Capítulo II
Capítulo II
CAPÍTULO II
E RESISTÍ
todo el camino: cosa nueva en mí, y circunstancia que reforzó enormemente la mala opinión que Bessy y la señorita Abbot estaban inclinadas a tener de mi persona. La verdad es que estaba un poco alterada; o, más bien, fuera de mí; era consciente de que un momento de rebelión ya me había hecho acreedora de castigos extraordinarios, y, como cualquier esclavo rebelde, estaba dispuesta a llegar hasta donde fuese, desesperada.
—Sujétele los brazos, señorita Abbot; está como un gato rabioso.
—¡Qué vergüenza! ¡Qué vergüenza! —exclamaba la doncella de la señora—. ¡Qué conducta tan escandalosa, señorita Eyre: pegar a un joven caballero, hijo de la benefactora de usted! A su señorito.
—¡Mi señorito! ¿Cómo que mi señorito? ¿Es que soy una criada?
—No; usted es menos que una criada, porque no hace nada para ganarse el sustento. Ahora, siéntese y reflexione sobre su maldad.
Ya me habían llevado a la estancia que había indicado la señora Reed y me habían arrojado sobre un taburete. Mi primer impulso fue levantarme de él como un resorte; sus dos pares de manos me detuvieron al instante.
—Si no se queda sentada y quieta, habrá que atarla —dijo Bessie—. Señorita Abbot, présteme sus ligas, las mías las rompería al momento.
La señorita Abbot se volvió para despojar de la ligadura necesaria su gruesa pierna. Estos preparativos para atarme, con la ignominia adicional que representaría, me bajaron un poco los ánimos.
—No se las quite —exclamé—, no me moveré.
Para garantizarlo, me sujeté al asiento con las manos.
—Guárdese de hacerlo —dijo Bessie; y me soltó, tras haberse asegurado de que yo cedía de verdad. Después, la señorita Abbot y ella se quedaron plantadas con los brazos cruzados, mirándome a la cara con expresiones sombrías y de desconfianza, como si dudaran de mi cordura.
—Nunca había hecho esto antes —dijo por fin Bessie, dirigiéndose a la Abigaíl.
—Pero siempre lo había tenido dentro —repuso ésta—. Ya he dicho muchas veces a la señora lo que me parecía de esta niña, y la señora estaba de acuerdo conmigo. Es una pequeña taimada. No he visto nunca a una niña de su edad con tanto fingimiento.
Bessie no respondió, pero al poco rato dijo, dirigiéndose a mí:
—Debería ser consciente, señorita, de que usted está en deuda con la señora Reed: la está manteniendo; si la echara de su casa, tendría usted que ir al asilo.
No tuve nada que replicar a estas palabras; no eran nuevas para mí. En los primeros recuerdos de mi existencia figuraban insinuaciones semejantes. Estos reproches por mi dependencia se habían convertido en una vaga cantinela en mis oídos: muy dolorosa y aplastante, pero sólo inteligible a medias. La señorita Abbot intervino:
—Y no debería usted considerarse a sí misma en condiciones de igualdad con las señoritas y el señorito Reed porque la señora tenga la bondad de que se críe usted con ellos. Heredarán mucho dinero, y usted nada; le corresponde ser humilde y procurar estar conforme con ellos.
—Se lo decimos por su bien —añadió Bessie sin aspereza—; debería usted procurar ser útil y agradable, y entonces quizá tuviera aquí un hogar; pero si se vuelve grosera e iracunda, estoy segura de que la señora la despedirá.
—Además, Dios la castigará —dijo la señorita Abbot—; puede que la haga morir de repente en pleno berrinche; ¿y dónde iría entonces? Vamos, Bessie, dejémosla; yo no quisiera tener ese corazón suyo por nada del mundo. Rece usted sus oraciones, señorita Eyre, cuando esté sola, pues, si no se arrepiente, quizá permita Dios que baje algo por la chimenea a llevársela.
