Capítulo XXXI
Capítulo XXXI
CAPÍTULO XXXI
I HOGAR
, pues, cuando encuentro por fin un hogar, es una casita rústica; un cuarto de paredes encaladas y suelo de madera pulida, con cuatro sillas pintadas y una mesa, un reloj, un armario con dos o tres platos y fuentes y un juego de té de cerámica. Arriba, una cámara de las mismas dimensiones de la cocina, con cama de pino y una cajonera pequeña, pero sobrada para mi escaso guardarropa, aunque la amabilidad de mis amigas gentiles y generosas ha ampliado éste con un surtido modesto de prendas necesarias.
Ha caído la tarde. Me he despedido de la huerfanita que me sirve de doncella, regalándole una naranja. Estoy sentada ante la chimenea, sola. La escuela del pueblo se inauguró esta mañana. Tuve veinte alumnas. De este número, sólo tres saben leer; ninguna sabe escribir ni de cuentas. Varias hacen punto, y algunas saben coser un poco. Hablan con el acento más cerrado de la región. De momento, tenemos dificultades para entendernos mutuamente. Algunas son maleducadas, groseras e intratables, además de ignorantes, pero otras son dóciles, tienen ganas de aprender y dan muestras de una disposición que me agrada. No debo olvidar que estas campesinas mal vestidas son de carne y sangre tan buenas como las descendientes de las genealogías más nobles, y que es tan probable que se encierren en sus corazones los brotes naturales de excelencia, refinamiento, inteligencia y sentimientos amables como en los de las personas de mejor cuna. Mi deber consistirá en hacer crecer estos brotes; no cabe duda de que cumplir este oficio me dará alguna felicidad. No espero que la vida que se abre ante mí me dé muchas alegrías; aunque sin duda, si regulo mi mente y aplico mis poderes como debo, me dará la suficiente para vivir día a día.
¿He estado muy dichosa, tranquila, satisfecha, en las horas que he pasado en esa aula desnuda y humilde esta mañana y esta tarde? Para no engañarme a mí misma, debo responder que no: me sentía desolada en gran medida. Me sentía degradada (sí, idiota de mí). Recelaba de haber dado un paso que me había hundido en la escala social, en vez de levantarme. Me consternaba la ignorancia, la pobreza, la rudeza de todo lo que oía y veía a mi alrededor. Pero no he de odiarme ni despreciarme a mí misma demasiado por estas impresiones: sé que son erróneas, que he avanzado un gran paso; me esforzaré por vencerlas. Confío en que mañana las superaré en parte, y quizá dentro de unas semanas las haya sometido del todo. Es posible que dentro de unos meses la felicidad de ver los progresos y la mejora de mis alumnas me cambie el disgusto por gratificación.
Mientras tanto, me haré una pregunta. ¿Qué es mejor: haberme rendido a la tentación, prestado oídos a la pasión, no haber hecho ningún esfuerzo doloroso, no haber luchado, y haber caído en el lazo de seda, haberme dormido en las flores que lo cubrían, haberme despertado en un clima del sur, entre los lujos de una villa de placer; estar viviendo ahora en Francia como amancebada del señor Rochester, pasando la mitad del tiempo delirante de amor por él; pues me habría amado; oh, sí, me habría amado mucho durante cierto tiempo? Sí que me amaba: nadie volverá a amarme de esa manera. No volveré a conocer el dulce homenaje que recibe la belleza, la juventud y la gracia, pues jamás volverá a parecer a nadie que poseo dichos encantos. Me quería y estaba orgulloso de mí, lo que no hará ningún otro hombre. Pero ¿por qué me desvío, que estoy diciendo y, sobre todo, qué estoy sintiendo? ¿Qué es mejor, pregunto: ser esclava en el paraíso de los necios en Marsella, febril de felicidad ilusoria durante una hora para ahogarme con las lágrimas más amargas del remordimiento y la vergüenza a la hora siguiente; o ser maestra de aldea, libre y honrada, en un rincón montañoso y aireado, en el sano corazón de Inglaterra?
Sí; ahora siento que tuve razón cuando me apegué a los principios y a la ley y desprecié los impulsos locos de un momento de frenesí. Dios me condujo a elegir lo correcto: ¡doy gracias a Su providencia por haberme guiado!
Cuando mis reflexiones vespertinas llegaron a este punto, me levanté, fui a la puerta y contemplé la puesta de sol de aquel día de siega y los campos callados delante de mi casita contigua a la escuela, que estaban a media milla del pueblo. Los pájaros cantaban sus últimas notas:
El aire era templado; el rocío, bálsamo.
