Capítulo IV
Capítulo IV
CAPÍTULO IV
I CONVERSACIÓN
con el señor Lloyd, y la que acabo de referir entre Bessie y la Abbot, me aportaron la esperanza suficiente como para desear ponerme buena; parecía que se avecinaba un cambio, y yo lo deseaba y esperaba en silencio. No obstante, se retrasaba; transcurrieron los días y las semanas; había recuperado mi estado normal de salud, pero no se volvía a tocar la cuestión a la que yo daba vueltas en la cabeza. La señora Reed me observaba a veces con mirada severa, pero casi nunca me hablaba: desde mi enfermedad, había marcado más que nunca la separación entre sus hijos y yo; me había asignado un cuartito minúsculo para que durmiera en él yo sola, condenándome a comer a solas y a pasarme todo el tiempo en el cuarto de juegos mientras mis primos permanecían de continuo en el salón. Sin embargo, no dejó caer la menor indicación de que pensara enviarme a la escuela; a pesar de lo cual, yo sentía por instinto la certidumbre de que no me soportaría mucho más tiempo bajo su techo; pues su mirada expresaba más que nunca, al dirigirse a mí, una aversión insuperable y arraigada.
Eliza y Georgiana me hablaban lo menos posible, obedeciendo órdenes, evidentemente; John se burlaba de mí cuando me veía, e intentó castigarme en una ocasión; pero como yo me volví contra él al instante, animada por el mismo sentimiento de ira profunda y rebelión desesperada que había despertado mi cólera anterior, le pareció más oportuno desistir, y huyó de mí farfullando abominaciones y jurando que le había roto la nariz. Era cierto que yo había propinado a aquel prominente rasgo suyo el golpe más fuerte que pudieron asestar mis nudillos; y cuando lo vi intimidado, fuera por aquello o por mi aspecto, me sentí muy inclinada a seguir atacando para aprovechar mi ventaja; pero él ya estaba con su mamá. Oí que empezaba a contar en tono lloroso el cuento de que «esa mala de Jane Eyre» se había abalanzado sobre él como un gato rabioso; le hicieron callar con cierta brusquedad:
—No me hables de ella, John; ya te dije que no te acercases a ella. No merece que le presten atención; no quiero que tus hermanas ni tú os tratéis con ella.
Al oír esto, me asomé sobre la barandilla y exclamé de manera repentina y sin haber meditado en absoluto mis palabras:
—No son dignos de tratarse conmigo.
Aunque la señora Reed era una mujer más bien gruesa, cuando oyó aquella afirmación extraña y audaz subió corriendo las escaleras con agilidad, me llevó en vilo al cuarto de juegos y, después de dejarme caer bruscamente en el borde de mi catre, me retó con voz enfática a que me levantara de aquel lugar o pronunciara una sola sílaba más durante el resto del día.
—¿Qué le diría el tío Reed si viviera? —le pregunté de manera apenas voluntaria. Digo «apenas voluntaria» porque me pareció como si mi lengua pronunciara palabras sin que mi voluntad consintiera en emitirlas: hablaba por mí algo que yo no controlaba.
—¿Qué? —musitó la señora Reed. Algo parecido al miedo inquietó sus ojos grises, habitualmente fríos y serenos; retiró la mano de mi brazo y me miró con fijeza como si no supiera en realidad si yo era niña o diablo. Ya no podía volverme atrás.
—Mi tío Reed está en el cielo y ve todo lo que me hace usted y lo que piensa; y también lo ven mi papá y mi mamá: saben que usted me tuvo encerrada un día entero y que quiere mi muerte.
La señora Reed no tardó en cobrar ánimo: me sacudió de lo lindo, me dio una bofetada en cada mejilla y me dejó después sin decir palabra. Bessie cubrió el ínterin con una homilía de una hora de duración en la que demostró sin género de duda que yo era la niña más mala y perdida que se había criado jamás en una casa. Yo medio la creí; pues, en efecto, advertía que sólo albergaba malos sentimientos en mi pecho.
