5. - Hester en su costura
5. - Hester en su costura
El encarcelamiento de Hester Prynne tocaba ahora a su fin. La puerta de su prisión estaba abierta de par en par y ella salió a la luz del sol que, aunque caía sobre todos por igual, a su melancólico y enfermo corazón le pareció que no tenía otro fin que poner de relieve la letra escarlata que llevaba sobre el pecho. En sus primeros y no vigilados pasos fuera del umbral de la prisión quizás había una tortura más real que en la procesión y espectáculo ya descritos, donde fue convertida en encarnación de la infamia pública, y a los que la humanidad entera fue convocada para señalarla con el dedo. Entonces se había sostenido gracias a una tensión de nervios poco frecuente y a la combativa energía de su carácter, que le permitían convertir la escena en una especie de triunfo macabro. Era, además, un suceso suelto y aislado que sólo debía ocurrir una vez en su vida: por eso, falta de recursos para enfrentarse a él, hubo de echar mano de la fuerza vital que habría bastado para muchos años de vida tranquila. La misma ley que la condenaba —un gigante de facciones severas, pero con vigor suficiente, tanto para sostenerla como para aniquilarla en sus brazos de hierro— la había mantenido a salvo durante la rigurosa prueba de su ignominia. Pero ahora, con aquel recorrido que nadie vigilaba desde la puerta de la cárcel, empezaba la vida diaria, y estaba obligada a aguantar y seguir adelante con los recursos ordinarios de su naturaleza, o hundirse bajo su peso. Ahora no podía pedir al futuro que la ayudase en la aflicción presente. Mañana traería consigo su propia prueba; y lo mismo el día siguiente, y el otro; cada uno con su propia prueba, que, sin embargo, era la misma vergüenza que ahora casi le resultaba insoportable. Los días del lejano futuro irían sucediéndose unos a otros, siempre con el mismo fardo que aceptar y sobrellevar, pero sin dejarlo caer nunca; la acumulación de días y de años apilaría su miseria en el montón de la vergüenza. A través de todos ellos, prescindiendo de su individualidad, se convertiría en el símbolo que señalarían predicadores y moralistas, y en el que darían vida y cuerpo a sus imágenes sobre la fragilidad de la mujer y la pasión pecaminosa. Así pues, enseñarían a las jóvenes y puras a mirarla con la letra escarlata flameando sobre el pecho —a mirarla a ella, hija de padres honorables, a ella, madre de una niña que más tarde sería una mujer, a ella, que una vez fue inocente— como la figura, el cuerpo y la realidad del pecado. Y sobre su tumba, su único epitafio sería la infamia que debía arrastrar hasta allí.
Puede parecer maravilloso que, con el mundo por delante —ninguna cláusula de su condena la obligaba a permanecer dentro de los límites del poblado puritano, tan remoto y oscuro—, libre para regresar a su ciudad natal o a cualquier otro país europeo, y allí esconder su carácter e identidad bajo una nueva apariencia de forma tan completa como si emergiera en otro ser, y teniendo abiertos ante ella los caminos oscuros e inescrutables del bosque, donde el desenfreno de su naturaleza podría asimilarse a gentes cuyas costumbres y tipo de vida estaban al margen de la ley que la había condenado… puede parecer maravilloso, repito, que esta mujer siguiese considerando como su hogar a aquel pueblo, el único donde se había convertido en el modelo mismo de la vergüenza. Pero hay una fatalidad, un sentimiento tan irresistible e inevitable que tiene la fuerza del destino y que de forma casi invariable impulsa a los seres humanos a volver y a penar, como fantasmas, al sitio mismo en que un suceso grande y notorio dio color a sus vidas; y se produce de forma tanto más irresistible cuanto más oscuro es el tinte que lo entristece. Su pecado y su ignominia eran las raíces que había echado en aquel suelo. Era como si un nuevo nacimiento, con vínculos más fuertes que el primero, hubiera convertido aquella tierra virgen, tan hosca todavía con cualquier otro peregrino y aventurero, en el hogar salvaje y triste, aunque eterno, de Hester Prynne. Todas las demás escenas de la tierra —incluso el pueblo aquel donde nació en la Inglaterra rural, donde una feliz infancia y una juventud sin mácula parecían seguir estando bajo el cuidado materno como vestidos guardados hacía mucho tiempo— le resultaban ajenas en comparación. La cadena que la sujetaba a este lugar era de eslabones de hierro, y aunque mortificaban lo más profundo de su alma, no podrían romperse.
