Capítulo XI
Capítulo XI
CAPÍTULO XI
N CAPÍTULO
nuevo de una novela se parece a una escena nueva en una obra de teatro; y cuando subo el telón esta vez, debes imaginarte, lector, que ves un cuarto de la posada del rey Jorge en Millcote, con las paredes cubiertas de esos papeles pintados con grandes figuras, propios de los cuartos de las posadas, como lo son la alfombra, los muebles, los adornos en la repisa de la chimenea, los grabados, entre ellos un retrato de Jorge III y otro del príncipe de Gales, y una representación de la muerte de Wolfe. Ves todo esto a la luz de un velón de aceite que cuelga del techo, y a la de una lumbre excelente, cerca de la cual estoy sentada con el capote y el gorro puestos; mi manguito y mi paraguas están en la mesa, y me estoy quitando el frío y el entumecimiento que he contraído en las dieciséis horas de exposición a la crudeza de un día de octubre: salí de Lowton a las cuatro de la madrugada, y el reloj del ayuntamiento de Millcote está dando las ocho.
Lector, aunque parece que estoy muy cómoda, no tengo la mente muy tranquila. Había creído que me estaría esperando aquí alguien para recibirme cuando llegara la diligencia; cuando bajé por la escalerilla de madera que puso el mozo para mi comodidad, miré a mi alrededor con nerviosismo, deseando que alguien pronunciaría mi nombre y ver un carruaje de alguna especie que me estuviera esperando para llevarme a Thornfield. No se veía nada de esa especie, y cuando pregunté a un mozo si había preguntado alguien por la señorita Eyre, me respondió negativamente. No me quedó más recurso que pedir que me llevaran a una habitación privada, y aquí espero, mientras dudas y temores de toda clase inquietan mis pensamientos.
Para una persona joven y sin experiencia es una sensación muy extraña sentirse completamente sola en el mundo, alejada de todos sus conocidos, sin saber si puede alcanzar el puerto al que se dirige, y con muchos obstáculos que le impiden regresar al que ha abandonado. El encanto de la aventura dulcifica esta sensación; el ardor del orgullo le da calor; pero después la agita el palpitar del miedo, y el miedo se convirtió en la sensación dominante en mí cuando transcurrió media hora y yo seguía sola. Se me ocurrió hacer sonar la campanilla.
—¿Existe en las proximidades un lugar llamado Thornfield? —pregunté al mozo que acudió a la llamada.
—¿Thornfield? No lo sé, señora; lo preguntaré en el mostrador.
Desapareció, pero regresó al instante.
—¿Se llama usted Eyre, señorita?
—Sí.
—Hay una persona que la espera.
Me levanté de un salto, tomé el manguito y el paraguas y fui aprisa hasta el corredor de la posada: había un hombre de pie junto a la puerta abierta, y vi confusamente en la calle, iluminada por farolas, un vehículo de un caballo.
—¿Éste será su equipaje, supongo? —dijo el hombre, de manera más bien brusca, al verme, mientras señalaba con el dedo mi baúl, que estaba en el corredor.
—Sí.
Lo izó al vehículo, que era una especie de calesín, y yo me subí después; antes de que me cerrara la portezuela, le pregunté a qué distancia estaba Thornfield.
—A cosa de seis millas.
—¿Cuánto tardaremos en llegar?
—Pues una hora y media.
Cerró la portezuela del calesín, subió al pescante y nos pusimos en camino. La marcha era pausada y me dio mucho tiempo para reflexionar; estaba satisfecha de encontrarme por fin tan cerca del final de mi viaje; y, recostada en aquel vehículo cómodo, aunque no elegante, medité con tranquilidad.
«A juzgar por la sencillez del criado y del carruaje, la señora Fairfax no debe de ser una persona a la cual agrade la ostentación —pensé—. Tanto mejor; sólo he vivido una vez entre gente refinada, y fui muy desgraciada con ellos. Me pregunto si vive sola con esa niña pequeña; y si es así, y tiene algo de amable, seguramente podré llevarme bien con ella; haré todo lo que pueda; lástima que no siempre baste con hacer todo lo que se puede. En Lowood me lo propuse, lo cumplí, y conseguí agradar; pero recuerdo que, con la señora Reed, mis mejores esfuerzos eran rechazados siempre con desprecio. Quiera Dios que la señora Fairfax no resulte una segunda señora Reed; pero, si lo es, ¡no estoy obligada a quedarme con ella! En el peor de los casos, puedo poner otro anuncio. Me pregunto cuánto camino quedará».
Bajé la ventanilla y me asomé: Millcote estaba a nuestra espalda; a juzgar por el número de sus luces, parecía un lugar de tamaño considerable, mucho mayor que Lowton. Entonces, por lo que veía, íbamos por una especie de prado comunal; pero había casas dispersas por toda la comarca; tuve la sensación de que estábamos en una región distinta de Lowood, más poblada, menos pintoresca; más bulliciosa, menos romántica.
