Capítulo XIII
Capítulo XIII
CAPÍTULO XIII
L SEÑOR
Rochester se acostó temprano aquella noche, por consejo del médico, al parecer, y no madrugó al día siguiente. Cuando bajó, fue para atender a negocios: habían llegado su administrador y algunos de sus colonos y querían hablar con él.
Adèle y yo tuvimos que dejar libre la biblioteca: haría falta todos los días como sala de recepción de los visitantes. Se encendió lumbre en una estancia del piso superior, y yo llevé allí nuestros libros y la dispuse para que sirviera de aula en el futuro. En el transcurso de la mañana advertí que Thornfield había cambiado: ya no estaba tan silenciosa como una iglesia; cada una o dos horas sonaba el eco de un golpe a la puerta o de la campanilla; también se oían con frecuencia pasos que atravesaban el vestíbulo, y voces nuevas que hablaban abajo con tonos diversos; fluía por la casa un riachuelo del mundo exterior; la casa tenía amo: a mí, por mi parte, me gustaba más así.
Aquel día no fue fácil impartir clases a Adèle; no era capaz de aplicarse: corría constantemente a la puerta y se asomaba sobre la barandilla para ver si percibía al señor Rochester; después inventaba pretextos para bajar al piso inferior, con el fin, según sospechaba yo, de visitar la biblioteca, donde yo sabía que no haría más que molestar; luego, cuando me enfadé un poco y la obligué a quedarse sentada, siguió hablando sin cesar de su
ami, monsieur Edouard Fairfax de Rochester
[1]
, como lo llamaba ella (yo no había oído hasta entonces sus nombres de pila), y conjeturando los regalos que le habría traído, pues parece que la noche anterior había comunicado que, cuando llegara de Millcote su equipaje, se encontraría en él una cajita cuyo contenido le interesaría.
—
Et cela doit signifier
—dijo—
qu’il y aura là dedans un cadeau pour moi, et peut-être pour vous aussi, mademoiselle. Monsieur a parlé de vous: il m’a demandé le nom de ma gouvernante, et si elle n’était pas une petite personne, assez mince et un peu pâle. J’ai dit qu’oui: car c’est vrai, n’est-ce pas, mademoiselle?
[2]
Mi alumna y yo almorzamos, como de costumbre, en el saloncito de la señora Fairfax; la tarde estuvo revuelta, con nieve, y la pasamos en el aula. Cuando oscureció, autoricé a Adèle a que retirara los libros y los deberes y a que bajara corriendo; pues, en vista de que abajo había un relativo silencio y habían dejado de llamar a la campanilla de la puerta, conjeturé que el señor Rochester ya estaba libre. Al quedarme sola, me acerqué a la ventana, pero allí no se veía nada: el crepúsculo y los copos de nieve oscurecían el aire y ocultaban los mismos arbustos del césped. Corrí la cortina y volví junto a la lumbre.
Estaba reconociendo entre las brasas una imagen parecida a una estampa que recordaba haber visto una vez, con una vista del castillo de Heidelberg, junto al Rin, cuando entró la señora Fairfax, interrumpiendo con su presencia el mosaico ardiente que había estado formando y dispersando, asimismo, unos pensamientos pesados y desagradables que empezaban a agolparse en mi soledad.
—El señor Rochester tendrá mucho gusto en tomar el té con su alumna y usted en el salón esta tarde —dijo—; ha estado tan ocupado todo el día que no ha podido solicitar su presencia hasta ahora.
—¿A qué hora toma el té? —pregunté.
—Ah, a las seis: hace un horario temprano cuando está en el campo. Ahora será mejor que vaya usted a cambiarse de vestido; iré con usted para abrochárselo. Llevo una vela.
—¿Es necesario que me cambie de vestido?
—Sí, más vale; yo siempre me visto para las veladas cuando está aquí el señor Rochester.
Aquella ceremonia adicional me pareció algo solemne; sin embargo, me retiré a mi cuarto y, ayudada por la señora Fairfax, me cambié el vestido de paño negro por otro de seda negra, que era el mejor que tenía y el único, aparte de otro de color gris claro que, según las nociones del vestuario que había adquirido en Lowood, me parecía demasiado bueno para ponérmelo, salvo en ocasiones de primer orden.
