La letra escarlata

2. - La plaza del mercado

2. - La plaza del mercado

Cierta mañana de verano de hace no menos de dos siglos, el cuadro de césped situado delante de la cárcel, en Prison Lane, estaba ocupado por un buen número de habitantes de Boston que miraban fijamente la puerta de roble tachonada de clavos de hierro. En cualquier otro pueblo, o en un período más reciente de la historia de Nueva Inglaterra, la inexorable rigidez que petrificaba las barbudas fisonomías de aquella buena gente hubiera augurado algún acontecimiento terrible. Habría presagiado, por lo menos, la anticipada ejecución de algún criminal famoso, en cuyo caso la sentencia de un tribunal no habría hecho sino confirmar el veredicto de la opinión pública. Pero, en la severidad primera del carácter puritano, era imposible sacar de modo inapelable una conjetura de ese tipo. Podía tratarse de un esclavo perezoso o un niño desobediente al que sus padres habían entregado a la autoridad civil para ser castigado a públicos azotes. O podía tratarse de algún antinomiano, de algún cuáquero o de algún otro practicante de una religión heterodoxa, al que iban a flagelar fuera de la ciudad; o de un indio vagabundo y holgazán, a quien, por haber provocado desórdenes después de beber el agua de fuego del hombre blanco, fuera a ser internado en la oscuridad del bosque lleno de cardenales. También pudiera ser que una bruja como la vieja señora Hibbins, la malhumorada viuda del magistrado, fuese a morir en la horca. En todos estos casos, se imponía la misma actitud solemne en los espectadores, como cuadraba a gentes para quienes religión y ley eran casi idénticos, y en cuyo carácter estaban ambas tan perfectamente mezcladas que los actos de disciplina pública, desde los más leves hasta los más severos, se volvían venerables y terribles. Escasa y fría era en verdad la simpatía que un culpable podía buscar en aquellos curiosos situados junto al patíbulo. Por otro lado, una sentencia que, en nuestros días, sólo podía granjear cierto grado de infamia y de burla, entonces casi se hallaba investida de una dignidad tan severa como la propia pena de muerte.

En la mañana de verano en que comienza nuestra historia, había una circunstancia notable: las mujeres, y había muchas mezcladas al grupo, parecían tener interés especial en el castigo que era de esperar que se aplicara. La época no era tan refinada como para que cualquier sensación de impropiedad impidiera a quienes llevaban faldas y guardainfantes salir a la vía pública e introducir a empujones sus nada ligeras personas, si la ocasión se presentaba, entre la muchedumbre más cercana al patíbulo en una ejecución. Tanto moral como materialmente había una fibra más burda en estas viudas y solteras de vieja cuna y educación inglesa que en sus hermosas descendientes, separadas de aquéllas por seis o siete generaciones; a través de la cadena de la estirpe, cada madre sucesiva había transmitido a su hija una lozanía más suave, una belleza más delicada y breve y una constitución física más ligera, ya que no un carácter de menor fuerza y solidez que el suyo. Las mujeres que en ese momento permanecían junto a la puerta de la prisión se hallaban a menos de medio siglo de la época en que la hombruna Isabel fuera representante no del todo inapropiada de su sexo. Eran compatriotas suyas; y la carne de vaca y la cerveza de su tierra natal, junto con una dieta moral que no se había refinado un ápice, entraban en buena medida en su composición. Así pues, el brillante sol de la mañana brillaba en las amplias espaldas y los bien desarrollados bustos, y en las redondas y coloreadas mejillas que habían madurado en la lejana isla y que apenas habían palidecido o adelgazado en la atmósfera de Nueva Inglaterra. Además había en el lenguaje de aquellas matronas —eso parecían ser en su mayoría— una franqueza y una rotundidad que hoy nos asustarían, tanto por lo que se refiere a su significado como por el volumen de su tono.

—Mis buenas señoras —dijo una dama de unos cincuenta años y facciones duras—, voy a decirles algo de lo que pienso. Sería de gran provecho público que nosotras, las mujeres, que ya tenemos una edad madura y gozamos de buena reputación como miembros de la Iglesia, nos encargáramos de malhechores como esa Hester Prynne. ¿Qué pensáis, comadres? Si esa bribona hubiera de ser juzgada por nosotras cinco que estamos aquí juntas en corro, ¿saldría con una sentencia como la que han dictado los honorables magistrados? ¡Maldita sea! ¡Estoy segura de que no!

