10. - El médico y su paciente
10. - El médico y su paciente
El viejo Roger Chillingworth había sido toda su vida de temperamento tranquilo y amable, y, si bien nunca manifestó cálidos afectos, siempre y en todas las relaciones con el mundo fue un hombre puro y recto. Había empezado aquella investigación, según él imaginaba, con la integridad severa y ecuánime de un juez que sólo desea encontrar la verdad, como si en el asunto sólo hubiese líneas trazadas en el aire y figuras de un problema geométrico, y no pasiones humanas y agravios infligidos a él mismo. A medida que avanzaba en su empeño, una terrible fascinación, una especie de necesidad feroz, aunque por el momento tranquila, atrapó al anciano con su garra, y no volvió a dejarle libre hasta que hizo todo lo que esa necesidad ordenaba. Ahora escarbaba en el corazón del pobre clérigo como un minero en busca de oro; o, más bien, como un sepulturero que cava una fosa, posiblemente en busca de una joya que hubiera sido enterrada sobre el pecho del muerto, pero que probablemente sólo encontraría mortalidad y corrupción. ¡Ay de su propia alma, si era eso lo que buscaba!
Algunas veces, brillaba un destello en los ojos del médico, que ardían con un azul siniestro, como los reflejos de un horno, o, digámoslo, como uno de esos vislumbres de fuego espectral que salían del terrible umbral de Bunyan en la falda de la colina y se estremecían sobre el rostro de los peregrinos. El suelo donde aquel oscuro minero trabajaba quizá le había dado algunos indicios alentadores.
—Este hombre —se decía a sí mismo en aquellos momentos—, puro como le creen, tan espiritual como parece, ha heredado una fuerte naturaleza animal de su padre o de su madre. ¡Sigamos escarbando un poco más en dirección a esa vena!
Luego, después de largas búsquedas en la sombría intimidad del pastor, después de revolver tantos materiales valiosos, en forma de altas aspiraciones para bienestar de su raza, amor apasionado por las almas, puros sentimientos y piedad natural —reforzado por la meditación y el estudio, e iluminados por la revelación—, todo este oro incalculable quizá no valiese más para el investigador que un montón de basura; por eso, descorazonado, volvía atrás e iniciaba sus investigaciones hacia otro punto. Seguía tanteando de modo tan furtivo, con paso tan cauteloso y actitud tan recelosa como el ladrón que entra en un cuarto en que yace un hombre semidormido —o quizá completamente despierto—, con el propósito de robarle el auténtico tesoro que ese hombre guarda como la niña de sus ojos. A pesar de sus extremadas precauciones, el suelo cruje de vez en cuando, sus ropas producen un susurro y la sombra de su presencia, en una cercanía prohibida, va a proyectarse sobre su víctima. En otras palabras, Mr. Dimmesdale, cuya sensibilidad nerviosa originaba a veces un especie de intuición espiritual, vislumbraba vagamente que alguna cosa hostil a su tranquilidad se había puesto en relación con él. Pero el viejo Roger Chillingworth también tenía percepciones que eran casi intuitivas, y cuando el pastor lanzaba hacia él sus ojos asustados, entonces el médico se sentaba volviendo a ser el amigo cariñoso, vigilante y simpático, pero nunca entrometido.
No obstante, Mr. Dimmesdale habría captado mejor el carácter de este individuo si cierto pesimismo, al que se sienten inclinados los corazones enfermos, no le hubiera hecho sospechar de toda la humanidad. Como no confiaba en ningún hombre como amigo, era incapaz de reconocer a un enemigo cuando éste aparecía. Así pues, siguió manteniendo con él una relación familiar, recibiendo a diario en su estudio al viejo médico o visitando el laboratorio y observando, para entretenerse, el proceso por el que las plantas se convertían en eficaces drogas.
Cierto día, con la frente apoyada en la mano y el codo en el alféizar de la ventana abierta, hablaba con Roger Chillingworth mientras éste examinaba un manojo de plantas repugnantes.
—¿Dónde —le preguntó, mirando de reojo las plantas, porque, en esa época, el clérigo, tenía la costumbre de no mirar nunca de frente ningún objeto, ya fuera humano o inanimado—, dónde, querido doctor, ha recogido usted esas hierbas, de hojas tan oscuras y lacias?