—Le falta un broche —dijo la señora Fairfax. Yo tenía un único adorno pequeño, de perlas, que me había regalado la señorita Temple como recuerdo de despedida; me lo puse y bajamos. Con lo poco acostumbrada que estaba yo a la gente desconocida, era toda una prueba para mí presentarme ante el señor Rochester, convocada de una manera tan formal. Dejé que la señora Fairfax entrara por delante de mí en el comedor, y me mantuve a su sombra mientras atravesamos dicha estancia; y, cruzando el arco, que tenía entonces corrida la cortina, entramos en el aposento elegante que estaba tras él.
Había dos bujías de cera encendidas en la mesa y dos en la repisa de la chimenea; tostándose a la luz y al calor de una lumbre excelente estaba Piloto, y Adèle arrodillada cerca de él. Nos encontramos al señor Rochester semirrecostado en un sofá, con el pie apoyado en el cojín: miraba a Adèle y al perro; la lumbre le iluminaba la cara por completo. Reconocí a mi viajero, de cejas pobladas y negras como el azabache; frente cuadrada, más cuadrada todavía por la línea horizontal de su pelo negro. Reconocí su nariz decidida, más notable por su carácter que por su belleza, con las aletas anchas que denotaban cólera, según creí yo; la boca, la barbilla y la mandíbula torvas; sí, las tres eran muy torvas, no había error posible. Ahora que no llevaba capote, percibí que sus formas cuadradas estaban en consonancia con su fisionomía: supongo que tenía buena figura en el sentido atlético del término: pecho ancho y cintura estrecha, aunque no era alto ni grácil.
El señor Rochester debió de advertir la entrada de la señora Fairfax y mía; pero parecía que no estaba de humor para fijarse en nosotras, ya que no levantó la cabeza al acercarnos.
—Aquí está la señorita Eyre, señor —dijo la señora Fairfax con su calma habitual. Él hizo una inclinación de cabeza, sin apartar todavía los ojos del grupo compuesto por el perro y la niña.
—Que se siente la señorita Eyre —dijo; y en su reverencia rígida y forzada, en su tono impaciente aunque formal, había algo que parecía indicar, además: «¿Qué diantres me importa a mí que esté aquí o no la señorita Eyre? En estos momentos no estoy dispuesto a atenderla».
Me senté bastante tranquilizada. Un recibimiento de cortesía refinada me habría dejado confusa probablemente: no podría haberlo devuelto ni correspondido con una gracia y elegancia equivalentes por mi parte; pero la rudeza caprichosa no me obligaba a nada; por el contrario, una tolerancia decente por mi parte ante unos modales extraños me dejaban en situación ventajosa. Además, la excentricidad de aquella conducta me pareció interesante: sentí curiosidad por ver cómo seguiría.
Siguió como habría seguido una estatua; es decir, sin hablar ni moverse. Al parecer, la señora Fairfax consideró necesario que alguien fuera amable, y empezó a hablar. Con amabilidad, como de costumbre (y con bastante trivialidad, como de costumbre), se lamentó de que hubiera tenido tanto trabajo todo el día; de lo que debía haberle molestado aquel esguince tan doloroso; después, lo felicitó por su paciencia y tesón al haber soportado todo aquello.
—Señora, quisiera algo de té —fue la única respuesta que recibió. Ella se apresuró a hacer sonar la campanilla; y cuando llegó la bandeja, se puso a ordenar las tazas, cucharillas, etcétera, con una celeridad obsequiosa. Adèle y yo acudimos a la mesa, pero el señor no dejó su sofá.
—¿Quiere entregar al señor Rochester su taza? —me dijo la señora Fairfax—. Adèle podría derramarla.
Hice lo que me pedían. Cuando el señor tomó de mi mano la taza, Adèle, que debió de considerar que era un momento propicio para hacer una petición a mi favor, exclamó:
—
N’est-ce pas, monsieur, qu'il y a un cadeau pour mademoiselle Eyre dans votre petit coffre?
[3]
—¿Quién ha dicho nada de
cadeaux
[4]
? —dijo él con brusquedad—. ¿Esperaba usted algún regalo, señorita Eyre? ¿Le gustan los regalos?
Y me inspeccionó la cara con unos ojos que vi que eran oscuros, iracundos y penetrantes.

—Apenas lo sé, señor; he recibido muy pocos. Se considera, en general, que son agradables.
—¿Se considera en general? Pero ¿qué cree
usted
?