—Dice la gente —le contestó otra— que el reverendo Dimmesdale, su piadoso pastor, se ha tomado muy a pecho que en su congregación se haya producido un escándalo como éste.

—Los jueces son caballeros temerosos de Dios, pero excesivamente misericordiosos, ésa es la verdad —añadió una tercera matrona otoñal—. Lo menos que podían haber hecho sería marcar al rojo vivo la frente de Hester Prynne. Os aseguro que eso sí que le habría dolido a la señora Hester; ¿qué ha de importarle a la muy zorra lo que le pongan en el corpiño de su vestido? Basta que lo tape con un broche, o con algún adorno pagano por el estilo, para que se pasee por las calles tan garbosa como siempre.

—De cualquier modo —soltó en tono más suave una mujer joven, con un niño de la mano—, aunque se cubra la marca como quiera, en su corazón siempre llevará clavada la espina.

—¿Por qué hablamos de marcas y señales, aunque se las coloquen en el corpiño del vestido o sobre la carne de la frente? —gritó otra mujer, la más fea y despiadada de las que se habían constituido a sí mismas en jueces—. Esa mujer nos ha cubierto de vergüenza a todas nosotras, y debe morir. ¿No existen leyes? Desde luego que sí, tanto en las Escrituras como en el libro de decretos. ¡Ya veréis cuando los jueces que han dejado sin efecto esas leyes tengan que darse las gracias a sí mismos cuando sus propias viudas e hijas se descarríen!

—Piedad para nosotros, buena señora —exclamó uno de los hombres del grupo—; ¿es que no hay otra virtud en la mujer que la que provoca el miedo a la horca? ¡Qué duras son sus palabras! ¡Cállense, comadres, que ya están descorriendo los cerrojos de la prisión, y ahí sale Mistress Prynne en persona.

Se abrió la puerta de la cárcel de par en par desde dentro y en primer término apareció, como una sombra negra saliendo a la luz del sol, la figura ceñuda y repugnante del alguacil, con una espada al cinto y la vara de su cargo en la mano. En su aspecto, este personaje prefiguraba y representaba toda la lúgubre severidad del código puritano de la ley, cuyo cometido era administrar al culpable el castigo más definitivo y severo. Extendiendo la vara oficial con su mano izquierda, puso la derecha sobre los hombros de una mujer joven, empujándola hacia delante hasta que, en el umbral de la prisión, ella lo rechazó con un gesto natural de dignidad y fuerza de carácter, y salió al aire libre como si lo hiciese por voluntad propia. En sus brazos llevaba una niña, una criaturita de unos tres meses, que parpadeó y volvió su carita ante la excesiva luz del día: hasta ese momento, su existencia sólo la había familiarizado con la semiclaridad grisácea de una celda, o de algún otro oscuro departamento de la prisión.

Cuando la joven, la madre de aquella niña, se mostró por entero a la multitud, dio la impresión de que su primer impulso fue estrechar fuertemente contra su pecho a la criatura; no tanto por impulso de amor materno, cuanto porque así podía ocultar cierta prenda que llevaba escrita o sujeta a su vestido. Al momento, sin embargo, juzgando con acierto que una marca de su vergüenza mal podía servir para esconder la otra, colocó a la niña en el brazo y, con un rubor abrasador, una sonrisa altanera a pesar de todo y una mirada que no se dejaría abatir, recorrió con los ojos a sus conciudadanos y vecinos. Sobre la pechera de su vestido, en una fina tela roja, rodeada con un elaborado bordado y fantásticos floreos de hilo de oro, apareció la letra A. Estaba tan artísticamente hecha y con tan vistosa exuberancia de fantasía que hacía el efecto de un toque final apropiado a la ropa que llevaba; era de un esplendor al gusto de la época, pero también estaba muy por encima de lo permitido por las normas suntuarias de la colonia.

