Jane Eyre

Capítulo XVII

Capítulo XVII

CAPÍTULO XVII

ASÓ

una semana, y no hubo noticias del señor Rochester; diez días, y seguía sin llegar. La señora Fairfax dijo que no le sorprendería que se marchara directamente de Leas a Londres, y de ahí al continente, sin volver a dejarse ver en Thornfield hasta dentro de un año: ya se había marchado en otras ocasiones de la misma manera repentina e inesperada. Yo, al oírlo, empecé a sentir un frío y una debilidad extraña en el corazón. Me estaba consintiendo a mí misma un sentimiento enfermizo de desilusión; pero, recobrando el juicio y recordando mis principios, llamé enseguida al orden a mis sensaciones, y fue maravilloso el modo en que superé aquel dislate temporal en que corregí el error de haber supuesto que los movimientos del señor Rochester eran cuestión de interés vital para mí por alguna causa. Tampoco me humillaba a mí misma con una idea servil de inferioridad: por el contrario, me limitaba a decirme: «No tienes nada que hacer con el señor de Thornfield, aparte de percibir el sueldo que te paga por instruir a su protegida, y estar agradecida por el tratamiento respetuoso y amable que tienes derecho a esperar de él si cumples con tu deber. Ten la seguridad de que éste es el único vínculo que reconoce seriamente entre él y tú; así pues, no lo hagas objeto de tus sentimientos elevados, tus arrebatos, congojas y demás. No es de tu clase; no te salgas de tu casta, y ten la dignidad de no prodigar el amor de todo tu corazón, tu alma y tus fuerzas allí donde ese don no se desea y sería despreciado».

Seguí atendiendo con tranquilidad mis tareas diarias, pero me pasaban constantemente por el cerebro nociones difusas de motivos por los que debía marcharme de Thornfield, y no dejaba de redactar anuncios, sin querer, y de hacer conjeturas acerca de empleos nuevos. No juzgué necesario poner fin a estos pensamientos: que germinaran y dieran fruto si podían.

El señor Rochester llevaba ausente más de una quincena cuando llegó a la señora Fairfax una carta en el correo.

—Es del señor —dijo, mirando el remitente—. Supongo que ahora sabremos si debemos esperar su llegada o no.

Y mientras ella rompía el sello y leía el documento, yo seguí tomándome mi café (estábamos desayunando): estaba caliente, y atribuí a esta circunstancia el rubor ardiente que me subió a la cara de pronto. No quise considerar la causa que me hizo temblar la mano y derramar involuntariamente la mitad de la taza en el platillo.

—Bueno, a veces creo que estamos demasiado tranquilos; pero ahora tenemos posibilidades de estar bastante atareados, al menos durante una corta temporada —dijo la señora Fairfax, que seguía sosteniendo la nota ante sus anteojos.

Antes de haberme consentido pedir una explicación, até la cinta del delantal de Adèle, que estaba suelta; después de servirle otro bollo y llenarle de leche el tazón, dije con despreocupación:

—¿Supongo que no es probable que regrese pronto el señor Rochester?

—Sí que regresará: dentro de tres días, dice, el jueves que viene; y tampoco viene solo. Viene con él no sé cuanta gente fina de Leas: manda instrucciones para que se preparen todos los dormitorios buenos, y que se limpien la biblioteca y los salones. Debo contratar más personal de cocina en la posada del rey Jorge, de Millcote, o en cualquier otro sitio; y las damas traerán a sus doncellas y los caballeros a sus ayudas de cámara, de modo que se llenará la casa.

Y la señora Fairfax se terminó el desayuno y se apresuró a marchar para comenzar las operaciones.

Los tres días fueron muy agitados, tal como había predicho ella. Yo creía que todas las habitaciones de Thornfield estaban primorosamente limpias y ordenadas; pero, al parecer, me había equivocado. Se contrató a tres mujeres para que ayudaran; y yo no había visto ni he vuelto a ver tanto fregar, sacudir alfombras, tanto descolgar y volver a colgar cuadros, tanto sacar brillo a los espejos y lámparas, tanto encender lumbres en los dormitorios, tanto airear sábanas y colchones ante las chimeneas. Adèle corría desenfrenada entre todo aquello: parecía que los preparativos para recibir visitas y la perspectiva de la llegada de éstas la sumía en el éxtasis. Pedía a Sophie que le revisara todas las

toilettes

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, como llamaba ella a los vestidos; que le repasara los que estaban

passées

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y que airease y ordenase los nuevos. Ella misma no hacía más que corretear por los dormitorios principales, subir y bajar de las camas, saltar y acostarse en los colchones y en los montones de almohadas y almohadones que se levantaban ante los fuegos enormes que rugían en las chimeneas. Quedó exenta de deberes escolares: la señora Fairfax me reclutó a su servicio y yo me pasaba todo el día en la despensa, ayudándoles a la cocinera y a ella (o estorbándoles); aprendiendo a hacer natillas, tartas de queso y pasteles franceses, a estofar aves de caza y a adornar postres.

Se esperaba a los invitados el jueves por la tarde, a tiempo de cenar a las seis. En el ínterin no tuve tiempo de acariciar quimeras, y creo que estuve tan activa y alegre como todos los demás a excepción de Adèle. Con todo, el desaliento me apagaba de vez en cuando la alegría y yo caía, sin querer, en la región de las dudas, los augurios y las conjeturas oscuras. Esto me sucedía cuando veía por casualidad abrirse despacio la puerta de la escalera del tercer piso (que últimamente estaba siempre cerrada con llave) y dar paso a la figura de Grace Poole, con su toca recatada, delantal blanco y pañuelo; cuando la veía deslizarse por la galería, con sus pasos tranquilos amortiguados por unas zapatillas de lanilla; cuando la veía asomarse a los dormitorios bulliciosos, patas arriba; decir sólo una palabra quizá a la asistenta acerca de cómo debía sacar brillo a la parrilla de la chimenea, o limpiar una repisa de mármol, o quitar las manchas del papel pintado, y pasar adelante. Bajaba así a la cocina una vez al día, almorzaba, se fumaba una pipa de tamaño moderado junto a la lumbre y se volvía, llevándose su jarra de cerveza para solazarse a solas, a su guarida oscura de la parte alta. Sólo pasaba abajo, con sus compañeros de servidumbre, una hora de cada veinticuatro; el resto de su tiempo transcurría en alguna cámara de techo bajo, de paredes de roble, del tercer piso: allí pasaba el rato sentada, cosiendo, y probablemente riéndose a solas con una risa horrible, tan falta de compañía como un preso en su mazmorra.

