dedo índice.
—Extraña criatura, ¿por qué no vienes aquí? —exclamó Hester.
Perla siguió señalando con su índice; su ceño fruncido impresionaba sobre todo por el aspecto infantil de sus facciones. Mientras su madre seguía animándola con gestos y sonrisas inusuales, la niña golpeó el suelo con mirada y gesto más imperiosos. En el arroyo volvió a reflejarse la fantástica belleza de la imagen, su ceño fruncido, el dedo que continuaba señalando y el gesto imperioso que daba énfasis al aspecto de la pequeña Perla.
—Date prisa, Perla, o me enfadaré contigo —gritó Hester Prynne, quien, aunque acostumbrada al comportamiento de la niña en otras ocasiones, ahora deseaba lógicamente una conducta más formal en la niña-duende—. ¡Salta el arroyo, niña traviesa, y corre acá! Terminarás haciendo que vaya a buscarte.
Pero Perla, a quien no movieron más las amenazas de la madre que sus ruegos, se dejó llevar por un impulso de rabia en medio de gesticulaciones violentas que imprimieron a su pequeña figura las contorsiones más extravagantes. Acompañó aquella explosión salvaje con gritos penetrantes cuyo eco resonaba por todo el bosque, de tal modo que, sola como estaba en su rabieta infantil e irracional, parecía como si una multitud oculta le diera comprensión y ánimos. Una vez más, en el arroyo se veía la imagen de la sombría rabieta de Perla, coronada por una guirnalda de flores, pateando el suelo, gesticulando salvajemente y señalando todavía con su dedo índice el pecho de Hester.
—Ya sé lo que le pasa a la niña —susurró Hester al clérigo mientras palidecía a pesar del considerable esfuerzo que hizo por ocultar su turbación y disgusto—. Los niños no toleran el más leve cambio en el aspecto habitual de las cosas que tienen diariamente ante sus ojos. ¡Perla echa de menos algo que siempre me ha visto llevar!
—Te ruego —contestó el pastor— que si tienes algún medio de calmar a la niña, lo hagas enseguida. Exceptuando la furia ulcerosa de alguna vieja bruja como Mistress Hibbins —añadió tratando de sonreír—, nunca he visto nada tan horrible como este arrebato en una niña. Produce un efecto sobrenatural tanto en la joven belleza de Perla como en las arrugas de una vieja bruja. Tranquilízala si me amas.
Hester se volvió de nuevo hacia Perla, con rubor carmesí en sus mejillas, y luego dirigió al clérigo una mirada significativa mientras lanzaba un profundo suspiro; antes de que tuviera tiempo de hablar, su rostro fue cubriéndose de una palidez mortal.
—Perla —dijo tristemente—, ¡mira a tus pies! Delante de ti, en este lado del arroyo.
La niña volvió la vista hacia el punto indicado, y allí estaba la letra escarlata, tan cerca de la orilla de la corriente que su bordado de oro se reflejaba en el agua.
—¡Tráemela! —dijo Hester.
—¡Ven tú a cogerla! —replicó Perla.
—¡Habrase visto niña como ésta! —observó Hester dirigiéndose al pastor—. ¡Tengo muchas cosas que contarte de ella! Aunque, a decir verdad, tiene razón respecto a esa odiada letra. Todavía debo soportar su tortura durante algún tiempo, sólo unos días más, hasta que hayamos dejado esta comarca y volvamos la vista atrás para verla como si fuera producto de un sueño. ¡El bosque no puede ocultarla! El ancho océano me la arrebatará de las manos para tragársela por siempre.
Tras decir estas palabras, avanzó hacia la orilla del arroyo, cogió la letra escarlata y volvió a sujetársela al pecho. Un momento antes, cuando, llena todavía de esperanza, Hester había hablado de ahogarla en lo más profundo del mar, había tenido una sensación de condena inevitable sobre sus hombros; ahora recogía de nuevo de manos del destino aquel símbolo de muerte. ¡Lo había lanzado al espacio infinito, y durante una hora había respirado con toda libertad! Pero allí estaba otra vez la desgracia escarlata resplandeciendo en su antiguo sitio. Siempre ocurre así, sea este un ejemplo típico o deje de serlo: una mala acción siempre asume carácter de destino. Luego Hester volvió a recoger las pesadas trenzas de su cabello para guardarlas bajo la cofia. Como si en la triste letra hubiera un hechizo fulminante, su belleza, el calor y la abundancia de su feminidad desaparecieron como borrados por la caída de la tarde; y una sombra gris pareció cubrirla.