Los caminos eran malos y la noche, brumosa. El que me llevaba dejó que el caballo fuera al paso todo el camino y la hora y media se convirtió, según creo firmemente, en dos horas; por fin, se volvió en su asiento y dijo:
—Ya no estamos muy lejos de Thornfield.
Volví a asomarme. Pasábamos ante una iglesia; vi su torre ancha y baja recortada en el cielo, y la campana tocaba un cuarto de hora; vi también en una ladera una galaxia estrecha de luces que señalaba un pueblo o aldea. Unos diez minutos más tarde, el cochero se apeó y abrió unos portones; pasamos, y se cerraron de golpe a nuestra espalda. Subimos despacio por un camino y llegamos ante la larga fachada principal de una casa; había luz de velas en un mirador con cortinas; el resto estaba a oscuras. El calesín se detuvo ante la puerta principal; la abrió una criada; me apeé y entré.
—¿Quiere venir por aquí, señora? —dijo la muchacha; y yo la seguí a través de un vestíbulo cuadrado con puertas altas por todos lados; me hizo pasar a un cuarto cuya iluminación doble, de lumbre y velas, me deslumbró al principio, por el contraste con la oscuridad a que se me habían acostumbrado los ojos durante dos horas; cuando fui capaz de ver, surgió ante mi vista, no obstante, un cuadro agradable y acogedor.
Un cuarto pequeño y recoleto; una mesa redonda junto a una lumbre alegre; un sillón antiguo, de alto respaldo, en el que estaba sentado la ancianita más pulcra que se pueda uno imaginar, con tocado de viuda, vestido de seda negra y un delantal de muselina blanco como la nieve; era exactamente tal como me había imaginado yo a la señora Fairfax, sólo que menos majestuosa y de aspecto más benigno. Se ocupaba en hacer punto; a sus pies estaba sentado con gravedad un gato grande; en suma, no faltaba nada para completar el bello ideal de la comodidad doméstica. No podía concebirse una presentación más tranquilizadora para una nueva institutriz; no había grandiosidades que abrumaran, ni majestuosidades que avergonzaran; y cuando entré, la anciana se levantó y se acercó enseguida a recibirme con amabilidad.
—¿Cómo está usted, querida? Me temo que habrá hecho un viaje tedioso, con lo despacio que lleva John el coche. Debe de tener frío, acérquese a la lumbre.
—¿La señora Fairfax, supongo? —dije yo.
—Sí, así es; haga el favor de sentarse.
Me condujo a su propio sillón y empezó a quitarme el chal y a desatarme las cintas del sombrero; yo le supliqué que no se tomara tantas molestias.
—¡Oh, no es molestia! Yo diría que usted tiene las manos casi ateridas de frío. Leah, prepara un poco de vino caliente con azúcar y un par de emparedados: aquí tienes las llaves de la despensa.
Y se sacó de la faltriquera un manojo de llaves muy propio de un ama de casa, y se las entregó a la criada.
—Ahora bien, acérquese más a la lumbre —prosiguió—. Ha traído su equipaje, ¿verdad, querida?
—Sí, señora.
—Haré que se lo lleven a su cuarto —dijo, y salió a paso vivo.
«Me trata como a una visita —pensé—. No me esperaba este recibimiento; sólo había esperado frialdad y rigidez; esto no concuerda con lo que había oído contar acerca del trato que reciben las institutrices; pero no debo alegrarme demasiado pronto».
Regresó; retiró con sus propias manos de la mesa su labor de punto y uno o dos libros para dejar sitio a la bandeja que traía Leah, y ella misma me sirvió el refrigerio. Yo me sentía algo confundida al ser objeto de tantas atenciones, más de las que había recibido nunca en mi vida, y de manos de mi patrona y superior; pero en vista de que ella no daba muestras de considerar que estuviera haciendo nada impropio de su posición, me pareció más conveniente aceptar en silencio sus finezas.
—¿Tendré el gusto de ver a la señorita Fairfax esta noche? —le pregunté, cuando hube tomado lo que me ofrecía.
—¿Qué ha dicho usted, querida? Estoy un poco sorda —contestó la buena señora, acercando el oído a mi boca.
Repetí la pregunta con mayor claridad.
—¿La señorita Fairfax? ¡Oh, se refiere a la señorita Varens! Su futura alumna se apellida Varens.
—¿Ah, sí? Entonces, ¿no es hija de usted?
—No; yo no tengo familia.
Debería haber secundado mi primera pregunta inquiriendo qué relación tenía con ella la señorita Varens; pero recordé que no era de buena educación hacer demasiadas preguntas; además, ya me enteraría más adelante, con toda seguridad.
