Jane Eyre

Capítulo I

Capítulo I

CAPÍTULO I

QUEL

día no se pudo pasear. Por la mañana habíamos rondado una hora entre los arbustos sin hojas, pero desde el almuerzo (la señora Reed almorzaba temprano cuando no había visitas) el frío del invierno había traído unas nubes tan sombrías y una lluvia tan penetrante que ya era impensable entretenerse más al aire libre.

Yo me alegré; no me habían gustado los paseos largos, y menos en las tardes frías; temía las vueltas a casa a la luz cruda del crepúsculo, con los dedos de las manos y de los pies helados y el corazón entristecido por las regañinas de Bessie, la niñera, y humillada por saberme inferior en lo físico a Eliza, John y Georgiana Reed.

Los dichos Eliza, John y Georgiana estaban ahora apiñados en torno a su mamá en el salón; ésta se encontraba recostada en un sofá, junto a la lumbre y, rodeada de sus niños queridos (que no reñían ni lloraban de momento), aparentaba una felicidad perfecta. A mí me había dispensado de sumarme al grupo, diciendo que «lamentaba verse obligada a mantenerme apartada, pero mientras no oyera decir a Bessie, y observara ella misma, que yo me esforzaba sinceramente por adquirir una disposición más sociable y propia de una niña, unos modales más atractivos y más vivarachos; hasta que no fuera más alegre y franca, más natural por así decirlo, no le quedaba más remedio que excluirme de unos privilegios que sólo estaban destinados a los niños contentos y felices».

—¿Qué dice Bessie que he hecho? —pregunté.

—Jane, no me gustan los niños respondones ni preguntones; además, resulta verdaderamente repelente que una niña se dirija de ese modo a las personas mayores. Siéntate en alguna parte y guarda silencio hasta que sepas hablar de modo agradable.

Había un comedorcito adjunto al salón; allí me metí. Contenía una librería: me apoderé enseguida de un libro, después de comprobar que tenía ilustraciones. Me subí al asiento de la ventana, recogí los pies y me senté con las piernas cruzadas, a la turca; y, después de cerrar casi del todo la cortina roja, quedé enclaustrada en un doble refugio.

A mi derecha me cerraban la vista los pliegues de tela de color escarlata; a mi izquierda estaban los vidrios transparentes de la ventana, que me protegían del frío día de noviembre, pero sin separarme de él. Mientras hojeaba mi libro, estudiaba de cuando en cuando el aspecto de aquella tarde de invierno. Presentaba a lo lejos una manta pálida de nubes y niebla; en la cercanía, una escena de césped mojado y arbustos azotados por la tormenta, mientras la lluvia incesante huía, empujada salvajemente por un vendaval prolongado y quejumbroso.

Volví a mi libro, la

Historia Natural de las aves de las Islas Británicas

, de Bewick; en general, no me interesaba gran cosa el texto, pero hubo algunas páginas de la introducción que no se me pasaron por alto, a pesar de ser yo una niña. Fueron las que trataban de los refugios de las aves marinas, de «las rocas y promontorios solitarios» sólo habitados por ellas; de la costa de Noruega, salpicada de islas desde su extremo meridional, el Lindeness o Naze, hasta el cabo Norte:

Donde el mar del Norte bulle en anchos remolinos

alrededor de las islas desnudas y melancólicas

de la remota Tule, y el oleaje del Atlántico

corre a borbotones entre las Hébridas borrascosas.

Tampoco me pasaron desapercibidas las alusiones a las playas desoladas de Laponia, Siberia, Spitzbergen, Nueva Zembla, Islandia, Groenlandia, con «la vasta extensión de la zona ártica, y aquellas regiones desoladas de espacios inhóspitos, aquel depósito de hielo y nieve, donde el polo está rodeado por campos sólidos del hielo acumulado durante los inviernos de siglos, cuya altura alcanza las de las cumbres alpinas y que concentran los rigores multiplicados de los fríos extremos». Me formé una idea propia de aquellos espacios de un blanco de muerte: nebulosa, como todas las nociones entendidas a medias que flotan, turbias, por las mentes infantiles, pero extrañamente imponente. Las palabras de estas páginas de la introducción se relacionaban con las de las viñetas posteriores y daban significado a la peña que se erguía sola entre un mar de olas y espuma; a la barca rota, varada en una costa desolada; a la luna fría y lúgubre que contemplaba un naufragio entre mechones de nubes.