Pasaron noviembre, diciembre y la mitad de enero. La Navidad y el Año Nuevo se habían celebrado en Gateshead con la alegría tradicional; había habido regalos, comidas y veladas festivas. Por supuesto, a mí me excluyeron de todas las diversiones. La única parte que tenía yo de los regocijos consistía en presenciar todos los días cómo se arreglaban Eliza y Georgiana y verlas bajar al salón, ataviadas con sus vestidos de muselina y sus bandas color escarlata, y con complicados peinados de tirabuzones; y después, en escuchar el sonido del piano o el arpa que tocaban abajo, el paso del mayordomo y el lacayo, el tintineo del vidrio y la porcelana cuando se servían refrigerios, el runrún de las conversaciones cuando se abría la puerta del salón. Cuando me cansaba de esta ocupación, me retiraba de lo alto de las escaleras al cuarto de juego, solitario y silencioso: allí no me sentía desgraciada, aunque sí algo triste. A decir verdad, no sentía el menor deseo de compañía, pues cuando estaba en compañía no solían prestarme atención más que rara vez; y si Bessie hubiera sido amable y sociable, a mí me habría parecido un privilegio pasar las veladas con ella tranquilamente, en vez de pasarlas bajo la mirada espantosa de la señora Reed, en una habitación llena de damas y caballeros. Pero Bessie solía retirarse a las regiones más animadas de la cocina y el cuarto del ama de llaves en cuanto terminaba de vestir a sus señoritas, y por lo general se llevaba la vela. Yo me quedaba entonces sentada con mi muñeca en las rodillas hasta que la lumbre se amortiguaba, echando algunas miradas de vez en cuando para asegurarme de que no rondaba nada peor que yo en la penumbra del cuarto; y cuando las brasas se volvían de un rojo oscuro, me desvestía aprisa, tirando de los nudos y los cordones como podía, y me refugiaba del frío y la oscuridad en mi cama. Siempre me llevaba la muñeca a aquella cama: los seres humanos tenemos la necesidad de amar algo; y, a falta de objetos más dignos de afecto, yo me las arreglaba para complacerme en amar y acariciar un ídolo mustio, astroso como un espantapájaros en miniatura. Ahora me sorprende recordar la sinceridad absurda con que yo adoraba aquella muñequita, casi imaginándome que estaba viva y que era capaz de sentir. No podía quedarme dormida si no la tenía arrebozada en mi camisón; y cuando ésta yacía allí acostada, calentita y a salvo, yo era relativamente feliz, pensando que ella también lo era.
Las horas se hacían largas mientras esperaba que se marcharan las visitas y atendía al ruido de los pasos de Bessie en las escaleras; a veces subía antes a recoger su dedal o sus tijeras, o quizá a traerme algo a modo de cena, un bollo o un pastel de queso. Después se quedaba sentada en la cama mientras yo me lo comía; y cuando terminaba, me arropaba, y en dos ocasiones me besó y me dijo: «Buenas noches, señorita Jane». Cuando Bessie estaba así de cariñosa, a mí me parecía la persona mejor, más linda y más amable del mundo, y deseaba con ahínco que siempre estuviera tan agradable y simpática y que no me avasallara ni me riñera ni me regañara sin razón, como solía hacer con demasiada frecuencia. Creo que Bessie Lee debía de ser una muchacha de buenas facultades naturales, pues lo hacía todo con habilidad y estaba muy dotada para la narración; o eso me parece cuando recuerdo la impresión que me causaban sus cuentos. Además, era hermosa, si no me engañan mis recuerdos de su cara y de su persona. Guardo en mi memoria la imagen de una mujer joven y delgada, de pelo negro, ojos oscuros, rasgos muy bonitos y tez limpia y sana; pero tenía el genio caprichoso e irreflexivo, y nociones escasas de lo que eran los principios morales o la justicia; con todo, tal como era, la prefería a cualquier otro habitante de Gateshead.
Era el quince de enero, hacia las nueve de la mañana; Bessie había bajado a desayunar; a mis primos no los había llamado todavía su mamá; Eliza se estaba poniendo el sombrero y un abrigo grueso para ir a echar de comer a sus aves de corral, ocupación ésta que le agradaba; y no le agradaba menos vender los huevos al ama de llaves y atesorar el dinero que así ganaba. Tenía facilidad natural para el comercio y una propensión marcada al ahorro, que no sólo se manifestaba en su tráfico de huevos y de pollos, sino en su modo de regatear con el jardinero al venderle esquejes, semillas y plántulas; pues este empleado tenía órdenes de la señora Reed de comprar a su señorita todos los productos de su parterre que ella quisiera venderle; y Eliza habría vendido el pelo de su cabeza si hubiera podido obtener un beneficio interesante. En cuanto a su dinero, al principio lo escondía en rincones diversos, envuelto en un trapo o en un papel de hacer bigudíes usado; pero en vista de que la doncella descubrió algunos de aquellos depósitos, Eliza, que temía perder algún día su tesoro precioso, consintió en confiárselo a su madre a un tipo de interés usurario del cincuenta o sesenta por ciento, cuyos réditos le cobraba todos los trimestres, y llevaba las cuentas con ávida precisión.