—En el cementerio, ahí al lado —respondió el médico—. Son nuevas para mí. Las encontré sobre una tumba que no tenía lápida ni recuerdo alguno del muerto, salvo estas feas hierbas que habían asumido la tarea de recordarle. Brotaban de su corazón y quizá simbolizan algún horrible secreto enterrado con él; mejor hubiera hecho confesándolo en vida.
—Tal vez deseara intensamente hacerlo —dijo Mr. Dimmesdale—, y no pudo.
—¿Por qué no? —prosiguió el médico—. ¿Por qué no? Si todos los poderes de la naturaleza impulsan de forma tan enérgica a la confesión del pecado, tal vez estas negras plantas hayan brotado de su enterrado corazón para sacar a la luz el crimen que no confesó.
—Eso, mi buen señor, es pura fantasía suya —replicó el pastor—. Si estoy en lo cierto, no puede haber ningún poder, salvo el de la Divina Clemencia, que revele, bien mediante palabras, bien mediante signos o emblemas, los secretos que puedan estar enterrados con un corazón humano. Haciéndose culpable de tales secretos, el corazón tiene forzosamente que guardarlos hasta el día en que todas las cosas ocultas hayan de revelarse. No he leído ni interpretado en las Sagradas Escrituras nada que permita entender la revelación de los pensamientos humanos y de sus obras como una parte de la expiación. A buen seguro que ésa sería una forma muy superficial de ver el asunto. No, si no estoy muy equivocado, esas revelaciones pretenden simplemente fomentar la satisfacción intelectual de los seres inteligentes, que esperan ver con toda nitidez en ese día el oscuro problema de esta vida. Sería preciso un conocimiento del corazón de los hombres para una solución más completa del problema. Creo, además, que los corazones que esconden secretos tan miserables como ésos de los que usted habla los revelarán en ese último día, no con repugnancia, sino con una alegría indecible.
—Entonces, ¿por qué no revelarlos aquí? —preguntó Roger Chillingworth, mirando tranquilamente de reojo al pastor—. ¿Por qué no han de concederse antes los culpables ese alivio indecible?
—La mayoría lo hace —dijo el clérigo, oprimiéndose el pecho con fuerza, como si le afligiese un inoportuno estremecimiento doloroso—. Muchas pobres almas, muchas, me han hecho sus confidencias, no sólo en el lecho de muerte, sino también en plena flor de la vida y cuando gozaban de buena reputación. Y después de tales efusiones, ¡qué alivio he visto siempre en mis pecadores hermanos! Como alguien que al fin respira aire puro, después de haber estado ahogándose mucho tiempo con su propio aliento contaminado. ¿Cómo podría ser de otro modo? ¿Por qué un hombre desgraciado, culpable, digámoslo así, de asesinato, había de preferir enterrar el cadáver en su propio corazón en vez de echarlo fuera en el acto y permitir que el universo se haga cargo de él?
—A pesar de eso, algunos hombres entierran así sus secretos —observó tranquilamente el médico.
—Cierto, hay hombres así —replicó Mr. Dimmesdale—. Pero, por no sugerir otras razones más obvias, tal vez guarden silencio por la especial constitución de su naturaleza. ¿No podemos suponer que, por culpables que sean, conservan cierto celo por la gloria de Dios y por el bien de la humanidad, y por eso evitan mostrarse ante los ojos de los hombres tan negros y tan inmundos? Porque, a partir de ese momento, no se les podría hacer ningún bien, ni el mal del pasado podría ser redimido con obras mejores. Por eso, para su propio e indecible sufrimiento, viven junto a sus prójimos aparentando ser puros como la nieve recién caída, cuando sus corazones están manchados y moteados por esa iniquidad de la que no pueden desprenderse.