La joven era alta, de una figura perfectamente elegante para sus proporciones. Tenía pelo negro y abundante, tan liso que reflejaba la luz del sol en brillantes destellos, y un rostro que, además de ser hermoso por la regularidad de sus facciones y la lozanía de la piel, impresionaba por el arco de las cejas y sus hondos ojos negros. También poseía aspecto distinguido, a la manera de la elegancia femenina de aquellos días, caracterizada más por cierta majestad y dignidad que por la delicada, evanescente e indescriptible gracia que hoy se reconoce como su indicio. Y nunca había parecido tan distinguida Hester Prynne, en la antigua interpretación de ese término, como al salir de la prisión. Quienes la conocieron antes y esperaban verla ahora confusa y eclipsada por una nube funesta, quedaron asombrados, e incluso pasmados, al ver resplandecer su belleza y convertir en halo la desgracia e ignominia en que estaba envuelta. Un observador sensible tal vez hubiera visto en todo ello algo exquisitamente doloroso. El atuendo, que ella misma se había confeccionado en la cárcel para la ocasión siguiendo modelos que su fantasía le había dictado mucho antes, parecía expresar la actitud de su espíritu y la desesperada audacia de su temperamento con aquella peculiaridad insensata y pintoresca. Pero el punto que concentraba todas las miradas y transfiguraba a su portadora —de tal modo que los hombres y las mujeres que se habían relacionado familiarmente con Hester Prynne quedaron tan impresionados como si la vieran por primera vez— era la letra escarlata tan fantásticamente bordada y luminosa que había en su pecho. Producía el mismo efecto que un hechizo que, sacándola de las relaciones normales con la humanidad, la encerraba por sí misma en una esfera.

—¡Tiene mucha habilidad con la aguja, cierto! —observó una de las espectadoras—; ¿ha existido mujer, antes que esta desvergonzada bribona, que haya inventado semejante medio para lucirla? ¿Qué es esto, comadres, sino una forma de reírse en las narices de nuestros venerables jueces y convertir en motivo de orgullo lo que esos respetables caballeros, pensaron como castigo?

—No estaría mal —murmuró la vieja de facciones más duras— que le arrancásemos el rico vestido de sus delicados hombros; y, en cuanto a la letra escarlata que tan curiosamente ha bordado, yo le daré un trozo de mi propia franela contra el reúma, para que haga una más adecuada.

—¡Paz, vecinas, paz! —susurró la más joven del grupo—. ¡No dejéis que os oiga! Ni una puntada del bordado de esa letra ha dejado de sentirla en su corazón.

El inexorable pregonero hizo en ese momento un gesto con su vara.

—Abrid paso, buena gente, abrid paso, en nombre del Rey —gritó—. Dejad paso y yo os prometo que Mistress Prynne será colocada donde hombres, mujeres y niños puedan contemplarla en su magnífico atavío, desde este instante hasta una hora después del mediodía. ¡Bendita sea la recta colonia de Massachusetts, donde la iniquidad queda expuesta a la luz del sol! ¡Vamos, señora Hester, y enseñe su letra escarlata en la plaza del mercado!

En medio del tropel de espectadores se abrió un camino. Precedida por el pregonero y acompañada por una irregular procesión de hombres de ceño fruncido y mujeres de rostros despiadados, Hester Prynne se dirigió hacia el lugar señalado para su castigo. Un grupo de escolares impacientes y curiosos, sin comprender nada de lo que ocurría, salvo que por ello les habían dado medio día de vacación, corrían delante de ella volviendo continuamente las cabezas para mirarla a la cara, a la criatura que pestañeaba en sus brazos y a la ignominiosa letra que llevaba sobre el pecho. En aquellos tiempos no era grande la distancia entre la puerta de la prisión y la plaza del mercado. Sin embargo, medida por la experiencia de la prisionera, debió parecerle un viaje bastante largo, pues, por más altiva que fuera su actitud, tal vez sintiera una mortal agonía en cada paso que daban los que se apiñaban a su alrededor para verla, como si su corazón hubiera sido arrojado a la calle para que todos lo despreciaran y pisotearan. Hay sin embargo en nuestra naturaleza una disposición tan maravillosa como compasiva por la que quien sufre nunca conoce la intensidad de lo que padece por la tortura del momento, sino sobre todo por la punzada que duele después. Así pues, Hester Prynne pasó por esta parte de su castigo casi con actitud serena y llegó hasta una especie de patíbulo en el extremo oeste de la plaza del mercado. Patíbulo que se hallaba situado casi exactamente debajo del alero de la iglesia más antigua de Boston, y que parecía ser una instalación fija allí.