Se marcharon, cerrando la puerta y echando la llave. El cuarto rojo era un dormitorio para invitados donde rara vez dormía alguien; podría decir que nunca, en realidad, salvo cuando llegaba a Gateshead una afluencia circunstancial de huéspedes que hacía necesario aprovechar todos los cuartos disponibles; no obstante, era uno de los dormitorios más grandes y majestuosos de la mansión. En el centro se levantaba como un tabernáculo una cama sobre postes inmensos de caoba, con colgaduras de damasco rojo oscuro. Las dos grandes ventanas, con las persianas siempre bajadas, estaban semiveladas por pliegues y colgaduras de la misma tela; la alfombra era roja; la mesa al pie de la cama estaba cubierta de un paño carmesí; las paredes tenían un color de gamuza suave con un toque rosado; el armario ropero, la mesa de tocador, las sillas, eran de caoba vieja, pulida con un brillo oscuro. De estas sombras profundas se levantaba alto, y relucía de blanco, el montón de colchones y almohadas de la cama, cubiertos por una colcha de Marsella blanca como la nieve. Destacaba poco menos una poltrona amplia y mullida, también blanca, que estaba junto a la cabecera de la cama, con un escabel delante, y que, según me parecía, se asemejaba a un trono pálido.
Este cuarto era frío, porque rara vez se encendía su chimenea; era silencioso, porque estaba apartado del cuarto de juegos y de la cocina; solemne, porque sabíamos que se entraba poco en él. Sólo entraba allí la doncella, los sábados, a limpiar de los espejos y los muebles el polvo callado de una semana; y la propia señora Reed lo visitaba de tarde en tarde para revisar el contenido de cierto cajón secreto del armario ropero, donde se guardaban diversos pergaminos, su caja de joyas y una miniatura de su difunto marido; y en estas últimas palabras se encierra el secreto del cuarto rojo: el hechizo que lo hacía tan solitario a pesar de su grandiosidad.
El señor Reed había muerto hacía nueve años; había exhalado el último suspiro en aquella estancia; allí había estado su capilla ardiente; de allí se habían llevado el ataúd los empleados de la funeraria; y un sentimiento de consagración lúgubre la había protegido desde entonces de recibir invasiones frecuentes.

El asiento al que me habían dejado clavada Bessie y la amarga señorita Abbot era una otomana baja, próxima a la chimenea de mármol; la cama se levantaba ante mí; a mi derecha estaba el armario ropero, alto y oscuro, cuyos reflejos interrumpidos y mitigados daban variedad al brillo de sus paneles; a mi izquierda estaban las ventanas embozadas; entre ellas, un gran espejo reiteraba la majestad vacante de la cama y el cuarto. Yo no estaba segura del todo de si habían cerrado la puerta con llave; y cuando me atreví a moverme, me levanté y fui a comprobarlo. ¡Así era, por desgracia! Estaba tan cerrada como cualquier cárcel. Al volver, tuve que pasar ante el espejo; mi mirada fascinada exploró de modo involuntario las profundidades que desvelaba. En aquella hondura visionaria todo parecía más frío y más oscuro que en la realidad; y aquella figurita extraña que me miraba fijamente, cuya cara y brazos blancos destacaban entre las tinieblas, y cuyos ojos que relucían de miedo se movían entre la quietud de todo lo demás, hacía el efecto de un espíritu real. Pensé que era como uno de los fantasmillas, entre brujas y duendes, que en los cuentos nocturnos de Bessie salían de los collados solitarios cubiertos de helechos en los páramos y aparecían ante los ojos de los viajeros rezagados. Volví a mi taburete.
En aquellos momentos me invadía la superstición, pero todavía no había llegado la hora de su victoria absoluta: todavía tenía yo la sangre cálida; el ánimo del esclavo rebelde seguía sustentándome de su vigor acre; tuve que reprimir una inundación tumultuosa de ideas retrospectivas antes de temblar ante el presente desolador.
Todas las tiranías de John Reed, toda la indiferencia soberbia de sus hermanas, toda la aversión de su madre, toda la parcialidad de los criados, surgía hasta la superficie de mi mente agitada como los oscuros posos de un pozo turbio. ¿Por qué estaría siempre padeciendo, siempre intimidada, siempre acusada, condenada eternamente? ¿Por qué no podía agradar nunca? ¿Por qué era inútil que intentara ganarme el favor de alguien? A Eliza, que era terca y egoísta, la respetaban. A Georgiana, que tenía mal genio de niña mimada, muy mala intención y carácter criticón e insolente, se lo consentían todo. Parecía que su belleza, sus mejillas rosadas y sus rizos dorados encantaban a todos los que la miraban y le merecían la inmunidad ante cualquier falta. A John no le paraba nadie los pies, ni mucho menos lo castigaban, a pesar de que retorcía el cuello a las palomas, mataba a los pollos de pavo real, azuzaba a los perros contra las ovejas, despojaba de sus frutos las parras del invernadero y arrancaba los retoños de las plantas más escogidas del semillero; también llamaba a su madre «la vieja»; a veces le echaba en cara que tenía la piel morena, semejante a la suya; despreciaba abiertamente los deseos de ella; le rasgaba y le estropeaba no pocas veces la ropa de seda, y a pesar de todo esto seguía siendo para ella «su niño querido». Yo no osaba cometer ninguna falta; me esforzaba por cumplir todos mis deberes y me llamaban traviesa e insoportable, resentida y rastrera, de la mañana a la tarde y de la tarde a la noche.
