Capítulo XXXV
Capítulo XXXV
CAPÍTULO XXXV
O PARTIÓ
para Cambridge al día siguiente como había dicho. Retrasó su partida una semana entera, y durante ese tiempo me hizo sentir qué castigo severo puede infligir un hombre bueno aunque rígido, un hombre con conciencia aunque implacable a la persona que le ha ofendido. Sin un solo acto de hostilidad abierta, sin una sola palabra de reproche, se las arregló para convencerme a cada instante de que yo había quedado fuera del manto de su favor.
No era que Saint John albergara un espíritu vengativo poco cristiano, ni que me hubiera tocado un pelo de la cabeza aunque hubiera estado en su mano hacerlo. Estaba por encima, por naturaleza y por principios, de la baja pasión de la venganza: me había perdonado que le dijera que lo despreciaba a él y a su amor; pero no había olvidado estas palabras ni las olvidaría mientras viviésemos él y yo. Cuando se volvía hacia mí, veía en su mirada que estaban escritas siempre en el aire entre él y yo; siempre que yo hablaba, resonaban en mi voz a sus oídos, y sus ecos matizaban todas las respuestas que me daba él.
No se abstenía de conversar conmigo; incluso me llamaba a su escritorio todas las mañanas como de costumbre, y me temo que el hombre corrupto que llevaba dentro tenía un deleite del que no gozaba ni compartía el cristiano puro: el de, sin dejar de actuar y hablar aparentemente como siempre, eliminar con toda la habilidad posible de cada acto y cada frase el espíritu del interés y la aprobación que había comunicado hasta entonces a su habla y modales un cierto encanto austero. Para mí era como si de verdad ya no fuera de carne sino de mármol; sus ojos eran unas gemas azules frías y brillantes; su lengua, una máquina parlante, nada más.
Todo aquello era un tormento para mí, un tormento duradero y refinado. Mantenía encendido un fuego lento de indignación y una inquietud temblorosa de pena que me atormentaba y me aplastaba por completo. Sentía el modo en que aquel hombre bueno, puro como el manantial profundo y oscuro, podría matarme en poco tiempo, si yo fuera su esposa, sin derramar una sola gota de sangre de mis venas ni recibir en su propia conciencia cristalina la menor mancha de delito. Lo sentía, sobre todo, cuando hacía algún intento de apaciguarlo. Mi ternura no era recibida con ternura. A él no lo hacía sufrir el distanciamiento; no tenía ningún anhelo de reconciliación; y, aunque mis lágrimas copiosas mancharon más de una vez la página que estudiábamos los dos, no le hicieron más efecto que si su corazón hubiera sido verdaderamente de piedra o metal. Mientras tanto, estaba algo más amable de lo habitual con sus hermanas: como si temiera que no bastase con la simple frialdad para convencerme de cuán absoluto era mi destierro y mi relegación, añadió la fuerza del contraste; y estoy segura de que no lo hacía como acto violento, sino por principio.
La noche anterior a su partida, lo vi por casualidad paseándose por el jardín al crepúsculo; y recordando, al mirarlo, que aquel hombre, a pesar de estar distanciado entonces de mí, me había salvado la vida en una ocasión, y que éramos parientes próximos, me sentí impulsada a hacer un último intento de recuperar su amistad. Salí y me acerqué a él, que estaba apoyado en la cancela; entré enseguida en materia.
—Saint John, estoy triste porque sigue usted enfadado conmigo. Seamos amigos.
—Somos amigos, espero —me contestó impasible, mientras seguía mirando la salida de la luna, que había estado contemplando al acercarme yo.
—No, Saint John, no somos amigos como lo éramos. Usted lo sabe.
—¿No lo somos? Eso está mal. Por mi parte, no le deseo ningún mal, sino todos los bienes.
—Le creo, Saint John, pues estoy segura de que usted es incapaz de desear mal a nadie; pero, como pariente suya que soy, quisiera recibir algo más de afecto que esa especie de filantropía general que dedica usted a los simples extraños.
—Por supuesto —dijo—. Su deseo es razonable, y estoy lejos de considerarla una extraña.
Esto, dicho con voz fría y tranquila, ya era bastante mortificador y desconcertante. Si me hubiera dejado llevar por las indicaciones del orgullo y la ira, me habría apartado de él al instante; pero tenía dentro de mí algo más fuerte que aquellos sentimientos. Veneraba profundamente el talento y los principios de mi primo. Su amistad tenía valor para mí; perderla me suponía una dura prueba. No iba a cejar tan pronto en el intento de reconquistarla.