Lo más extraño de todo fue que ni un alma de la casa, salvo yo, prestaba atención a sus costumbres ni daba muestras de extrañeza ante ellas: nadie comentaba su puesto o empleo; nadie se apiadaba de su soledad ni de su aislamiento. Una vez oí por azar parte de una conversación entre Leah y una de las asistentas, cuyo tema era Grace. Leah había dicho algo que yo no había captado, y la asistenta comentó:

—¿Supongo que cobrará un buen sueldo?

—Sí —dijo Leah—; ojalá lo cobrara yo tan bueno; y no es que me queje del mío: en Thornfield no hay tacañería; pero no es ni la quinta parte de la suma que percibe la señora Poole. Y está ahorrando: va cada trimestre al banco de Millcote. No me extrañaría que hubiera ahorrado lo suficiente para poder vivir con independencia si quisiera marcharse; pero supongo que se habrá acostumbrado a la casa; y, por otra parte, todavía no ha cumplido los cuarenta y está fuerte y capaz para lo que sea. Es demasiado pronto para que deje el negocio.

—Debe de ser hábil, diría yo —dijo la asistenta.

—¡Ah! Sabe lo que tiene que hacer… nadie lo sabe mejor —asintió Leah de manera significativa—; y no podría estar en su lugar cualquiera… ni con todo lo que gana.

—¡No, no podría estar cualquiera! —fue la respuesta—. Me pregunto si el amo…

La asistenta iba a seguir hablando; pero al llegar a este punto, Leah se volvió y me vio, y dio al instante un codazo a su compañera.

Oí que la mujer susurraba:

—¿No lo sabe ella?

Leah negó con la cabeza, y abandonaron la conversación, por supuesto. Lo único que había sacado en limpio de ella era que en Thornfield había un misterio y que me estaban excluyendo a mí de éste a propósito.

Llegó el jueves: se había terminado todo el trabajo la noche anterior; se pusieron las alfombras, se festonearon las colgaduras de las camas, se extendieron colchas blancas y radiantes, se dispusieron mesas de tocador, se pulieron los muebles, se amontonaron flores en los jarrones: tanto los dormitorios como los salones parecían tan frescos y brillantes como podían dejarlos las manos humanas. También se fregó el vestíbulo, y el gran reloj tallado, así como los escalones y las barandillas de la escalera, se pulieron hasta que brillaban como el cristal; en el comedor, el aparador relucía de plata; en el salón y el gabinete había por todas partes flores exóticas en jarrones. Llegó la tarde; la señora Fairfax se puso su mejor vestido de satén negro, los guantes y el reloj de oro, pues tenía que desempeñar el papel de recibir a la compañía, llevar a las damas a sus cuartos, etcétera. También Adèle se vestiría, aunque pensé que tendría poca ocasión de ser presentada a los invitados, al menos aquel día. No obstante, para complacerla, consentí que Sophie la ataviara con uno de sus vestidos cortos de muselina. En cuanto a mí, no tenía necesidad de hacer ningún cambio: no me harían salir de mi sanctasanctórum del aula; pues ya se había convertido para mí en un sanctasanctórum, en un «refugio placentero en las tribulaciones».

Había hecho un día suave y sereno de primavera; uno de esos días que surgen brillantes sobre la tierra, hacia finales de marzo o principios de abril, como heraldos del verano. Ya estaba terminando, pero el atardecer era templado y yo estaba sentada en el aula con mis labores, con la ventana abierta.

—Se hace tarde —dijo la señora Fairfax, entrando en estado de agitación—. Me alegro de haber encargado la cena para una hora más tarde de lo que dijo el señor Rochester; ya pasan de las seis. He mandado a John a las puertas para que vea si viene alguien por la carretera: desde allí se alcanza a ver bastante lejos en dirección a Millcote.

Se acercó a la ventana y exclamó:

—¡Aquí llega! —Y luego, asomándose, agregó—: Y bien, John, ¿alguna novedad?

—Ya vienen, señora —fue la respuesta—. Estarán aquí dentro de diez minutos.

Adèle voló a la ventana. Yo la seguí, procurando colocarme a un lado para poder ver sin ser vista, oculta por la cortina.

Los diez minutos que había calculado John parecieron muy largos, pero al fin se oyeron ruedas: cuatro jinetes subieron galopando por el camino particular y tras ellos llegaron dos carruajes abiertos. Los vehículos estaban llenos de velos trémulos y plumas ondeantes; dos de los jinetes eran caballeros jóvenes de aspecto gallardo; el tercero era el señor Rochester, montado en Mesrour, su caballo negro; Piloto corría ante él; cabalgaba a su lado una dama, y ella y él encabezaban el grupo. Su traje de amazona morado barría casi el suelo; el velo le flotaba al viento muy atrás; mezclándose con sus pliegues transparentes y reluciendo a través de ellos brillaban unos espléndidos rizos negros.

—¡La señorita Ingram! —exclamó la señora Fairfax; y bajó corriendo a su puesto en el piso bajo.

La cabalgata dobló enseguida la esquina de la casa, siguiendo la curva del camino, y la perdí de vista. Adèle me pidió entonces permiso para bajar; pero yo me la subí a las rodillas y le di a entender que no debía dejarse ver por las damas bajo ningún concepto, ni entonces ni en ningún otro momento, a no ser que la mandasen llamar expresamente; que el señor Rochester se enfadaría mucho, etcétera. Comenzó a verter lágrimas, como era presumible, pero la miré con severidad y acabó secando su llanto.

Se oía ya en el vestíbulo una agitación gozosa: los tonos graves de los caballeros y las voces argentinas de las damas se combinaban con armonía; y, a pesar de que no era fuerte, se distinguía por encima de todas la voz sonora del señor de Thornfield, dando la bienvenida bajo su techo a sus huéspedes bellos y gallardos. Después subieron las escaleras unos pasos ligeros y hubo carreras por la galería, y risas suaves y alegres, y ruido de puertas que se abrían y se cerraban, y, durante cierto rato, silencio.