—Me alegro mucho —siguió diciendo, mientras se sentaba ante mí y se subía el gato a las rodillas—; me alegro mucho de que haya venido; ahora será muy agradable vivir aquí con una compañera. Es agradable en cualquier momento, desde luego, pues Thornfield es una buena casa antigua, algo abandonada en los últimos años quizá, aunque no deja de ser una casa respetable; sin embargo, sabe usted, hasta en la mejor casa se siente una muy triste estando sola en el invierno. Sola, digo… Leah es una muchacha agradable, desde luego, y John y su mujer son unas personas muy decentes; pero, ya ve usted, no son más que criados, y una no puede conversar con ellos en términos de igualdad: hay que mantener las distancias con ellos para no perder la propia autoridad. El invierno pasado (que fue muy crudo, ya lo recordará usted, y cuando no nevaba llovía y soplaba el viento) estoy segura de que no vino a la casa ni un alma, aparte del carnicero y el cartero, entre noviembre y febrero. Y la verdad es que me puse muy melancólica, sentada a solas noche tras noche; a veces hice que Leah me leyera en voz alta, pero creo que a la pobre muchacha no le gustaba mucho aquella tarea: le parecía restrictiva. Se estaba mejor en primavera y verano: las cosas cambian mucho con el sol y los días largos; y después, a principio de este otoño, llegaron la pequeña Adèle Varens con su niñera: una niña da vida a una casa al instante; y ahora que está usted aquí estaré muy alegre.
Sentí una gran simpatía por la buena señora al oír sus palabras; acerqué mi sillón un poco más al suyo y le manifesté mi deseo sincero de que encontrase mi compañía tan agradable como esperaba.
—Pero no voy a hacerla quedarse levantada hasta muy tarde esta noche —dijo—; dan las doce, y lleva usted todo el día de viaje; debe de estar cansada. Si se ha calentado bien los pies, la llevaré a su alcoba. He hecho preparar para usted el cuarto próximo al mío; la estancia es pequeña, pero pensé que la preferiría a uno de los dormitorios principales: éstos tienen mejores muebles, sin duda, pero son tan desolados y solitarios que yo misma no duermo nunca en ellos.
Le di las gracias por su consideración, y como estaba cansada de mi largo viaje, en efecto, le manifesté que estaba dispuesta a retirarme. Ella tomó su vela y yo salí de la habitación tras ella. Fue primero a ver si estaba cerrada con llave la puerta del vestíbulo; después de retirar la llave de la cerradura me acompañó al piso superior. Los escalones y las barandillas eran de roble; la ventana de la escalera era alta y de celosía; tanto ésta como la larga galería a la que daban las puertas de los dormitorios parecían más propias de una iglesia que de una casa. Un aire muy frío, como de una nave de iglesia, invadía la escalera y la galería y sugería ideas melancólicas de vacío y soledad; y cuando me hizo entrar en mi cuarto me alegré al ver que era de dimensiones reducidas y estaba amueblado con un estilo corriente y moderno.
Cuando la señora Fairfax me hubo dado las buenas noches con amabilidad, y yo hube cerrado la puerta por dentro y echado una ojeada a mi alrededor, quitándome de encima en parte la impresión extraña que me había producido aquel vestíbulo amplio, aquella escalera oscura y espaciosa y aquella galería larga y fría al ver el aspecto más animado de mi cuartito, recordé que, tras un día de fatiga corporal y angustia mental, había alcanzado por fin un refugio seguro. Me llenó el corazón un impulso de gratitud, y me arrodillé junto a la cama y elevé una plegaria de agradecimiento a quien lo merecía, sin olvidar de pedir, antes de levantarme, ayuda para el camino que me quedaba por recorrer, y el don de merecer la amabilidad que al parecer se me ofrecía con tanta franqueza antes de que yo me la hubiera ganado. Mi lecho no tuvo espinos aquella noche; mi cuarto solitario no tuvo temores. Cansada y satisfecha al mismo tiempo, me dormí enseguida y profundamente; cuando me desperté ya era pleno día.
El cuarto me pareció un rinconcito tan alegre cuando entró el sol entre las cortinas de chintz de las ventanas, de un azul alegre, iluminando unas paredes empapeladas y un suelo alfombrado, tan distintos de las tablas desnudas y el yeso manchado de Lowood, que me animé al verlo. Las apariencias externas ejercen un gran efecto sobre los jóvenes: pensé que comenzaba una época más hermosa de mi vida, que tendría sus flores y placeres, además de sus espinas y trabajos. Parecía que se me agitaban las facultades, despertadas por el cambio de ambiente, por el campo nuevo que se abría ante mis esperanzas. No puedo definir con precisión lo que esperaban; sólo puedo decir que era algo agradable: quizá no para aquel día o para aquel año, pero sí para algún periodo indefinido del futuro.