—¿Debemos despedirnos de este modo, Saint John? Y cuando usted se vaya a la India, ¿me dejará así, sin una palabra más amable de las que ha dicho?
Apartó entonces la vista de la luna y se volvió hacia mí.
—¡Que cuando me vaya a la India, Jane, la dejaré! ¿Cómo? ¿No irá usted a la India?
—Dijo usted que no podía si no me casaba con usted.
—¡Y no quiere casarse conmigo! ¿Se adhiere a esa resolución?
¿Sabes, lector, como lo sé yo, el terror que pueden infundir esas personas tan frías en el hielo de sus preguntas? ¿Sabes cuánto se parece su ira a la caída de un alud, su enfado a un mar de hielo que se agrieta?
—No, Saint John, no quiero casarme con usted. Me adhiero a mi resolución.
El alud había temblado y avanzado un poco, pero no cayó todavía.
—Dígame una vez más a qué se debe esta negativa —me pidió.
—Antes, porque usted no me amaba —respondí—; ahora le contesto que porque casi me odia. Si me casara con usted, me mataría. Ahora mismo me está matando.
Los labios y las mejillas se le pusieron blancos, muy blancos.
—¿Que la mataría? ¿Que la estoy matando? Dice usted unas palabras que no se deben usar: violentas, poco femeninas y falsas. Desvelan un estado mental desafortunado; se merecen un reproche severo; parecerían inexcusables, si no fuera porque es deber del hombre perdonar a su prójimo, no una vez sino hasta setenta veces siete.
Todo había terminado. Cuando había deseado sinceramente borrar de su mente la huella de mi ofensa anterior, había dejado en aquella superficie tenaz otra marca mucho más profunda, la había grabado a fuego.
—Ahora sí que me odiará usted de verdad —le dije—. Es inútil intentar reconciliarse con usted: veo que he hecho de usted un enemigo eterno.
Aquellas palabras provocaron una nueva injuria: la peor, porque rozaban la verdad. Aquellos labios pálidos temblaron con un espasmo temporal. Supe que había afilado una ira acerada. Me sentí afligida.
—Malinterpreta usted totalmente mis palabras —dije, a la vez que le tomaba la mano—: no tengo intención de hacerle daño ni herirlo; de verdad que no.
Sonrió con gran amargura; retiró su mano de la mía con gran decisión.
—¿Y ahora incumple usted su promesa y no irá a la India, supongo? —dijo, tras una pausa considerable.
—Sí; iré en calidad de ayudante suya —contesté.
Siguió un silencio muy largo. No sé qué lucha se produjo dentro de él en este intervalo entre la Naturaleza y la Gracia; sólo sé que le brillaban en los ojos algunas luces singulares y que le recorrieron el rostro sombras extrañas. Habló por fin.
—Ya le demostré lo absurdo que era que una mujer soltera de su edad se proponga acompañar al extranjero a un hombre soltero de la mía. Se lo demostré con unos términos que, según me pareció a mí, habrían debido servir para que usted nunca volviera a aludir a ese plan. Lamento, por usted, que lo haya hecho.
Le interrumpí. Cualquier cosa que se pareciera a un reproche tangible me daba ánimos al instante.
—Cíñase usted al sentido común, Saint John: casi está diciendo disparates. Finge usted estar consternado por lo que he dicho. En realidad, no está consternado, pues, con su mente superior, no puede ser tan tonto ni tan presuntuoso como para no entender bien lo que quiero decir. Vuelvo a decirle que seré su ayudante si quiere, pero nunca su esposa.
Volvió a ponerse muy pálido; pero, como antes, dominó perfectamente su pasión, respondió con énfasis, pero con calma:
—Jamás me convendría una ayudante femenina que no fuera mi esposa. Parece ser, por tanto, que no podrá venir usted conmigo; pero, si su oferta es sincera, cuando esté en la capital hablaré con un misionero casado cuya esposa necesita una ayudante. Como tiene usted fortuna, no tendrá que depender de la ayuda de la Sociedad; así quedará libre de la deshonra de romper su promesa y desertar de las banderas bajo las que se comprometió a militar.
