Jane Eyre

Capítulo XXVII

Capítulo XXVII

CAPÍTULO XXVII

N ALGÚN

momento de la tarde levanté la cabeza y, viendo que el sol de poniente dejaba en la pared el rastro dorado de su descenso, me pregunte: «¿Que haré?».

Pero la respuesta que dio mi mente («Vete enseguida de Thornfield») fue tan pronta, tan temida, que me tapé los oídos. Me dije que no podía soportar tales palabras entonces. «No ser la esposa de Edward Rochester es ahora la menor de mis penas —aduje—; haberme despertado de sueños gloriosos y haberlos encontrado vanos y vacíos es un horror que sería capaz de sobrellevar y dominar, pero tener que abandonarlo para siempre, al instante, del todo, es insoportable. No soy capaz».

Pero entonces sonó dentro de mí una voz que reconoció que era capaz de hacerlo y predijo que lo haría. Me debatí con mi propia resolución: quería ser débil para librarme de la travesía terrible de nuevos sufrimientos que veía ante mí; y la Conciencia, erigida en tirana, tenía del cuello a la pasión y le decía con burla que apenas le había metido en el barro el pie delicado, y le juraba que la hundiría con brazo de hierro hasta profundidades insondables de tormento.

«Que me saquen de aquí —exclamé entonces—. ¡Que me ayude otro!».

«No: saldrás de aquí tú sola; no te ayudará nadie; tú misma te arrancarás el ojo derecho; tú misma te cortarás la mano derecha; tu corazón será la víctima del sacrificio, y tú el sacerdote que lo traspasará».

Me levanté de pronto, aterrorizada por la soledad en que se movía aquel juez tan implacable, por el silencio que llenaba aquella voz tan terrible. Al ponerme de pie me dio vueltas la cabeza. Estaba mareada no sólo por la emoción, sino también por la inanición: aquel día no había probado bocado ni bebido, pues no había desayunado. Y advertí entonces con extraña angustia que, durante todo el tiempo que había pasado allí encerrada, no había venido nadie a interesarse por mi estado ni a invitarme a bajar: ni siquiera había llamado a la puerta la pequeña Adèle; ni siquiera había venido a buscarme la señora Fairfax. «Los amigos olvidan siempre a los desamparados por la fortuna», murmuré, mientras descorría el pestillo y salía. Tropecé con un obstáculo: seguía mareada, veía mal y tenía débiles los miembros. No recuperé el equilibrio a tiempo; caí, pero no al suelo: un brazo extendido me sujetó. Levanté la vista: me sostenía el señor Rochester, que estaba sentado en una silla ante mi cuarto.

—Por fin sales —dijo—. Llevaba mucho tiempo esperándote y escuchando, sin oír ningún movimiento, ni un solo sollozo: cinco minutos más de ese silencio de muerte y habría forzado la cerradura como un ladrón. ¿De modo que me rehúyes? ¡Te encierras y te lamentas a solas! Preferiría que hubieras ido a recriminarme con vehemencia. Eres apasionada. Esperaba alguna escena. Estaba preparado para una lluvia cálida de lágrimas, sólo que quería que se derramaran en mi pecho; ahora las ha recibido un suelo insensible, o tu pañuelo empapado. Pero me equivoco: ¡no has llorado en absoluto! Veo unas mejillas pálidas y unos ojos mustios, sin rastro de lágrimas. ¿Debo suponer, entonces, que tu corazón ha estado llorando sangre?

»¿Y bien, Jane? ¿Ni una palabra de reproche? ¿Ni de amargura? ¿Ni de dolor? ¿No me dices nada que mitigue mis sentimientos ni despierte mi rabia? Te quedas sentada donde te he dejado y me miras con ojos cansados y pasivos.

»Jane, no quise nunca herirte de este modo. Un hombre que no tuviera más que una ovejita a la que quisiera como a una hija, que comiera de su pan, bebiera de su copa y durmiera en su regazo, y la matara por error en el matadero, no lamentaría más su error sangriento de lo que lamento yo ahora el mío. ¿Me perdonarás alguna vez?

Lector, lo perdoné en ese momento y allí mismo. Había en sus ojos un remordimiento tan profundo, una pena tan verdadera en su voz, una energía tan varonil en su porte; y, por otra parte, había un amor tan inalterado en su mirada y gesto, que se lo perdoné todo; aunque no con palabras, no exteriormente: sólo dentro de mi corazón.

—¿Sabes que soy un canalla, Jane? —me preguntó con melancolía no mucho después, supongo que extrañado de mi silencio y mansedumbre constantes, que más que intencionadas eran fruto de mi debilidad.

—Sí, señor.

—Entonces, dímelo a la cara y abiertamente: no me disculpes.

—No puedo; estoy cansada y enferma. Quiero agua.

Soltó una especie de suspiro tembloroso y, tomándome en sus brazos, me llevó en vilo al piso inferior. Al principio no supe a qué cuarto me había llevado; mis ojos vidriosos lo veían todo nublado. Sentí después el calor de una chimenea, que me resultó vivificante; pues, a pesar de estar en verano, me había quedado helada en mi dormitorio. Me acercó vino a los labios; lo probé y me reanimé. Después comí algo que me ofreció y volví en mí a poco. Estaba en la biblioteca, sentada en su sillón; él estaba muy cerca de mí. «Si pudiera dejar la vida ahora mismo, sin sentir un dolor demasiado agudo, sería mejor para mí —pensé—; así no tendría que hacer el esfuerzo de romperme las entretelas del corazón al separarlas de las del señor Rochester. Parece ser que debo dejarlo. No quiero dejarlo; no puedo dejarlo».

—¿Cómo te encuentras ahora, Jane?

—Mucho mejor, señor; pronto estaré bien.

—Vuelve a probar el vino, Jane.

Le obedecí; después dejó la copa en la mesa, se puso de pie ante mí y me miró con atención. De repente se apartó soltando una exclamación inarticulada llena de alguna emoción apasionada; cruzó la habitación a paso rápido y volvió; se inclinó hacia mí como para besarme, pero yo recordé que las caricias ya estaban prohibidas. Aparté la cara y le retiré la suya.

—¡Cómo! ¿Qué es esto? —exclamó él al instante—. ¡Ah, ya sé! ¿No quieres besar al marido de Bertha Mason? ¿Consideras que mis brazos están ocupados y que mis abrazos tienen dueño?

—En todo caso, en sus brazos no hay sitio para mí ni tengo derecho a ellos, señor.

—¿Por qué, Jane? Te dispensaré de la molestia de hablar mucho; responderé por ti. Porque ya tengo esposa, quieres decir. ¿He acertado?

—Sí.

—Si así lo crees, debes de tener una extraña opinión de mí; debes de considerarme un disoluto artero, un libertino vil y rastrero que ha estado simulando un amor desinteresado para atraerte a una trampa tendida con cuidado y despojarte de tu honra y robarte tu dignidad. ¿Qué me dices a eso? Veo que no puedes decir nada, en primer lugar porque todavía estás débil y bastante haces con respirar; en segundo lugar, todavía no te has acostumbrado a acusarme y vilipendiarme; y, además, las lágrimas tienen abiertas las compuertas y manarían a raudales si hablases mucho; y no tienes deseos de amonestar, de recriminar, de dar una escena: estás pensando qué

hacer

; consideras que de nada sirve

hablar

. Te conozco: estoy sobre aviso.

—Señor, no quiero actuar contra usted —dije; y la inseguridad de mi voz me recomendó que pusiera fin a la frase.

—Estás tramando mi destrucción, no en el sentido que das tú a la palabra, pero sí en el que le doy yo. Has dicho, para todos los efectos, que soy un hombre casado, y como a hombre casado me rehuirás, te apartarás de mi camino: ahora mismo te has negado a besarme. Piensas convertirte en una absoluta desconocida para mí; vivir bajo este techo sólo en calidad de institutriz de Adèle. Si te dirijo alguna vez una palabra de amistad, si algún sentimiento de amistad te vuelve a inclinar hacia mí, dirás: «Este hombre ha estado a punto de convertirme en su amancebada: debo ser de hielo y piedra con él»; y de hielo y piedra te volverás, en consecuencia.

Me aclaré la voz y me calmé para responder.

—Todo ha cambiado a mi alrededor, señor. Yo también debo cambiar, no cabe duda de ello; y para evitar las fluctuaciones de los sentimientos y los combates constantes con los recuerdos y las asociaciones, sólo hay una solución: Adèle tendrá que tener otra institutriz, señor.