Elles changent de toilettes

—dijo Adèle, que había seguido todos los movimientos escuchando con atención; y suspiró al añadir—:

Chez maman, quand il y avait du monde, je les suivais partout, au salon et à leurs chambres; souvent je regardais les femmes de chambre coiffer et habiller les dames, et c’était si amusant: comme cela on apprend

[3]

.

—¿No tienes hambre, Adèle?

Mais oui, mademoiselle: voilà cinq ou six heures que nous n’avons pas mangé

[4]

.

—Bueno; entonces, mientras las damas están en sus cuartos, me aventuraré a bajar y te traeré algo de comer.

Y saliendo de mi santuario con precaución tomé una escalera de servicio que conducía directamente a la cocina. En dicha región todo era fuego y conmoción; la sopa y el pescado estaban en la última fase de preparación, y la cocinera vigilaba sus crisoles en un estado de ánimo y de cuerpo que amenazaba con terminar en una combustión espontánea. En la sala de los criados había dos cocheros y tres ayudas de cámara de pie o sentados alrededor de la lumbre; supuse que las doncellas estaban arriba, con sus señoras; los nuevos criados, recién contratados en Millcote, bullían por todas partes. Sorteando esta confusión, llegué por fin a la despensa; allí me apoderé de un pollo frío, una hogaza de pan, unas tartas, uno o dos platos y un cuchillo y un tenedor; me retiré aprisa con este botín. Había vuelto a la galería y estaba cerrando la puerta de servicio a mi espalda cuando un zumbido acelerado me advirtió de que las damas estaban a punto de salir de sus cuartos. No podía seguir hasta el aula sin pasar ante varias de sus puertas, arriesgándome a que me sorprendieran con mi carga de vituallas; de modo que me quedé inmóvil en aquel extremo, que carecía de ventanas y estaba oscuro: ya muy oscuro, pues se había puesto el sol y había caído el crepúsculo.

Las bellas inquilinas fueron saliendo de sus cuartos respectivos una tras otra: todas salieron alegres y airosas, con vestidos que relucían lustrosos en la penumbra. Pasaron un momento reunidas juntas al otro extremo de la galería, conversando en una tonalidad de vivacidad contenida; después bajaron la escalera casi con el mismo silencio con que baja una niebla clara la ladera de una colina. Su aspecto colectivo me había dejado una impresión de elegancia de alta cuna como no la había tenido yo en mi vida.

Me encontré a Adèle atisbando desde la puerta del aula, que tenía entreabierta.

—¡Qué damas tan bellas! —exclamó en inglés—. ¡Ay, me gustaría ir con ellas! ¿Cree usted que el señor Rochester nos hará llamar de aquí a un rato, después de cenar?

—No, la verdad es que no lo creo. El señor Rochester tiene otras cosas de las que ocuparse. Olvídate de las damas esta noche; puede que las veas mañana: aquí tienes tu cena.

Adèle tenía hambre, en efecto, de manera que el pollo y las tartas sirvieron para distraer su atención durante un rato. Había hecho bien en apoderarme de aquellas provisiones, pues de lo contrario tanto ella como yo, además de Sophie, a quien llevé una parte de nuestra comida, habríamos corrido el peligro de no cenar en absoluto: abajo todos estaban demasiado ocupados para pensar en nosotras. No se sacaron los postres hasta después de las nueve, y a las diez todavía corrían de aquí para allá los lacayos con bandejas y tazas de café. Consentí a Adèle que se quedara levantada hasta mucho más tarde de lo habitual; pues afirmó que no podría dormir de ninguna manera mientras abajo se abrían y cerraban las puertas y había bullicio de gente. Por otra parte (añadió), podía llegar un recado del señor Rochester cuando ella se hubiera desvestido;

et alors, quel dommage!

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Estuve contándole cuentos mientras ella quiso escucharlos; y después, para variar, la saqué a la galería. La lámpara del vestíbulo estaba encendida, y a ella le divertía asomarse sobre la balaustrada y ver pasar de un lado a otro a los criados. Ya muy entrada la noche, se oyó música en el salón, donde se había trasladado el piano; Adèle y yo nos sentamos a escuchar en el último escalón. A poco, una voz se mezcló con los ricos tonos del instrumento; cantaba una dama, con notas muy dulces. Después del solo hubo un dúo, y después una tonadilla para varias voces; los intervalos entre las piezas se llenaban de un alegre murmullo de conversación. Escuché largo rato; descubrí de pronto que mis oídos estaban completamente absortos analizando la mezcla de sonidos e intentando discernir entre la confusión de voces la del señor Rochester, y cuando la captaron, cosa que consiguieron enseguida, encontraron la nueva tarea de dar forma en palabras a sus tonos, que la distancia hacía inarticulados.

El reloj dio las once. Miré a Adèle, que tenía la cabeza apoyada en mi hombro; se le iban cerrando los ojos, de manera que la tomé en mis brazos y la llevé a la cama. Era casi la una cuando las damas y los caballeros se retiraron a sus cuartos.

El día siguiente fue tan hermoso como el anterior: el grupo lo dedicó a una excursión a algún lugar de los alrededores. Salieron temprano, antes del mediodía; algunos a caballo, el resto en los carruajes; vi tanto su salida como su regreso. Como la vez anterior, la señorita Ingram era la única amazona; y, como la vez anterior, el señor Rochester galopó a su lado; los dos cabalgaban un poco separados de los demás. Señalé esta circunstancia a la señora Fairfax, que estaba conmigo en la ventana.

—Dijo usted que no era probable que pensaran en casarse —le dije—, pero ya ve usted que es evidente que el señor Rochester la prefiere a todas las demás damas.

—Sí, eso digo yo: no cabe duda de que la admira.

—Y ella a él —añadí—; mire usted cómo inclina hacia él la cabeza, como conversan en confianza. Quisiera verle la cara; hasta ahora no lo he conseguido.

—La verá esta noche —respondió la señora Fairfax—. Se me ocurrió comentar al señor Rochester cuánto deseaba Adèle que la presentasen a las damas, y él dijo: «¡Ah! Que pase al salón después de la cena; y pida a la señorita Eyre que la acompañe».

—Sí; lo diría por pura cortesía: estoy segura de que no es preciso que vaya yo —contesté.