—Esos hombres se engañan a sí mismos —dijo Roger Chillingworth con más énfasis que el acostumbrado y haciendo un leve gesto con su dedo índice—. Temen cargar con la vergüenza que por derecho propio les corresponde. Su amor por los hombres y su celo al servicio de Dios, impulsos que son sagrados, pueden coexistir o no en sus corazones con los perversos huéspedes a los que su culpa no ha cerrado la puerta y que necesitan propagar una raza infernal dentro de ellos. ¡Pero si pretenden glorificar a Dios, no les dejemos alzar al cielo sus manos inmundas! Si pretenden servir a sus prójimos, dejémosles hacerlo manifestando el poder y la realidad de la conciencia, obligándoles a la humillación de la penitencia. ¿Pretende hacerme creer, sabio y piadoso amigo, que una actitud falsa puede ser mejor y más adecuada a la gloria de Dios o al bienestar de la humanidad que la propia verdad de Dios? ¡Créame, esos hombres se engañan a sí mismos!
—Puede que así sea —dijo el joven clérigo en tono indiferente, como si evitara una discusión que le parecía irrelevante o inoportuna; de hecho, tenía gran facilidad para eludir cualquier tema que pudiera alterar su temperamento demasiado sensitivo y nervioso—. Pero ahora me gustaría preguntar a mi experimentado médico si realmente piensa que me han aprovechado los amables cuidados que él ha prodigado a mi débil cuerpo.
Antes de que Roger Chillingworth pudiera contestar, oyeron la risa clara y enloquecida de una niña, procedente del cercano cementerio. Mirando instintivamente por la ventana abierta —porque era verano—, el pastor vio a Hester Prynne y a la pequeña Perla, que pasaban por el sendero que cruzaba el cercado. Perla estaba hermosa como el día, pero se hallaba en uno de aquellos estados de alegría perversa que, cuando ocurrían, parecían alejarla completamente de la esfera de la simpatía o del contacto humano. Ahora estaba brincando irreverentemente de tumba en tumba hasta que, al llegar a la ancha, plana y blasonada lápida de algún personaje notable ya desaparecido —tal vez la del mismo Isaac Johnson—, empezó a bailar encima. En respuesta a las órdenes y súplicas de su madre para que se comportara con más decoro, la pequeña Perla dejó de bailar para ponerse a recoger semillas de una alta bardana que crecía junto a la tumba. Cuando tuvo un puñado de esas semillas, las fue poniendo alrededor de las líneas de la letra escarlata que adornaban el pecho de su madre, donde las semillas, por su naturaleza, se adhirieron tenazmente. Hester no hizo intento de quitárselas.
Roger Chillingworth, que mientras tanto se había acercado a la ventana, sonrió inexorable.
—No hay leyes, ni respeto a la autoridad, ni miramientos para con las ordenanzas u opiniones humanas, sean acertadas o erróneas, en la conformación de esa niña —dijo en voz alta, tanto para sí mismo como para su compañero—. El otro día la vi salpicar de agua al mismísimo gobernador, en el abrevadero de Spring Lane. En el nombre del cielo, ¿qué es esa niña? ¿Es el espíritu del mal? ¿Tiene sentimientos? ¿Posee algún principio de vida que podamos descubrir?
—Ninguno, salvo la libertad de una ley transgredida —contestó Mr. Dimmesdale muy tranquilo, como si hubiera estado debatiendo el problema consigo mismo—. Desconozco si esa niña es capaz de bien.
Probablemente la niña oyó sus voces porque, mirando hacia la ventana con una radiante pero traviesa sonrisa llena de alegría e inteligencia, arrojó una de las espinosas semillas al reverendo Mr. Dimmesdale. El sensible clérigo se retiró, con un terror nervioso, ante el ligero proyectil. Al detectar su emoción, Perla empezó a palmotear sus manitas en un éxtasis extravagante. A su vez, Hester Prynne miró involuntariamente a la ventana y aquellas cuatro personas, jóvenes y viejas, se miraron unas a otras en silencio, hasta que la niña se echó a reír con fuerza y gritó:
—¡Vámonos, madre! ¡Vámonos, o aquel Hombre Negro te cogerá! ¡Ya ha cogido al pastor! ¡Vámonos, madre, o te atrapará! ¡Pero a la pequeña Perla no puede atraparla!
Y de esa forma alejó a su madre, saltando, bailando y brincando fantásticamente entre los montículos de los muertos, como una criatura que no tuviese nada en común con una generación pasada y enterrada, ni reconoce ningún lazo de parentesco con ella. Era como si hubiera sido hecha de nuevo, creada con nuevos elementos y por lo tanto hubiera de permitírsele vivir su propia vida y guiarse por leyes propias, sin que sus excentricidades hubieran de ser consideradas delito.