También pudiera ser —y lo era, sin duda, aunque ella se escondía a sí misma ese secreto y palidecía cuando luchaba por salir de su corazón como una serpiente sale de su agujero—, también pudiera ser que otro sentimiento la retuviese en aquella escena y en aquel sendero que tan fatales le habían resultado. Allí vivía, allí caminaban los pies del único hombre al que se consideraba vinculada mediante una unión que, aunque no fuera reconocida en la tierra, habría de llevarles juntos ante el tribunal del día del juicio, y convertir a éste en su altar nupcial para unirse por siempre en una felicidad sin fin. Una y otra vez, el genio tentador de almas había introducido a la fuerza esta idea en las meditaciones de Hester, y se había reído de la alegría apasionada y desesperada con que ella la acogía y luego trataba de desecharla. Apenas se atrevía a mirar esa idea de frente, para luego apresurarse a encerrarla en lo más profundo de su ser. Lo que se obligó a sí misma a creer, lo que finalmente pensó sobre sus motivos para seguir viviendo en Nueva Inglaterra, era una verdad a medias y un autoengaño a medias. Éste, se dijo a sí misma, había sido el escenario de su culpa, y éste debería ser el escenario de su castigo terrenal; tal vez de este modo la tortura de su vergüenza diaria purgaría finalmente su alma, y desarrollaría una pureza distinta a la que había perdido; una pureza más santificada por ser resultado del martirio.
Así pues, Hester Prynne no huyó. En los alrededores del poblado, dentro de los límites de la península, pero alejada de la vecindad de cualquier otro habitáculo, había una pequeña cabaña de techo de paja. Fue construida por un antiguo poblador y abandonada porque el suelo era demasiado estéril para los cultivos, al mismo tiempo que su relativa lejanía la dejaba fuera de la esfera de aquella actividad social que ya marcaba las costumbres de los emigrantes. Se encontraba en la playa, frente por frente, al otro lado de una ensenada marina, de los montes cubiertos de vegetación por el Oeste. Un grupo de árboles raquíticos, como los que sólo crecían en la península, no conseguía ocultar la cabaña, como si quisieran señalar que allí había algo que no debería existir, o que por lo menos debería permanecer oculto. En aquella pequeña y solitaria morada se estableció Hester con su hija, con los escasos recursos que poseía, y con el permiso de los jueces, que seguían manteniendo una vigilancia inquisitorial sobre ella. Una mística sombra de sospecha cayó inmediatamente sobre el lugar. Los niños, demasiado jóvenes para comprender por qué aquella mujer era arrojada de la esfera de la caridad humana, se acercaban lo bastante para verla hacer su costura a la ventana de la choza, o permanecer en el umbral, o cultivar su pequeño jardín, o llegar por el sendero que llevaba al poblado; y al divisar la letra escarlata en el pecho echaban a correr con un miedo extraño y contagioso.
Pese a ser solitaria la situación de Hester, y sin un amigo en la tierra que se atreviese a visitarla, nunca pasó necesidades económicas. Dominaba un arte que le proporcionaba, incluso en una región en la que comparativamente tenía pocas posibilidades de desarrollo, alimento para su floreciente hija y para ella misma. Era el arte —entonces como ahora casi el único que está al alcance de la mujer— de la costura. En su pecho, en la letra bordada con tanto esmero, llevaba una muestra de su habilidad delicada y llena de imaginación, que las damas de la corte habrían utilizado de buena gana para añadir a sus ropajes de seda y oro el adorno más rico y espiritual de la inventiva humana. En realidad, allí, en medio de la negra sencillez que por regla general caracteriza la forma de vestir de los puritanos, no era mucha la necesidad que había de su delicados trabajos. Pero el gusto de la época, con su demanda de cuanto se hacía en labores de esa clase, no dejó de extender su influencia sobre nuestros austeros progenitores, quienes habían dejado a sus espaldas tantas modas que se les hacía duro pasarse sin ellas. Las ceremonias públicas, por ejemplo ordenaciones, tomas de posesión de jueces y cuanto podía aportar majestad a las formas en que un nuevo gobierno se manifestaba ante el pueblo, se caracterizaban —como asunto de política— por un ceremonial majestuoso y bien dirigido, y una sombría aunque, sin embargo, estudiada magnificencia. Anchas gorgueras, fajines laboriosamente trabajados y guantes vistosamente bordados parecían completamente necesarios al estado oficial de los hombres que asumían las riendas del poder; y fácilmente se concedían a personas dignificadas por el rango o la riqueza, aunque las leyes suntuarias prohibían éstas y otras extravagancias similares al orden plebeyo. También en las pompas funerarias —ya fuera para la mortaja del cadáver, ya para representar, mediante múltiples recursos emblemáticos de paño negro, el dolor de los supervivientes— había una demanda frecuente y característica de la clase de labores que Hester Prynne podía suministrar. Los ajuares de los bebés —porque los recién nacidos usaban ropas de ceremonia— también ofrecían otra posibilidad de trabajo y de ganancia.