No sé qué sentimiento ocupaba el cementerio solitario, con su lápida grabada, su puerta, sus dos árboles, su horizonte bajo, ceñido de una tapia rota, y la media luna en cuarto creciente, recién salida, que anunciaba la hora de vísperas.

Los dos barcos en calma chicha, en un mar somnoliento, yo los tomaba por fantasmas marinos.

Dejaba atrás rápidamente al demonio que ayudaba al ladrón a echarse un fardo a la espalda: me aterrorizaba. Lo mismo me pasaba con el ser negro, cornudo, que, sentado en lo alto de una roca, contemplaba a una multitud reunida alrededor de una horca.

Cada ilustración contaba un cuento, que solía ser misterioso para mi entendimiento poco desarrollado y mis sentimientos imperfectos, aunque, a la vez, profundamente interesante: tan interesante como los cuentos que narraba Bessie algunas veces en las veladas de invierno, cuando acontecía que estaba de buen humor y, después de poner su mesa de planchar ante la lumbre del cuarto de juegos, nos permitía sentarnos alrededor de ella; y mientras planchaba los volantes de encaje de la señora Reed y fruncía los bordes de su gorro de dormir, alimentaba nuestra ávida atención con pasajes de amor y aventuras, tomados de viejos cuentos de hadas y romances; o, como descubrí en época posterior, de las páginas de

Pamela

y

Henry, conde de Moreland

.

Con el libro de Bewick en las rodillas, estaba feliz; feliz, al menos, a mi manera. Sólo temía que me interrumpieran, y eso tardó demasiado poco en suceder. La puerta del comedorcito se abrió.

—¡Eh! ¡Doña Morros! —dijo la voz de John Reed; después hizo una pausa: había encontrado la habitación aparentemente vacía.

—¿Dónde diantres se ha metido? —siguió diciendo—. ¡Lizzy! ¡Georgy! —dijo, llamando a sus hermanas—. ¡Joan no está aquí! Decid a mamá que ha salido a mojarse con la lluvia, ¡la mala bestia!

«Menos mal que he corrido la cortina», pensé; y deseé fervientemente que no encontrara mi escondrijo. Y John Reed no lo habría encontrado por su cuenta, pues no era agudo de vista ni de entendimiento; pero a Eliza le bastó con asomar la cabeza por la puerta y dijo enseguida:

—Seguro que está en el asiento de la ventana, Jack.

Y yo salí inmediatamente, pues me echaba a temblar sólo de pensar en que me sacara a la fuerza el tal Jack.

—¿Qué quieres? —pregunté con desconfianza incómoda.

—Debes decir: «¿qué quiere usted, señorito Reed?» —me respondió—. Lo que quiero es que vengas aquí —añadió, y, después de sentarse en un sillón, me indicó con un gesto que debía acercarme y quedarme de pie ante él.

John Reed era un escolar de catorce años; cuatro más que yo, que sólo tenía diez. Grande y grueso para su edad, tenía la piel deslustrada y malsana, con líneas marcadas que le surcaban el semblante espacioso, y las extremidades largas y pesadas. Solía atiborrarse en las comidas, lo que lo volvía bilioso y le dejaba los ojos turbios y las mejillas flácidas. Debía estar en la escuela por entonces, pero su mamá lo había hecho venir a casa a que pasara un mes o dos «por su estado delicado de salud». El director, el señor Miles, afirmaba que estaría muy sano si no comiera tantos bollos y dulces que le enviaban de su casa; pero el corazón de su madre discrepaba de una opinión tan severa y se inclinaba, más bien, por la idea de que la macilencia de John se debía a su excesiva aplicación, y quizá a su nostalgia de casa.