En realidad, aquel patíbulo era una parte de la maquinaria penal que ahora, y desde hace dos o tres generaciones, ha sido meramente histórica y tradicional entre nosotros, pero que en los antiguos tiempos fue mantenida como un eficaz agente en la promoción de buenos ciudadanos, como lo fue la guillotina en la época del Terror durante la Revolución francesa. Era, en suma, la plataforma de la picota; y sobre ella se alzaba la estructura de ese instrumento de disciplina, ideado para encerrar la cabeza humana entre sus apretadas garras y mantenerla así a las miradas del público. La idea misma de la ignominia tomaba cuerpo y se hacía manifiesta en aquel artilugio de madera y hierro. No creo que pueda haber ultraje más flagrante contra nuestra naturaleza —sean cuales fueren los delitos del individuo— que prohibir al culpable ocultar su rostro avergonzado; en eso consistía la esencia de aquel castigo. En el caso de Hester Prynne, sin embargo —aunque también ocurría con cierta frecuencia en otros—, su sentencia consistía en permanecer de pie cierto tiempo sobre la plataforma, pero sin que aquella abrazadera le oprimiese el cuello ni le sujetase la cabeza, predisposición que era la característica más diabólica del horroroso aparato. Sabiendo perfectamente su papel, subió los escalones de madera y se mostró así a la multitud que la rodeaba, aproximadamente a la altura de los hombros de una persona sobre el nivel de la calle.

De haber habido un papista entre la muchedumbre de puritanos, habría visto en aquella hermosa mujer de atuendo y porte tan pintorescos, y con la criatura al pecho, un objeto que habría traído a su memoria la imagen de la Divina Maternidad, cuya representación tanta rivalidad provocó entre muchos pintores ilustres; algo que, en efecto, podría traer a su memoria, aunque sólo fuera por contraste, la sagrada imagen de la maternidad sin pecado, cuyo hijo estaba destinado a redimir al mundo. Allí había sin embargo la mancha del peor pecado contra la cualidad más sagrada de la vida humana, produciendo tal efecto que la belleza de esta mujer oscurecía únicamente el mundo, y la criatura que había dado a luz sufría la mayor pérdida.

No le faltaba a la escena ese ingrediente de espanto que siempre ha de haber en el espectáculo de culpabilidad y vergüenza de otro ser humano, mientras la sociedad no se haya corrompido lo bastante como para sonreír, en vez de temblar, ante él. Los testigos de la desgracia de Hester Prynne no habían superado esa simplicidad. Eran lo bastante duros para contemplar su muerte, de haber sido ésa su sentencia, sin un murmullo de reproche contra la severidad del castigo, pero al mismo tiempo carecían de la inhumanidad de otras clases sociales, que en una exhibición como la presente sólo habrían encontrado motivos de burla. De haber existido alguna tendencia para volver ridículo el asunto, habría sido reprimida y vencida por la solemne presencia de personas no menos solemnes que el Gobernador y varios de sus consejeros, un juez, un general y los ministros del pueblo; todos ellos se encontraban sentados o de pie en un balcón de la , mirando hacia la plataforma. Cuando personajes semejantes podían formar parte del espectáculo sin mengua de la majestad y respeto de su cargo y puesto, podía deducirse sin ningún género de dudas que la ejecución de la sentencia legal se cumpliría de forma rápida y eficaz. En consecuencia, la muchedumbre permanecía en actitud grave y sombría. La infeliz culpable aguantaba lo mejor que podía hacerlo una mujer bajo la pesada carga de miles de ojos implacables, clavados en ella y concentrados en su pecho. Se le hacía casi imposible soportarla. De naturaleza impulsiva y apasionada, se había fortalecido a sí misma para aguantar los aguijones y las venenosas puñaladas de la contumelia pública que habría de propinarle toda clase de insultos; pero había algo mucho más terrible en la solemne disposición de aquel comportamiento popular, hasta el punto de que hubiera preferido ver todos aquellos rostros distorsionados por un alborozo despectivo y ser ella misma el objeto. Si de aquella multitud hubiera brotado un estallido de risa —al que cada hombre, cada mujer y cada chillona voz de niño contribuyesen individualmente—, Hester Prynne podría haberles pagado con una sonrisa amarga y desdeñosa. Pero, bajo el pesado castigo que se veía obligada a soportar, sentía por momentos un irreprimible deseo de ponerse a gritar con toda la fuerza de sus pulmones y arrojarse desde el cadalso al suelo, o volverse loca de una vez.