—Oh, Adèle irá a un internado, eso ya lo había dispuesto; y tampoco quiero atormentarte con las asociaciones y los recuerdos odiosos de Thornfield, este lugar maldito, esta tienda de Acán, esta cripta insolente que presenta el horror de la muerte en vida a la luz del cielo abierto; este estrecho infierno de piedra con su único demonio real, peor que una legión de demonios imaginados. Tú no te quedarás aquí, Jane, ni yo tampoco. Hice mal desde el primer momento en hacerte venir a Thornfield Hall, sabiendo que tenía un fantasma. Antes de haberte visto nunca, les encargué que te ocultaran todo conocimiento de la maldición de la casa, sólo porque temía que Adèle no tendría nunca una institutriz fija si ésta supiera con qué inquilino compartía casa; y mis planes no me permitían llevar a la loca a otra parte; aunque tengo una casa vieja, la casa solariega de Ferndean, todavía más retirada y oculta que ésta, donde podría haberla alojado con toda seguridad si no me lo hubieran impedido mis escrúpulos de conciencia por lo insalubre de su situación, en el corazón de un bosque. Es probable que aquellas paredes húmedas me hubieran liberado de su carga; pero cada villano tiene su vicio, y el mío no es una tendencia al asesinato indirecto, ni siquiera de lo que más odio.

»No obstante, ocultarte la proximidad de esa loca fue algo parecido a cubrir a un niño con una capa y tenderlo cerca de un árbol upas: la cercanía de ese demonio es venenosa y siempre lo ha sido. Pero clausuraré Thornfield Hall; clavaré la puerta principal y cerraré con tablas las ventanas inferiores; pagaré a la señora Poole doscientas libras al año para que viva aquí con

mi esposa

, como llamas a esa bruja terrible: Grace está dispuesta a hacer muchas cosas por dinero, y le hará compañía su hijo, loquero del manicomio de Grimsby, al que tendrá a mano para ayudarla en los paroxismos, cuando el demonio familiar de mi esposa la impulse a quemar vivas a las personas en sus camas por la noche, a apuñalarlas, a arrancarles la carne a mordiscos, etcétera.

—Señor —lo interrumpí—, es usted despiadado con esa desventurada señora: habla de ella con odio, con antipatía rencorosa. Es una crueldad: ella no tiene la culpa de estar loca.

—Jane, querida mía (así te llamaré, pues lo eres), no sabes lo que dices; vuelves a juzgarme mal. No la odio porque esté loca. ¿Acaso crees que te odiaría a ti si estuvieras loca?

—Sí que lo creo, señor.

—Entonces, te equivocas, y no sabes nada de mí ni del amor del que soy capaz. Cada átomo de tu carne me es tan querido como si fuera de la mía; seguiría siéndome querido en el dolor y la enfermedad. Tu mente es mi tesoro; y, si se quebrara, seguiría siendo mi tesoro; si desvariaras, te contendrían mis brazos y no una camisa de fuerza; tus abrazos, aun en la locura furiosa, tendrían encanto para mí; si te abalanzaras sobre mí de manera tan salvaje como hizo esta mañana esa mujer, te recibiría con un abrazo que tendría tanto de amoroso como de restrictivo. No me apartaría de ti con asco como me aparté de ella. En tus momentos de tranquilidad no tendrías más guardián y enfermero que yo; y podría velar por ti con ternura incansable, aunque no me devolvieras ninguna sonrisa; y no me cansaría nunca de mirarte a los ojos, aunque ya no me recibieran con una chispa de reconocimiento. Pero ¿por qué sigo este hilo de ideas? Estaba hablando de sacarte de Thornfield. Sabes que todo está dispuesto para partir de inmediato: te irás mañana. Sólo te pido que soportes una noche más bajo este techo, Jane; y después, ¡adiós para siempre a sus miserias y terrores! Tengo un lugar de retiro que será un refugio a salvo de recuerdos odiosos, de intromisiones desagradables… hasta de falsedades y calumnias.

—¡Y llévese usted a Adèle, señor! —le interrumpí—; le hará compañía.

—¿Qué quieres decir, Jane? Ya te he dicho que quiero mandar a Adèle a un internado; y ¿para qué quiero la compañía de una niña que ni siquiera es hija mía, sino la hija bastarda de una bailarina francesa? ¿Por qué me importunas con ella? Dime, ¿por qué me asignas a Adèle como compañera?

—Hablaba usted de un retiro, señor; y el retiro y la soledad son monótonos: demasiado monótonos para usted.

—¡La soledad! ¡La soledad! —repitió con irritación—. Veo que debo dar explicaciones. No sé qué expresión de esfinge se está formando en tu semblante. Tú compartirás mi soledad. ¿Lo has entendido?

Negué con la cabeza. Se estaba emocionando tanto que hasta para aventurar esa seña muda de disensión tuve que aplicar cierto grado de valor. Había estado paseándose aprisa por la habitación, y se detuvo como si hubiera echado raíces de pronto en un punto. Me dirigió una mirada larga y dura; aparté los ojos de él, los clavé en el fuego e intenté asumir después un aspecto tranquilo y sosegado.

—Ya apareció la pega del carácter de Jane —dijo por fin, hablando con más calma de la que yo había esperado al ver su aspecto—. El carrete de seda había corrido bien hasta ahora, pero siempre supe que llegaría un nudo y un lío: aquí está. ¡Ya llegan las molestias, las exasperaciones y los disgustos sin fin! ¡Voto a Dios! ¡Quisiera tener una parte de las fuerzas de Sansón para romper el nudo como si fuera estopa!

Emprendió de nuevo su paseo, pero se detuvo al poco rato, y esta vez justo delante de mí.

—¡Jane! ¿Quieres avenirte a razones? —dijo, inclinándose hacia mí y acercando los labios a mi oído—. Porque, si no, recurriré a la violencia.

Tenía la voz ronca; el aspecto de un hombre que está a punto de romper unas ataduras insoportables y de arrojarse de cabeza a la licencia desenfrenada. Vi que dentro de un momento, y si le empujaba un poco más su frenesí, yo no podría hacer nada con él. Sólo tenía el presente, el segundo fugaz, para controlarlo y contenerlo; un movimiento de repulsión, de huida, de miedo, habrían sellado mi destino… y el suyo. Pero yo no tenía miedo, ni el más mínimo. Sentía una fuerza interior, una sensación de firmeza, que me apoyaba. La crisis era peligrosa, si bien no carecía de encanto: era algo parecido, quizá, a lo que siente el indio cuando salva con su canoa los rápidos del río. Le tomé el puño cerrado, le aflojé los dedos contraídos y le dije con voz tranquilizadora:

—Siéntese; le hablaré cuanto quiera y escucharé todo lo que tenga que decirme, sea razonable o no.

Se sentó; pero no le dejé que me hablara, de momento. Llevaba algún tiempo luchando con las lágrimas; me había esforzado mucho por reprimirlas, pues sabía que a él no le gustaría verme llorar. Sin embargo, entonces me pareció conveniente dejarlas salir con toda libertad y tanto tiempo como quisieran. Si el llanto le molestaba, tanto mejor. De modo que cedí y lloré de todo corazón.

No tardé en oír que me pedía con sinceridad que me tranquilizara. Le dije que no podía mientras él estuviera tan airado.

—Pero no estoy enfadado, Jane; lo único que pasa es que te amo demasiado; y tú habías endurecido tu carita pálida con una mirada tan resuelta y helada que no podía soportarla. Ahora, calla, y sécate los ojos.

Su voz más baja indicaba que estaba calmado, y yo me calmé a mi vez. Entonces intentó apoyar la cabeza en mi hombro, pero yo no se lo consentí. Después, quiso atraerme hacia sí: no.

—¡Jane! ¡Jane! —dijo, con un acento de tristeza amarga que vibró en todos mis nervios—. ¿Es que no me amas? ¿Sólo valorabas mi posición, y la que te daría ser mi esposa? Ahora que no me consideras capacitado para ser tu marido, rehúyes mi contacto como si yo fuera un sapo o un mono.

Estas palabras me lastimaron, pero ¿qué podía decir o hacer yo? Lo más probable es que no debiera haber dicho o hecho nada; pero me atormentaba tanto el remordimiento por haber herido de esta manera sus sentimientos que no pude controlar el deseo de aplicar un bálsamo donde lo había dañado.