Todavía me dolía y me sangraba la cabeza del golpe y la caída que me había llevado; nadie había reñido a John por haberme atacado brutalmente; y yo me había ganado el oprobio general por haberme revuelto contra él para evitar más violencia irracional.
«¡Es injusto!, ¡es injusto!», decía mi razón, que había alcanzado una fuerza precoz, aunque transitoria, a impulsos de aquel estímulo doloroso; y mi decisión, estimulada también, me instaba a recurrir a alguna medida fuera de lo común para conseguir huir de aquella opresión insoportable: como escaparme de casa, o, si esto no era posible, no comer ni beber hasta dejarme morir.
¡Qué consternada estaba mi alma aquella tarde tan triste! ¡En qué tumulto estaba mi cerebro y cuán alzado en rebelión estaba mi corazón! Sin embargo, ¡en qué oscuridad, en qué ignorancia espesa, se libraba la batalla mental! No podía dar respuesta a la pregunta interior incesante de por qué sufría así; ahora, al cabo de los años, no diré cuántos, lo veo con claridad.
Yo era un elemento de discordia en Gateshead: no me parecía a nadie de allí; no tenía nada en común con la señora Reed, ni con sus hijos, ni con los vasallos que ella había elegido. Si ellos no me querían, también es verdad que yo tampoco los quería a ellos. No era fácil que tuvieran afecto a un ser que no podía simpatizar con ninguno de ellos; con un ser heterogéneo, opuesto a ellos en cuanto a temperamento, capacidad, tendencias; un ser inútil, incapaz de favorecer sus intereses y aumentar sus placeres; un ser enojoso que albergaba brotes de indignación ante cómo la trataban, de desprecio ante cómo la juzgaban. Sé que si yo hubiera sido una niña optimista, brillante, despreocupada, exigente, hermosa y retozona (aunque hubiera estado en la misma situación de dependencia y sin amigos), la señora Reed habría soportado con mayor complacencia mi presencia; sus hijos habrían sentido hacia mí más cordialidad, fruto del compañerismo; los criados no habrían tendido tanto a hacer de mí el chivo expiatorio del cuarto de juegos.
La luz del día empezó a abandonar el cuarto rojo; pasaba de las cuatro, y un crepúsculo lúgubre se apoderaba de la tarde nublada. Yo oía que la lluvia seguía azotando de continuo la ventana de la escalera y que el viento aullaba en la arboleda, detrás de la casa; poco a poco me fui quedando fría como una piedra, y entonces perdí el valor. Mi ánimo habitual de humillación, dudas de mí misma, depresión melancólica, empapó las ascuas de mi fuego mortecino. Todo lo que yo decía era malo, y quizá yo misma lo fuera: ¿qué era aquello que acababa de pensar, de dejarme morir de hambre? Aquello era un crimen, sin duda, ¿y estaba yo preparada para morirme? ¿O acaso era camino atractivo el que conducía a la cripta de la iglesia de Gateshead? Me habían dicho que en aquella cripta yacía enterrado el señor Reed; y habiéndome venido a la cabeza su recuerdo por esta asociación de ideas, seguí pensando en él con temor creciente. Yo no lo recordaba, aunque sabía que era tío mío, hermano de mi madre; que me había recogido en su casa cuando yo era una niña pequeña y huérfana, y que en sus últimos momentos había obligado a la señora Reed a prometer que me criaría y me mantendría como si fuera hija suya. La señora Reed debía de considerar que había guardado esta promesa; y yo diría que la había guardado en la medida que se lo permitía su carácter; pero ¿cómo era posible que le agradara, en realidad, una extraña que no era de su casta y que, tras la muerte de su marido, no tenía ningún vínculo con ella? Debía de ser muy molesto encontrarse comprometida por una promesa, arrancada a duras penas a hacer de madre de una niña extraña a la que no podía querer y ver constantemente la intrusión de una forastera dentro de su propio grupo familiar.