Mientras miraba, me consideré feliz, y me sorprendió encontrarme llorando al cabo de poco; y ¿por qué? Por el destino que me había arrancado del lado de mi señor; por él, a quien no había de ver más; por el dolor desesperado y la furia fatal, consecuencias de mi partida, que quizá ahora mismo lo estuvieran apartando demasiado del buen camino como para que quedara alguna esperanza de regresar allí otra vez. Al pensarlo, aparté la cara del cielo encantador del atardecer y del valle solitario de Morton; digo
solitario
porque en el recodo que era visible para mí no se apreciaba ningún edificio, salvo la iglesia y la rectoral, semiescondidas entre los árboles, y, muy al fondo, el tejado de Vale Hall, donde vivían el rico señor Oliver y su hija. Me tapé los ojos y apoyé la cabeza en las jambas de piedra de mi puerta; pero, a poco, me hizo levantar la cabeza un leve ruido que sonó cerca de la cancela que separaba mi jardincillo del prado contiguo. Un perro empujaba la cancela con el hocico; vi al instante que era el viejo Carlo, el pointer del señor Rivers, y el propio Saint John estaba apoyado en ella con los brazos cruzados, el ceño fruncido y clavándome la mirada, tan seria que era casi de enfado. Le invité a pasar.
—No; no puedo quedarme. Sólo le he traído un paquetito que dejaron para usted mis hermanas. Creo que contiene una caja de colores, lápices y papel.
Me acerqué a tomarlo: era un regalo muy bien recibido. Me pareció que examinaba mi cara con austeridad al aproximarme; sin duda se apreciaban en ella con mucha claridad las huellas de las lágrimas.
—¿Le ha resultado más duro de lo que esperaba su primer día de trabajo? —me preguntó.
—¡Oh, no! Al contrario; creo que con el tiempo me llevaré muy bien con mis alumnas.
—Pero ¿no la habrá desilusionado su alojamiento, la casa, el mobiliario? En verdad que son muy austeros, pero…
—Mi casa es limpia y no tiene goteras —le interrumpí—; mis muebles son cómodos y suficientes. Todo lo que veo me suscita agradecimiento, no desaliento. No soy tan tonta ni tan comodona como para echar de menos una alfombra, un sofá y una vajilla de plata; además, hace cinco semanas yo no tenía nada, era una desterrada, una mendiga, una vagabunda; ahora tengo conocidos, un hogar, un empleo. Me maravillo de la bondad de Dios, de la generosidad de mis amigos, de la abundancia de mi suerte. No me quejo.
—¿Pero se siente oprimida por la soledad? Esa casita que tiene a su espalda es oscura y está vacía.
—Apenas he tenido tiempo todavía de gozar de la sensación de tranquilidad; mucho menos de padecer la soledad.
—Muy bien; espero que sienta usted la satisfacción que manifiesta: al menos, su buen sentido le dirá que todavía es pronto para ceder a los temores vacilantes de la mujer de Lot. Por supuesto, no sé lo que había dejado usted atrás antes de conocerla yo, pero le aconsejo que se resista con firmeza a toda tentación que pudiera inclinarla a mirar atrás: siga con constancia su camino actual, al menos durante algunos meses.
—Eso pienso hacer —respondí.
—Es duro controlar las inclinaciones y doblegar las tendencias de la propia naturaleza —prosiguió Saint John—; pero sé por experiencia que se puede conseguir. Dios nos ha otorgado en cierta medida el poder de crearnos nuestro propio destino; y cuando parece que nuestras energías exigen un sustento inalcanzable; cuando nuestra voluntad se empeña en tomar un camino que no podemos seguir, no es preciso que nos muramos de hambre ni que el desánimo nos deje quietos: nos basta con buscar otro sustento para la mente, tan fuerte como el alimento prohibido que ésta quería probar, y quizá más puro que éste; y con abrir para los pies aventureros un camino tan directo y ancho como el que nos ha cerrado la Fortuna, aunque sea más áspero que él.
»Hace un año, yo mismo me sentía intensamente desgraciado porque creía haber cometido un error al seguir el sacerdocio: sus deberes monótonos me producían un aburrimiento mortal. Ardía en deseos de seguir la vida más activa del mundo, el trabajo más emocionante de una carrera literaria, un destino de artista, escritor, orador; de cualquier cosa menos de sacerdote; sí: bajo mi sobrepelliz de cura latía un corazón de político, de soldado, de sediento de gloria, de amante de la fama, de ansioso de poder. Reflexioné: mi vida era tan desgraciada que, si no cambiaba, me moriría. Tras una temporada de luchas y oscuridad, se hizo la luz y llegó el alivio; mi existencia exigua se convirtió de pronto en una llanura sin límites; las potencias de mi alma oyeron la llamada del cielo, que las incitaba a alzarse, recoger toda su fuerza, abrir las alas y subir hasta perderse de vista. Dios quería encomendarme un mensaje; para llevarlo lejos, para comunicarlo bien, precisaba habilidad y fuerza, valor y elocuencia, las mejores dotes del soldado, el político y el orador, pues el buen misionero debe poseerlas todas.