—Sí que lo amo, más que nunca —le dije—; pero no debo mostrar este sentimiento ni entregarme a él, y ésta es la última vez que debo expresarlo.

—¡La última vez, Jane! ¡Cómo! ¿Te crees capaz de vivir conmigo y de verme todos los días, manteniéndote siempre fría y distante, si todavía me amas?

—No, señor; estoy segura de que no sería capaz; y veo por ello que no hay más que una solución; pero usted se pondrá furioso si la nombro.

—¡Oh, nómbrala! Si yo me pongo hecho una furia, tú sabes llorar.

—Señor Rochester, debo dejarlo.

—¿Durante cuánto tiempo, Jane? ¿Durante unos minutos, mientras te alisas el pelo, que tienes algo revuelto, y te lavas la cara, que parece febril?

—Debo dejar a Adèle y Thornfield. Debo separarme de usted toda la vida: debo emprender una nueva existencia entre caras desconocidas y ambientes desconocidos.

—Por supuesto: eso ya te lo dije yo. Paso por alto la locura de separarte de mí. Lo que quieres decir es que debes pasar a formar parte de mí. En cuanto a la nueva vida, así es: todavía has de ser mi esposa; no estoy casado. Serás la señora Rochester, no sólo de nombre sino para todos los efectos. Sólo seré tuyo, mientras vivamos los dos. Irás a una residencia que tengo en el sur de Francia: una quinta blanca, a orillas del Mediterráneo. Allí harás una vida feliz, protegida e inocente. No temas que quiera conducirte a un error, hacerte mi amancebada. ¿Por qué niegas con la cabeza? Debes avenirte a razones, Jane; si no, me pondré frenético otra vez, palabra.

Le temblaron la voz y las manos; se le dilataron las grandes aletas de la nariz; le ardían los ojos; aun así, me atreví a hablar.

—Señor, su esposa vive; es un hecho que ha reconocido usted mismo esta mañana. Si yo viviera con usted tal como desea, sería su amancebada; decir lo contrario es una mixtificación, es una falsedad.

—Jane, olvidas que no soy hombre de carácter suave; no tengo gran paciencia; no soy frío ni desapasionado. Por piedad conmigo y contigo misma, tócame el pulso, siente su palpitar… ¡y ten cuidado!

Se desnudó la muñeca y me la presentó: le faltaba la sangre de las mejillas y los labios, que se le ponían lívidos; yo estaba afligida en todos los sentidos. Agitarlo de tal modo, con una resistencia qué tanto aborrecía él, era una crueldad. Ceder era impensable. Hice lo que hacen los seres humanos por instinto cuando se encuentran acosados hasta el límite: recurrí a alguien más alto que el hombre; me salieron involuntariamente de los labios las palabras «¡Dios me ayude!».

—¡Soy un necio! —exclamó de pronto el señor Rochester—. Le digo y le repito que no estoy casado, y no le explico el porqué. Olvido que ella no sabe nada del carácter de esa mujer ni de las circunstancias de mi unión infernal con ella. ¡Oh, estoy seguro de que Jane compartirá mi opinión cuando sepa todo lo que yo sé! Pon tu mano en la mía, Janet, para que el tacto, además de la vista, me demuestre que estás cerca de mí; y te expondré en pocas palabras la verdadera situación del caso. ¿Estás dispuesta a escucharme?

—Sí, señor; horas enteras si usted quiere.

—Sólo te pido unos minutos. Jane, ¿has oído decir o te has enterado de que yo no era el mayorazgo de mi casa, de que tuve un hermano mayor?

—Recuerdo que la señora Fairfax me lo dijo una vez.

—¿Y has oído decir que mi padre era hombre avaro, codicioso?

—Algo así tenía entendido.

—Pues bien, Jane; entonces, no te extrañará saber que mi padre se negó a distribuir sus bienes; no soportaba la idea de dividir sus propiedades dándome la parte que me correspondía. Resolvió dejárselo todo a mi hermano Rowland. Sin embargo, tampoco podía sufrir que un hijo suyo fuera pobre. Era preciso que yo quedara en buena situación casándome con una esposa rica. Me buscó a su debido tiempo una compañera. El señor Mason, propietario de plantaciones en las Antillas y comerciante, era viejo conocido suyo. Mi padre sabía con certeza que tenía amplias posesiones; hizo sus averiguaciones. Se enteró de que el señor Mason tenía un hijo y una hija y de que estaba dispuesto a dejar a ésta treinta mil libras de dote: aquello bastaría. Cuando salí de la universidad, me enviaron a Jamaica a contraer matrimonio con una esposa a la que ya habían cortejado por mí. Mi padre no me dijo nada de su dinero, pero sí me dijo que la señorita Mason era el orgullo de Puerto España por su belleza, y no era mentira. Encontré que era una hermosa mujer, al estilo de Blanche Ingram: alta, morena y majestuosa. Tanto su familia como ella misma me querían porque era de buena cuna. Me la mostraron en fiestas, vestida espléndidamente. Rara vez la vi a solas, y mantuve muy pocas conversaciones privadas con ella. Me adulaba y exhibía con generosidad sus encantos y sus buenas prendas para agradarme. Parecía que todos los hombres de su círculo la admiraban y me envidiaban. Yo estaba deslumbrado, estimulado; tenía excitados los sentidos; y, en mi ignorancia, mi inocencia e inexperiencia, creí que la amaba. Las rivalidades estúpidas de la sociedad, el deseo, la irreflexión, la ceguera de la juventud, pueden impulsar a un hombre a cometer cualquier locura, hasta la más estúpida. Sus parientes me animaban; mis competidores me picaban; ella me seducía: se contrajo un matrimonio casi antes de que yo me hubiera hecho cargo de dónde estaba. ¡Ay, no me respeto a mí mismo cuando pienso en aquel acto! Me domina un tormento de desprecio interior. No la amaba, no la estimaba, ni siquiera la conocía. No estaba seguro de que existiera una sola virtud en su naturaleza: no había apreciado en su carácter ni en sus modales honestidad, bondad, sinceridad ni refinamiento… y me casé con ella: ¡qué necio, bruto, rastrero y ciego fui! Habría sido menos pecado por mi parte… pero no debo olvidar con quién estoy hablando.

»Yo no había visto nunca a la madre de mi esposa; había creído entender que estaba muerta. Después de la luna de miel supe mi error: sólo estaba loca, encerrada en un manicomio. También existía un hermano menor, mudo y completamente lelo. El mayor, al que has visto (y al que no puedo odiar, aunque aborrezco a toda su familia, porque alberga en su mente débil algunas onzas de cariño, que manifiesta en el interés con que sigue velando por su despreciable hermana, así como por un apego perruno que tuvo hacia mí en su época), acabará probablemente en ese mismo estado algún día. Mi padre y mi hermano Rowland sabían todo esto, pero sólo pensaban en las treinta mil libras y se sumaron a la conspiración contra mí.

»Fueron unos descubrimientos viles; pero no quise reprochar nada a mi esposa, salvo la traición de haberme ocultado aquello; ni siquiera cuando descubrí que su carácter era completamente ajeno al mío; su gustos, repugnantes para mí; su mentalidad, ordinaria, vil, estrecha y notablemente incapaz de aspirar a nada más elevado, de dilatarse, cuando descubrí que no podía pasar a gusto con ella una sola velada, ni una sola hora del día; que no podíamos mantener una conversación amable porque a cualquier tema que abordara yo le daba ella al instante un giro a la vez burdo y trivial, perverso e idiota; cuando advertí que no tendría jamás una casa tranquila ni criados fijos, porque ninguno soportaba los arrebatos constantes de su carácter violento e irracional ni la vejación de sus órdenes absurdas, contradictorias y exigentes: incluso entonces me contuve; renuncié a reñirla; refrené mis censuras; intenté tragarme a solas mi repugnancia y arrepentimiento; reprimí la antipatía profunda que sentía.

»No te haré soportar detalles abominables, Jane; me bastará con unas cuantas palabras vigorosas para expresar lo que tengo que decir. Viví cuatro años con esa mujer que está en el piso de arriba, y antes de cumplirse ese tiempo ya me había hecho sufrir mucho: el carácter se le desarrollaba y se le desvelaba con rapidez espantosa; los vicios le salían a relucir aprisa y con crudeza: eran tan fuertes que sólo se le podían contener por medio de la violencia, y yo no quería recurrir a la violencia. ¡Qué intelecto de pigmeo tenía, y qué inclinaciones de gigante! ¡Qué terribles fueron para mí las consecuencias de estas inclinaciones! Bertha Mason, que salía a su madre infame, me hizo pasar todos los suplicios odiosos y degradantes a que se ve sometido el hombre unido a una mujer carente de templanza y de castidad.