—He ahí una mujer —dijo a modo de resumen Roger Chillingworth después de una pausa— que, cualesquiera que sean sus faltas, no tiene nada de ese misterio de la depravación oculta que a usted le parece tan difícil de sobrellevar.
—Lo creo firmemente —respondió el clérigo—. Sin embargo, no puedo responder por ella. Había una expresión de dolor en su semblante que me habría gustado no haber visto. Con todo, soy de la opinión de que ha de ser necesariamente mejor para quien sufre poder mostrar su pena, como es el caso de esta pobre mujer, Hester, que verse obligado a ocultarla dentro del corazón.
Hubo otra pausa; el médico volvió a examinar y a ordenar las plantas que había recogido.
—Hace un momento me preguntó usted mi opinión respecto a su salud —dijo por fin.
—Eso hice —contestó el clérigo—, y me gustaría saberla. Hábleme con franqueza, se lo ruego, aunque sea cuestión de vida o muerte.
—Para hablarle con toda franqueza y claridad —dijo el médico, que seguía ocupado con sus plantas pero sin perder de vista a Mr. Dimmesdale—, le diré que la dolencia es rara, no tanto en sí misma como en sus manifestaciones externas, al menos en lo que respecta a los síntomas que han sido abiertos a mi observación. Contemplándole día tras día, mi buen señor, y analizando los síntomas de su aspecto desde hace meses, me atrevería a pensar que está usted muy enfermo, pero no tan enfermo como para que un médico experto y vigilante no albergue esperanzas de curarle. Pero, no sé qué decir, creo conocer la dolencia, y sin embargo no la conozco.
—Habla usted con acertijos, sabio amigo —dijo el pálido pastor, mirando por la ventana.
—Entonces, para hablar con mayor franqueza —continuó el médico—, y le pido perdón por la necesaria claridad de mis palabras, si usted cree que necesitan ser perdonadas, permítame preguntarle, como amigo suyo, como encargado por la Providencia de su vida y su bienestar físico, si me ha sido detallado y referido plenamente todo el funcionamiento de esa dolencia.
—¿Cómo puede preguntármelo? —replicó el pastor—. Sería desde luego un juego infantil llamar a un médico y luego esconderle la herida.
—¿Quiere decirme entonces que lo sé todo? —preguntó Roger Chillingworth de forma deliberada y clavando una brillante mirada, de intensa inteligencia concentrada, en el rostro del pastor—. ¡De acuerdo! Pero le repito que quien sólo conoce el mal externo y físico a menudo sólo sabe la mitad de la enfermedad que le piden que cure. Una dolencia del cuerpo que miramos como un todo y completa en sí misma, puede no ser, en última instancia, otra cosa que un síntoma de algún achaque de la parte espiritual. Perdóneme de nuevo si en mis palabras hay la sombra de una ofensa. De todos los hombres que he conocido, usted es, señor, aquel cuyo cuerpo está más íntimamente unido, empapado e identificado, por decirlo así, con el espíritu del que es instrumento.
—Siendo así, ya no necesita preguntar más —dijo el clérigo, levantándose con cierta prisa de su silla—. No creo que usted se ocupe de los remedios del alma.
—Así pues, una enfermedad —continuó Roger Chillingworth siguiendo con el tema y sin alterar el tono de voz ni hacer caso de la interrupción; poniéndose de pie, se situó frente al pálido y macilento clérigo con su figura pequeña, oscura y deforme—, una enfermedad, un punto dolorido, si es que podemos llamarlo así, en su espíritu, provoca inmediatamente las pertinentes manifestaciones en su constitución corporal. ¿Quiere usted que de ese modo cure su médico la enfermedad del cuerpo? ¿Cómo podrá ser, a menos que usted le abra primero la herida o el trastorno de su alma?