No obstante, había momentos en que toda la escena, cuyo objeto más llamativo era ella, parecía borrarse de sus ojos, o por lo menos brillar confusamente ante ellos, como una masa de imágenes espectrales dibujadas de manera imperfecta. Su cerebro, y sobre todo su memoria, trabajaban de un modo casi sobrenatural, y seguían presentándole escenas muy distintas a las de aquella horrible callejuela de un pequeño pueblo, en la frontera de las tierras vírgenes del Oeste; rostros distintos de los que dirigían hacia ella sus ojos bajo las alas de aquellos sombreros puntiagudos. Reminiscencias fútiles e insignificantes, recuerdos de la infancia y de los días escolares, deportes, peleas de chiquillos y las menudas anécdotas domésticas de sus años de soltera se agolpaban en su memoria, entremezcladas a los recuerdos más graves de su subsiguiente vida; cuadros a cual más vívido, como si todos fueran de la misma importancia, como si todo se tratara de una obra de teatro. Posiblemente era una estratagema instintiva de su mente para aliviarse a sí misma del cruel peso y de la dureza de la realidad mediante la exhibición de aquellas formas fantasmagóricas.

Sea como fuere, el cadalso de la picota era un punto de vista que reveló a Hester Prynne todo el camino que había recorrido desde su feliz infancia. De pie en aquella miserable altura, volvió a ver su pueblo natal en la vieja Inglaterra, y la morada paterna, una desmoronada casa de piedra gris, con aspecto menesteroso, pero que todavía conservaba sobre el portón un escudo de armas medio borrado, en señal de antigua nobleza. Vio la cara de su padre, con su frente despejada y su venerable barba blanca, que flotaba sobre la gorguera isabelina pasada de moda; también vio a su madre, con aquella amorosa mirada de atención y ansiedad que siempre conservaba en su recuerdo, y que, incluso después de su muerte, había sido a menudo un obstáculo de amable reproche en la senda seguida por su hija. Vio su propia cara, resplandeciente de juvenil belleza, que iluminaba todo el azogue del oscuro espejo en que solía mirarse. Allí divisó otro rostro, el de un hombre bien entrado en años, un rostro pálido, enjuto, como el de una persona estudiosa, con unos ojos apagados y legañosos a causa de la luz artificial que les habían servido para estudiar tantos libros de sesudas cavilaciones. Sin embargo, aquellos mismos ojos legañosos tenían un poder extraño y penetrante cuando su dueño se proponía leer el alma humana. Aquella encarnación del estudio y del claustro que la fantasía femenina de Hester Prynne no pudo menos de recordar era un poco deforme, y tenía el hombro izquierdo algo más alto que el derecho. Luego se alzaron ante ella, a modo de galería de recuerdos, las callejas intrincadas y estrechas, las altas casas grises, las enormes catedrales y los edificios públicos, antiguos por su fecha y raros de arquitectura, de una ciudad del continente europeo, donde la esperaba una nueva vida que seguía conectada al deforme erudito; una vida nueva, aunque se alimentara a sí misma de materiales gastados por el tiempo, como el penacho de verde musgo sobre una barda desmoronada. Por último, en vez de aquellas escenas cambiantes, apareció de nuevo la tosca plaza del mercado del poblado puritano, con toda aquella muchedumbre reunida que alzaba sus severas miradas hasta Hester Prynne, ¡sí, hasta ella, que permanecía de pie en el cadalso de la picota, con una criatura en sus brazos y una letra A, de color escarlata, fantásticamente bordada con hilo de oro sobre su pecho!

¿Podía ser verdad? Estrechó a la niña con tanta fiereza entre sus brazos que ésta lanzó un grito; volvió entonces sus ojos hacia abajo, hacia la letra escarlata, e incluso la tocó con su dedo, para asegurarse de que tanto la niña como la vergüenza eran reales. ¡Sí! Aquéllas eran sus realidades. ¡Todo lo demás se había desvanecido!

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