—Pues bien, le hice la observación de que, ya que usted no estaba acostumbrada a las visitas, no me parecía que le apeteciera presentarse ante una reunión tan animada, toda de desconocidos; y él respondió con esa manera viva suya: «¡Tonterías! Si pone alguna objeción, dígale que yo lo mando; y si se resiste, dígale que iré por ella en caso de contumacia».

—No le haré tomarse esa molestia —respondí—. Iré, si no hay otro remedio; pero no me gusta. ¿Estará usted presente, señora Fairfax?

—No; me disculpé, y él aceptó mis disculpas. Le diré cómo puede arreglárselas usted para evitar el apuro de hacer una entrada formal, que es lo más desagradable del asunto. Entrará en el salón mientras está desocupado, antes de que las damas se levanten de la mesa de la cena; elija un asiento en cualquier rincón tranquilo que le guste. No es preciso que permanezca mucho tiempo después de que entren los caballeros, si no quiere. Bastará con que se deje ver por el señor Rochester, y después salga discretamente: nadie se fijará en usted.

—¿Cree usted que se quedarán mucho tiempo estas personas?

—Puede que dos o tres semanas; no más, sin duda. Sir George Lynn, que acaba de ser elegido diputado por Millcote, tendrá que ir a Londres a tomar posesión de su escaño en cuanto terminen las vacaciones de Pascua; yo diría que el señor Rochester irá con él: me sorprende que haya pasado ya tanto tiempo en Thornfield.

Vi con cierta turbación que se acercaba la hora en que debería trasladarme al salón con mi pupila. Adèle había pasado todo el día en éxtasis después de enterarse de que la presentarían a las damas por la noche; y sólo se tranquilizó cuando Sophie comenzó la operación de vestirla. Entonces, la importancia del proceso la puso seria, y cuando tuvo los tirabuzones dispuestos en racimos colgantes y bien alisados, puesto el vestido de satén verde, atada la larga faja y calados los guantecitos de encaje, tenía una gravedad digna de un juez. No fue necesario advertirla de que no se descompusiera la ropa: cuando estuvo vestida, se sentó con recato en su sillita, habiendo tomado la precaución de levantarse antes la falda de satén por miedo a arrugarla, y me aseguró que no se movería de allí hasta que yo estuviera dispuesta. No tardé en estarlo: me puse enseguida mi mejor vestido (el gris plateado, que había comprado para la boda de la señorita Temple y no me había vuelto a poner desde entonces); me arreglé el pelo rápidamente; me puse presurosa mi único adorno, el broche de perlas. Bajamos.

Por fortuna, el salón tenía otra entrada además de la del gran comedor donde estaban todos sentados cenando. Encontramos desocupada la estancia; ardía en silencio un gran fuego en la chimenea de mármol, y las bujías de cera brillaban en soledad luminosa entre las flores exquisitas con que estaban adornadas las mesas. La cortina carmesí estaba corrida ante el arco: con todo lo leve que era la separación que establecía esta colgadura entre el grupo del comedor contiguo, hablaban tan bajo que no se distinguía de su conversación más que un murmullo.

Adèle, que todavía parecía sometida a la influencia de una impresión muy solemne, se sentó sin decir palabra en el escabel que yo le señalé. Yo me retiré a un asiento junto a la ventana y, tomando un libro de una mesa próxima, intenté leer. Adèle acercó su escabel a mis pies; al cabo de poco rato, me tocó la rodilla.

—¿Qué hay, Adèle?

Est-ce que je ne puis pas prendre une seule de ces fleurs magnifiques, mademoiselle? Seulement pour compléter ma toilette

[6]

.

—Piensas demasiado en tu

toilette

, Adèle; pero puedes tomar una flor.

Y tomé una rosa de un florero y se la prendí en la faja. Soltó un suspiro de satisfacción inefable, como si ya estuviera colmada la copa de su felicidad. Yo volví la cabeza para disimular una sonrisa que no pude contener: la devoción sincera e innata de la pequeña parisina a las cuestiones del vestido tenía algo de cómico, así como de penoso.

Se oyó entonces un suave rumor de personas que se levantaban; se corrió la cortina del arco; apareció tras ella el comedor, con su araña encendida que derramaba luz sobre la plata y el cristal de una espléndida vajilla de postre que cubría una larga mesa; había un grupo de damas en el espacio abierto; entraron, y la cortina se cerró tras ellas.

Aunque sólo eran ocho, cuando entraron en tropel me dieron la impresión, de alguna manera, de que su número era muy superior. Algunas eran muy altas; muchas iban vestidas de blanco y todas llevaban amplios atuendos que parecían agrandar sus personas como la neblina agranda la luna. Me levanté y les hice una reverencia; una o dos me devolvieron una inclinación de cabeza; las demás se limitaron a mirarme.

Se dispersaron por la sala con una ligereza y agilidad que me hizo pensar en una bandada de aves de blancas plumas. Algunas se dejaron caer semirrecostadas en los sofás y otomanas; otras se inclinaron sobre las mesas a examinar las flores y libros; las demás se reunieron en un grupo alrededor del fuego; todas hablaban con una voz baja pero clara que parecía habitual en ellas. Conocí sus nombres más tarde, y bien puedo referirlos ahora.

Estaban, en primer lugar, la señora Eshton con dos de sus hijas. Era evidente que había sido una mujer hermosa, y todavía se conservaba bien. La mayor de sus hijas, Amy, era más bien pequeña: ingenua e infantil de rostro y modales, y de formas interesantes; su vestido de muselina blanca con faja azul le sentaba bien. La segunda, Louisa, era más alta y de figura mas elegante; tenía una cara muy bonita, de ésas que los franceses llaman

minois chiffonné

[7]

: ambas hermanas tenían la piel clara como lirios.

Lady Lynn era un personaje grande y grueso de unos cuarenta años, muy tiesa, de aspecto muy altivo, ricamente ataviada con un vestido de satén de aguas; el pelo negro le relucía bajo la sombra de un penacho azul y rodeado por una diadema de gemas.

La señora del coronel Dent era menos ostentosa, pero a mí me pareció más señora. Tenía la figura menuda, la cara pálida y delicada y el pelo rubio. Su vestido de satén negro, su banda de ricos encajes extranjeros y sus adornos de perlas me agradaron más que el resplandor multicolor de la dama de título.