Poco a poco, pero sin pausa, sus labores se convirtieron en lo que hoy llamaríamos moda. Fuese por compasión hacia una mujer de tan desventurado destino, fuese por la curiosidad morbosa que da un valor ficticio incluso a las cosas más comunes y que menos merecen la pena, fuese por cualquiera de esas otras circunstancias intangibles que entonces, como ahora, bastan para que unas personas adopten lo que otras buscan en vano, fuese porque realmente Hester ocupaba un hueco que de otro modo habría permanecido vacante, lo cierto es que tenía trabajo suficiente y bien retribuido para tantas horas como pudiera dedicar a la aguja. Pudiera ser que la vanidad se mortificase a sí misma poniéndose, para las ceremonias de pompa y fastuosidad, los adornos bordados por sus manos pecadoras. Sus labores de aguja podían verse en la golilla del gobernador; los militares las llevaban en sus pañuelos y los ministros en su banda; adornaban los gorritos de los bebés y eran encerradas, para pudrirse y convertirse en polvo, en los ataúdes de los muertos. Pero no se recuerda un solo caso en que su habilidad fuera requerida para ayudar a bordar el blanco velo que había de cubrir los puros rubores de una novia. La excepción indicaba el sempiterno y empedernido vigor con que la sociedad fruncía el ceño ante su pecado.
Hester no buscaba otra cosa: ganarse, del modo más corriente y ascético, la subsistencia para sí misma, y una abundancia sencilla para su hija. Sus propias ropas eran de los materiales más toscos y del tono más sombrío, con un solo adorno —la letra escarlata— que debía llevar porque ése era su destino. En cambio, los atavíos de la niña se distinguían por una fantasía, o, mejor dicho, por una creatividad fantástica que, en realidad, servía para dar realce al delicioso encanto que desde muy pronto empezó a desarrollarse en la pequeña, pero que también parecía encerrar un significado más profundo. Más adelante volveremos sobre este punto. Salvo ese pequeño despilfarro para engalanar a su hija, Hester gastaba todos los recursos que le sobraban en obras de caridad, con menesterosos más miserables que ella misma y que con frecuencia insultaban la mano que los alimentaba. Empleó gran parte de su tiempo, que bien podía haber aplicado a los mejores esfuerzos de su arte, en hacer toscas ropas para los pobres. Es probable que en esta clase de ocupación hubiese alguna idea de penitencia, y que ofreciese un verdadero sacrificio de alegría dedicando tantas horas a ese duro trabajo. Había en su temperamento una característica rica, voluptuosa, oriental: un gusto por lo deliciosamente hermoso que, dejando a un lado las exquisitas producciones de su aguja, no sabía dónde ejercitar, dentro de las posibilidades de su vida. Las mujeres encuentran un placer, incomprensible para el otro sexo, en la delicada labor de la aguja. Para Hester Prynne pudiera haber sido un medio de expresión, y por consiguiente de calmar la pasión de su vida. Como todas las demás alegrías, Hester rechazaba ese placer como si fuera pecado. Esa morbosa intromisión de la conciencia en una sustancia inmaterial apuntaban, es de temer, no a una penitencia genuina y decidida, sino a algo dudoso, a algo que en el fondo podía estar profundamente equivocado.