Me levanté; me vestí con cuidado; obligada como estaba a vestir con sobriedad (pues no tenía ninguna prenda que no fuera de una sencillez extremada), todavía tenía una propensión natural a la pulcritud. No tenía por costumbre descuidar mi aspecto ni la impresión que producía; al contrario, deseaba siempre parecer lo mejor posible y agradar todo lo que permitía mi falta de belleza. En ocasiones lamentaba no ser más hermosa; deseaba a veces tener las mejillas rosadas, la nariz recta y una boquita pequeña de cereza; quería ser alta, majestuosa y con la figura bien desarrollada; me parecía una desgracia ser tan pequeña, tan pálida, y tener los rasgos tan irregulares y marcados. Y ¿por qué tenía aquellas aspiraciones y aquellos pesares? Sería difícil decirlo: en aquellos tiempos no habría sido capaz de decírmelo a mí misma con claridad; si bien tenía un motivo, que además era lógico y natural. No obstante, después de haberme cepillado el pelo hasta alisármelo bien y de haberme puesto el vestido negro (que aunque era de una austeridad propia de una cuáquera tenía al menos la virtud de venirme perfectamente) y de ajustarme el petillo limpio, juzgué que tenía un aspecto bastante respetable para presentarme ante la señora Fairfax, y que mi nueva alumna no huiría de mí con antipatía, al menos. Después de abrir la ventana de mi cámara y haber dejado todo bien puesto y ordenado en la mesa de tocador, me aventuré a salir.
Tras recorrer la larga galería alfombrada, bajé por la escalera resbaladiza de roble; llegué al vestíbulo; me entretuve allí un minuto; miré algunos cuadros de las paredes (recuerdo que uno representaba a un hombre adusto con coraza, y otro a una dama de peluca empolvada y collar de perlas), una lámpara de bronce que colgaba del techo, un gran reloj de caja de roble primorosamente tallada, negra como el ébano por el tiempo y el roce. Todo me parecía muy señorial e imponente; pero es que yo estaba muy poco acostumbrada al lujo. La puerta del vestíbulo, que tenía la mitad de vidrio, estaba abierta; atravesé el umbral. Hacía una bonita mañana de otoño; el sol de la mañana iluminaba sereno los bosques amarillentos y los campos todavía verdes; salí al césped, levanté la vista y observé la fachada principal de la mansión. Tenía tres pisos de altura; no era enorme, pero sí de tamaño considerable: era la casa solariega de un hidalgo, no el palacio de un noble; estaba rodeada de almenas que le daban un aspecto pintoresco. La fachada gris destacaba bien sobre una grajera, cuyos habitantes estaban volando en esos momentos: surcaron el aire sobre el césped y los terrenos de la finca para posarse en un prado grande, separado de éste por una cerca en una zanja, y donde había un grupo de viejos espinos, grandes, nudosos y gruesos como robles que explicaban con claridad la etimología del nombre de la mansión. A lo lejos había colinas, no tan altas ni tan escarpadas como las que rodeaban Lowood, y no tan parecidas a unas barreras ante el mundo de los vivos; pero no dejaban de ser unas colinas silenciosas y solitarias, que daban la impresión de rodear a Thornfield de un aislamiento que yo no había esperado encontrar tan cerca de la localidad bulliciosa de Millcote. Por la ladera de una de estas colinas se extendía una aldea pequeña; la iglesia del distrito estaba más cerca de Thornfield; su campanario antiguo se asomaba por encima de una loma que estaba entre la casa y el portón de la finca.
Yo seguía disfrutando del paisaje tranquilo y el aire fresco agradable, a la vez que escuchaba con deleite los graznidos de los grajos, observando al mismo tiempo la fachada ancha y gris de la casa, y pensando qué lugar tan grande era para que sólo viviera en él una dama sola y pequeña como la señora Fairfax, cuando apareció dicha señora en la puerta.
—¿Cómo? ¿Ya ha salido? —dijo—. Veo que es madrugadora.
Me acerqué a ella, y me recibió con afabilidad, con un beso y un apretón de manos.
—¿Le gusta Thornfield? —me preguntó. Yo le dije que me gustaba mucho.
—Sí —dijo ella—; la casa es bonita, pero me temo que se acabará deteriorando si al señor Rochester no se le mete en la cabeza venir a residir aquí permanentemente, o al menos visitarla con más frecuencia: las casas grandes y las buenas fincas necesitan de la presencia de sus propietarios.
—¡El señor Rochester! —exclamé—. ¿Quién es?
—El dueño de Thornfield —respondió ella con tranquilidad—. ¿No sabía usted que se llamaba Rochester?
Claro que no lo sabía; no había oído hablar de él hasta entonces; pero al parecer la anciana consideraba que la existencia del señor Rochester era un dato archisabido, que todo el mundo debía conocer por instinto.
—Yo creía que Thornfield era de usted —añadí.
—¿Mío? ¡Dios nos asista, muchacha; qué ocurrencia! ¡Mío! No soy más que el ama de llaves, la administradora. Es verdad que soy parienta lejana de los Rochester por parte de su madre, o al menos lo era mi marido. Era clérigo, párroco de Hay (que es ese pueblecito de la colina), y esa iglesia que está cerca del portón era la suya. La madre del actual señor Rochester era Fairfax, prima segunda de mi marido; pero no doy ninguna trascendencia al parentesco; en realidad, no significa nada para mí: no me considero más que un ama de llaves corriente; mi señor me trata siempre con cortesía, y no espero nada más.
—Y la niña… ¡mi alumna!