»Mientras tanto, había muerto mi hermano, y al cabo de los cuatro años murió también mi padre. Yo ya era muy rico… aunque pobre hasta la indigencia más espantosa: el carácter más grosero, impuro y depravado que había visto en mi vida estaba unido al mío, y la ley y la sociedad lo consideraban parte de mí. Y no podía librarme de él por ningún medio legal, pues los médicos descubrieron entonces que

mi esposa

estaba loca; sus excesos habían hecho brotar en ella prematuramente el germen de la locura. Jane, no te gusta mi relato; casi pareces enferma; ¿quieres que deje el resto para otro día?

—No, señor; conclúyalo ahora. Tengo lástima de usted; de verdad que tengo lástima de usted.

—Jane, hay quienes creen que la lástima es un regalo repelente e insultante que se puede echar de manera justificada a la cara de los que lo otorgan; aunque esto se refiere a la lástima que nace en los corazones duros y egoístas, que es un dolor híbrido, centrado en sí mismo al oír penas, mezclado de desprecio ignorante hacia los que las han sufrido. Pero no es ésta tu lástima, Jane; no es éste el sentimiento del que tienes llena la cara en este momento, que casi te hace rebosar de lágrimas los ojos, que te hace palpitar el corazón, que te hace temblar la mano en la mía. Tu lástima, querida mía, es la madre paciente del amor; su angustia son los dolores de parto de esta pasión divina. La acepto, Jane; que nazca con libertad su hija: la espero con los brazos abiertos.

—Siga usted, señor; ¿qué hizo cuando supo que estaba loca?

—Casi llegué al borde de la desesperación, Jane; sólo se interponía entre el abismo y yo un resto de dignidad. Sin duda, cargaba con una sucia deshonra ante los ojos del mundo; pero tomé la resolución de seguir limpio ante mis propios ojos, y no me contaminé en ningún momento con sus delitos, y me liberé de toda relación con sus defectos mentales. Pero la sociedad seguía asociando mi nombre y mi persona al suyo; yo seguía viéndola y oyéndola cada día; una parte de su pestilente aliento se mezclaba con el aire que respiraba yo; y, además, recordaba que había sido su marido; ese recuerdo era odioso para mí y lo sigue siendo de manera inexpresable. Yo sabía también que mientras viviera ella no podría ser marido de otra esposa mejor; y aunque era cinco años mayor que yo (su familia y su padre me habían mentido hasta en el dato de su edad), era fácil que viviera tanto como yo, pues era tan robusta de cuerpo como débil de mente. Así pues, a mis veintiséis años de edad, me encontré en una situación desesperada.

»Una noche me despertaron sus gritos (estaba encerrada, claro está, desde que los médicos la habían dado por loca); era una noche ardiente de las Antillas, de las que suelen preceder a los huracanes propios de esos climas. Incapaz de dormir en la cama, me levanté y abrí la ventana. El aire era como vapores de azufre: no encontraba refresco en parte alguna. Los mosquitos entraban zumbando y runruneaban tristemente por el cuarto. El mar, que se oía desde allí, sonaba con el fragor sordo de un terremoto; se amontonaban sobre él nubes negras. La luna se ponía sobre las olas, ancha y roja, como una bala de cañón calentada al rojo: echaba su última mirada sobre un mundo que se estremecía con el inicio de la tempestad. Me influían físicamente la atmósfera y la escena, y tenía llenos los oídos de las maldiciones que seguía chillando la demente, entre las que pronunciaba mi nombre por momentos, mezclado con un tono de odio diabólico, con unas expresiones… ninguna ramera declarada ha tenido nunca un vocabulario más sucio que el suyo; aunque estaba a dos cuartos de mí, yo oía todas sus palabras: los delgados tabiques de aquella casa antillana sólo representaban un leve obstáculo para sus aullidos de loba.

»Esta vida es un infierno —me dije por fin—. ¡Éste es el aire, éstos los sonidos del abismo sin fondo! Tengo derecho a librarme de ellos si puedo. Dejaré los padecimientos de este estado mortal cuando deje la carne que pesa sobre mi alma. No temo la eternidad ardiente del fanático; no existe un estado futuro peor que este presente: ¡saldré de aquí y volveré con Dios!».

»Me dije esto mientras me arrodillaba ante un cofre que contenía un par de pistolas cargadas y lo abría. Tenía intención de pegarme un tiro. Sólo albergué ese propósito durante un instante; pues, como no estaba loco, la crisis de desesperación intensa y pura que había causado el deseo y el designio de quitarme la vida se me pasó en un momento.

»Un viento fresco llegó de Europa por encima del mar y entró por la ventana abierta: se desencadenó la tormenta a raudales, hubo rayos y truenos y el aire se quedó puro. Entonces tracé y tomé una resolución. Mientras me paseaba bajo los naranjos de mi huerto, que goteaban agua, y entre sus granados y ananás empapados, y mientras se encendía a mi alrededor la aurora refulgente de los trópicos, razoné de este modo, Jane (escucha ahora, pues quien me consoló y me enseñó el buen camino en aquella hora fue la Sabiduría verdadera).

»Todavía susurraba en las hojas refrescadas el dulce viento de Europa, y el Atlántico tronaba con libertad gloriosa. Mi corazón, que tanto tiempo llevaba seco y abrasado, se hinchió con su música y se llenó de sangre vital; mi ser, de ansias de renovación; mi alma, de sed de una bebida pura. Vi renovarse la esperanza y sentí que era posible la regeneración. Desde un arco floral del fondo de mi jardín contemplé el mar, más azul que el cielo: más allá estaba el Viejo Mundo; se me abrieron perspectivas despejadas de este modo:

»Ve (me dijo la Esperanza), y vuelve a vivir en Europa; allí no saben la mancha que lleva tu nombre ni la sucia carga a la que estás atado; puedes llevarte a la loca a Inglaterra; enciérrala en Thornfield con la asistencia y las precauciones convenientes; después, viaja tú a la región que quieras y establece el nuevo vínculo que desees. Esa mujer, que tanto ha abusado de tu paciencia, que ha vilipendiado de tal modo tu nombre, que te ha deshonrado de tal manera, que ha marchitado de este modo tu juventud, no es tu esposa, ni eres tú su marido. Encárgate de que la cuiden como lo requiere su estado, y habrás cumplido con todo lo que pide Dios y la humanidad. Que se pierda en el olvido su identidad, su relación contigo: no estás obligado a comunicársela a ninguna persona viviente. Ponía en lugar cómodo y seguro; oculta con el secreto su degradación y déjala».

»Seguí con exactitud esta indicación. Mi padre y mi hermano no habían comunicado mi matrimonio a sus conocidos porque en la primera carta que les escribí para participarles la unión, como ya había empezado a sentir notable repugnancia ante sus consecuencias y ante el carácter y la constitución de la familia, viendo abrirse ante mí un futuro odioso, los apremié a que guardaran el secreto; y al cabo de poco tiempo la conducta infame de la esposa que había elegido mi padre para mí era tal que él se sonrojaba de reconocerla como nuera. Lejos de desear hacer público el vínculo, procuró ocultarlo tanto como yo.