—Tendría que tomarme un tiempo, señor, para darle una respuesta digna de que la aceptara: los regalos tienen muchos matices, ¿no es cierto? Y es preciso considerarlos todos antes de dar una opinión acerca de su naturaleza.
—Señorita Eyre, usted no es tan ingenua como Adèle: ésta exige un
cadeau
[5]
clamorosamente en cuanto me ve; usted se anda con rodeos.
—Porque tengo menor confianza en mis merecimientos que Adèle: ella puede alegar la antigua amistad, así como el derecho de la costumbre; porque dice que usted siempre ha tenido la costumbre de regalarle juguetes; pero si yo tuviera que presentar un alegato, no sabría qué decir, ya que soy una desconocida y no he hecho nada para merecer un presente.
—¡Ah, no me venga con falsas modestias! He examinado a Adèle, y veo que usted ha trabajado mucho con ella: no es lista, no tiene talento; sin embargo, ha mejorado bastante en poco tiempo.
—Señor, ya me ha dado usted mi
cadeau
; se lo agradezco. Es el galardón que más desean los maestros: que se alaben los progresos de sus alumnos.
—¡Hum! —dijo el señor Rochester, y se tomó su té en silencio.
—Acérquense a la lumbre —dijo el señor cuando se hubieron llevado la bandeja y la señora Fairfax se hubo instalado en un rincón con su labor de punto mientras Adèle me llevaba de la mano por la sala, enseñándome los hermosos libros y adornos que había en las consolas y estanterías. Le obedecimos, como era nuestro deber; Adèle quiso sentarse en mis rodillas, pero le ordenaron que se entretuviera con Piloto.
—¿Ha residido usted tres meses en mi casa?
—Sí, señor.
—¿Y vino usted de…?
—De la escuela de Lowood, en el condado de ***.
—¡Ah! Una entidad benéfica. ¿Cuánto tiempo pasó usted allí?
—Ocho años.
—¡Ocho años! Debe de tener mucha resistencia. ¡Yo creía que la mitad de dicho tiempo en un lugar como ése bastaría para acabar con cualquier constitución! No es de extrañar que tenga usted ese aspecto como de otro mundo. Me preguntaba de dónde habría sacado esa cara. Cuando se me apareció usted anoche, en el camino de Hay, pensé inexplicablemente en los cuentos de hadas y estuve por preguntarle si había hechizado a mi caballo: todavía no estoy seguro de ello. ¿Quienes son sus padres?
—No los tengo.
—Ni los ha tenido nunca, supongo: ¿los recuerda?
—No.
—Me lo imaginaba. Entonces, ¿estaba usted esperando a los suyos, sentada en esa cerca?
—¿A quiénes, señor?
—A los duendecillos: era una buena noche de luna para que salieran. ¿Pasé por uno de sus corros, para que me echasen ese maldito hielo en la calzada?
Sacudí la cabeza.
—Los duendecillos abandonaron Inglaterra hace cien años —dije, hablando con tanta seriedad como había hablado él—. Y ni siquiera en el camino de Hay, ni en los campos que lo rodean, se podría encontrar rastro de ellos. Creo que ni la luna de verano, ni la de la cosecha, ni la de invierno, volverán a alumbrar sus fiestas nunca más.
La señora Fairfax había dejado de hacer punto y, con las cejas levantadas, parecía sorprendida de aquella conversación.
—Bueno —prosiguió el señor Rochester—, aunque repudie usted a sus padres, deberá de tener algún pariente: ¿tíos o tías?
—No he visto nunca a ninguno.
—¿Y casa?
—No tengo ninguna.
—¿Dónde viven sus hermanos y hermanas?
—No tengo hermanos ni hermanas.
—¿Por quién vino recomendada?
—Puse un anuncio, y la señora Fairfax respondió a mi anuncio.
—Sí —dijo la buena señora, que ya entendía lo que estábamos tratando—; y doy gracias todos los días a la providencia por la elección que me hizo hacer. La señorita Eyre ha sido una compañera preciosa para mí y una maestra amable y atenta para Adèle.
—No se moleste usted en dar referencias —replicó el señor Rochester—; no me dejaré influir por los elogios; juzgaré por mí mismo. Lo primero que hizo fue derribar mi caballo.
—¿Señor? —dijo la señora Fairfax.
—Este esguince se lo debo a ella.