Georgiana estaba sentada en un taburete alto, peinándose ante el espejo y entretejiendo entre sus bucles flores artificiales y plumas mustias que había encontrado en un cajón del ático. Yo estaba haciéndome la cama; había recibido órdenes estrictas de Bessie de tenerla hecha antes de que ella volviera (pues Bessie ya solía ocuparme como una especie de
vicedoncella-niñera
, haciéndome ordenar el cuarto, quitar el polvo a las sillas, etcétera). Después de extender la colcha y de plegar mi camisón, fui al asiento de la ventana para ordenar unos libros de estampas y accesorios de casas de muñecas que estaban dispersos por allí; mi labor fue interrumpida por una orden abrupta de Georgiana: que dejara en paz sus juguetes (pues las sillas y los espejos minúsculos, los platos y las tazas como de hadas, eran de su propiedad); y entonces, a falta de otra cosa que hacer, me entretuve en echar el aliento a los rosetones de escarcha de que estaba cubierta la ventana, despejando así un espacio en el cristal por el que pude asomarme al parque, donde todo estaba inmóvil y petrificado bajo la influencia de una fuerte helada.
Desde esta ventana se veía la vivienda del portero y el camino para carruajes; y cuando hube disuelto una parte suficiente del follaje blanco plateado que velaba los vidrios como para mirar al exterior, vi que se abrían los portones y entraba un coche. Observé con indiferencia su subida por el camino: era frecuente que llegaran coches a Gateshead, pero ninguno solía traer visitantes que me interesaran a mí. Se detuvo ante la casa; sonó con fuerza la campanilla de la puerta; hicieron pasar al recién llegado. Como todo aquello no significaba nada para mí, mi atención desocupada no tardó en encontrar un objeto de mayor interés en el espectáculo de un gorrioncillo hambriento que se posó y se puso a piar en las ramas sin hojas del cerezo que tocaban la pared cerca del marco de la ventana. Tenía en la mesa los restos de mi desayuno de pan y leche, y después de desmigajar un pedazo de panecillo, estaba tirando de la ventana para dejar las migas en el alféizar cuando entró Bessie en el cuarto de juegos después de subir las escaleras corriendo.
—Señorita Jane, quítese el delantal; ¿qué hace usted ahí? ¿Se ha lavado la cara y las manos esta mañana?
Di otro tirón antes de responder, pues no quería que el pájaro se quedara sin su pan: la ventana cedió; esparcí las migas, algunas sobre el alféizar de piedra y otras en la rama del cerezo, y después, tras cerrar la ventana, respondí:
—No, Bessie: acabo de terminar de quitar el polvo.
—¡Qué niña tan molesta y descuidada! Y ¿qué hacías ahora? Estás muy roja, como si estuvieras haciendo una travesura; ¿para qué abrías la ventana?
Se me dispensó de responder, pues Bessie tenía al parecer demasiada prisa para atender a explicaciones; me arrastró al lavabo, me fregó la cara y las manos con jabón, agua y una toalla áspera, de manera despiadada aunque, por ventura, rápida; impuso el orden en mis cabellos con un cepillo duro; me despojó de mi delantal y, acto seguido, me llevó aprisa a lo alto de la escalera y me mandó que bajara enseguida, pues me esperaban en el comedorcito.
Yo quisiera haber preguntado quién me esperaba; quisiera haber inquirido si estaba allí la señora Reed, pero Bessie ya se había marchado y había cerrado a mis espaldas la puerta del cuarto de juegos. Bajé despacio. Llevaba casi tres meses sin que me llamaran a presencia de la señora Reed; después de pasar tanto tiempo recluida en el cuarto de juegos, el comedorcito, el comedor y la sala se habían convertido para mí en regiones temibles en las que no osaba irrumpir.
Ya estaba en el vestíbulo vacío; tenía ante mí la puerta del comedorcito y me detuve, intimidada y temblorosa. ¡Qué cobardica me había vuelto en aquellos tiempos el miedo, provocado por los castigos injustos! Me daba miedo volver al cuarto de juegos, me daba miedo avanzar hasta el salón; me quedé plantada diez minutos, agitada por las dudas; el sonido vehemente de la campanilla del comedorcito me hizo decidirme: tenía que entrar.