»La trasladé, pues, a Inglaterra; la travesía que hice con ese monstruo en el barco fue espantosa. Mucho me alegré cuando la traje por fin a Thornfield y me hube encargado de alojarla a salvo en aquel cuarto del tercer piso, cuyo gabinete interior secreto ha sido su cubil de fiera, su celda de demonio, desde hace diez años. Me costó cierto trabajo encontrar a alguien dispuesto a cuidarla, pues era preciso elegir a una persona digna de confianza, ya que era inevitable que desvelara mi secreto en sus delirios; además, tenía intervalos lúcidos que duraban días enteros, semanas a veces, que ocupaba en insultarme. Contraté por fin a Grace Poole, del manicomio de Grimsby. Ella y el cirujano Carter (quien vendó las heridas de Mason la noche que ella lo apuñaló y mordió) son las dos únicas personas a las que he confiado mi secreto. Puede que la señora Fairfax haya sospechado algo, pero no es posible que se haya enterado de los hechos con toda precisión. Grace ha sido una buena guardiana, en general; aunque más de una vez se ha descuidado y se ha burlado su vigilancia, debido en parte a un defecto suyo, incurable al parecer y característico de su penoso oficio. La loca es tan astuta como malvada: jamás ha dejado de aprovechar los deslices temporales de su guardiana; una vez, para esconder el cuchillo con que apuñaló a su hermano, y otras dos para apoderarse de la llave de su celda y salir de ella por la noche. La primera de estas ocasiones fue aquella en que intentó quemarme vivo en mi cama; en la segunda te hizo aquella visita espantosa. Agradezco a la providencia, que velaba por ti, que ella descargara su furia sobre tu ajuar de novia, que quizá le trajo algún vago recuerdo de los tiempos de su propia boda; pero no soporto pensar siquiera lo que podía haber pasado. Cuando me imagino a ese ser que se me ha abalanzado al cuello esta mañana, con la cara negra y escarlata sobre el nido de mi paloma, se me hiela la sangre.

—¿Y qué hizo usted después de instalarla aquí, señor? —le pregunté, al hacer él una pausa—. ¿Dónde fue?

—¿Qué hice, Jane? Me transformé en un fuego fatuo. ¿Dónde fui? Erré tan suelto como el espíritu de los pantanos. Marché al continente y recorrí todas sus tierras. Mi deseo fijo era buscar y encontrar a una mujer buena e inteligente a la que pudiera amar, opuesta a la furia que había dejado en Thornfield…

—Pero usted no podía casarse, señor.

—Había decidido hacerlo, y estaba convencido de que podía y debía. Mi primera intención no era engañar, como te he engañado a ti. Pensaba exponer con claridad mi historia y hacer mis propuestas con franqueza; y me parecía tan completamente razonable que me consideraran libre para amar y ser amado, que no dudé nunca poder encontrar a alguna mujer dispuesta y capaz de comprender mi situación y de aceptarme a pesar de la maldición que tenía encima.

—¿Y bien, señor?

—Me haces sonreír siempre que te pones preguntona, Jane. Abres los ojos como un pájaro curioso y haces de vez en cuando un movimiento inquieto como si no te bastara la rapidez de las respuestas habladas y quisieras leer en el corazón del otro. Pero, antes de que siga, dime qué quieres decir con ese «¿y bien, señor?». Es una frasecita que repites mucho, y que me ha arrancado muchas veces discursos interminables, no sé muy bien por qué.

—Lo que quiero decir es, ¿y qué pasó después? ¿Qué hizo usted? ¿Qué salió de aquello?

—¡Exactamente! ¿Y qué es lo que quieres saber ahora?

—Si encontró a alguien de su gusto, si le pidió que se casara con usted, y qué le dijo ella.

—Puedo decirte si he encontrado a alguien de mi gusto y si le he pedido que se casara conmigo, pero lo que dijo ella todavía no está registrado en el libro del Destino. Pasé diez largos años errante, viviendo ya en una capital, ya en otra; unas veces en San Petersburgo; con más frecuencia en París; de cuando en cuando en Roma, Nápoles y Florencia. Provisto de dinero en abundancia y con el pasaporte que representa un antiguo apellido, podía elegir mi compañía: no se me cerraba ningún círculo. Busqué mi mujer ideal entre damas inglesas, condesas francesas,

signoras

italianas y

Gräfinnen

[1]

alemanas. No la encontraba. A veces me parecía por un breve instante haber captado una mirada, oído una voz, contemplado una forma que anunciaba la realización de mi sueño; pero me desengañaba enseguida. No supongas que quería la perfección, ni de mente ni de cuerpo. Sólo buscaba lo que me convenía, las antípodas de la criolla, y esperé en vano. No encontré entre todas ni una sola a la que hubiera pedido que se casara conmigo si hubiera gozado de toda mi libertad (prevenido como estaba de los riesgos, de los horrores, de lo aborrecible de las uniones incongruentes). La desilusión me volvió temerario. Probé la disipación; jamás el libertinaje, que odiaba y sigo odiando. Era el atributo de mi Mesalina antillana, y el asco arraigado que le tenía me moderaba mucho, hasta en mis placeres. Me parecía que cualquier deleite que rozara el desenfreno me acercaba a ella y a sus vicios, y yo lo evitaba.

»Pero no podía vivir solo, y probé la compañía de amancebadas. La primera que elegí fue Céline Varens: otro de esos pasos que llevan al hombre a despreciarse a sí mismo cuando los recuerda. Ya sabes lo que era y el fin que tuvieron mis relaciones con ella. Tuvo dos sucesoras: una italiana llamada Giacinta y una alemana llamada Clara; ambas con fama de hermosura singular. ¿Qué era para mí su belleza al cabo de unas semanas? Giacinta carecía de principios y era violenta: me cansé de ella a los tres meses. Clara era honrada y callada, pero pesada, estúpida y estólida: no era mujer a mi gusto en lo más mínimo. Me contenté con darle una cantidad suficiente para que estableciera un buen negocio, y así pude quitármela de encima de manera decorosa. Pero veo por tu cara, Jane, que no te estás forjando una opinión muy favorable de mí ahora mismo. Me tomas por un libertino sin sentimientos ni principios, ¿verdad?

—La verdad es que no lo aprecio tanto como antes, señor. ¿No le pareció mal en absoluto vivir de esa manera, primero con una amancebada y después con otra? Lo cuenta usted como cosa natural.

—Lo era para mí, y no me agradaba. Era una vida rastrera: no me gustaría volver a ella nunca. Sólo hay una cosa peor que tomar una amancebada a sueldo, y es comprar un esclavo: una y otro suelen ser inferiores a nosotros en carácter, y lo son siempre en categoría social; y es degradante hacer vida familiar con seres inferiores. Odio ahora el recuerdo del tiempo que pasé con Céline, Giacinta y Clara.

Sentí lo que había de cierto en aquellas palabras y extraje de ellas la conclusión segura de que, si yo llegaba a abandonarme y olvidarme de todas las enseñanzas que se me habían inculcado y a convertirme, bajo cualquier pretexto, por cualquier tentación, en sucesora de esas pobres muchachas, él me miraría algún día con aquellos mismos sentimientos que profanaban ahora en su mente el recuerdo de ellas. No expresé esta idea: me bastó con sentirla. Me la grabé en el corazón para que se quedara allí y me sirviera de apoyo cuando me viera puesta a prueba.

—¿Por qué no dices ahora «¿y bien, señor?», Jane? No he terminado. Estás seria. Veo que todavía me desapruebas. Pero déjame concluir. En enero pasado, libre de amancebadas, con el ánimo severo, amargado, consecuencia de una vida inútil, errante, solitaria; corroído por la desilusión, mal dispuesto contra todos los hombres y sobre todo contra todas las

mujeres

(pues empezaba a considerar el concepto de una mujer intelectual, fiel y amorosa como un mero sueño), tuve que volver a Inglaterra para atender a mis negocios.

»Una tarde helada de invierno llegué a caballo a la vista de Thornfield. ¡Oh, lugar aborrecido! No esperaba encontrar allí paz ni placer. Vi a una figurilla sentada sola y callada en una cancela del camino de Hay. Pasé ante ella sin prestarle más atención que al sauce desmochado que tenía enfrente. No presentí lo que representaría para mí; nada me advirtió en mi interior que me estaba esperando allí en figura humilde el árbitro de mi vida, mi genio bueno o malo. Ni siquiera la conocí cuando, por el tropiezo de Mesrour, se acercó a mí y se ofreció muy seria a ayudarme. ¡Oh, criatura delgada e infantil! Me pareció como si se me hubiera posado en el pie un pardillo y me hubiera propuesto llevarme en sus alas minúsculas. Estuve desabrido, pero el ser no se quiso marchar: se quedó a mi lado con una perseverancia extraña, y me miraba y me hablaba con una especie de autoridad. Era preciso que me ayudaran, y por su mano; y me ayudaron.