—El señor Rochester es su tutor; él me encargó que le buscara una institutriz. Creo que quería que se criase en el condado de ***. Aquí llega, con su
bonne
[1]
, que es como llama a su niñera.
Así quedaba explicado el enigma: aquella viuda pequeñita, amable y atenta no era ninguna gran señora, sino una empleada, como yo misma. No por eso la aprecié menos; antes al contrario, me sentí más complacida que antes. La igualdad entre ella y yo era verdadera, y no una mera condescendencia por su parte. Tanto mejor; así mi situación era más libre.
Mientras reflexionaba sobre este descubrimiento, llegó corriendo por el césped una niña pequeña seguida de su niñera. Miré a mi alumna, que al principio no dio muestras de haberse fijado en mí: era una niña pequeña, de siete u ocho años, menuda, de cara pálida con rasgos pequeños y abundancia de pelo que le caía en bucles hasta la cintura.
—Buenos días, señorita Adèle —dijo la señora Fairfax—. Venga a hablar con la señora que será su maestra y que hará de usted una mujer lista algún día.
La niña se acercó.
—
C’est là ma gouvernante?
[2]
—dijo, señalándome y dirigiéndose a su niñera, que respondió:
—
Mais oui, certainement
[3]
.
—¿Son extranjeras? —pregunté, sorprendida de oírlas hablar en francés.
—La niñera es extranjera, y Adèle nació en el continente; y creo que no salió de allí hasta hace seis meses. Cuando llegó aquí no sabía hablar nada de inglés; ahora consigue hablarlo un poco; lo mezcla tanto con el francés que no la entiendo, pero supongo que usted la entenderá muy bien.
Por fortuna, yo tenía la ventaja de haber aprendido francés de una señora francesa; y como siempre había procurado conversar con madame Pierrot todo lo posible y, además, durante los siete últimos años me había aprendido todos los días de memoria un pasaje en francés, aplicándome para mejorar mi acento y procurando imitar en todo lo posible la pronunciación de mi maestra de francés, había adquirido dicha lengua con cierto grado de soltura y corrección, y no me resultaría difícil entenderme con mademoiselle Adèle. Cuando ésta se enteró de que yo era su institutriz, vino hasta mí y me dio la mano; y mientras la acompañaba a desayunar le dije algunas frases en su propia lengua: ella me dio respuestas breves al principio, pero cuando estuvimos sentadas a la mesa y me hubo examinado durante diez minutos con sus grandes ojos de color avellana, empezó de pronto a charlar con soltura.
—¡Ah! Habla usted el francés tan bien como el señor Rochester —dijo en francés—: puedo hablarle como le hablo a él, y Sophie también. Se alegrará: aquí no la entiende nadie. Madame Fairfax no habla más que inglés. Sophie es mi niñera. Vinimos aquí juntas; cruzamos el mar en un barco muy grande que tenía una chimenea que echaba humo; ¡cuánto humo echaba! Y yo me mareé, y Sophie también, y el señor Rochester también. El señor Rochester se acostó en un sofá, en un cuarto muy bonito que se llamaba el salón, y Sophie y yo teníamos unas camitas pequeñas en otra parte. Yo casi me caí de la mía; era como un estante. ¿Y cómo se llama usted, mademoiselle?
—Eyre, Jane Eyre.
—¿Aire? ¡Bah! No lo sé pronunciar. Bueno, nuestro barco llegó por la mañana, antes de que fuera de día del todo, a una ciudad muy grande; una ciudad enorme, de casas muy oscuras y llena de humo; no se parecía en nada a la ciudad linda y limpia de la que soy yo; y el señor Rochester me llevó en brazos a tierra por una pasarela, y Sophie vino detrás, y subimos todos a un coche que nos llevó a una casa muy bonita y muy grande, más grande que ésta y mejor, que se llamaba hotel. Allí pasamos casi una semana: Sophie y yo nos paseábamos todos los días por un sitio grande y verde, lleno de árboles, que se llamaba el parque; y allí había muchos niños, además de mí, y un estanque con unas aves muy lindas, y yo les daba migas de pan.
—¿La entiende usted cuando habla tan deprisa? —me preguntó la señora Fairfax.
La entendía muy bien, pues estaba acostumbrada a la lengua ágil de madame Pierrot.
—Quisiera que le hiciera usted una o dos preguntas sobre sus padres — siguió diciendo la buena señora—: me pregunto si se acuerda de ellos.
—Adèle —le pregunté—, ¿con quién vivías cuando estabas en esa ciudad tan bonita y limpia de la que has hablado?
—Vivía hace mucho tiempo con mamá; pero ella se ha ido con la Virgen Santa. Mamá me enseñaba a bailar, a cantar y a recitar poesías. Venían muchos caballeros y damas a ver a mamá, y yo bailaba ante ellos, o me sentaba en sus rodillas y les cantaba: a mí me gustaba. ¿Quiere oírme cantar ahora?