Ésa fue la forma en que Hester Prynne llegó a desempeñar un papel en el mundo. Con su natural energía de carácter y su rara capacidad, éste no podía echarla fuera del todo, a pesar de haber puesto sobre ella una marca más intolerable para el corazón de una mujer que la que selló la frente de Caín. Sin embargo, en todas sus relaciones con la sociedad no había nada que la hiciese sentir que pertenecía a ella. Cada gesto, cada palabra e incluso cada silencio de las personas con las que entraba en contacto implicaban, y a menudo expresaban, que estaba desterrada, y tan aislada como si viviese en otra esfera o se comunicase con la naturaleza mediante unos órganos y sentidos distintos a los del resto de la humanidad. Estaba apartada de los intereses mortales, aunque cerca de ellos, como un fantasma que visita el hogar familiar sin poder hacerse ver ni sentir; ni puede sonreír con la alegría de la casa, ni entristecerse con la pesadumbre de sus parientes; o, si logra manifestar su prohibida condolencia, únicamente despierta terror y una repugnancia horrible. De hecho, estas emociones y su más amargo desprecio, además, parecían ser la única porción que conservaba del corazón humano. No eran tiempos de delicadeza, y su posición, aunque la comprendiera perfectamente y corriera poco peligro de olvidarla, aparecía a menudo ante su viva percepción como una nueva angustia, por el rudo toque sobre su parte más delicada. Como ya hemos dicho, los pobres que ella buscaba para ser objeto de su generosidad, a menudo injuriaban la mano que se alargaba para socorrerlos. Damas de elevado rango, cuyas puertas ella traspasaba por causa de su trabajo, solían destilar dramas de amargura sobre su corazón; a veces, por medio de esa alquimia de la maldad tranquila con que las mujeres pueden preparar un veneno sutil utilizando vulgares nimiedades; y otras, también, mediante una expresión burda que caía sobre el indefenso pecho de la víctima como un golpe brutal sobre una herida ulcerada. Hester se había disciplinado bien y durante largo tiempo; nunca respondía a esos ataques, salvo con el rubor carmesí que de forma irreprimible subía a sus pálidas mejillas y de nuevo se hundía en las profundidades de su pecho. Era paciente —una mártir, en realidad—, pero se abstenía de rezar por sus enemigos, no fuera a ocurrir que, a pesar de sus aspiraciones de perdón, las palabras de la bendición se retorcieran de forma terca para acabar maldiciendo.
Constantemente y de otras mil maneras sintió las innumerables palpitaciones de la angustia que de forma tan sutil tramara para ella la imperecedera y siempre activa sentencia del tribunal puritano. Los clérigos se detenían brevemente en la calle para dirigirle unas palabras de exhortación que congregaban a grupos ceñudos y burlones en torno a la pobre mujer pecadora. Si entraba en una iglesia con la esperanza de compartir la sonrisa dominical del Padre del Universo, a menudo tenía la desgracia de encontrarse convertida en tema del sermón. Llegó a tener miedo de los niños, porque a éstos les habían imbuido sus padres una vaga idea de algo horrible en aquella espantosa mujer que cruzaba en silencio el pueblo, sin más compañía nunca que una sola niña. Así pues, dejando que pasase primero, la perseguían a distancia con chillidos estridentes y lanzándole una palabra que no tenía un sentido claro para ellos, pero que para ella no dejaba de ser menos terrible por proceder de labios que no sabían lo que balbuceaban. Parecía demostrar la amplia difusión de su vergüenza, como si toda la naturaleza la conociera; no habría sentido dolor más profundo si las hojas de los árboles se hubieran susurrado entre ellas su negra historia, si la brisa del estío la murmurase o si el viento invernal la pregonase a gritos. Otro tipo de tortura era sentirse contemplada por ojos extraños. Cuando los forasteros miraban curiosos la letra escarlata, cosa que ninguno dejó nunca de hacer, volvían a grabarla con un hierro candente en el alma de Hester de tal modo que, muchas veces, a duras penas podía reprimir el gesto de tapar el símbolo con sus manos, aunque siempre lo logró. Por otro lado, las miradas de siempre tenían la capacidad de infligirle su propia angustia. Sus fríos ojos teñidos de familiaridad le resultaban intolerables. En resumen, del primero al último, Hester Prynne notaba esa espantosa agonía cada vez que sentía la mirada de alguno sobre su marca; aquel lugar nunca crió callo; al contrario, parecía hacerse más sensible con la tortura diaria.