Cuando aquel terrible cambio acabó de operarse, tendió su mano a Perla.
—¿Conoces ahora a tu madre, hija? —le preguntó en tono de reproche reprimido—. ¿Querrás cruzar el arroyo y reconocer a tu madre ahora que lleva sobre sí su vergüenza, ahora que está triste otra vez?
—Sí, ahora sí —respondió la niña, saltando el arroyo y estrechando a Hester en sus brazos—. ¡Ahora vuelves a ser mi madre! ¡Y yo tu pequeña Perla!
En un acceso de ternura poco frecuente en ella, atrajo hacia sí la cabeza de su madre y le besó la frente y ambas mejillas. Pero luego, con una especie de necesidad que siempre impulsaba a la niña a acompañar con una sensación de angustia cualquier clase de alivio, Perla alzó su boca y besó también la letra escarlata.
—¡Eso no está bien! —dijo Hester—. En cuanto me demuestras un poco de amor, luego te burlas de mí.
—¿Por qué está sentado allí el pastor? —preguntó Perla.
—Espera para saludarte —replicó la madre—. Ven y pídele su bendición. Te quiere, mi pequeña Perla, y también quiere a tu madre. ¿No vas tú a quererle? ¡Ven! ¡Está deseando saludarte!
—¿Nos quiere a las dos? —dijo Perla, alzando una aguda mirada de inteligencia al rostro de su madre—. ¿Volverá con nosotras al pueblo, cogidos los tres juntos de la mano?
—Ahora no, querida —respondió Hester—. Pero dentro de poco caminará de la mano con nosotras. Tendremos una casa y un hogar que será nuestro, y tú te sentarás en sus rodillas, y él te enseñará muchas cosas y te querrá tiernamente. Y tú también le querrás, ¿verdad?
—¿Y seguirá llevándose la mano al corazón? —preguntó Perla.
—¡Qué tonterías preguntas, hija! —exclamó su madre—. Ven y pídele su bendición.
Pero, ya fuese influida por los celos que parecen instintivos en los niños muy mimados ante un rival peligroso, ya fuese por algún capricho de su imprevisible naturaleza, Perla no demostró aprecio por el clérigo. Sólo a la fuerza consiguió su madre llevarla hasta él, porque la niña retrocedía y manifestaba su rechazo con extrañas muecas: desde su más tierna infancia poseía una singular variedad de gestos y podía transformar su mudable fisonomía en una serie de aspectos diferentes, en los que siempre había, en todos y cada uno, un tinte nuevo de maldad. El pastor, penosamente azorado, pero con la esperanza de que un beso pudiera ser el talismán que le granjease el afecto de la niña, se agachó y puso uno en su frente. Entonces Perla se liberó de la mano de su madre y, corriendo hacia el arroyo, se inclinó sobre él y se mojó la frente hasta que las huellas de aquel beso estuvieron completamente lavadas, disolviéndolas en la corriente de agua. Luego se quedó aparte, observando a Hester y al clérigo en silencio, mientras éstos hablaban y concertaban los preparativos que exigía su nueva situación y el proyecto que pronto harían realidad.
Así concluyó aquella funesta entrevista. Había que abandonar el solitario rincón del bosque entre los oscuros y viejos árboles que, con sus lenguas multitudinarias, murmurarían largamente sobre lo que a su sombra había ocurrido, sin que sirviera de ejemplo a ningún ser humano. Y el melancólico arroyo añadiría otra historia más al misterio que constantemente agobia su pequeño corazón, y seguiría con su parloteo y sus murmullos, sin añadir a su tono más alegría que en épocas pasadas.