John no tenía gran afecto a su madre y hermanas y sentía franca antipatía hacia mí. Me hacía rabiar y me castigaba, no dos o tres veces cada semana, ni una o dos veces cada día, sino continuamente; yo lo temía con cada uno de los nervios de mi cuerpo, y cada fragmento de carne que había sobre mis huesos se encogía al acercarse él. Había momentos en que el terror que me inspiraba me dejaba desconcertada, pues no tenía en absoluto a quién recurrir ante sus amenazas o sus ejecuciones; los criados no querían ofender a su señorito poniéndose de mi parte en contra de él, y la señora Reed era ciega y sorda al respecto: jamás lo veía pegarme ni le oía insultarme, aunque él hacía ambas cosas en su presencia alguna vez, aunque de manera más frecuente a sus espaldas. Yo, que solía obedecer a John, me acerqué a su sillón; se pasó unos tres minutos sacándome la lengua, estirándola todo lo que le era posible sin hacerse daño en la raíz. Yo sabía que no tardaría en pegarme, y, mientras temía el golpe, reflexionaba sobre el aspecto repelente y feo del que me lo iba a asestar. No sé si me leyó en el rostro esa idea, ya que inmediatamente y sin decir palabra me golpeó de manera repentina y con fuerza. Yo me tambaleé y, para recuperar el equilibrio, me aparté de su silla un paso o dos.

—¡Toma, por la desvergüenza con que has replicado a mamá hace un rato —dijo—, y por escabullirte detrás de las cortinas, y por esa mirada que tenías en los ojos hace un momento, rata!

Acostumbrada como estaba a los insultos de John Reed, no se me ocurría replicar nada; lo que me importaba era cómo soportar el golpe que llegaba con toda seguridad después del insulto.

—¿Qué hacías detrás de la cortina? —me preguntó.

—Estaba leyendo.

—Enséñame el libro.

Volví a la ventana y lo traje.

—Tú no tienes por qué andar con nuestros libros; mamá dice que eres una subordinada nuestra; no tienes dinero; tu padre no te dejó nada. Deberías estar pidiendo limosna en vez de vivir aquí con hijos de caballeros como nosotros y comer nuestra misma comida y vestir a costa de nuestra mamá. Ahora te enseñaré yo a revolver mis librerías, porque son mías; toda la casa es mía, o será mía dentro de pocos años. Anda, ponte de pie junto a la puerta, apártate del espejo y las ventanas.

Así lo hice, sin comprender sus intenciones al principio; pero cuando le vi levantar el libro, aprestarlo y ponerse de pie con intención de tirármelo, me aparté instintivamente con un grito de alarma; demasiado tarde, sin embargo: arrojó el libro, que me dio, y me caí, me di con la cabeza en la puerta y me hice un corte. El corte me sangraba y me dolía mucho; mi terror superó su punto culminante, y lo siguieron otros sentimientos.

—¡Muchacho malo y cruel! —dije—. Eres como un asesino…, eres como un negrero…, ¡eres como los emperadores romanos!

Yo había leído la

Historia de Roma

de Goldsmith y me había forjado mi propio concepto acerca de Nerón, Calígula, etcétera. Además, había establecido en silencio unos paralelismos que no creí que llegara a enunciar en voz alta de este modo.

—¿Cómo? ¿Cómo? —exclamó—. ¿Qué es lo que me ha dicho? ¿La habéis oído, Eliza y Georgiana? Vaya si se lo diré a mamá… pero antes…

Se abalanzó sobre mí; sentí que me agarraba del pelo y del hombro: se estaba midiendo con un ser desesperado. Vi en él, de verdad, a un tirano, un asesino. Sentí que me corrían por el cuello una o dos gotas de sangre de la cabeza y tuve conciencia de un dolor agudo; estas sensaciones se impusieron, de momento, sobre mi miedo, y lo recibí con valor desesperado. No sé muy bien lo que hice con las manos, pero él me llamó «¡rata!, ¡rata!» y se puso a dar alaridos. Los refuerzos acudieron enseguida: Eliza y Georgiana habían corrido a buscar a la señora Reed, que había subido al piso de arriba; ésta llegó a la escena, seguida de Bessie y de Abbot, su doncella. Nos separaron. Oí las palabras:

—¡Ay! ¡Ay! ¡Se ha tirado sobre el señorito John hecha una verdadera furia!

—¡Hay que ver, qué imagen de rabia!

La señora Reed añadió entonces:

—Llevadla al cuarto rojo y encerradla allí.

Me cayeron encima al instante cuatro manos y me llevaron en volandas al piso de arriba.

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