»Resolví hacerme misionero. Desde aquel momento cambió mi estado de ánimo; se disolvieron y cayeron las cadenas de todas mis facultades, sin dejar más atadura que el entumecimiento molesto que sólo el tiempo podrá sanar. Mi padre se opuso a esta determinación, pero a partir de su muerte no tengo ningún obstáculo legítimo que superar; resolver algunos asuntos, buscar un sucesor para la parroquia de Morton, romper o cortar uno o dos enredos de los sentimientos (última lucha con la debilidad humana, que sé que superaré porque he hecho voto de superarla), y parto de Europa para Oriente.
Dijo esto con su voz peculiar, atenuada aunque enfática; y cuando dejó de hablar no me miró, sino que se quedó mirando al sol poniente, que miraba yo también. Tanto él como yo dábamos la espalda al camino que venía por el prado hasta la cancela. No habíamos oído ningún paso por aquel sendero lleno de hierba; el único sonido de aquella hora y lugar era el agua del arroyo que corría por el valle, como un arrullo. Por tanto, no fue de extrañar que nos sobresaltásemos cuando una voz alegre, dulce como una campanilla de plata, exclamó:
—Buenas tardes, señor Rivers. Y buenas tardes, viejo Carlo. Su perro reconoce a sus amigos antes que usted, señor: ha levantado las orejas y ha meneado la cola cuando yo iba por el fondo del prado, y usted todavía me da la espalda.
Era verdad. Aunque el señor Rivers se había sobresaltado al oír el principio de aquellos acentos musicales como si un rayo hubiera hendido una nube sobre su cabeza, al terminar la frase seguía plantado en la misma actitud en que lo había sorprendido la persona que hablaba: con el brazo apoyado en la cancela y la cara hacia el oeste. Se volvió por fin con lentitud y mesura. Me pareció como si hubiera surgido a su lado una visión. A una vara de él aparecía una figura vestida de blanco puro; una forma grácil, juvenil; de formas llenas y finas a la vez; y cuando levantó la cabeza después de haberse inclinado a acariciar a Carlo, y se recogió un velo largo, floreció ante los ojos de Saint John un rostro de belleza perfecta. Belleza perfecta es mucho decir, pero no me desdigo ni lo matizo: el término está justificado en este caso por unos rasgos tan dulces como los más dulces que haya moldeado nunca el clima templado de Albión; por unos matices de rosa y lirio tan puros como los más puros que hayan producido sus húmedas galernas y sus cielos vaporosos. No faltaba ningún encanto, no se apreciaba defecto alguno: la joven tenía los rasgos regulares y delicados; los ojos, del color y la forma de los que vemos en los cuadros encantadores: grandes, oscuros y expresivos; las pestañas largas y negras que rodean un ojo bonito con fascinación tan suave; las cejas finas que producen tal claridad; la frente blanca y regular que tanto reposo aporta a las bellezas más ricas en luz y color; las mejillas ovaladas, frescas y suaves; los labios también frescos, rojos, sanos, de dulce forma; los dientes regulares, relucientes y sin defecto; la barbilla pequeña, con un hoyuelo; el adorno de la cabellera rica y abundante; poseía plenamente, en suma, todas las ventajas que se combinan para hacer realidad el ideal de la belleza. Mirando a aquella bella criatura me quedé asombrada; la admiré de todo corazón. La Naturaleza la había formado con favoritismo, sin duda; y, olvidándose de la tacañería de madrastra con que suele repartir sus dones, se los había entregado a aquélla su niña mimada con generosidad de abuela.
¿Qué pensaba Saint John Rivers de aquel ángel terrenal? Me lo pregunté como cosa natural al verlo volverse hacia ella y mirarla; y con la misma naturalidad busqué la respuesta en su semblante. Ya había apartado los ojos de la peri y miraba una humilde mata de margaritas que crecían junto a la cancela.
—Hace un atardecer precioso, pero es tarde para que salga usted sola —dijo, mientras aplastaba con el pie las cabezas niveas de las flores cerradas.
—Oh, acabo de llegar esta tarde de S*** —y mencionó el nombre de una ciudad grande que estaba a unas veinte millas de distancia—. Papá me dijo que había inaugurado usted su escuela y que había llegado la nueva maestra, de manera que nada más tomar el té me he puesto el sombrero y he subido corriendo por el valle para verla: ¿es ésta? —preguntó, señalándome.
—Así es —dijo Saint John.
—¿Cree usted que le gustará Morton? —me preguntó con sencillez directa e ingenua de tono y modales, agradable aunque infantil.
—Eso espero. Tengo muchos incentivos para ello.
—¿Le han parecido sus alumnas tan aplicadas como esperaba?
—En efecto.
—¿Le gusta su casa?
—Mucho.
—¿La he amueblado bien?