«¿Quién preguntará por mí?», me pregunté para mis adentros mientras hacía girar con las dos manos el duro picaporte, que se me resistió unos instantes. «¿A quién me encontraré en la estancia, además de a la tía Reed? ¿Será hombre o mujer?». El picaporte giró, la puerta se abrió y, después de pasar y hacer una reverencia profunda, levanté la vista y vi… ¡una columna negra! Eso me pareció al menos, a primera vista, la figura recta, estrecha, vestida de luto, que estaba de pie sobre la alfombra, muy rígida: la cara adusta que tenía en lo alto era como una máscara tallada que rematase el fuste a modo de capitel.
La señora Reed ocupaba su asiento habitual junto a la lumbre; me indicó con un gesto que me acercara; lo hice así, y me presentó al desconocido pétreo con estas palabras:
—Ésta es la niña a la que se refiere mi solicitud.
Él, pues era un hombre, volvió la cabeza despacio hacia donde yo estaba, y después de examinarme con unos ojos grises de mirada inquisitiva que brillaban bajo un par de cejas pobladas, dijo con voz solemne y grave:
—Es pequeña de tamaño: ¿qué edad tiene?
—Diez años.
—¿Tantos? —respondió con incredulidad; y prolongó su escrutinio unos instantes. Por fin, se dirigió a mí:
—¿Cuál es tu nombre, niña?
—Jane Eyre, señor. —Levanté la vista al pronunciar estas palabras; me parecía que el caballero era alto, pero también es verdad que yo era muy pequeña; sus rasgos eran grandes, y tanto éstos como todas las líneas de su cuerpo eran duros y estirados.
—Y bien, Jane Eyre, ¿eres una niña buena?
Era imposible dar una respuesta afirmativa; en mi pequeño mundo estaba extendida la opinión contraria. Me quedé callada. La señora Reed respondió por mí con un movimiento expresivo de la cabeza, y añadió enseguida:
—Quizá sea mejor que no toquemos ahora esa cuestión, señor Brocklehurst.
—¡Cuánto lamento oírlo! Tendremos que hablar ella y yo.
Y desviándose de su perpendicularidad se instaló en el sillón que estaba enfrente del de la señora Reed.
—Ven aquí —dijo. Crucé la alfombra; él me puso firme ante él. ¡Qué cara le vi, ahora que estaba casi a la altura de la mía! ¡Qué nariz tan grande! ¡Y qué boca! ¡Y qué dientes tan grandes y salientes!
—No hay espectáculo tan triste como el de un niño malo —empezó a decir—, y sobre todo el de una niña mala. ¿Sabes dónde van los malos después de morir?
—Van al infierno —respondí con prontitud y ortodoxia.
—¿Y qué es el infierno? ¿Me lo puedes decir?
—Un pozo lleno de fuego.
—¿Y querrías caer a ese pozo y arder por toda la eternidad?
—No, señor.
—¿Y qué debes hacer para evitarlo?
Reflexioné un instante. La respuesta que se me ocurrió y que di era censurable:
—Debo mantener la salud y no morirme.
—¿Y cómo harás para mantener la salud? Todos los días mueren niños más pequeños que tú. Hace uno o dos días enterré a un niño de cinco años, a un niño bueno cuya alma está ahora en el cielo. Es de temer que no se pudiera decir otro tanto de ti si se te llevaran de este mundo.
Como yo no estaba en condiciones de despejar sus dudas, me limité a bajar la vista hacia los dos grandes pies que tenía plantados en la alfombra, y suspiré, deseando estar muy lejos.
—Espero que ese suspiro te haya salido del corazón y que te arrepientas de haber dado disgustos a tu excelente benefactora.
«¡Benefactora! ¡Benefactora! —me dije para mí—. Todos dicen que la señora Reed es mi benefactora; si es así, una benefactora es una cosa desagradable».
—¿Rezas tus oraciones al acostarte y al levantarte? —prosiguió mi interrogador.
—Sí, señor.
—¿Lees la Biblia?
—A veces.
—¿Con agrado? ¿Te gusta?
—Me gustan el Apocalipsis, el libro de Daniel, el Génesis, los libros de Samuel, y un poco del Éxodo, y algunas partes de los libros de los Reyes y de las Crónicas, y los de Job y Jonás.
—¿Y los Salmos? Te gustarán, espero.
—No, señor.
—¿No? ¡Oh, qué chocante! Tengo un niño, más pequeño que tú, que se sabe de memoria seis salmos; y cuando se le pregunta qué prefiere, comerse un bollo de pan de jengibre o aprenderse un versículo de un salmo, él dice: «¡Oh! ¡Un versículo de un salmo! Los ángeles cantan salmos —dice—; yo quiero ser un angelito aquí abajo». Y entonces recibe dos bollos en premio de su piedad infantil.