—¡No, a ti no! ¡A un médico de la tierra, no! —exclamó en tono apasionado Mr. Dimmesdale, lanzando una mirada intensa, llena de brillo y con una especie de ferocidad, al viejo Roger Chillingworth—. ¡A ti no! ¡Si es una enfermedad del alma, me encomendaré al único médico del alma! ¡Sólo él, si es ésa su santa voluntad, puede curar o matar! ¡Déjale hacer conmigo lo que, en su justicia y sabiduría, crea conveniente! ¿Quién eres tú para entrometerte en este asunto? ¿Cómo te atreves a interponerte entre el que sufre y su Dios?
Y con un gesto frenético, salió corriendo de la habitación.
—Está bien haber dado este paso —dijo Roger Chillingworth para sus adentros, contemplando con una sonrisa grave al pastor que se iba—. Nada se ha perdido. Pronto volveremos a ser amigos. ¡Pero analicemos la forma en que la pasión se apodera de este hombre y le saca de sus casillas! ¡Tanto con una pasión como con otra! Este piadoso Dimmesdale acaba de cometer una tontería, dominado por la ardiente pasión de su corazón!
No fue difícil restablecer la intimidad de los dos amigos, en la misma relación y grado que antes. Después de unas horas de soledad, el joven clérigo sintió que el desorden de sus nervios le había precipitado en una explosión indecorosa de su carácter, y que no había nada en las palabras del médico que pudiera excusarla o atenuarla. En realidad, le dejaba pasmado la violencia con que había rechazado al bondadoso anciano, que se había limitado, como era su deber, a darle consejos que, por otro lado, él mismo le había pedido expresamente. Con esta sensación de remordimiento, no tardó mucho en darle toda clase de excusas, rogando a su amigo que siguiese prodigándole unos cuidados que, si bien no habían conseguido devolverle la salud, con toda probabilidad habían sido medios para prolongar su débil existencia hasta entonces. Roger Chillingworth admitió en el acto las excusas, y continuó con la supervisión médica del pastor, haciendo cuanto podía, con la mejor buena fe; pero, una vez concluida la visita profesional, salía siempre del departamento del enfermo con una sonrisa misteriosa y enigmática en los labios. Esa expresión, que no era visible en presencia de Mr. Dimmesdale, se hacía plenamente evidente en cuanto el médico cruzaba los umbrales.
—¡Qué caso tan raro! —decía entre dientes—. ¡Es preciso que llegue hasta el fondo! ¡Qué extraña concordancia la de ese cuerpo y su alma! ¡Aunque sólo sea por el bien de la medicina, he de buscar la causa hasta el fondo!
No mucho después de la escena que acabamos de relatar sucedió que el reverendo Mr. Dimmesdale cayó, a la hora del mediodía y sin que se diera cuenta, en un profundísimo sopor, estando sentado en su silla con un gran volumen de negros caracteres abierto delante de él sobre la mesa. Tal vez era una obra de mucha solvencia perteneciente a la soporífera escuela de la literatura. Lo más sorprendente era la profunda pesadez del sueño del pastor, sobre todo porque era una de esas personas cuyo sueño, normalmente, es ligero, irregular y fácil de alterar, como un pajarillo que brinca en una rama. Hasta tal punto se había ido su espíritu a lejanías insólitas que no se movió en la silla cuando el viejo Roger Chillingworth, sin ninguna precaución extraordinaria, entró en el cuarto. El médico avanzó directamente hacia su paciente, le puso la mano sobre el pecho y le arrancó el hábito que, hasta entonces, siempre le había ocultado, incluso a ojos profesionales.
Entonces, en efecto, Mr. Dimmesdale se estremeció y se movió ligeramente.
Tras una breve pausa, el médico se marchó.
¡Pero qué mirada de asombro, alegría y horror era la suya! ¡Qué éxtasis espantoso! ¡Tan espantoso como si fuera demasiado grande para expresarlo sólo con los ojos y los rasgos de la cara, y por eso reventase en toda la fealdad de su figura y se hiciese desenfrenadamente manifiesto en los extravagantes gestos con que alzaba sus brazos hacia el techo y con que pateaba el suelo! Si alguien hubiese visto al viejo Roger Chillingworth en ese momento de su éxtasis, no habría tenido necesidad de preguntar cómo se comporta el mismo Satanás cuando un alma preciosa se pierde para el cielo y se gana para su reino.
¡Pero lo que diferenciaba el éxtasis del médico y el de Satanás era el asombro pasmoso que había en él!