Como sabe el lector, yo no había hecho ninguna promesa formal ni me había comprometido a nada, y esa manera de hablar era demasiado dura y despótica para la ocasión. Contesté así:
—No hay ninguna deshonra ni ruptura de promesa ni deserción en este caso. No tengo la más mínima obligación de ir a la India, y menos con extraños. Con usted me habría aventurado a mucho, porque lo admiro, confío en usted y lo amo con amor de hermana; pero estoy convencida de que, fuera cuando fuera y con quien fuera, no viviría mucho tiempo en ese clima.
—¡Ah! Tiene miedo por sí misma —dijo, frunciendo el labio.
—Lo tengo. Dios no me ha dado esta vida para que la despilfarre; y empiezo a creer que hacer lo que usted quiere sería casi como suicidarme. Además, antes de tomar la resolución definitiva de abandonar Inglaterra, quiero saber con seguridad si no puedo ser más útil quedándome en ella que dejándola.
—¿Qué quiere decir?
—Sería inútil intentar explicárselo; pero existe una cuestión acerca de la cual llevo mucho tiempo soportando una duda dolorosa, y no puedo ir a ninguna parte hasta haberme liberado de esa duda por algún medio.
—Ya sé dónde apunta su corazón y a qué se aferra. Ese interés que alberga usted es ilícito e ilegítimo. Hace mucho tiempo que debería usted haberlo aplastado; ahora debería sonrojarse sólo de nombrarlo. ¿Piensa en el señor Rochester?
Era verdad. Lo confesé por mi silencio.
—¿Va a buscar al señor Rochester?
—Debo enterarme de qué ha sido de él.
—Entonces, sólo me queda tenerla en cuenta en mis oraciones —dijo—, y pedir a Dios con toda devoción por usted, para que no llegue a naufragar. Creí haber reconocido en usted a uno de los escogidos. Pero Dios no ve como ven los hombres. Hágase Su voluntad.
Abrió la cancela, salió por ella y se alejó por la cañada. No tardó en perderse de vista.
Cuando volví a entrar en la sala, me encontré con Diana, que estaba de pie ante la ventana, muy pensativa. Diana era mucho más alta que yo; me puso la mano en el hombro y, agachándose, me examinó la cara.
—Jane —dijo—, ahora estás siempre agitada y pálida. Estoy segura de que te pasa algo. Dime qué os traéis entre manos Saint John y tú. Llevo media hora viéndoos por la ventana; debes perdonar que os haya espiado de esa manera, pero es que llevo mucho tiempo imaginándome casi no sé ni qué. Saint John es un ser extraño…
Hizo una pausa; yo no dije nada. Prosiguió poco después:
—Este hermano mío alberga ideas especiales de alguna clase respecto a ti, estoy segura: lleva mucho tiempo distinguiéndote con una atención y un interés que no había manifestado nunca a nadie. ¿Con qué fin? Desearía que te amase; ¿es así, Jane?
Me llevé a la frente caliente su mano fresca.
—No, Dianita; ni pizca.
—Entonces, ¿por qué te sigue de esa manera con la mirada, y se reúne a solas contigo con tanta frecuencia, y te tiene a su lado continuamente? Mary y yo habíamos llegado a la conclusión de que quería que te casases con él.
—Así es: me ha pedido que sea su esposa.
Diana dio unas palmadas.
—¡Eso mismo creíamos y esperábamos! Y tú te casarás con él, ¿verdad, Jane? Y así se quedará en Inglaterra.
—Nada de eso, Diana: su único propósito al pedirme en matrimonio era conseguir una compañera adecuada para compartir su trabajo en la India.
—¡Cómo! ¿Quiere que vayas tú a la India?
—Sí.
—¡Es una locura! —exclamó—. Estoy segura de que no sobrevivirías allí ni tres meses. No irás de ninguna manera. No habrás consentido, ¿verdad, Jane?
—Me he negado a casarme con él…
—¿Y, en consecuencia, le has disgustado? —aventuró ella.
—Profundamente: me temo que no me lo perdonará jamás. No obstante, me he ofrecido a acompañarlo en calidad de hermana suya.
—Eso ha sido una locura frenética, Jane. Piensa en la tarea que emprendes, de fatigas incesantes, en la que las fatigas matan hasta a los fuertes; y tú eres débil. Saint John (ya lo conoces) te exigiría cosas imposibles; no te dejaría descansar en las horas de calor; y, por desgracia, he observado que siempre que él exige, tú te fuerzas a cumplir. Me asombra que hayas encontrado valor para negarle tu mano. Entonces, Jane, ¿no lo amas?