—Los salmos no son interesantes —observé.
—Esto demuestra que tienes el corazón malvado; y debes pedir a Dios que te lo cambie, que te dé otro nuevo y limpio; que te despoje de tu corazón de piedra y te dé un corazón de carne.
Yo me disponía a formular una pregunta respecto del modo en que se iba a realizar aquella operación de cambiarme el corazón, cuando intervino la señora Reed diciéndome que me sentara; y prosiguió ella con la conversación.
—Señor Brocklehurst, creo que en la carta que le dirigí hace tres semanas le indiqué que esta niña no tiene el carácter ni la disposición que yo querría; si usted la admite en la escuela de Lowood, le agradecería que rogase a la directora y a las maestras que la vigilaran con rigor y que se guardaran sobre todo de su peor defecto, la tendencia al engaño. Lo digo delante de ti, Jane, para que no intentes mentir al señor Brocklehurst.
Razón tenía yo para temer a la señora Reed, razón tenía para no quererla, pues tenía por costumbre herirme de forma cruel; yo jamás era feliz en su presencia; por mucho cuidado que pusiera en obedecer, por mucho ahínco con que me esforzara en complacerla, ella seguía rechazando mis esfuerzos y pagándomelos con frases como la anterior. Entonces, aquella acusación pronunciada en presencia de un desconocido me llegó al alma; percibí confusamente que ella ya había disipado la esperanza que yo depositara en la nueva existencia a la que me había destinado. Me pareció, aunque no habría sido capaz de expresar este sentimiento con palabras, que estaba sembrando la aversión y la severidad en mi camino futuro; me vi convertida a ojos del señor Brocklehurst en una niña artera y maligna, y ¿qué podía hacer yo para remediar aquella ofensa?
«Nada, desde luego», pensé mientras contenía a duras penas un sollozo y me secaba rápidamente unas lágrimas, muestras impotentes de mi angustia.
—El engaño es, en efecto, un defecto lamentable en un niño —dijo el señor Brocklehurst—; es pariente próximo de la mentira, y los mentirosos recibirán su merecido en el lago de fuego y azufre; a pesar de todo, la vigilarán, señora Reed. Hablaré con la señorita Temple y las maestras.
—Quisiera que le dieran una educación acorde con sus perspectivas en la vida —siguió diciendo mi benefactora—; que sea útil, humilde; en cuanto a las vacaciones, con permiso de usted, las pasará siempre en Lowood.
—Sus decisiones son muy juiciosas, señora —contestó el señor Brocklehurst—. La humildad es una virtud cristiana que resulta especialmente adecuada para las alumnas de Lowood; por ello, ordeno que se cultive entre ellas con especial cuidado. He indagado el mejor modo de mortificar en ellas el sentimiento mundano del orgullo, y el otro día, sin ir más lejos, tuve una prueba agradable de haberlo conseguido. Mi hija segunda, Augusta, fue a visitar la escuela con su mamá, y a su regreso exclamó: «¡Ay, papá querido! Qué calladas y simples parecen todas las niñas de Lowood, con el pelo recogido tras las orejas y sus delantales largos, y con esos bolsillitos por fuera del vestido: ¡casi parecen hijas de gente pobre! Y me miraban el vestido y el de mamá como si no hubieran visto nunca un vestido de seda».
—Me complace saberlo —repuso la señora Reed—; ni buscando en toda Inglaterra habría podido encontrar un sistema más conveniente para una niña como Jane Eyre. La conformidad, querido señor Brocklehurst; yo propugno la conformidad en todo.
—La conformidad, señora, es el primer deber del cristiano, y se ha observado en todas las disposiciones de la institución de Lowood: comida sencilla, atuendos modestos, alojamiento sin lujos, costumbres austeras y activas; tal es el orden del día de la casa y de sus habitantes.
—Está muy bien, señor mío. ¿Puedo contar, entonces, con que reciban a esta niña como alumna en Lowood, y con que la eduquen allí de acuerdo con su situación y sus perspectivas en la vida?
—Puede contar con ello, señora; la plantaremos en ese semillero de plantas escogidas, y confío en que manifieste su agradecimiento por el privilegio inestimable para el que ha sido escogida.
—Entonces, la enviaré allí lo antes posible, señor Brocklehurst, pues le aseguro que estoy impaciente por liberarme de una responsabilidad que empezaba a resultar demasiado pesada.