—Muy bien.
—¿Y he elegido bien a Alice Wood para que le sirva de asistenta?
—Desde luego que sí. Es estudiosa y útil.
(«¡De modo que ésta es la señorita Oliver, la rica heredera —pensé—; tan rica, según parece, en bienes de fortuna como en los de la naturaleza! ¿Qué combinación venturosa de los planetas regiría en el momento de su nacimiento?»).
—Vendré a ayudarla a dar clases alguna vez —añadió—. Venir a visitarla de cuando en cuando será un cambio para mí, y me gustan los cambios. Señor Rivers, ¡
cuánto
me he divertido durante mi estancia en S***! Anoche, o mejor dicho esta mañana, he bailado hasta las dos de la madrugada. El regimiento número n está allí de guarnición desde las revueltas, y los oficiales son los hombres más agradables del mundo: dejan en mal lugar a todos nuestros jóvenes afiladores y vendedores de tijeras.
Me dio la impresión que el señor Saint John alargaba el labio inferior y fruncía el superior un instante. Pareció, desde luego, que tenía muy apretada la boca, y la parte inferior de la cara más severa y rígida de lo habitual, al darle aquella novedad la muchacha risueña. Levantó también la mirada de las margaritas y la volvió sobre ella. Era una mirada seria, escrutadora, cargada de significado. Ella la respondió con una segunda risa, y la risa sentaba muy bien a su juventud, a su tez sonrosada, a sus hoyuelos y a sus ojos brillantes.
Mientras él se quedaba mudo y serio, ella se puso otra vez a acariciar a Carlo.
—El pobre Carlo sí que me quiere —dijo—. Él sí que no es severo ni distante con sus amigos; y si supiera hablar, no se quedaría callado.
Mientras daba palmadas en la cabeza del perro, inclinándose con gracia innata ante su amo joven y austero, vi que dicho amo se ruborizaba. Vi que sus ojos solemnes se fundían con fuego repentino y parpadeaban de emoción irresistible. Sonrojado y ardiente de ese modo, parecía casi tan bello como hombre como lo era ella como mujer. Agitó el pecho una vez, como si su gran corazón, cansado de una opresión despótica, se hubiera dilatado a pesar de su voluntad y hubiera dado un salto vigoroso para alcanzar su libertad. Creo que lo sofrenó, no obstante, del mismo modo que un jinete decidido sofrenaría a un corcel encabritado. No respondió con palabras ni movimientos a las delicadas alusiones que se le habían hecho.
—Papá dice que ya no viene usted nunca a vernos —siguió diciendo la señorita Oliver, levantando la vista—. Ya no se le conoce a usted en Vale Hall. Esta tarde está solo y no se encuentra muy bien: ¿quiere usted regresar conmigo y visitarlo?
—No es hora oportuna para molestar al señor Oliver —respondió Saint John.
—¡Que no es hora oportuna! Yo digo que lo es. Es la hora en que más necesita compañía papá, cuando las fábricas están cerradas y no tiene asuntos de que ocuparse. Venga usted, señor Rivers. ¿Por qué es usted tan tímido y tan sombrío?
Llenó el vacío del silencio de Saint John respondiéndose a sí misma:
—¡Se me olvidaba! —exclamó, sacudiendo su hermosa cabeza cubierta de rizos, como escandalizada de sí misma—. ¡Qué atolondrada y desconsiderada soy! Tenga la bondad de disculparme. No recordaba que tenía usted buenos motivos para no estar dispuesto a sumarse a mi charla. Diana y Mary lo han dejado, y Moor House está cerrada, y usted debe de sentirse muy solo. Me da lástima, desde luego que sí. Tenga usted la bondad de venir a ver a papá.
—Esta noche no, señorita Rosamond, esta noche no.
El señor Saint John había hablado casi como un autómata; sólo él sabía cuánto le costaba negarse de esa manera.
—Pues bien, si es usted tan terco, lo dejaré, pues no me atrevo a quedarme más tiempo: empieza a caer el rocío. ¡Buenas noches!
Le tendió la mano. Él apenas la tocó.
—¡Buenas noches! —repitió con voz baja y hueca como un eco. Ella se volvió, pero regresó al momento.
—¿Se encuentra usted bien? —le preguntó. Tenía buenos motivos para hacerle esta pregunta: tenía la cara tan blanca como el vestido de ella.
—Muy bien —anunció él; y, después de hacer una reverencia, se apartó de la cancela. Ella tomó un camino y él otro. Ella se volvió dos veces a mirarlo mientras cruzaba el prado con pasitos de hada; él, caminando con paso firme, no se volvió una sola vez.
Este espectáculo del sufrimiento y sacrificio de otra persona me hizo dejar de meditar sólo en los míos. Diana Rivers había dicho que su hermano era «inexorable como la muerte». No había exagerado.