En vista de que había terminado de desayunar, le permití que diera una muestra de sus habilidades. Se bajó de la silla, se acercó a mí y se me sentó en las rodillas; después, juntando las manitas ante sí con recato, echando hacia atrás sus rizos y levantando los ojos al cielo, empezó a cantar un aria de alguna ópera. Era el canto de una dama abandonada por su amante, que, después de lamentar la perfidia de éste, pide ayuda a su propio orgullo; manda a su doncella que le ponga las joyas más brillantes y la ropa más rica, y decide ver al falso aquella noche en un baile y demostrarle con la alegría de su semblante lo poco que la ha afectado su abandono.
Parecía un tema extraño para una niña cantora, pero supongo que la gracia de la exhibición era oír aquellas notas de amor y celos gorjeadas con la media lengua infantil. Sea como fuere, a mí me pareció de muy mal gusto.
Adèle cantó la
canzoneta
con bastante afinación y con la inocencia propia de su edad. Hecho eso, saltó de mis rodillas y dijo:
—Ahora, mademoiselle, le recitaré una poesía.
Adoptando una pose, empezó diciendo:
—
La Ligue des Rats: fable de La Fontaine
[4]
.
Declamó a continuación la obrita prestando atención a la puntuación y al énfasis, con una flexibilidad de voz y una propiedad de gestos muy poco corrientes a su edad y que mostraban que la habían instruido cuidadosamente.
—¿Te enseñó esta pieza tu mamá? —le pregunté.
—Sí; y ella la recitaba así:
Qu’avez vous donc? Lui dit un de ces rats; parlez!
[5]
. Me hacía levantar la mano… así… para recordarme que alzara la voz al hacer la pregunta. ¿Quiere verme bailar?
—No, basta con esto; pero ¿con quién viviste, después de que tu madre se fuera con la Virgen Santa, como dices tú?
—Con madame Frédéric y su marido; ella cuidaba de mí, pero no es nada mío. Creo que es pobre, porque no tenía una casa tan buena como la de mamá. Allí no pasé mucho tiempo. El señor Rochester me preguntó si quería irme a vivir con él a Inglaterra y yo dije que sí, pues conocía al señor Rochester antes de conocer a madame Frédéric, y siempre era amable conmigo y me regalaba vestidos bonitos y juguetes; pero ya ve usted que no ha cumplido su palabra, pues me ha traído a Inglaterra y ahora se ha vuelto otra vez él solo y no lo veo nunca.
Después del desayuno, Adèle y yo nos retiramos a la biblioteca, que, según pareció, el señor Rochester había ordenado que sirviera de aula. La mayor parte de los libros estaban cerrados con llave tras puertas de cristal, pero quedaba abierta una estantería que contenía todas las obras elementales que se pudieran necesitar y varios volúmenes de literatura ligera, poesía, biografía, viajes, algunas novelas, etcétera. Supongo que el señor Rochester había considerado que aquello sería todo lo que necesitaría la institutriz para sus lecturas privadas; y la verdad es que me satisficieron ampliamente de momento; comparadas con las pocas obras que yo había tenido a mi alcance a Lowood, parecía que me ofrecían una cosecha abundante de entretenimiento e información. En aquella sala había también un piano nuevo y de tono excelente, así como un caballete de pintura y un par de globos terráqueos.
Encontré a mi alumna bastante dócil, aunque poco aplicada: no la habían acostumbrado a realizar con regularidad ninguna ocupación. Me pareció que sería poco prudente restringirla demasiado al principio; así pues, después de pasarme mucho tiempo hablándole, y haberle hecho aprender un poco, cuando la mañana llegó al mediodía, le permití que volviera con su niñera. Me propuse entonces ocuparme hasta la hora de almorzar en dibujar unos pequeños esbozos para que los usara ella.
Mientras subía a recoger mi cuaderno y mis lápices, me dijo en voz alta la señora Fairfax:
—Ya habrán terminado sus horas de clase de la mañana, supongo.
Hablaba desde una habitación cuyas puertas plegables estaban abiertas. Entré cuando me dirigió la palabra. Era una estancia grande, señorial, con sillones y cortinas moradas, una alfombra turca, paredes con paneles de roble, un amplio ventanal con ricas vidrieras biseladas y el techo alto, con nobles molduras. La señora Fairfax estaba quitando el polvo a unos jarrones de espato morado fino que estaban sobre un aparador.
—¡Qué sala tan hermosa! —exclamé, recorriéndola con la vista, pues no había visto jamás ninguna tan imponente, ni mucho menos.
—Sí; es el comedor. Acabo de abrir la ventana para que entre un poco de aire y sol, porque en las estancias que no se habitan se pone todo muy húmedo; el salón contiguo parece una cripta.
Señaló un ancho arco que estaba enfrente de la ventana, provisto como ella de cortinas teñidas de púrpura, recogidas en ese momento. Subí hasta él por dos anchos escalones y, asomándome, me pareció atisbar la morada de unas hadas: tan luminosa parecía aquella imagen a mis ojos inexpertos. Pero no era más que un salón muy bonito, dentro del cual había un camarín; ambos cubiertos por alfombras blancas en las que parecía que hubieran esparcido guirnaldas brillantes de flores; ambos con techo de molduras, blancas como la nieve, que representaban racimos de uvas y hojas de parra; bajo éstas, brillaban en rico contraste los divanes y las otomanas carmesíes, mientras que los adornos sobre la repisa de la chimenea de claro mármol de paros eran de cristal reluciente de Bohemia, de color rojo rubí; y entre las ventanas grandes espejos que reproducían la combinación general de nieve y fuego.