—Sin duda, sin duda, señora; y ahora le deseo muy buenos días. Regresaré a Brocklehurst Hall de aquí a una semana o dos; mi buen amigo el archidiácono no me dejaría marchar antes. Mandaré a la señorita Temple aviso de que debe esperar la llegada de una niña nueva, para que no haya dificultades al recibirla. Adiós.
—Adiós, señor Brocklehurst; dé usted recuerdos de mi parte a la señora y a la señorita Brocklehurst, y a Augusta y Teodore, y al señorito Broughton Brocklehurst.
—Así lo haré, señora. Niña, aquí tienes un libro titulado
La guía de los niños buenos
; léelo con devoción, sobre todo el pasaje que trata de la muerte repentina y terrible de Martha G., una niña mala, aficionada a la mentira y al engaño.
Dicho esto, el señor Brocklehurst me puso en la mano un opúsculo delgado, encuadernado, y después de hacer sonar la campanilla para pedir su coche se marchó.
La señora Reed y yo nos quedamos solas; pasamos unos minutos en silencio; ella cosiendo y yo mirándola. En aquella época, la señora Reed podía tener unos treinta y seis o treinta y siete años; era una mujer de porte robusto, hombros cuadrados y miembros recios; no alta; gruesa pero sin llegar a ser obesa; tenía la cara algo grande, con la mandíbula muy sólida y desarrollada; la frente estrecha, la barbilla grande y prominente, la boca y la nariz bastante regulares; bajo sus cejas delgadas relucían unos ojos desprovistos de piedad; tenía la piel oscura y opaca; el pelo casi rubio; su constitución era sana como una manzana: jamás la afectaban las enfermedades. Era una administradora precisa y hábil; tenía perfectamente controlada su casa y a sus arrendatarios; sólo a veces desafiaban sus hijos su autoridad y se reían de ella; vestía bien y tenía la presencia y el porte adecuados para que le sentara bien la ropa hermosa.
Yo examinaba su figura y escrutaba sus rasgos, sentada en un taburete bajo, a pocas varas de su sillón. Tenía en la mano el tratado donde se refería la muerte repentina de la mentirosa, cuya lectura se me había recomendado a modo de advertencia. Tenía reciente, en carne viva y clavado en la mente, lo que acababa de pasar, lo que había dicho de mí la señora Reed al señor Brocklehurst, todo el contenido de su conversación; había sentido cada una de las palabras con tanta claridad como las había oído, e iba surgiendo dentro de mí un arrebato de resentimiento.
La señora Reed levantó la vista de su labor; me miró a los ojos, y el ágil movimiento de sus dedos se interrumpió al mismo tiempo.
—Sal de la habitación; vuelve al cuarto de juegos —me mandó. Debió de parecerle ofensiva mi mirada o alguna otra cosa, pues me habló con una irritación extrema, aunque reprimida. Me levanté, fui a la puerta; volví atrás; atravesé la habitación, fui a la ventana y me acerqué después a ella.
Debía
hablar; me habían pisoteado gravemente, y
tenía
que desquitarme; pero ¿cómo? ¿Qué fuerza tenía yo para arrojar a mi antagonista un dardo vengador? Reuní todas mis fuerzas y pronuncié esta frase categórica:
—No soy embustera; si lo fuera, diría que la quiero; pero afirmo que no la quiero; la quiero menos que a nadie en el mundo, salvo a John Reed; y este libro que trata de la mentirosa se lo puede dar usted a su hija Georgiana, pues es ella la que cuenta mentiras, no yo.
La señora Reed mantenía las manos inmóviles sobre su labor; sus ojos de hielo seguían clavados fríamente en los míos.
—¿Tienes algo más que decir? —preguntó, no con el tono con que se suele hablar a los niños, sino más bien con el que se puede dirigir una persona a un oponente adulto.
Esa mirada suya, esa voz, suscitó toda la antipatía que yo tenía dentro. Temblando de pies a cabeza, estremecida por una emoción incontrolable, seguí diciendo:
—Me alegro de que usted no sea parienta mía: jamás volveré a llamarla «tía» mientras viva. Jamás vendré a verla cuando sea mayor; y si alguien me pregunta si la apreciaba, y cómo me trató, diré que siento náuseas sólo de pensar en usted, y que me trató con una crueldad miserable.
—¿Cómo te atreves a decir eso, Jane Eyre?