Pero las tres más distinguidas (en parte, quizá, por tener las figuras más altas del grupo) eran la lady viuda de Ingram y sus hijas Blanche y Mary. Para ser mujeres, tenían muy elevada estatura. La viuda debía contar entre cuarenta y cincuenta años; todavía tenía buenas formas; el pelo aún era negro (al menos, visto a la luz de las bujías); también tenía los dientes perfectos, al parecer. La mayoría de la gente la habría calificado de mujer espléndida para su edad: y lo era, sin duda, en lo físico; pero tenía en el porte y en el semblante una expresión de altivez casi insoportable. Tenía rasgos aquilinos y una papada que se le perdía en un cuello como una columna; estos rasgos no sólo me parecieron inflados y oscurecidos por el orgullo, sino hasta surcados por él; y la barbilla estaba sujeta por el mismo principio en una posición erguida que casi se salía de lo natural. Tenía, asimismo, ojos feroces y duros: me recordaron a los de la señora Reed; recalcaba mucho las palabras al hablar; tenía la voz grave, con inflexiones muy rimbombantes, muy dogmáticas… muy intolerables, en suma. Un vestido de terciopelo carmesí y un turbante de algún tejido hindú con hebras de oro la investían (eso creía ella, supongo) de una dignidad verdaderamente imperial.

Blanche y Mary tenían una misma estatura; eran esbeltas y altas como álamos. Mary era demasiado delgada para su talla, pero Blanche estaba moldeada como una Diana. La observé con interés especial, como es natural. En primer lugar, quería ver si su apariencia concordaba con la descripción que había hecho la señora Fairfax; en segundo lugar, si se parecía en algo al retrato en miniatura que le había pintado yo siguiendo mi fantasía, y en tercer lugar (¡preciso es reconocerlo!) si me parecía digna de gustar al señor Rochester.

En cuanto al físico, respondía punto por punto tanto a mi retrato como a la descripción de la señora Fairfax. Allí estaban el busto noble, los hombros bien torneados, el cuello grácil, los ojos oscuros y los rizos negros; pero ¿y la cara? La cara era como la de su madre: era un retrato suyo, joven y sin arrugas; la misma frente estrecha, los mismos rasgos soberbios, el mismo orgullo. ¡Pero tampoco era un orgullo tan saturnino! Se reía constantemente; su risa era satírica, como también lo era la expresión acostumbrada de sus labios enarcados y altivos.

Se dice que el genio es presuntuoso. No sé si la señorita Ingram tenía genio, pero sí que era presuntuosa, presuntuosísima. Emprendió una conversación sobre botánica con la delicada señora Dent. Al parecer, la señora Dent no había estudiado dicha ciencia, aunque dijo que le gustaban las flores, «sobre todo las silvestres». La señorita Ingram sí había estudiado botánica, y dio un repaso al vocabulario de esta ciencia con suficiencia. Advertí enseguida que estaba «tomando el pelo» a la señora Dent, como se dice vulgarmente; es decir, que estaba jugando con su ignorancia; puede que su tomadura de pelo fuera ingeniosa, pero no tenía nada de bondadosa. Tocó el piano: su interpretación fue brillante; cantó: tenía buena voz; habló en francés en un aparte a su mamá, y lo hablaba bien, con soltura y buen acento.

Mary tenía el semblante más dulce y más abierto que el de su hermana, y sus rasgos eran más suaves y la piel más clara (la señorita Ingram era morena como una española). Sin embargo, a Mary le faltaba vivacidad: su semblante carecía de expresión y sus ojos no tenían brillo; apenas despegó los labios y, una vez que hubo tomado asiento, se quedó inmóvil como una estatua en su pedestal. Ambas hermanas iban vestidas de un blanco inmaculado.

¿Y creí entonces probable que el señor Rochester se interesara por la señorita Ingram? No podía saberlo; no conocía sus gustos en cuanto a belleza femenina. Si le gustaba lo majestuoso, ella era el tipo mismo de la majestad; además, estaba instruida, tenía viveza. Pensé que la mayoría de los caballeros la admirarían; y me parecía que ya tenía pruebas de que él la admiraba, en efecto: para despejar la última sombra de duda sólo me quedaba verlos juntos.

No has de suponer, lector, que Adèle se ha pasado todo este rato sentada inmóvil en el escabel que tengo a los pies: no; cuando entraron las damas, se levantó, se adelantó a recibirlas, hizo una reverencia solemne y dijo con gravedad:

Bonjour, mesdames

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.

Y la señorita Ingram la miró con aire burlón y exclamó:

—¡Oh, qué muñequita!

—Debe de ser la pupila del señor Rochester —observó lady Lynn—, la niña francesa de la que nos ha hablado.

La señora Dent le tomó la mano con amabilidad y le dio un beso.

Amy y Louisa Eshton exclamaron a la vez:

—¡Qué amor de niña!

Y se la llevaron a un sofá, donde estaba sentada ahora, oculta entre las dos, charlando alternativamente en francés y en inglés chapurreado; absorbiendo no sólo la atención de las señoritas, sino también la de la señora Eshston y lady Lynn, y dejándose mimar a su gusto.

Por fin traen café y se llama a los caballeros. Yo me siento en la sombra, si es que hay alguna sombra en esta estancia brillantemente iluminada; la cortina de la ventana me oculta a medias. Vuelve a bostezar el arco; llegan. El aspecto colectivo de los caballeros es, como el de las damas, muy imponente: todos van vestidos de negro; la mayoría son altos, algunos, jóvenes. Henry y Frederick Lynn son muy apuestos; y el coronel Dent tiene buena estampa de militar. El señor Eshton, el magistrado del distrito, tiene aspecto de caballero: el pelo muy blanco, las cejas y los bigotes todavía oscuros, con lo que tiene un aire de

père noble de théâtre

[9]

. Lord Ingram es muy alto, como sus hermanas; es hermoso, también como ellas, pero comparte el aspecto apático y desvaído de Mary: parece tener más rigor muscular que viveza de sangre o vigor de cerebro.

¿Y dónde está el señor Rochester?