Se me ocurrió una idea singular. No dudaba (no había dudado nunca) que el señor Reed me trataría con amabilidad si viviera; y entonces, sentada mirando la cama blanca y las paredes en sombras (y echando también de cuando en cuando miradas de fascinación hacia el espejo, que relucía tenuemente), empecé a recordar las cosas que había oído contar de los muertos, que se revolvían en sus tumbas por no haberse cumplido sus últimos deseos y que volvían a la tierra a castigar a los perjuros y a vengar a los oprimidos; y pensé que el espíritu del señor Reed, atormentado por las injurias que sufría la hija de su hermana, podía salir de su morada (ya estuviera ésta en la cripta de la iglesia o en el mundo desconocido de los difuntos) y aparecer ante mí en aquella cámara. Me sequé las lágrimas y acallé mis sollozos, temiendo que cualquier señal de dolor violento pudiera despertar una voz sobrenatural que me consolara, o hacer surgir de la oscuridad una cara rodeada de una aureola que se cerniera sobre mí con una compasión extraña. Me parecía que esta idea, en teoría un consuelo, sería terrible si se hacía realidad; procuré reprimirla con todas mis fuerzas; me esforcé por ser firme. Me aparté el pelo de los ojos, levanté la cabeza e intenté mirar el cuarto oscuro con valor; en aquel momento brilló una luz en la pared. Me pregunté si sería un rayo de luna que penetraba por alguna abertura de la persiana. No: la luz de la luna era inmóvil, y aquello se movía; mientras lo miraba, voló hasta el techo y se quedó temblando sobre mi cabeza. Ahora me resulta fácil imaginarme que era, con toda probabilidad, la luz de un farol que llevaba alguien que atravesaba el césped; pero entonces, con la mente preparada para el horror, con los nervios agitados como los tenía, pensé que aquel rayo que se movía veloz anunciaba la llegada de alguna visión del otro mundo. El corazón me palpitó con fuerza; se me calentó la cabeza; se me llenaron los oídos de un ruido que interpreté como un aleteo; me pareció que había algo cerca de mí; me sentía oprimida, ahogada; no pude soportar más; corrí a la puerta y agité desesperadamente el pestillo. Llegaron corriendo unos pasos por el pasillo; la llave giró; entraron Bessie y la Abbot.
—¿Está mala, señorita Eyre? —dijo Bessie.
—¡Qué ruido tan atroz! ¡Me ha perforado los oídos! —exclamó la Abbot.
—¡Sáquenme de aquí! ¡Déjenme ir al cuarto de juegos! —grité yo.
—¿Por qué? ¿Se ha hecho daño? ¿Ha visto algo? —volvió a preguntarme Bessie.
—¡Ay! He visto una luz y he creído que iba a venir un fantasma —dije. Había tomado a Bessie de la mano, y ella no la retiró.
—Ha gritado adrede —afirmó la Abbot con cierto desagrado—. ¡Y qué grito! Podría haberse tolerado si estuviera sufriendo grandes dolores, pero lo único que quería era hacernos venir a todos. Ya conozco yo sus malas mañas.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó otra voz en tono perentorio, y llegó la señora Reed por el pasillo, con la toca al aire y el vestido crujiendo alborotadamente—. Abbot y Bessie, creo que he dado orden de que dejaran a Jane Eyre en el cuarto rojo hasta que viniera a sacarla yo en persona.
—Pero, señora, es que la señorita Jane ha gritado tan fuerte… —adujo Bessie.
—Dejadla —fue su única respuesta—. Suelta la mano de Bessie, niña: no conseguirás salir por estos medios, puedes estar segura. Aborrezco las falsedades, sobre todo por parte de los niños; tengo el deber de demostrarte que las supercherías no te servirán de nada; ahora te quedarás aquí una hora más, y sólo te liberaré pasado ese plazo a condición de que estés callada y en total sumisión.
—¡Ay, tía! ¡Ten piedad! ¡Perdóname! No lo soporto: ¡Castígame de otra manera! Me moriré si…
—¡Silencio! Esta violencia es absolutamente repulsiva.
Y no cabía duda de que así se lo parecía a ella. Ante sus ojos, yo era una actriz precoz; veía en mí, de verdad, un compendio de pasiones virulentas, mala intención y doblez peligrosa.
Ya se habían retirado Bessie y la Abbot, y la señora Reed, harta de mi angustia, que ya era frenética, y de mis sollozos desenfrenados, me hizo volver a entrar con un empujón violento y me encerró con llave sin más conversación. Oí que se marchaba con paso furtivo, y supongo que poco después de marcharse me dio una especie de ataque: la escena se cerró con la inconsciencia.