—¿Que cómo me atrevo, señora Reed? ¿Que cómo me atrevo? Porque es
la verdad
. Usted se piensa que no tengo sentimientos y que puedo subsistir sin el más mínimo amor ni cariño; pero yo no puedo vivir así, y usted no tiene compasión. Recordaré hasta mi muerte que me empujó, que me empujó con brusquedad y violencia, para meterme de nuevo en el cuarto rojo, aunque sufría, aunque gritaba, ahogándome de angustia: «¡Tenga piedad! ¡Tenga piedad, tía Reed!». Y que me hizo sufrir ese castigo porque el malvado de su hijo me había pegado, me había derribado sin motivo. Se lo contaré de esta precisa manera a cualquiera que me lo pregunte. La gente la toma a usted por una buena mujer, pero es mala y dura de corazón. ¡La embustera es
usted
!
Cuando todavía no había terminado de dar esta respuesta, el alma empezó a dilatárseme, a regocijárseme, con el sentimiento de libertad, de triunfo, más extraño que había tenido yo en la vida. Me parecía que se había roto una atadura invisible y que había alcanzado una libertad inesperada. El sentimiento no carecía de motivo: la señora Reed parecía asustada; se le había caído de las rodillas la labor; levantaba las manos, se balanceaba e incluso contraía el gesto como si se fuera a echar a llorar.
—Te equivocas, Jane; ¿qué te pasa? ¿Por qué tiemblas de esa manera? ¿Quieres beber agua?
—No, señora Reed.
—¿Quieres alguna otra cosa, Jane? Te aseguro que quiero ser amiga tuya.
—No es verdad. Usted ha dicho al señor Brocklehurst que yo tenía mal carácter, tendencia a engañar; y yo contaré a todos en Lowood lo que es usted y lo que ha hecho.
—Tú no entiendes estas cosas, Jane; es preciso corregir los defectos de los niños.
—¡El engaño no es mi defecto! —grité con voz salvaje y aguda.
—Pero sí que eres violenta, Jane, debes reconocerlo; y ahora vuelve al cuarto de juegos, querida… y acuéstate un poco.
—No soy su querida; no puedo acostarme; envíeme pronto a la escuela, señora Reed, porque odio vivir aquí.
—La enviaré pronto a la escuela, desde luego —murmuró la señora Reed
sottovoce
[1]
; y, después de recoger su labor, se marchó bruscamente de la estancia.
Me quedé allí sola, como vencedora. Había sido la batalla más reñida que había librado hasta entonces y mi primera victoria; me quedé un rato en pie sobre la alfombra donde había estado el señor Brocklehurst, gozando de la soledad del conquistador. Al principio sonreí para mis adentros y me sentí jubilosa; pero aquel placer ardiente amainó con tanta rapidez como las palpitaciones aceleradas de mi pulso. Los niños no tienen derecho a discutir con sus mayores como había discutido yo; no pueden dar rienda suelta a sus sentimientos furiosos sin sentir después las punzadas del remordimiento y los escalofríos de la reacción. Mi estado de ánimo cuando acusé y amenacé a la señora Reed se podía haber representado adecuadamente con la imagen de un monte incendiado, cubierto de fuego ardiente y devorador; el mismo monte, ennegrecido y desolado tras apagarse las llamas, habría servido de imagen igualmente oportuna de mi estado posterior, cuando, tras media hora de silencio y reflexión, había percibido la insensatez de mi conducta y la tristeza de aquella situación en la que odiaba y me odiaban.
Había catado por primera vez la venganza; al tragarla, cálida y templada, me había sabido como un vino aromático; su deje metálico y corrosivo me daba la sensación de haber tomado un veneno. Habría ido entonces de buena gana a pedir perdón a la señora Reed; pero sabía, en parte por experiencia y en parte por instinto, que aquello serviría para que me rechazara con un desprecio duplicado, volviendo a excitar de esa manera todos los impulsos turbulentos de mi carácter.
Preferí ejercitar una cualidad más positiva que la de hablar con furia; preferí alimentar algún sentimiento menos diabólico que el de la indignación sombría. Tomé un libro, unos cuentos árabes; me senté e intenté leer. No era capaz de captar el sentido del texto; mis propios pensamientos se interponían constantemente entre mí y aquellas páginas que siempre me habían parecido fascinantes. Abrí la puerta con cristalera del comedorcito: los arbustos estaban inmóviles; reinaba en todos los terrenos de la casa la escarcha, sin que la alterara el sol ni la brisa. Me cubrí la cabeza y los brazos con la falda del vestido y salí a pasear por una parte de la arboleda bastante recogida; pero no encontré ningún consuelo en los árboles silenciosos, las piñas que caían, los vestigios congelados del otoño, la hojarasca rojiza en montones formados por los vientos anteriores y ahora congelados. Me apoyé en una verja y me asomé a un prado despejado donde no pastaban ovejas, cuya hierba corta estaba recortada y blanqueada. Hacía un día muy gris; lo cubría todo un cielo muy opaco que amenazaba nieve; caían de cuando en cuando copos que se posaban en el camino endurecido y en el prado encanecido sin derretirse. Me quedé de pie, sintiendo mi desgracia, repitiéndome una y otra vez: «¿Qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer?».