Pero a veces, un día entre muchos o incluso entre muchos meses, sentía una mirada, una mirada humana, sobre la ignominiosa marca, y parecía proporcionarle un momentáneo alivio, como si compartieran la mitad de su agonía. Pero al momento siguiente todo volvía de nuevo, con una vibración más honda incluso del dolor, porque en ese breve intervalo había vuelto a pecar. ¿Había pecado sola?
Su imaginación se hallaba algo afectada, y, de haber tenido una fibra moral e intelectual más débil, lo hubiera estado más a causa de la extraña y solitaria angustia de su vida. Caminando de un lado para otro siempre sola en el pequeño mundo con el que ahora se hallaba externamente relacionada, de vez en cuando a Hester le parecía —en caso de ser fantasía resultaba demasiado potente para resistirse— sentir o imaginar que la letra escarlata la había dotado de un nuevo sentido. Se estremecía creyendo, y sin embargo no podía dejar de creerlo, que le daba un conocimiento simpatético del pecado oculto en los demás corazones. Estaba aterrorizada por las revelaciones que de esta forma le fueron hechas. ¿Qué eran? ¿Podían ser otra cosa que el murmullo insidioso del ángel malo, intentando persuadir a la mujer que todavía luchaba contra él, y que sólo era su víctima a medias, de que el disfraz externo de la pureza no era otra cosa que mentira, y de que, si la verdad resplandeciese en todas partes, una letra escarlata brillaría en muchos pechos además de resplandecer en el de Hester Prynne? ¿Debía acoger aquellas insinuaciones, tan oscuras y sin embargo tan nítidas, como verdad? En toda su miserable experiencia no había nada tan terrible ni tan abominable como ese sentido. A la vez que la impresionaba, la confundía con la inoportunidad irreverente de las ocasiones en que surgía. Algunas veces, la roja infamia que llevaba sobre su pecho producía una vibración de simpatía al pasar cerca de un venerable ministro o de un magistrado, modelos de piedad y de justicia a los que, en esos tiempos de antigua reverencia, la gente consideraba como mortales que hablaban con los ángeles. «¿Qué desgracia se avecina»?, solía decir Hester para sus adentros. Cuando alzaba sus ojos desganados, nada humano había al alcance de su vista salvo la silueta de aquel santo varón. Cuando tropezaba con el sagrado ceño de alguna matrona, que, según todos los rumores, había conservado nieve fría en su pecho durante toda la vida, en Hester se reafirmaba de forma terca una mística de hermandad. ¿Qué tenían en común la nieve sin sol del seno de la matrona y la vergüenza ardiente del pecho de Hester Prynne? Una vez más, el eléctrico estremecimiento la advertía: «Mira, Hester: ahí tienes una compañera»; y, alzando la vista, podía detectar que los ojos de una joven dama contemplaban la letra escarlata tímidamente y de reojo, y que rápidamente los apartaba con un rubor leve y helado en su mejilla, como si su pureza se manchara de alguna manera por aquella momentánea mirada. Oh, Espíritu Maligno, cuyo talismán era aquel símbolo fatal, ¿no has de dejar nada, ni joven ni viejo, para que esta pobre pecadora pueda reverenciarlo? Tal vez sea esa pérdida de fe uno de los resultados más tristes del pecado. Acéptese, como prueba de que no todo estaba podrido en aquella pobre víctima de su propia fragilidad y de la dura ley de los hombres, que Hester Prynne luchaba por creer que no había ningún semejante tan culpable como ella.
El vulgo, que, en aquellos tiempos espantosos, siempre contribuía con un horror grotesco a lo que llamaba su atención, tenía una historia sobre la letra escarlata que fácilmente podríamos convertir en leyenda terrorífica. Creía que el símbolo no era simplemente un trozo de tela coloreado con tintes terrenales, sino que era de rojo candente logrado con fuego del infierno, y que podía vérsele encendido en todo su fulgor cuando Hester Prynne salía de noche a caminar. Y nos vemos obligados a añadir que quemaba tan profundamente el pecho de Hester que quizás hubiera más verdad en el rumor que lo que nuestra moderna incredulidad puede permitirnos admitir.