—¡Qué ordenadas tiene usted estas habitaciones, señora Fairfax! —le dije—. Sin polvo, sin fundas de lienzo; si no fuera porque el aire está frío, se creería que están habitadas a diario.
—Pues verá, señorita Eyre, aunque las visitas que hace el señor Rochester a esta casa son escasas, siempre son repentinas e inesperadas; y como he observado que le molestaba encontrarse todo enfundado y tener que soportar el revuelo de ponerlo todo en orden cuando llega, me ha parecido más conveniente tener siempre dispuestas las habitaciones.
—¿Es el señor Rochester hombre meticuloso, exigente?
—No especialmente; pero tiene gustos y costumbres de caballero, y espera que todo se lleve de acuerdo con ellos.
—¿Lo aprecia usted? ¿Lo aprecian en general?
—Ah, sí; su familia siempre ha sido respetada por aquí. Casi todas las tierras de esta comarca, hasta donde alcanza la vista, han sido de los Rochester desde tiempos inmemoriales.
—Bueno, pero, aparte de las tierras, ¿lo aprecia usted? ¿Lo aprecian por sí mismo?
—No tengo ningún motivo para no apreciarlo; y creo que sus colonos lo consideran señor justo y generoso; aunque no ha vivido mucho tiempo entre ellos.
—Pero ¿no tiene ninguna rareza? ¿Cuál es su carácter, en suma?
—¡Ah! Su carácter es intachable, supongo. Puede que sea un poco especial: me parece que ha viajado mucho y ha visto mucho mundo. Yo diría que es inteligente, pero nunca he hablado mucho con él.
—¿Qué tiene de especial?
—No lo sé; no es fácil describirlo. No es nada que resalte mucho, pero se nota cuando le habla a una: nunca se sabe del todo si habla en broma o en serio, si está contento o lo contrario; en suma, nunca se le entiende del todo; o, por lo menos, yo no lo entiendo. Pero esto no tiene importancia: es un amo muy bueno.
Esto fue todo lo que me contó la señora Fairfax de su patrón y mío. Hay personas que, al parecer, no tienen la menor capacidad para esbozar un carácter u observar y describir los puntos más destacados, ya sea de las personas o de las cosas. Evidentemente, la buena señora era de esa clase: mis preguntas la intrigaron, pero no conseguí sacarle nada. Ante sus ojos, el señor Rochester era el señor Rochester: un caballero, un rico terrateniente, y se acabó; ella no se preguntaba ni quería saber más, y mis deseos de hacerme una idea más clara de su identidad le producían una evidente extrañeza.
Cuando salimos del comedor, me propuso enseñarme el resto de la casa y yo la seguí subiendo y bajando escaleras, admirándolo todo; pues todo era hermoso y estaba bien dispuesto. Me parecieron grandiosos, sobre todo, los grandes dormitorios de la parte delantera; y algunos cuartos del tercer piso, aunque oscuros y bajos de techo, eran interesantes por su aire de antigüedad. Con los cambios de la moda se habían ido retirando allí los muebles que antes pertenecían a las habitaciones de los pisos inferiores; y la luz imperfecta que entraba por sus ventanucos mostraba camas de cien años, cofres de roble o nogal, que parecían modelos del arca de los hebreos con sus tallas extrañas de hojas de palmera y cabezas de querubines; hileras de sillas venerables, estrechas y de alto respaldo; taburetes más anticuados todavía en cuyos asientos acolchados se apreciaban todavía restos de bordados semiborrados, obra de dedos que llevaban dos generaciones reducidos a polvo en sus ataúdes. Todas aquellas reliquias daban al tercer piso de la casa de Thornfield el aspecto de una residencia del pasado, de un santuario del recuerdo. Me gustaba el silencio, la oscuridad, el aspecto pintoresco de aquellos lugares de retiro durante el día; pero no me haría la menor ilusión pasar una noche en una de aquellas camas anchas y pesadas. Algunas de ellas cerradas con puertas de roble; otras, con antiguos cortinajes ingleses labrados, llenos de gruesos bordados que representaban imágenes de flores extrañas, de aves más extrañas todavía y de extrañísimos seres humanos; muy extraño habría parecido todo aquello, en efecto, a la pálida luz de la luna.
—¿Duermen los criados en estas habitaciones? —pregunté.
—No; ocupan una hilera de cuartos más pequeños al fondo; aquí no duerme nadie; casi podría decirse que si en Thornfield hubiera un fantasma, se pasearía por aquí.
—Eso creo yo. Entonces, ¿no tienen fantasmas?