—No como marido.
—Sin embargo, es hombre apuesto.
—Y ya ves que yo soy muy fea, Dianita. No haríamos nunca buena pareja.
—¿Fea tú? En absoluto. Eres demasiado bonita, además de demasiado buena, para asarte viva en Calcuta.
Y volvió a conjurarme con firmeza a que abandonara toda idea de marcharme con su hermano.
—Debo abandonarla, en efecto —dije yo—, pues ahora que acabo de reiterar la oferta de ponerme a su servicio como diácona, se ha mostrado escandalizado por mi falta de decoro. Según parece, cree que he cometido una indecencia al prestarme a acompañarlo sin casarme con él; como si yo no hubiera buscado desde el primer momento en él a un hermano, y como si no lo considerara como tal.
—¿Por qué dices que no te ama, Jane?
—Deberías oírle hablar a él de la cuestión. Me ha explicado una y otra vez que si busca pareja no es para él sino para su ministerio. Me ha dicho que estoy hecha para el trabajo y no para el amor; lo cual es cierto, sin duda. Pero, en mi opinión, si no estoy hecha para el amor, la conclusión es que no estoy hecha para el matrimonio. ¿Acaso no sería extraño, Dianita, encadenarse para toda la vida a un hombre que sólo la considera a una como una herramienta útil?
—¡Intolerable! ¡Antinatural! ¡Ni pensarlo!
—Y, además —proseguí—, aunque ahora sólo tengo hacia él un afecto de hermana, si me viera obligada a ser su esposa, me imagino la posibilidad de concebir hacia él una especie de amor inevitable, extraño, atormentado, por el talento que tiene, y por esa especie de grandeza heroica de su aspecto, conducta y conversación. En tal caso, mi suerte sería desgraciada de manera inexpresable. Él no querría que yo lo amara; y si yo diera muestras de este sentimiento, me haría ver que era superfluo, que no me lo exigía, que era inconveniente por mi parte. Sé que lo haría.
—A pesar de todo, Saint John es un hombre bueno —dijo Diana.
—Es un hombre bueno y grande; pero olvida sin compasión los sentimientos y las necesidades de las personas pequeñas en la búsqueda de sus grandes objetivos. Por lo tanto, es mejor que los insignificantes no nos crucemos con él, no sea que nos pisotee en su avance. ¡Aquí viene! Te dejo, Diana.
Y subí deprisa al piso de arriba cuando lo vi entrar en el jardín.
Pero no tenía más remedio que verme con él otra vez en la cena. Durante la comida pareció tan sereno como de costumbre. Yo había creído que apenas me dirigiría la palabra, y estaba segura de que había renunciado a su proyecto de matrimonio; los hechos subsiguientes me mostraron que me equivocaba en ambos puntos. Se dirigió a mí con su manera ordinaria, o de la que había sido últimamente su manera ordinaria, de una cortesía escrupulosa. No cabía duda de que había invocado la ayuda del Espíritu Santo para apagar la ira que había despertado yo en él, y ahora creía haberme perdonado una vez más. Como lectura vespertina antes de rezar las oraciones eligió el capítulo veintiuno del Apocalipsis. Siempre era agradable oír salir de sus labios las palabras de la Biblia: su bonita voz no sonaba nunca tan dulce y llena, su porte nunca se volvía tan imponente en su noble sencillez como cuando comunicaba los oráculos de Dios; y aquella noche esa voz adquirió un tono más solemne; aquel porte, un significado más estremecedor, cuando, sentado en el centro del círculo de su familia (con la luna de mayo entrando por la ventana sin cortinas, haciendo casi innecesaria la luz de la vela que estaba sobre la mesa), sentado allí, inclinado sobre la gran Biblia antigua, describió leyendo en sus páginas la visión del cielo nuevo y la nueva tierra; contó cómo vendría Dios a vivir con los hombres, cómo limpiaría todas las lágrimas de sus ojos y prometía que no habría más muerte, ni penas ni llantos, ni más dolor, porque las cosas antiguas habrían pasado. Las palabras siguientes me produjeron un estremecimiento extraño cuando las dijo; sobre todo, porque sentí por una alteración ligera e indescriptible de su voz que, al pronunciarlas, había puesto en mí los ojos.
—«El que venciere, poseerá todas las cosas; y yo seré su Dios, y él será mi hijo. Mas —leyó despacio y con claridad—, a los temerosos e incrédulos, etcétera, su parte será en el lago ardiendo con fuego y azufre, que es la muerte segunda».