Entra en último lugar: no estoy mirando el arco, pero lo veo entrar. Intento concentrar mi atención en las agujas de ganchillo, en las mallas del bolso que estoy haciendo; sólo quiero pensar en la labor que tengo entre las manos, ver sólo las cuentas plateadas y los hilos de seda que tengo en el regazo; a pesar de lo cual, contemplo con claridad su figura y recuerdo inevitablemente el momento en que la vi por última vez, poco después de haberle prestado un servicio que él consideró esencial cuando, tomándome de la mano y mirándome, me examinó con unos ojos que ponían de manifiesto un corazón lleno y a punto de rebosar, emociones estas de las que yo participaba. ¡Cuánto me había acercado a él en aquel momento! ¿Qué había pasado desde entonces que pudiera modificar nuestras posiciones relativas? Sin embargo, ¡qué lejanos, qué distanciados estábamos ahora! Tan distanciados, que no esperaba que se acercara a hablar conmigo. No me extrañé cuando, sin mirarme, tomó asiento al otro lado de la sala y se puso a conversar con varias de las damas.

En cuanto vi que tenía puesta en ellas su atención y que podía mirar sin que me observaran, mis ojos se dirigieron a su cara sin querer; no podía contener los párpados: subieron por voluntad propia, y las pupilas se clavaron en él. Lo miré, y mirarlo me produjo un placer agudo; un placer precioso a la vez que punzante; oro puro, con una punta acerada de suplicio; un placer como el que puede sentir el hombre que se muere de sed y sabe que el pozo hasta el que se ha arrastrado está envenenado; a pesar de lo cual, baja la cabeza y bebe tragos divinos.

Es muy cierto que «la belleza está en el ojo del que la mira». La cara de mi señor, descolorida y cetrina; su frente cuadrada e inmensa, sus cejas espesas y de azabache, sus ojos profundos, sus rasgos fuertes, su boca firme y severa (todo energía, decisión, voluntad) no eran hermosos según los cánones; pero eran más que hermosos para mí. Estaban llenos de un interés, una influencia que me había dominado del todo, que me despojaba del dominio de mis propios sentimientos y los ponía bajo el suyo. No me había propuesto amarlo; el lector sabe que me había esforzado mucho por extirpar de mi alma los brotes de amor que había detectado en ella; ¡y ahora, en cuanto volvía a verlo, surgían espontáneamente, verdes y lozanos! Me había hecho amarlo sin mirarme.

Lo comparé con sus invitados. ¿Qué eran la gracia galante de los Lynn, la elegancia lánguida de lord Ingram, incluso la distinción militar del coronel Dent, comparados con el aspecto de enjundia castiza y de fuerza del señor Rochester? A mí no me complacía el aspecto, la expresión de aquéllos; aunque podía imaginarme que la mayoría de los observadores los calificarían de atractivos, apuestos, imponentes; mientras que dictaminarían al instante que el señor Rochester tenía los rasgos duros y deprimentes. Los vi sonreír, reírse… no era nada: la luz de las bujías tenía tanta alma como sus sonrisas; el tintineo de la campanilla, tanto significado como su risa. Vi sonreír al señor Rochester: sus rasgos severos se suavizaron; los ojos se le pusieron brillantes y suaves a la vez; su mirada, perspicaz y dulce a un tiempo. En aquellos momentos estaba hablando con Louisa y Amy Ehston. Me extrañó verlas recibir con calma aquella mirada que a mí me parecía tan penetrante: había esperado que bajaran la vista, que se sonrojaran al recibirla; pero me alegré cuando vi que no se conmovían de ningún modo. «No es para ellas lo que es para mí —pensé—; no es de su especie. Creo que es de la mía, estoy seguro de que lo es; me siento semejante a él; comprendo el lenguaje de su semblante y sus movimientos. Aunque nos separen mucho la clase social y la riqueza, tengo en el cerebro y en el corazón, en la sangre y en los nervios, algo que me asimila mentalmente a él. ¿Había dicho hacía pocos días que no tenía nada que hacer con él, salvo recibir de sus manos mi sueldo? ¿Me había prohibido a mí misma pensar en él como algo más que un pagador? ¡Blasfemia contra natura! Todos mis sentimientos buenos, auténticos, vigorosos, se agrupan impulsivamente a su alrededor. Sé que debo disimular mis sentimientos; debo ahogar la esperanza; debo recordar que a él no le puedo importar mucho. Pues cuando digo que soy de su especie no quiero decir que tenga su fuerza para influir ni su hechizo para atraer, sino que tengo ciertos gustos y sentimientos comunes con él. Debo repetirme, pues, constantemente, que estamos separados para siempre; a pesar de lo cual, mientras yo piense y respire, deberé amarlo».

Se sirve café. Desde que entraron los caballeros, las damas están alborozadas como alondras; la conversación es alegre y animada. El coronel Dent y el señor Eshton discuten de política; sus esposas los escuchan. Las dos viudas orgullosas, lady Lynn y lady Ingram, charlan juntas. Sir George (a quien se me ha olvidado describir, por cierto; un caballero de campo muy grande y de aspecto muy fresco) está de pie ante el sofá de ambas, con la taza de café en la mano, y mete baza de cuando en cuando. El señor Frederick Lynn ha tomado asiento junto a Mary Ingram y le está mostrando los grabados de un volumen espléndido: ella mira, sonríe de vez en cuando pero dice poco, al parecer. Lord Ingram, alto y flemático, se apoya con los brazos cruzados en el respaldo de la silla de la pequeña y vivaracha Amy Esthon; ésta levanta la cabeza para mirarlo y charla como un reyezuelo: le gusta más que el señor Rochester. Henry Lynn ha tomado posesión de una otomana a los pies de Louisa: Adèle lo comparte con él; él intenta hablar en francés con ella, y Louisa se ríe de sus errores. ¿Con quién se emparejará Blanche Ingram? Está de pie sola junto a la mesa, inclinada con gracia sobre un álbum. Parece como si esperara que fueran a buscarla, pero no esperará mucho tiempo: ella misma elige a un compañero.

El señor Rochester, después de dejar a los Eshton, se queda de pie ante la chimenea, solo, mientras ella está ante la mesa; ella se coloca delante, plantándose al otro extremo de la repisa de la chimenea.

—Señor Rochester, creía que a usted no le gustaban los niños.

—Y no me gustan.

—Entonces, ¿por qué se ha hecho cargo de esa muñequita? —señalando a Adèle—. ¿Dónde la ha recogido?

—No la recogí; me la dejaron en las manos.

—Debería haberla enviado a un internado.

—No podía permitírmelo: los internados son muy caros.