La viuda pareció desconcertada.
—Señorita Eyre, ¿ha vivido usted alguna vez en una ciudad?
—No, señor.
—¿Ha visto usted a mucha gente?
—Sólo a las alumnas y maestras de Lowood, y ahora a los habitantes de Thornfield.
—¿Ha leído usted mucho?
—Sólo los libros que tenía a mi alcance, y no han sido muchos ni muy eruditos.
—Ha vivido usted como una monja: sin duda, estará bien entrenada en las formas religiosas… tengo entendido que el director de Lowood es Brocklehurst. Es párroco, ¿no?
—Sí, señor.
—Y ustedes, las muchachas, lo adoraban, probablemente, como adorarían las religiosas de un convento a su director espiritual.
—Oh, no.
—¡Qué frescura! ¡Que no! ¿Cómo? ¡Una novicia que no adora a su capellán! Eso suena a blasfemia.
—Yo no apreciaba al señor Brocklehurst, y otras compartían mis sentimientos. Es un hombre duro; pomposo a la vez que entrometido; nos cortaba el pelo y, para ahorrar, nos compraba agujas e hilo malos, con los que apenas podíamos coser.
—Eso era un falso ahorro —observó la señora Fairfax, que había vuelto a tomar el hilo del diálogo.
—¿Y era aquello lo más ofensivo de su conducta? —preguntó el señor Rochester.
—Cuando era único superintendente de abastecimientos, antes de que se estableciera el comité, nos mataba de hambre; y nos aburría con largos sermones una vez por semana; y, por las tardes, con lecturas de libros que había escrito él mismo, sobre muertes repentinas y juicios, con lo que teníamos miedo al acostarnos.
—¿Qué edad tenía usted cuando ingresó en Lowood?
—Unos diez años.
—Y pasó allí ocho años; entonces, tiene dieciocho, ¿no es así?
Asentí.
—La aritmética es útil, ya ve usted: sin su ayuda, mal habría sido capaz de adivinar su edad. Es difícil determinarla cuando las facciones y el semblante difieren tanto como en el caso de usted. Y ¿qué aprendió usted en Lowood? ¿Sabe tocar música?
—Un poco.
—Claro: es la respuesta establecida. Vaya a la biblioteca…, quiero decir, por favor (disculpe mi tono de mando: estoy acostumbrado a decir «haz esto», y que se haga; no puedo modificar mis hábitos por un solo habitante nuevo de la casa); vaya, pues, a la biblioteca; llévese una vela; deje la puerta abierta; siéntese al piano y toque una pieza.
Salí, obedeciendo sus instrucciones.
—¡Basta! —dijo en voz alta al cabo de unos minutos—. Veo que toca
un poco
; como cualquier escolar inglesa; mejor que algunas, quizá, pero no bien.
Bajé la tapa del piano y regresé. El señor Rochester siguió diciendo:
—Adèle me ha enseñado esta mañana unos bocetos que dijo eran de usted. No sé si eran obra suya por entero; ¿no es más probable que le haya ayudado un maestro?
—¡Desde luego que no! —exclamé.
—¡Ah! La he herido en su orgullo. Pues bien, tráigame su carpeta, si puede dar fe de que su contenido es original; pero no me dé su palabra si no está segura: reconozco los añadidos.
—Entonces no diré nada, y usted mismo juzgará, señor.
Traje la carpeta de la biblioteca.
—Acerque usted la mesa —me dijo; y yo la llevé rodando hasta su sofá. Adèle y la señora Fairfax se aproximaron para ver los dibujos.
—No me agobien —dijo el señor Rochester—; podrán tomar los dibujos de mi mano cuando haya terminado con ellos, pero no acerquen sus caras a la mía.
Escrutó con detenimiento cada uno de los esbozos coloreados. Se reservó tres; los otros se los apartó de delante cuando los hubo examinado.
—Lléveselos a la otra mesa, señora Fairfax, y véalos con Adèle —dijo—. Usted —añadió, mirándome a mí—, vuelva a su asiento y responda a mis preguntas. Advierto que estos dibujos son obra de una misma mano: ¿fue esa mano la de usted?
—Sí.
—¿Y de dónde sacó tiempo para realizarlos? Han requerido mucho tiempo y algo de reflexión.
—Los hice en las dos últimas vacaciones que pasé en Lowood, cuando no tenía ninguna otra ocupación.