»En cuanto me apoyé en aquel hombro frágil, irrumpió en mi cuerpo algo nuevo, una savia y una sensación fresca. Por fortuna, me había enterado de que aquel duende volvería a mí, que pertenecía a mi casa de allí abajo; de lo contrario, no habría sido capaz de dejarlo salir de mis manos y verlo desaparecer tras el seto oscuro sin lamentarlo de manera singular. Aquella noche te oí llegar a casa, Jane, aunque es probable que no fueras consciente de que pensaba en ti ni de que te prestaba atención. Al día siguiente te observé, oculto, durante media hora, mientras jugabas con Adèle en la galería. Recuerdo que era un día de nieve y no podías salir. Yo estaba en mi cuarto; la puerta estaba entornada; os veía y os oía. Adèle ocupó tu atención externa durante cierto tiempo, si bien a mí me parecía que tenías puestos los pensamientos en otra parte; a pesar de ello, tuviste mucha paciencia con ella, mi pequeña Jane; hablaste con ella y la entretuviste mucho rato. Cuando te dejó por fin, quedaste sumida al instante en un ensueño profundo: te pusiste a pasear despacio por la galería. En ocasiones, al pasar por delante de una ventana, mirabas la nieve espesa que caía, escuchabas los sollozos del viento y volvías a pasearte suavemente y a soñar. Creo que aquellas visiones diurnas no eran oscuras; a veces se te iluminaban de placer los ojos, había en tu apariencia una blanda emoción que no indicaba reflexiones amargas, biliosas, hipocondríacas; tu cara manifestaba más bien las dulces meditaciones de la juventud cuando su espíritu sigue con alas dispuestas el vuelo de la Esperanza hasta subir a un cielo ideal. Te sacó de tu ensueño la voz de la señora Fairfax, que hablaba a un criado en el vestíbulo; ¡y qué sonrisa tan curiosa te dedicaste a ti misma y para tus adentros, Janet! Tu sonrisa tenía mucho sentido común; era muy sagaz, y pareció burlarse de tus propias abstracciones. Parecía decir: “Mis lindas visiones están muy bien, pero no debo olvidar que son absolutamente irreales. Tengo en el cerebro un cielo de color de rosa y un Edén verde y florido; pero soy perfectamente consciente de que, fuera, tengo a mis pies un camino áspero que cubrir y de que se amontonan a mi alrededor tempestades negras que he de afrontar”. Bajaste corriendo y pediste alguna ocupación a la señora Fairfax: creo que se trataba de hacer las cuentas semanales de la casa o algo parecido. Me enfadé contigo por haberte apartado de mi vista.

»Esperé con impaciencia la caída de la tarde, cuando podría hacerte llamar a mi presencia. Yo sospechaba que el tuyo era un carácter poco habitual, completamente nuevo para mí: quise sondearlo más y conocerlo mejor. Entraste en la habitación con mirada y aire tímidos e independientes a la vez; ibas vestida de un modo singular, poco más o menos como ahora. Te hice hablar: tardé poco en descubrir que estás llena de contrastes extraños. Tu atuendo y tus modales estaban constreñidos por las normas; solías estar tímida y, en conjunto, tenías aire de persona refinada por naturaleza, aunque no acostumbrada en absoluto a la vida social, y bastante temerosa de llamar la atención de manera negativa con algún solecismo o tropiezo; pero cuando se te dirigía la palabra, volvías hacia tu interlocutor unos ojos atentos, valientes y brillantes: en todas tus miradas había penetración y fuerza; cuando te acosaban a preguntas, sabías dar respuestas prontas y rotundas. Muy pronto diste muestras de haberte acostumbrado a mí: creo que percibiste que congeniabas con tu señor torvo y adusto, Jane; pues fue asombrosa la rapidez con que se te tranquilizaron los modales con una cierta soltura natural: por mucho que te gruñía, no dabas muestras de sorpresa, temor, molestia ni desagrado ante mi taciturnidad; me observabas y me sonreías de tarde en tarde con una gracia sencilla a la vez que sagaz que no soy capaz de describir. Lo que vi me contentó y me estimuló. Me gustaba lo que había visto, y quise ver más. A pesar de lo cual, te traté durante mucho tiempo de un modo distante y sólo busqué tu compañía rara vez. Yo era un epicúreo intelectual, y quería alargar el deleite de esta relación nueva e interesante; además, me inquietó durante cierto tiempo un miedo pertinaz a que se marchitara la flor, a que perdiera el dulce encanto de su frescura si la tocaba con demasiada libertad. No sabía yo entonces que no era flor de un día, sino más bien la figura radiante de una flor tallada en una gema indestructible. Quería saber, además, si tú me buscarías en el caso de que yo te evitara; pero no lo hiciste; te quedabas en el aula, tan inamovible como tu escritorio y tu caballete de pintora. Si me encontraba contigo por casualidad, tú te cruzabas conmigo dándome las muestras mínimas de reconocimiento que imponía el respeto. En aquellos días, Jane, tu expresión habitual era un gesto pensativo; no de desánimo, pues no estabas enfermiza, pero tampoco boyante, pues tenías pocas esperanzas y ningún placer real. Me preguntaba qué pensarías de mí, o si pensabas en mí alguna vez, y me resolví a descubrirlo.

»Volví a prestarte atención. Cuando conversabas, tenías una cierta alegría en la mirada y una cierta afabilidad en el trato: vi que tenías el corazón sociable; lo que te volvía lúgubre era el aula silenciosa, era lo tedioso de tu vida. Me permití el deleite de ser amable contigo; la amabilidad despertó pronto la emoción: la cara se te suavizó; la voz se te volvió delicada; me gustaba oír cómo pronunciaban tus labios mi nombre, con acento agradecido y feliz. Por entonces me gustaba encontrarme casualmente contigo, Jane; había en tu comportamiento un titubeo curioso: me mirabas con cierta inquietud, con una duda que te rondaba; no sabías por dónde iba a tirar mi capricho, si iba a comportarme como señor severo o como amigo benigno. Ya te apreciaba demasiado para simular el primero de estos caprichos, y cuando te tendía la mano con cordialidad, subía a tus rasgos jóvenes y melancólicos un color, una luz y una dicha tales, que muchas veces me costó gran trabajo abstenerme de apretarte allí mismo contra mi corazón.

—No hable usted más de aquellos días, señor —lo interrumpí, limpiándome con disimulo unas lágrimas de los ojos; sus palabras eran un tormento para mí, pues yo sabía lo que debía hacer, y pronto, y todos aquellos recuerdos y revelaciones de sus sentimientos no hacían más que dificultarme la labor.

—No, Jane —repuso—; ¿para qué dar vueltas al Pasado, cuando es mucho más seguro el Presente, mucho más luminoso el Futuro?

Me estremecí al oír esta afirmación ciega.

—Comprendes la situación, ¿verdad? —siguió diciendo—. Tras una juventud y una madurez pasadas entre sufrimientos inexpresables y tristes soledades, he encontrado por primera vez a quien puedo amar de verdad, te he encontrado a ti. Tú y yo estábamos compenetrados, eres mi cara mitad, mi ángel bueno. Estoy unido a ti con un fuerte apego. Te considero buena, bien dotada, encantadora; he concebido en mi corazón una pasión ferviente y solemne que se inclina hacia ti, te atrae hacia mi centro y mi fuente de la vida, te envuelve en mi existencia y, ardiendo en una llama pura y poderosa, nos fusiona en uno.

»Me resolví a casarme contigo porque sentía y sabía todo esto. Decirme que ya tenía esposa es una burla inane: ahora sabes que lo único que tenía era un demonio horroroso. Hice mal en intentar engañarte, pero temía la terquedad de tu carácter. Temía los prejuicios que te habían inculcado a edad temprana; quería tenerte segura antes de aventurarme a hacer confidencias. Fue una cobardía: debí haber apelado desde el primer momento a tu nobleza y grandeza de ánimo, tal como hago ahora; debí haberte expuesto claramente mi vida de tormentos, haberte descrito mi hambre y sed de una existencia más elevada y más digna; haberte mostrado, no mi resolución (esta palabra es débil), sino mi inclinación irresistible a amar bien y con fidelidad cuando me aman bien y con fidelidad a cambio. Después te habría pedido que aceptases mi compromiso de fidelidad y que me dieses el tuyo. Dámelo ahora, Jane.

Una pausa.

—¿Por qué callas, Jane?

Yo sufría una prueba: una mano de hierro candente se aferraba a mis órganos vitales. ¡Momento terrible, lleno de lucha, de oscuridad, de fuego! Me amaban como ningún ser humano ha podido soñar; y al que me amaba así, yo lo adoraba; y tenía que renunciar a mi amor y a mi ídolo. Mi deber intolerable se resumía en una sola palabra: «¡Vete!».