—Bueno, supongo que tendrá una institutriz para ella: acabo de ver con ella a una persona, ¿se ha marchado? ¡Ah, no! Allí sigue, tras la cortina de la ventana. Usted le paga, por supuesto; yo diría que le costará a usted lo mismo; o más, porque encima tiene que mantenerlas a las dos.

Temí… (¿o diría mejor

confié

?) que aquella alusión a mi persona hiciera que el señor Rochester mirara hacia mí; y me hundí más en la sombra sin querer; pero él no volvió los ojos.

—No he considerado la cuestión —dijo él con indiferencia, mirando al frente.

—No, ustedes los hombres no tienen en cuenta nunca la economía ni el sentido común. Debería usted oír hablar a mamá sobre el punto de las institutrices: Mary y yo tuvimos una docena por lo menos, diría yo; la mitad, detestables, y las demás ridículas, y todas unas pesadillas, ¿verdad, mamá?

—¿Has dicho algo, niña mía?

La señorita a la que la viuda acababa de referirse como propiedad privada suya repitió su pregunta, acompañada de una explicación.

—Querida, no me hables de institutrices: su nombre mismo me pone nerviosa. He padecido un martirio por su incompetencia y sus caprichos. ¡Doy gracias al cielo por haber terminado ya con ellas!

Entonces se inclinó la señora Dent y dijo algo al oído de la piadosa dama; en vista de la respuesta de ésta, supongo que fue un recordatorio de que estaba presente un miembro de aquella raza anatemizada.

Tant pis!

[10]

—dijo su señoría—. ¡Espero que le haga provecho oírlo!

Después, añadió en tono más bajo, pero aún lo bastante fuerte para que lo oyera yo:

—Ya me había fijado en ella; sé juzgar las fisonomías, y veo en la suya todos los defectos de su estamento.

—¿Cuáles son, señora? —preguntó el señor Rochester en voz alta.

—Se lo diré a usted en privado —respondió ella, dando tres sacudidas a su turbante con una intención que no auguraba nada bueno.

—Pero mi curiosidad habrá perdido el apetito; es ahora cuando se muere de hambre.

—Pregúnteselo a Blanche; está más cerca de usted que yo.

—¡Ay, mamá, no me lo remitas a mí! Yo sólo puedo decir una palabra de toda la tribu; que son un fastidio. No es que yo haya padecido mucho a sus manos: me encargué de invertir los papeles. ¡Qué travesuras hacíamos Theodore y yo a nuestras señoritas Wilson, y señora Grey, y a nuestra madame Joubert! Mary siempre estaba demasiado amodorrada para participar con ánimo en una travesura. Con quien más nos divertíamos era con madame Joubert: la señorita Wilson era una pobrecilla enfermiza, llorona y deprimida; en suma, no valía la pena vencerla; y la señora Grey era ruda e insensible; los golpes no la afectaban. Pero ¡la pobre madame Joubert! Todavía la estoy viendo con los arrebatos de rabia que le daban cuando la habíamos sacado de quicio, derramando el té, desmenuzando el pan y la mantequilla, tirando los libros hasta el techo y tocando una cencerrada con la regla en el pupitre, con el atizador en la pantalla de la chimenea. ¿Recuerdas aquellos días alegres, Theodore?

—¡Desde luego que los recuerdo! —dijo lord Ingram arrastrando las palabras—; y la pobre boba decía con voz llorosa: «¡Oh, niños pegvegsos!», y nosotros le soltábamos un sermón por atreverse a querer enseñar a unos chicos tan listos como nosotros, con lo ignorante que era ella.

—Eso hacíamos; y, Tedo, ya sabes que yo te ayudé a procesar (o a acosar) a tu profesor particular, el señor Vining, el de la cara pálida como el requesón, el curilla pulguillas, como lo llamábamos nosotros. La señorita Wilson y él se tomaron la libertad de enamorarse el uno del otro, o eso creímos Tedo y yo, por lo menos: sorprendimos varias miradas y suspiros tiernos entre ellos que interpretamos como muestras de

la belle passion

[11]

, y le aseguro a usted que nuestro descubrimiento no tardó en salir a la luz pública: nos servimos de él como de una especie de palanca para extraer de la casa sus pesos muertos. En cuanto mi querida mamá, aquí presente, tuvo indicios del asunto, concluyó que se trataba de una tendencia inmoral. ¿No fue así, señora madre?

—Desde luego, prenda mía. Y tuve mucha razón, puedes darlo por seguro: hay un millar de motivos por los que no se deben tolerar nunca ni por un momento los amoríos entre las institutrices y los profesores particulares en una casa bien reglada; en primer lugar…

—¡Ay, mamá, Dios santo! ¡Ahórranos la enumeración!

Au reste

[12]

, todos las conocemos: peligro de mal ejemplo a la inocencia de la niñez; distracciones y consiguiente descuido del deber por parte de los enamorados; alianza y apoyo mutuo del que resultan las confianzas (acompañadas de insolencias); motín y algarada general. ¿Tengo razón, señora baronesa de Ingram, de la casa de Ingram?

—Tienes razón, lirio mío, como siempre.

—Entonces, baste lo dicho: cambiemos de tema.

Amy Eshton, que no había oído este decreto o no le prestó atención, añadió con su voz suave e infantil:

—Louisa y yo también hacíamos travesuras a nuestra institutriz; pero era un ser tan bueno que lo soportaba todo; no se disgustaba por nada. Nunca se enfadaba con nosotras, ¿verdad, Louisa?

—No, nunca; podíamos hacer lo que quisiéramos: saquear su escritorio y su caja de labores y volcarle los cajones; y ella tenía tan buen carácter que nos daba todo lo que le pedíamos.

—Supongo que ahora oiremos un resumen de las memorias de todas las institutrices del mundo —dijo la señorita Ingram, frunciendo el labio con sarcasmo—; para evitar ese suplicio, propongo otra vez que se introduzca un tema nuevo de conversación. ¿Apoya usted mi moción, señor Rochester?

—Señora, la apoyo en este punto y en todos los demás.

—Entonces, me encargaré yo de proponerlo.

Signior Eduardo

, ¿tiene usted buena voz esta noche?

Donna Bianca

, la tendré si usted lo manda.

—Entonces,

signior

, es mi deseo soberano que apreste usted los pulmones y demás órganos vocales, pues deberá ponerlos a mi real servicio.