—¿De dónde los copió?
—De mi cabeza.
—¿De esa cabeza que veo ahora sobre sus hombros?
—Sí, señor.
—¿Tiene dentro más muebles de la misma especie?
—Creo que puede tenerlos; y espero que mejores.
Dispuso los dibujos ante sí y volvió a observarlos sucesivamente.
Mientras él se ocupa en eso, te diré, lector, lo que son; y debo advertir, en primer lugar, que no tienen nada de maravilloso. Los temas me habían venido a la mente, en efecto, de manera vivida. Eran notables tal como los vi con los ojos del espíritu, antes de intentar darles forma; pero mi mano no estaba a la altura de mi fantasía, y en cada uno de los casos sólo había producido un pálido retrato de lo que había concebido yo.
Eran unas acuarelas. La primera representaba unas nubes bajas, lívidas, que flotaban sobre un mar encrespado; el último plano estaba a oscuras, así como el primer plano, o más bien las olas más próximas, pues no había tierra. Un rayo de luz ponía de relieve un mástil semihundido en el que estaba posado un cormorán, grande y oscuro, con las alas moteadas de espuma; tenía en el pico un brazalete dorado engastado de joyas, al que yo había dado los tintes más brillantes que contenía mi paleta y el mayor resalte que podía aportar mi lápiz. El cadáver de un ahogado, hundido bajo el ave y el mástil, miraba a través del agua verde; el único miembro que se veía con claridad era un hermoso brazo, del que se había desprendido o arrancado el brazalete.
La segunda acuarela tenía como único primer plano la cumbre difusa de una colina, con hierbas y algunas hojas inclinadas como por la brisa. Más allá y por encima se extendía un cielo azul oscuro, como a la hora del crepúsculo; subía hacia el cielo una forma de mujer hasta el busto, representada con los tonos más oscuros y suaves que había podido combinar. Su frente difusa estaba coronada por una estrella; bajo ésta, las facciones se veían como a través de un vapor; los ojos brillaban, oscuros y salvajes; el pelo estaba al aire, tenebroso, como una nube sin sol, disgregada por la tormenta o la electricidad. Llevaba en el cuello un reflejo pálido, como de luz de luna; ese mismo lustre leve tocaba el séquito de nubes ligeras de las que se alzaba esta visión del Lucero Vespertino.
La tercera mostraba la punta de un iceberg clavada en un cielo invernal del polo; la aurora boreal, como una compañía de caballeros, elevaba sus lanzas en filas apretadas a lo largo del horizonte. Dejando aquellas en la lejanía, se levantaba en primer plano una cabeza, una cabeza colosal, inclinada hacia el iceberg y apoyada en él. Dos manos delgadas, unidas bajo la frente y sosteniéndola, hacían de velo oscuro interpuesto ante los rasgos inferiores; sólo se veían la frente muy pálida, blanca como el hueso, y la mirada hueca y fija, sin más expresión que el matiz vidrioso de la desesperación. Sobre las sienes, entre los pliegues negros de un turbante, de carácter y consistencia tan imprecisos como los de las nubes, brillaba un círculo de llamas blancas, tachonado de chispas de un color más llamativo. Esta media luna pálida era «la semejanza de una corona real»; servía de diadema a «la forma sin forma».
—¿Era usted feliz cuando pintó estas acuarelas? —preguntó por fin el señor Rochester.
—Estaba absorta, señor; sí, y era feliz. En suma, pintarlas equivalió a gozar de uno de los placeres más vivos que he conocido en mi vida.
—Eso no es decir gran cosa. Según cuenta usted misma, ha disfrutado usted de pocos placeres; pero yo diría que estuvo usted en una especie de mundo onírico de los pintores mientras mezclaba y aplicaba estos colores extraños. ¿Pasaba mucho rato cada día con ellos?
—No tenía otra cosa que hacer, porque eran las vacaciones, y pasaba con ellos de la mañana al mediodía y del mediodía a la noche; la larga duración de los días del solsticio de verano favorecía mi dedicación.
—¿Y se sintió satisfecha de sí misma por el resultado de su ardorosa labor?
—Ni mucho menos. Me atormentaba la diferencia entre mi idea y mi obra: en cada uno de los casos me había imaginado algo que era incapaz de representar en la realidad.