Entonces oí una voz clara que gritaba:
—¡Señorita Jane! ¿Dónde está? ¡Venga a almorzar!
Yo bien sabía que era Bessie; pero no me moví; sus pasos ligeros llegaron bajando por el camino.
—¡So traviesa! —dijo—. ¿Por qué no viene cuando la llaman?
La presencia de Bessie parecía alegre en comparación con los pensamientos a los que había estado dando vueltas; y eso que parecía algo enfadada, como de costumbre. El caso es que, después de mi enfrentamiento con la señora Reed y mi victoria, no estaba dispuesta a inquietarme demasiado por la ira pasajera de la niñera; y sí que estaba dispuesta a gozar de la ligereza juvenil de su corazón. Me limité a abrazarla y a decirle:
—¡Anda, Bessie! No seas regañona.
Aquel gesto era más sincero y valiente que los que yo estaba acostumbrada a hacer; de alguna manera le agradó.
—Es usted una niña rara, señorita Jane —dijo, bajando los ojos hacia mí—; es una pequeña vagabunda solitaria. Tengo entendido que va a ir a la escuela, ¿no es así?
Asentí con la cabeza.
—¿Y no sentirá dejar a la pobre Bessie?
—¿Qué le importo yo a Bessie? Siempre me está regañando.
—Porque usted es una pequeña muy extraña, temerosa y tímida. Debería ser más arrojada.
—¿Cómo? ¿Para que me peguen más?
—¡Bobadas! Pero abusan bastante de usted, eso es verdad. Cuando vino a verme mi madre, la semana pasada, dijo que no querría que estuviera en el lugar de usted una hija suya. Ahora, entre, que tengo buenas noticias que darle.
—No lo creo, Bessie.
—¡Niña! ¿Qué quiere decir con eso? ¡Con qué ojos más tristes me mira! Bueno, el caso es que la señora, las señoritas y el señorito John salen de visita esta tarde a tomar el té, y usted tomará el té conmigo. Pediré a la cocinera que le haga un bollito, y después me ayudará usted a repasar sus cajones, pues tendré que hacerle el baúl de aquí a poco. La señora quiere que usted se marche de Gateshead de aquí a un día o dos, y elegirá usted los juguetes que quiera llevarse.
—Bessie, has de prometerme que no me regañarás más hasta que me vaya.
—Bueno; pero procure ser una niña muy buena, y no me tenga miedo. No dé un respingo cuando yo levante la voz por casualidad; eso provoca mucho.
—Creo que no volveré a tenerte miedo nunca, Bessie, porque me he acostumbrado a ti, y pronto tendré otros que temer.
—Si los teme, no la apreciarán.
—¿Como tú, Bessie?
—Sí que la aprecio, señorita; creo que la aprecio más a usted que a cualquiera de los demás.
—No lo demuestras.
—¡Qué deslenguadilla! Está hablando de una manera muy desconocida en usted. ¿Cómo se ha vuelto tan valiente y atrevida?
—Bueno, pronto estaré lejos de ti; y además…
Iba a decir algo de lo que había pasado entre la señora Reed y yo, pero pensándolo mejor me pareció más oportuno guardar silencio al respecto.
—¿De modo que se alegra usted de dejarme?
—En absoluto, Bessie; ahora mismo lo siento, más bien.
—¡Ahora mismo! y ¡más bien! ¡Con cuánta frialdad lo dice mi señorita! Yo diría que si le pidiera ahora un beso no me lo daría: me diría que más bien no le apetece.
—Te daré un beso con mucho gusto: baja la cabeza.
Bessie se inclinó; nos abrazamos, y la seguí después hasta el interior de la casa muy consolada. Aquella tarde transcurrió en paz y armonía; y al caer la noche Bessie me contó algunos de sus cuentos más apasionantes y me cantó algunas de sus canciones más bonitas. Hasta para mí tenía la vida sus rayos de sol.