Desde entonces supe el destino que temía Saint John que me estuviera aparejado.
Su enunciación de los últimos versículos gloriosos del capítulo estuvo marcada por un triunfo tranquilo, moderado, combinado con una impaciencia anhelante. El lector de estos versículos ya creía su nombre escrito en el libro de la vida del Cordero, y ansiaba la hora en que entraría en la ciudad donde llevan los reyes de la tierra su gloria y honor, que no necesita sol ni luna porque brilla en ella la gloria de Dios y su luz es la luz del Cordero.
En la oración que siguió al capítulo, se reunió toda su energía, se despertó todo su celo severo: hablaba con gran sinceridad, debatiéndose con Dios y resuelto a vencer. Suplicó fuerza para los débiles de corazón; orientación para los que se desviaban del rebaño; la vuelta, aunque fuera a la hora undécima, de aquéllos a los que las tentaciones del mundo y la carne apartaban del camino recto. Pidió, suplicó, exigió el bien de una rama arrancada de la quema. La sinceridad siempre es muy solemne: al escuchar aquella oración, la suya me asombró, primero; luego, cuando aumentó y creció, me conmovió, y por último me asustó. Sentía con gran franqueza la grandeza y la bondad de su propósito; las demás que le oíamos pedir por él no pudimos menos de sentirla también.
Terminada la oración, nos despedimos de él: iba a salir muy temprano, de madrugada. Después de haberlo besado Diana y Mary, salieron de la habitación, creo que obedeciendo una indicación susurrada por él; le ofrecí la mano y le deseé buen viaje.
—Gracias, Jane. Como ya he dicho, regresaré de Cambridge de aquí a quince días; te queda, pues, ese plazo para la reflexión. Si yo atendiera al orgullo humano, no volvería a hablarte de que te casaras conmigo; pero atiendo a mi deber y no pierdo de vista mi primer objetivo: hacerlo todo para gloria de Dios. Mi Maestro tuvo mucha paciencia; yo también la tendré. No puedo darte por perdida por un arrebato de ira; arrepiéntete; toma una resolución mientras todavía haya tiempo. Recuerda que se nos manda trabajar mientras es de día; que se nos advierte que «la noche viene, cuando nadie puede obrar». Recuerda la suerte que corrió el rico Epulón, que gozó de las cosas buenas de la vida. ¡Que Dios te dé fuerzas para elegir esa parte mejor de la que no serás despojada!
Diciendo estas últimas palabras me puso la mano en la cabeza. Había hablado con sinceridad, con suavidad; no tenía la mirada de un amante que contempla a su amada, desde luego, sino la de un pastor que llama a su oveja perdida; o, mejor, la de un ángel custodio que vela por el alma de que es responsable. Todos los hombres de talento, estén o no dotados de sentimientos, sean fanáticos, ambiciosos o déspotas (con tal de que sean sinceros), tienen momentos sublimes en que se someten y se controlan. Sentí veneración por Saint John; una veneración tan fuerte que su empuje me llevó de golpe al punto que yo había evitado durante tanto tiempo. Estuve tentada de abandonar la lucha con él, de dejarme llevar por el torrente de su voluntad al golfo de su existencia y perder allí la mía. Me sentí casi tan asediada por él entonces como lo había estado antes, de otra manera, por otro. En las dos ocasiones fui una tonta. Haberme rendido en la otra ocasión habría sido un error de principios; haberme rendido en ésta, habría sido un error de juicio. Eso creo ahora, al recordar aquella crisis entre los velos tranquilos del tiempo; en aquel momento era inconsciente de mi locura.
Me quedé inmóvil bajo el contacto de mi hierofante. Mis negativas estaban olvidadas; mis miedos, superados; mi resistencia, paralizada. Lo imposible, es decir, mi matrimonio con Saint John, se estaba convirtiendo en posible a pasos agigantados. Todo cambiaba absolutamente de un plumazo repentino. La religión me llamaba; los Ángeles me hacían señas; Dios me mandaba; la vida se enrollaba como un pergamino; las puertas de la muerte, al abrirse, me mostraban la eternidad que estaba más allá; me parecía que valía la pena sacrificarlo todo en un segundo a cambio de la seguridad y la bienaventuranza de allí. La habitación en penumbra estaba llena de visiones.