—No lo suficiente: ha recogido la sombra de su pensamiento, aunque, probablemente, nada más. No tenía bastante habilidad ni conocimientos artísticos para darles todo su ser; con todo, los dibujos son notables para una escolar. En cuanto a las ideas, son del mundo de las hadas. Esos ojos del Lucero Vespertino debe de haberlos visto en un sueño. ¿Cómo ha podido hacerlos tan claros, sin que sean brillantes? Pues el astro que tienen encima les borra los rayos. ¿Y qué significa su profundidad solemne? ¿Y quién le ha enseñado a usted a pintar el viento? Por ese cielo corre una galerna, y por esta cumbre también. ¿Dónde ha visto usted Latmos? Pues esto es Latmos. ¡Basta! ¡Guarde los dibujos!
Apenas había terminado yo de atar las cintas de la carpeta cuando, mirando su reloj, dijo de pronto:
—Son las nueve, ¿qué pretende, señorita Eyre, dejando que Adèle se quede levantada tan tarde? Acuéstela.
Adèle se acercó a besarlo antes de salir de la habitación; él soportó la caricia, pero con menos muestras de agrado que las que habría dado Piloto en su lugar.
—Ahora les deseo a todos buenas noches —dijo, con un movimiento de la mano hacia la puerta, indicando que estaba cansado de nuestra compañía y quería librarse de nosotras. La señora Fairfax recogió su labor; yo tomé mi carpeta; le hicimos una reverencia, recibimos a cambio una fría inclinación de cabeza y nos retiramos.
—Usted dijo que el señor Rochester no era notablemente especial, señora Fairfax —observé cuando me reuní con ella en su cuarto, después de haber acostado a Adèle.
—¿Y bien? ¿Es que lo es?
—Eso creo yo; es muy variable y brusco.
—Es verdad; sin duda puede parecer así a un desconocido; pero yo estoy tan acostumbrada a sus modales que no pienso nunca en ello; y, por otra parte, si tiene peculiaridades de carácter, hay que disculpárselas.
—¿Por qué?
—En parte, porque es su carácter, y ninguno podemos evitar nuestro carácter; y en parte porque lo asedian, sin duda, pensamientos dolorosos que le trastornan el ánimo.
—¿Acerca de qué?
—De sus desgracias familiares, para empezar.
—Pero no tiene familia.
—Ahora no, pero la ha tenido… o, al menos, parientes. Perdió hace años a su hermano mayor.
—¿A su hermano
mayor
?
—Sí. El actual señor Rochester no posee la propiedad desde hace mucho tiempo: sólo unos nueve años.
—Nueve años es un periodo prudencial. ¿Tanto quería a su hermano como para seguir inconsolable por su pérdida?
—Bueno, no… quizá no. Creo que había ciertas faltas de entendimiento entre los dos. El señor Rowland Rochester no era justo del todo con el señor Edward, y quizá había predispuesto en su contra al padre de ambos. El viejo señor era aficionado al dinero y quería conservar unidos los bienes de la familia. No le gustaba reducir las propiedades dividiéndolas, aunque también quería que el señor Edward tuviera riqueza para mantener la dignidad de su apellido; y poco después de que cumpliera la mayoría de edad se tomaron algunas medidas que no eran del todo justas y causaron muchos males. El viejo señor Rochester y el señor Rowland, juntos, pusieron al señor Edward en una situación que a él le pareció dolorosa, con el fin de que hiciera fortuna; no me enteré nunca con claridad de en qué había consistido precisamente esa situación, pero su espíritu no soportaba lo que tuvo que sufrir con ella. No es persona que perdone con facilidad: rompió con su familia, y ahora lleva desde hace muchos años una vida errante. Desde que la muerte sin testamento de su hermano lo convirtió en dueño de la propiedad, no creo que haya pasado en Thornfield quince días seguidos y, en verdad, no es de extrañar que evite esta vieja mansión.
—¿Por qué ha de evitarla?
—Puede que le parezca triste.
La respuesta era evasiva. Yo hubiera querido oír algo más claro, pero la señora Fairfax no sabía o no quería darme informaciones más explícitas acerca del origen y la naturaleza de las penalidades del señor Rochester. Afirmó que eran un misterio para ella y que lo que ella conocía eran sobre todo conjeturas. De hecho, era evidente que deseaba que yo dejase el tema, cosa que hice, en consecuencia.