—¿Comprendes lo que quiero de ti, Jane? Sólo una promesa: «Seré suya, señor Rochester».

—Señor Rochester,

no

seré suya.

Otro largo silencio.

—¡Jane! —volvió a empezar él con una suavidad que me quebró de dolor y me dejó fría como una piedra de terror siniestro (pues aquella voz tranquila era el jadeo de un león que se incorpora)—. Jane, ¿pretendes seguir tu camino por el mundo y dejar que yo siga otro?

—Sí.

—Jane —dijo, inclinándose hacia mí y abrazándome—, ¿lo pretendes ahora?

—Sí.

—¿Y ahora? —me preguntó, besándome tiernamente la frente y la mejilla.

—Sí —dije, liberándome rápida y completamente.

—¡Ay, Jane, qué amargura! Es… es una maldad. Amarme no sería una maldad.

—Sí lo sería obedecerlo.

Una mueca salvaje le hizo levantar las cejas, le cruzó el rostro; se levantó, aunque se contuvo. Me apoyé con una mano en el respaldo de una silla; temblaba, tenía miedo… pero estaba resuelta.

—Un momento, Jane. Cuando te hayas ido, echa una mirada a mi vida horrible. Me arrancarás toda la felicidad. ¿Qué me quedará entonces? No tendré más esposa que a la loca de arriba; para el caso, podías dejarme a algún cadáver del cementerio de allí abajo. ¿Qué haré, Jane? ¿Dónde encontraré una compañera y alguna esperanza?

—Haga como yo: confíe en Dios y en sí mismo. Crea en el cielo. Tenga la esperanza de que nos volveremos a encontrar allí.

—¿No cederás, entonces?

—No.

—¿Me condenas entonces a vivir desgraciado y a morir condenado? —dijo, alzando la voz.

—Le recomiendo que viva sin pecado y le deseo que muera tranquilo.

—¿Me arrancas, entonces, el amor y la inocencia? ¿Me arrojas a la lujuria como pasión, a los vicios como entretenimiento?

—Señor Rochester, no le asigno este destino, como no lo busco yo misma. Tanto usted como yo hemos nacido para luchar y soportar; hágalo así. Se habrá olvidado de mí antes de que yo me olvide de usted.

—Al hablar así me desmientes, mancillas mi honor. He dicho que no podía cambiar; tú me dices cara a cara que cambiaré pronto. ¡Y qué distorsión de juicio, que perversidad de ideas manifiestas con tu conducta! ¿Acaso es mejor conducir a la desesperación a tu prójimo que transgredir una ley meramente humana, sin daño de terceros? Pues tú no tienes parientes ni conocidos a los que temas ofender por vivir conmigo.

Aquello era verdad, y mientras hablaba, mi propia conciencia y mi razón me traicionaron y me acusaron de cometer un crimen al resistirme a él. Hablaban casi con tanta fuerza como el sentimiento, y éste gritaba con desenfreno. «¡Accede! —decía—. Piensa en su tristeza, piensa en el peligro que corre; mira en qué estado se encuentra cuando está solo; recuerda su carácter arrebatado; considera la temeridad que sigue a la desesperación; cálmalo; sálvalo; ámalo; dile que lo amas y que serás suya. ¿Hay alguien en el mundo a quien importes

o a quien puedan hacer daño tus actos?».

La respuesta fue irreprimible: «Me importo yo a mí misma. Cuanto más solitaria, cuanto más sin amigos, cuanto más falta de apoyo esté, más me respetaré a mí misma. Guardaré la ley que dictó Dios y que aprueban los hombres. Me ceñiré a los principios que recibí cuando estaba cuerda, y no loca como estoy ahora. Las leyes y principios no son para los momentos en que no hay tentaciones: son para momentos como éste, en que el cuerpo y el alma se rebelan contra su rigor; son estrictas, y quedarán invioladas. ¿De qué valdrían, si pudiera quebrantarlas cuando me conviene? Tienen un valor, eso he creído siempre, y si no lo puedo creer ahora es porque estoy loca, loca del todo: me corre fuego por las venas y mi corazón golpea tan aprisa que no soy capaz de contar sus latidos. Las opiniones preconcebidas, las decisiones sentadas de antemano son el único punto de apoyo que tengo en este momento: en ellas me planto».

Eso hice. El señor Rochester lo vio, leyéndome el semblante. Su furia alcanzó un grado culminante: tuvo que ceder a ella por un instante, pasara lo que pasara a continuación; atravesó la habitación, me asió del brazo y me tomó de la cintura. Pareció devorarme con su mirada ardiente; en aquel momento me sentí tan impotente, físicamente, como la paja seca expuesta al fuego y al calor de un horno; mentalmente, seguía dueña de mi alma y poseía con ella la certidumbre de una seguridad última. Por fortuna, el alma tiene en los ojos un intérprete, inconsciente muchas veces, pero siempre veraz. Levanté mis ojos a los suyos; y mientras lo miraba a la cara feroz, solté un suspiro involuntario; me sujetaba con una presión dolorosa, y yo tenía casi agotadas las fuerzas, que tanto habían tenido que soportar.

—Nunca ha existido una criatura tan frágil y tan indomable a la vez —dijo, apretando los dientes—. ¡Parece un simple junco en mis manos! —y me sacudió con la fuerza de sus brazos—. Podría plegarla entre el índice y el pulgar; y ¿de qué me serviría plegarla, despedazarla, aplastarla? Piensa en esos ojos; piensa en el ser decidido, salvaje, libre, que me mira con ellos, desafiándome con algo más que valor, con triunfo sombrío. ¡Haga lo que haga con su jaula, no puedo alcanzarla a ella, a la criatura salvaje y hermosa! Si rompo la frágil prisión, si la rasgo, mi violencia no servirá más que para liberar a la presa. Podría conquistar la casa, pero su inquilina habría huido al cielo antes de que pudiera llamarme posesor de su morada de barro. Y es a ti, espíritu (dotado de voluntad y energía, de virtud y pureza) a quien quiero: no quiero sólo tu cuerpo quebradizo. Podrías venir con suave vuelo y refugiarte contra mi corazón si quisieras; si te sujeto en contra de tu voluntad, te escurrirás de mi mano como una esencia; desaparecerás antes de que yo haya inhalado tu fragancia. ¡Oh! ¡Ven, Jane, ven!

Al decir esto, me soltó y se limitó a mirarme. Era mucho más difícil resistirse a su mirada que a su puño frenético: pero sólo una idiota habría sucumbido a estas alturas. Ya había desafiado y burlado su furia; ahora debía huir de su dolor. Me retiré a la puerta.

—¿Te vas, Jane?

—Me voy, señor.

—¿Me dejas?

—Sí.

—¿No volverás más? ¿No quieres consolarme, rescatarme? ¿No significan nada para ti mi amor profundo, mi pena honda, mi súplica frenética?

¡Qué infinito sentimiento había en su voz! ¡Qué difícil me resultó repetir con firmeza: «Me voy»!

—¡Jane!

—¡Señor Rochester!

—Retírate, pues; accedo; pero recuerda que me dejas angustiado. Sube a tu habitación; piensa lo que he dicho y, Jane, echa una mirada a mis sufrimientos… piensa en mí.

Se apartó; se arrojó boca abajo en el sofá.

—¡Ay, Jane! ¡Mi esperanza, mi amor, mi vida! —dijeron sus labios con angustia. Después sonó un sollozo fuerte y profundo.

Yo había alcanzado ya la puerta; pero, lector, volví; volví con tanta decisión como me había retirado. Me arrodillé a su lado; le levanté la cara del cojín hacia mí; le besé la mejilla; le acaricié el pelo con la mano.

—¡Que Dios lo bendiga, señor querido! —dije—. Que Dios lo guarde de daño y males; que lo dirija y lo consuele; que le premie bien lo bueno que ha sido conmigo.

—El amor de la pequeña Jane habría sido mi mejor recompensa —respondió—; sin él, tengo el corazón roto. Pero Jane me dará su amor. Sí: con nobleza, con generosidad.

La sangre le subió a la cara; le ardió fuego en los ojos; se incorporó de un salto; tendió los brazos; pero yo eludí su abrazo y salí enseguida de la habitación.

«¡Adiós!» —gritaba mi corazón cuando lo dejé—. «¡Adiós para siempre!», añadía la desesperación.