—No he oído hablar de ninguno —repuso la señora Fairfax, sonriendo.
—¿Ni ninguna tradición que hable de fantasmas? ¿Ni leyendas ni cuentos de fantasmas?
—Creo que no. Si bien se dice que los Rochester fueron en su época una estirpe más violenta que sosegada: aunque quizá sea por eso por lo que descansan ahora tranquilamente en sus tumbas.
—Sí, «duermen bien tras la fiebre agitada de la vida» —murmuré—. ¿Dónde va usted ahora, señora Fairfax? —le pregunté, pues se alejaba.
—Al tejado; ¿quiere ver usted la vista desde allí?
La seguí hasta las buhardillas por una escalera muy estrecha, y de allí subimos con una escalera de mano, pasando por una trampilla, al tejado de la casa. Ya estaba a la misma altura de la grajera y pude ver los nidos. Inclinándome sobre las almenas y asomándome vi los terrenos de la finca dispuestos como un mapa: el césped brillante, aterciopelado, que cercaba estrechamente la base gris de la mansión; el campo, amplio como un parque, salpicado de árboles antiguos; el bosque, pardo y marchito, dividido en dos por un camino que estaba invadido a ojos vistas por la vegetación: tenía más musgo verde que follaje los árboles; la iglesia ante el portón; la carretera, las colinas tranquilas, todo en reposo bajo el sol de aquel día de otoño; el horizonte, ceñido de un cielo propicio, azur veteado de blanco perla. En toda la escena no había ningún elemento extraordinario, aunque todos eran agradables. Cuando la dejé y volví a pasar por la trampilla, apenas podía ver para bajar por la escalera; la buhardilla parecía negra como una cripta en comparación con aquel arco de aire azul que había estado mirando y con aquel paisaje de bosques, pastos y colinas verdes, iluminado por el sol, cuyo centro era la casa y que había estado contemplando con deleite.
La señora Fairfax se quedó atrás un momento para cerrar la trampilla; yo encontré a tientas la salida de la buhardilla y bajé la escalera estrecha. Me entretuve en el pasillo largo a que conducía ésta y que separaba los cuartos delanteros y traseros del tercer piso: era estrecho, bajo y en penumbra, con sólo un ventanuco al fondo, y parecía, con sus dos filas de pequeñas puertas negras, todas cerradas, un pasadizo del castillo de algún Barba azul.
Mientras caminaba despacio, llegó a mis oídos el sonido que menos esperaba oír en lugar tan quieto: una risa. Era una risa curiosa, marcada, formal, sin alegría. Me detuve; el sonido cesó un instante; volvió a comenzar con más fuerza; pues, al principio, aunque marcada, había sido muy baja. Terminó con una carcajada estrepitosa que pareció levantar un eco en cada una de las habitaciones solitarias, aunque sólo había surgido de una, y yo podría haber señalado la puerta de donde habían salido aquellos acentos.
—¡Señora Fairfax! —dije en voz alta, pues ya la oía bajar por la escalera grande—. ¿Ha oído usted esa risa tan fuerte? ¿De quién era?
—De alguna criada, probablemente —respondió ella—; de Grace Poole, quizá.
—¿La ha oído usted? —volví a preguntarle.
—Sí, claramente; la oigo con frecuencia: cose en uno de estos cuartos. A veces está con ella Leah; suelen ser ruidosas cuando están juntas.
La risa se repitió con su tono grave, silábico, y terminó con un murmullo raro.
—¡Grace! —exclamó la señora Fairfax.
En verdad, no esperé que respondiera ninguna Grace, pues la risa era la más trágica y sobrenatural que había oído yo en mi vida; y si no hubiera sido porque era pleno mediodía y aquellas curiosas carcajadas no venían acompañadas de ninguna circunstancia espectral; si no hubiera sido porque ni el ambiente ni la hora favorecían el miedo, habría sentido un temor supersticioso. Sin embargo, los hechos me demostraron lo tonta que había sido por sorprenderme siquiera.
Se abrió la puerta que estaba más cerca de mí y salió una criada, una mujer de entre treinta y cuarenta años; de figura recia, cuadrada; pelirroja y de cara dura y corriente: imposible concebir una aparición menos romántica o menos espectral.
—Demasiado ruido, Grace —dijo la señora Fairfax—. ¡Recuerda las órdenes!
Grace hizo una reverencia en silencio y entró en el cuarto.
—Es una persona que tenemos para que cosa y ayude a Leah en su trabajo de doncella —siguió diciendo la viuda—; deja algo que desear en algunos aspectos, pero trabaja bastante bien. Por cierto, ¿cómo le ha ido a usted esta mañana con su nueva alumna?
La conversación siguió dedicada a Adèle hasta que llegamos a la zona iluminada y alegre del piso inferior. Adèle salió corriendo a recibirnos en el vestíbulo, exclamando:
—
Mesdames, vous êtes servies!
—y añadió—:
J’ai bien faim, moi!
[6]
Encontramos el almuerzo preparado y esperándonos en el cuarto de la señora Fairfax.