—¿Podría decidirse ahora? —me preguntó el misionero. La pregunta se formuló con tono delicado; me atrajo hacia él con la misma delicadeza. ¡Oh, esa delicadeza! ¡Cuánto más poderosa es que la fuerza! Yo podía resistirme a la furia de Saint John; me doblaba a su amabilidad como un junco. Pero sabía en todo momento que, si cedía entonces, no por ello dejaría de hacerme arrepentir algún día de mi rebelión anterior. Una hora de oración solemne no había cambiado su carácter: sólo lo había elevado.
—Podría decidirme si estuviera segura —respondí—; si estuviera convencida de que es voluntad de Dios que me case con usted, haría voto aquí y ahora de casarme con usted, ¡pasara después lo que pasara!
—¡Mis oraciones han sido atendidas! —exclamó Saint John. Me apretó la cabeza con la mano con más firmeza, como tomándome por suya; me rodeó con su brazo casi como si me amara (digo
casi
: yo conocía la diferencia, pues había sentido lo que era ser amada; pero, al igual que él, yo ya había dejado el amor fuera de la cuestión y sólo pensaba en el deber). Me debatí contra las tinieblas de mi visión interior, ante la que seguían flotando nubes. Anhelé con sinceridad, a fondo, con fervor, hacer lo correcto y sólo eso. «¡Enséñame, enséñame el camino!», supliqué al Cielo. Estaba más emocionada de lo que había estado nunca; y el lector juzgará si lo que pasó a continuación fue efecto de la emoción. Toda la casa estaba en silencio; pues creo que todos se habían retirado ya a dormir, salvo Saint John y yo. La única vela se consumía; la habitación estaba llena de luz de luna. El corazón me latía aprisa; yo oía su palpitar. De pronto se me detuvo, invadido por una insólita sensación que me hizo estremecer de pies a cabeza. Aquella sensación no fue como una descarga eléctrica, aunque sí igual de viva, de extraña, de sorprendente; avivó mis sentidos como si la máxima actividad de éstos hasta entonces hubiera sido un mero letargo del que ahora se les llamaba y se les obligaba a despertar. Se alzaron expectantes: los ojos y los oídos esperaban mientras la carne me temblaba sobre los huesos.
—¿Qué ha oído? ¿Qué ha visto? —me preguntó Saint John. Yo no veía nada, pero oí que una voz gritaba en alguna parte:
—¡Jane! ¡Jane! ¡Jane!
Y nada más.
—¡Ay, Dios! ¿Qué es eso? —dije con voz entrecortada.
Bien podría haber dicho: «¿Dónde está eso?», pues no parecía que estuviera en la habitación, ni en la casa, ni en el jardín; no salía del aire, ni de debajo de la tierra, ni de lo alto. Yo lo había oído; ¡imposible para siempre saber cómo o de dónde! Y era la voz de un ser humano; una voz conocida, amada, bien recordada; la de Edward Fairfax Rochester; y había hablado con dolor y temor, de manera extraña, con urgencia.
—¡Ya voy! —grité—. ¡Espérame! ¡Allá voy!
Volé a la puerta y miré el pasillo: estaba a oscuras. Salí corriendo al jardín: estaba vacío.
—¿Dónde estás? —exclamé.
Las colinas de más allá de Marsh Glen me devolvieron la respuesta apagada: «¿Dónde estás?». Escuché. El viento susurraba suavemente en los abetos; todo era soledad de páramos y quietud nocturna.
«¡Fuera, superstición! —me dije, mientras el espectro se levantaba negro junto al tejo negro de la cancela—. No es engaño ni brujería tuya: es obra de la naturaleza. Se ha despertado y ha hecho… no un milagro, sino lo que pudo».
Me libré de Saint John, que me había seguido y quiso detenerme. Había llegado el momento de que yo me impusiera. Mis poderes estaban en juego y en plena potencia. Le dije que renunciara a hacerme preguntas o comentarios; le pedí que me dejara, pues quería y debía estar sola. Me obedeció enseguida. Donde hay energía para mandar como es debido, no falta nunca la obediencia. Subí a mi cuarto; me encerré con llave; caí de rodillas y recé a mi manera; de una manera distinta de la de Saint John, pero efectiva a su modo. Me pareció que penetraba muy cerca de un Espíritu poderoso; y el alma se me derramó de agradecimiento a Sus pies. Me levanté de la acción de gracias, tomé una decisión, y me acosté. Sin miedo, iluminada, sin esperar con impaciencia más que la luz del día.