No pensé dormir aquella noche, pero se apoderó de mí un sopor en cuanto me tendí en la cama. Me vi transportada en mis pensamientos a las escenas de la niñez: soñé que estaba en el cuarto rojo de Gateshead; que hacía una noche oscura y yo tenía miedos extraños en la mente. Recordé en aquella visión la luz que me había producido un síncope hacía tanto tiempo; parecía que subía deslizándose por la pared y se detenía, temblando, en el centro del techo a oscuras. Levanté la mirada: el techo se disolvió en nubes; el brillo era como el que imparte la luna a los vapores que está a punto de atravesar. Atendí a su llegada; la atendí con un presentimiento extrañísimo, como si su disco fuera a llevar escrita alguna condena. Irrumpió como no ha aparecido jamás luna alguna entre una nube: primero atravesó una mano los pliegues negros y los apartó; después brilló en el azur del cielo, no una luna, sino una figura humana blanca que dirigía hacia la tierra una cara gloriosa. Me miró fijamente. Habló a mi espíritu. Su voz sonaba a una distancia inmensa; pero sonaba a la vez tan cerca, que me susurró en el corazón:

—Hija mía, huye de la tentación.

—Eso haré, madre.

Ésta fue mi respuesta después de despertarme de aquel sueño semejante a un trance. Todavía era de noche, pero las noches de julio son cortas: la aurora llega poco después de la medianoche. «No puede ser demasiado pronto para comenzar la tarea que debo cumplir», pensé. Me levanté. Estaba vestida, pues sólo me había despojado de los zapatos. Sabía dónde tenía, en mis cajones, algo de ropa blanca, un prendedor, un anillo. Al buscar estos artículos, encontré las cuentas de un collar de perlas que me había obligado a aceptar el señor Rochester hacía pocos días. Lo dejé; no era mío: era de la novia soñada que se había disipado en el aire. Hice un paquete con los demás artículos; me metí en el bolsillo el monedero, que contenía veinte chelines (era todo lo que tenía); me puse mi sombrero de paja y le até las cintas; me sujeté el chal con alfileres, tomé el paquete y los zapatos, que no quise ponerme todavía, y salí en silencio de mi cuarto.

—¡Adiós, amable señora Fairfax! —susurré al deslizarme ante su puerta—. ¡Adiós, querida Adèle! —dije, echando una mirada hacia el cuarto de la niña. Era impensable entrar a abrazarla. Tenía que escabullirme de un oído fino: no sabía si me estaría escuchando en ese mismo instante.

Quise pasar ante el cuarto del señor Rochester sin detenerme; pero el corazón me dejó de latir un instante ante su puerta y los pies se vieron obligados a detenerse también. Allí no dormían: el inquilino del cuarto caminaba agitado entre sus paredes y soltó varios suspiros mientras yo lo escuchaba. En aquel cuarto había para mí un cielo, si yo quería, un cielo pasajero: me habría bastado con entrar y decir: «Señor Rochester, lo amaré y viviré con usted toda la vida hasta la muerte», y manaría hasta mis labios una fuente de éxtasis. Pensé en ello. Aquel señor amable que no podía dormir esperaba el día con impaciencia. Por la mañana me haría llamar; yo me habría ido. Me haría buscar: en vano. Se sentiría olvidado, rechazado en su amor; sufriría; se desesperaría quizá. También pensé en ello. Mi mano se movió hacia la cerradura; la contuve, y seguí adelante en silencio.

Bajé las escaleras con tristeza. Sabía lo que tenía que hacer y lo hice de una manera mecánica. Busqué en la cocina la llave de la puerta lateral; busqué también una aceitera y una pluma; unté de aceite la llave y la cerradura. Tomé algo de agua, tomé algo de pan; pues quizá tuviera que caminar mucho, y no debían faltarme las fuerzas, que tanto habían soportado últimamente. Hice todo aquello sin un solo ruido. Abrí la puerta, salí, la cerré con suavidad. La aurora brillaba levemente en el patio. Los grandes portones estaban cerrados con llave, pero había en uno una cancela que sólo estaba cerrada con un pestillo. Salí por ella; la cerré también, y ya estuve fuera de Thornfield.

A una milla de distancia, tras los prados, había una carretera que iba en dirección contraria a la de Millcote, por la que yo no había viajado nunca, pero en la que me había fijado muchas veces, preguntándome dónde llevaría: encaminé a ella mis pasos. No podía permitirme ninguna reflexión, ni mirar atrás una sola vez, ni siquiera adelante. No podía dedicar un solo pensamiento al pasado o al futuro. El primero era una página de una dulzura tan celestial, de una tristeza tan mortal, que me bastaría leer una sola línea suya para que se me disolviera el valor y se me derrumbara la energía. El segundo era un vacío espantoso, parecido al mundo después de terminado el diluvio.

Bordeé campos, setos y senderos hasta después de salir el sol. Creo que hacía una hermosa mañana de verano; sé que no tardé en tener mojados de rocío los zapatos, que me había puesto al salir de la casa. Pero yo no miraba ni el sol naciente, ni el cielo risueño, ni la naturaleza que despertaba. El que llevan al patíbulo por un hermoso paisaje no piensa en las flores que sonríen a su paso, sino en el tajo y el hacha; en los huesos y las venas cortados; en la tumba abierta que le espera al final; y yo pensaba en la triste huida y en los vagabundeos sin techo, y ¡oh!, pensaba con sufrimiento en lo que había dejado atrás. No podía evitarlo. Pensé en él en aquellos momentos, en su cuarto, viendo la salida de sol, esperando que yo acudiera pronto a decirle que quería quedarme con él y ser suya. Yo anhelaba ser suya; suspiraba por volver; no era demasiado tarde; todavía podía librarlo del dolor amargo de la separación. Estaba segura de que aún no habían descubierto mi huida. Podía volver y ser su consuelo, su orgullo, la que lo redimiría de la desdicha, de la perdición quizá. ¡Oh, cómo me aguijoneaba aquel miedo a su propio abandono, mucho peor que mi abandono! Era una flecha con lengüeta que tenía clavada yo en el pecho: cuando intentaba sacármela, me desgarraba; cuando el recuerdo me la clavaba más, me hacía enfermar. Empezaron a cantar los pájaros en sotos y arboledas: los pájaros eran fieles a sus compañeros; los pájaros era símbolos del amor. ¿Qué era yo? En medio de mi dolor de corazón y del esfuerzo frenético por ser fiel a mis principios, me aborrecía a mí misma. No me daba ningún consuelo mi propia aprobación, ni siquiera mi amor propio. Había hecho daño a mi señor, lo había herido, lo había abandonado: me resultaba odiosa ante mis propios ojos. Sin embargo, no podía volver ni dar un paso atrás. Debió de guiarme Dios. En cuanto a mi voluntad y conciencia, el dolor apasionado había aplastado la primera y ahogado la segunda. Lloraba con desenfreno mientras seguía mi camino solitario; iba aprisa, aprisa, como delirante. Me invadió una debilidad que comenzó dentro de mí y se extendió a mis miembros, y caí; me quedé postrada en tierra unos minutos, con la cara sobre el césped húmedo. Temí (o confié) morirme allí; pero no tardé en incorporarme; avancé primero gateando y después me puse de pie, tan decidida y deseosa de llegar a la carretera como antes.

Cuando llegué, me vi obligada a sentarme a descansar bajo el seto; y, estando sentada, oí ruido de ruedas y vi venir una diligencia. Me puse de pie y levanté la mano. Pregunté dónde se dirigía: el cochero dijo el nombre de un lugar muy lejano, donde yo estaba segura de que el señor Rochester no tenía contactos. Pregunté cuánto me cobraría por llevarme allí; me dijo que treinta chelines; le respondí que sólo tenía veinte. Me dijo que, bueno, procuraría arreglarse con eso. Me dio permiso, además, para montar en el interior del vehículo, ya que venía vacío; entré, cerraron la portezuela, y la diligencia se puso en marcha.

¡Lector amable, que no sientas nunca lo que sentí yo entonces! Que tus ojos no derramen lágrimas tan tormentosas, abrasadoras, arrancadas del corazón como las que brotaron de los míos. Que no pidas al cielo con oraciones tan desesperadas y agónicas como las que salieron entonces de mis labios, y que nunca temas, como temía yo entonces, ser instrumento de desgracia para aquél a quien amas plenamente.

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