—¿Quién no querría ser el Rizzio de una Mary tan divina?

—¡Me importa un ardite el tal Rizzio! —exclamó ella, sacudiendo sus rizos mientras se trasladaba al piano—. Opino que el violinista David debió de ser un sujeto soso; prefiero al oscuro Bothwell: para mí, un hombre no es nada si no tiene algo de sal diabólica; y la historia dirá lo que quiera de James Hepburn, pero a mí me parece que fue un bandido heroico, fiero y bravío, al que yo podría haber consentido en otorgar mi mano.

—¡Ya lo han oído ustedes, caballeros! ¿Cuál de ustedes se parece más a Bothwell? —exclamó el señor Rochester.

—Yo diría que usted sería el favorito —contestó el coronel Dent.

—Se lo agradezco a usted mucho, palabra de honor —fue la respuesta.

La señorita Ingram, que ya se había sentado al piano con gracia elegante, extendiendo el vestido blanco como la nieve con amplitud majestuosa, empezó a tocar un preludio brillante, a la vez que hablaba. Aquella noche parecía muy arrogante; daba la impresión de que pretendía suscitar con sus palabras y sus aires no sólo la admiración sino la extrañeza de los presentes; evidentemente, estaba empeñada en parecer fogosísima y atrevidísima ante ellos.

—¡Ay, qué harta estoy de los jóvenes de nuestros días! —exclamó mientras pulsaba las teclas del instrumento—. ¡Pobres seres enclenques, incapaces de dar un paso más allá de la puerta de la finca de su papá, ni de llegar siquiera hasta allí sin el permiso y la custodia de mamá! Unas criaturas tan absortas en cuidar de sus caras bonitas, y de sus manos blancas y de sus piececitos, ¡como si un hombre tuviera algo que ver con la belleza! ¡Como si la hermosura no fuera la prerrogativa particular de la mujer, su legado y legítima heredad! Reconozco que una mujer fea es un borrón en el bello rostro de la creación; pero, en lo que respecta a los caballeros, que sólo aspiren a poseer fuerza y valor; que su lema sea: «Cazar, disparar y luchar: el resto no vale un comino». Ésa sería mi divisa si yo fuera hombre.

»Cuando me case —siguió diciendo después de una pausa que no interrumpió nadie—, estoy decidida a que mi marido no sea mi rival, sino mi contrapartida. No consentiré a nadie que me dispute el trono; exigiré que me rindan homenaje exclusivo; no repartirá su devoción entre mí y la figura que vea en su espejo. Señor Rochester, cante ahora, y yo tocaré para usted.

—Soy todo obediencia —fue la respuesta.

—He aquí, pues, una canción de corsarios. Sepa usted que me encantan los corsarios; por ese motivo, cántela

con spirito

.

—Las órdenes pronunciadas por los labios de la señorita Ingram llenarían de espíritu un tazón de leche aguada.

—Tenga cuidado, entonces; si no me agrada usted, lo avergonzaré demostrándole cómo deben hacerse estas cosas.

—Así ofrece usted un incentivo a la torpeza: ahora procuraré hacerlo mal.

Gardez-vous en bien!

[13]

Si yerra usted a propósito, discurriré el castigo conveniente.

—La señorita Ingram debe ser clemente, pues tiene el poder de infligir un castigo que no podrá soportar un mortal.

—¡Ajá! ¡Explíquese! —ordenó la dama.

—Dispense usted, señorita: no es necesaria ninguna explicación; su propia agudeza deberá decirle que un solo ceño suyo sería digno sustituto de la pena capital.

—¡Cante! —dijo ella; y tocando de nuevo el piano emprendió un acompañamiento brioso.

«Ahora es el momento de escabullirme», pensé; pero las notas que hendieron el aire me hicieron detenerme. La señora Fairfax había dicho que el señor Rochester estaba dotado de buena voz. Así era: una voz de bajo suave y poderosa en la que ponía todo su sentimiento, toda su fuerza; que se abría camino por el oído hasta el corazón y despertaba allí de manera extraña las sensaciones. Esperé hasta que hubo expirado la última vibración llena y profunda; hasta que volvió a fluir la corriente de la conversación, que se había detenido un instante; abandoné entonces mi rincón recogido y salí por la puerta de servicio, que estaba cerca, afortunadamente. De allí salía un pasillo estrecho que daba al vestíbulo; al cruzarlo, advertí que tenía suelta la sandalia; me detuve a atármela, arrodillándome con ese fin en la alfombra del pie de la escalera. Oí abrirse la puerta del comedor; salió un caballero; levantándome aprisa, me encontré cara a cara con él: era el señor Rochester.

—¿Cómo está usted? —preguntó.

—Muy bien, señor.

—¿Por qué no se ha acercado usted a hablar conmigo en la sala?

Me pareció que podía replicar devolviendo la misma pregunta al que me la hacía; pero no quise tomarme esa libertad. Respondí:

—No quise molestarle, señor, ya que parecía usted ocupado.

—¿Qué ha estado haciendo usted durante mi ausencia?

—Nada en especial; dando clases a Adèle, como de costumbre.

—Y poniéndose usted mucho más pálida de lo que estaba: lo he advertido en cuanto la he visto. ¿Qué le pasa?

—Nada en absoluto, señor.

—¿Contrajo un resfriado aquella noche en que casi me ahogó?

—De ninguna manera.

—Regrese usted al salón: nos abandona demasiado pronto.

—Estoy cansada, señor.

Me miró durante unos instantes.

—Y un poco abatida —dijo—. ¿Por qué? Cuénteme.

—Por nada… por nada, señor. No estoy abatida.

—Pero yo afirmo que lo está: tan abatida, que unas pocas palabras más le llevarían las lágrimas a los ojos; de hecho, allí están: le brillan y los tiene húmedos, y se le ha caído a usted de la pestaña una gota que ha caído en la losa del suelo. Si yo tuviera tiempo y no tuviera un miedo mortal a que pasara algún criado chismoso, me enteraría de lo que significa todo esto. Está bien, esta noche la disculpo; pero tenga usted entendido que mientras sigan aquí alojados mis invitados, espero que se presente usted todas las noches en el salón; es mi deseo; no lo desobedezca. Váyase ya, y mande a Sophie a recoger a Adèle. Buenas noches, mi…

Calló, se mordió el labio y me dejó bruscamente.

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