Jane Eyre

Capítulo VIII

Capítulo VIII

CAPÍTULO VIII

IERON

las cinco antes de que hubiera transcurrido la media hora; se dieron por terminadas las clases y todos fueron al refectorio a tomar el té. Me aventuré entonces a bajar. Era casi de noche; me retiré a un rincón y me senté en el suelo. El hechizo que había influido sobre mi ánimo hasta entonces empezaba a disiparse; se produjo una reacción y, a poco, me abrumaba tanto el dolor que caí prostrada con la cara en el suelo. Entonces lloré: allí no estaba Helen Burns; no tenía ningún apoyo, y, al quedarme sola, me abandoné, y mis lágrimas bañaron las tablas. Había querido ser muy buena y hacer muchas cosas en Lowood: tener muchas amigas, merecerme el respeto y ganarme el afecto de los demás. Ya había avanzado visiblemente: aquella misma mañana había llegado a ser la primera de mi clase; la señorita Miller me había felicitado con calor; la señorita Temple me había dirigido una sonrisa de aprobación; me había prometido que me enseñaría dibujo y me dejaría asistir a clase de francés si seguía avanzando del mismo modo dos meses más; y, por otra parte, mis compañeras me habían recibido bien; las de mi edad me trataban en condiciones de igualdad, sin que ninguna me importunara; ahora volvía a estar hundida, aplastada y pisoteada; ¿podría levantarme de nuevo?

«Nunca», pensé; y sentí deseos ardientes de morir. Mientras sollozaba en voz alta este deseo con palabras entrecortadas, alguien se acercó a mí. Levanté la cabeza: otra vez estaba cerca de mí Helen Burns; la luz de la lumbre mortecina permitía distinguir a duras penas su figura que avanzaba por el cuarto largo y vacío; me traía mi café y mi pan.

—Vamos, come algo —me dijo; pero rechacé ambas cosas, pues, tal como estaba, me parecía que me ahogaría con una gota o una miga. Helen me miró, probablemente con sorpresa: yo ya no era capaz de aplacar mi agitación, por mucho que lo intentaba; seguí llorando en voz alta. Se sentó en el suelo, cerca de mí; se ciñó las rodillas con los brazos y apoyó en ellas la cabeza; se quedó tan callada en esa postura como una india. Yo fui la primera en hablar.

—Helen, ¿por qué haces compañía a una muchacha a la que todo el mundo considera una mentirosa?

—¿Todo el mundo, Jane? Vaya, sólo hay ochenta personas que han oído llamarte así, y en el mundo hay centenares de millones.

—Pero ¿qué me importan a mí los millones? Sé que las ochenta me desprecian.

—Te equivocas, Jane; lo más probable es que en la escuela no haya una sola persona que te desprecie o que no te aprecie; estoy segura de que muchas tienen lástima de ti.

—¿Cómo pueden tenerme lástima después de lo que ha dicho el señor Brocklehurst?

—El señor Brocklehurst no es un dios; ni siquiera es un hombre grande ni admirado; aquí se le aprecia poco; jamás ha hecho nada para hacerse querer. Si te hubiera tratado como a una protegida especial suya, te habrías ganado enemigas declaradas u ocultas por todas partes; tal como están las cosas, la mayoría te darían muestras de compasión si se atrevieran. Puede que las maestras y las alumnas te miren con frialdad durante uno o dos días, pero ocultan en su corazón sentimientos de amistad; y si tú perseveras en hacer el bien, estos sentimientos aflorarán al poco tiempo y se harán notar tanto más por haber estado reprimidos temporalmente. Además, Jane… —añadió, e hizo una pausa.

—¿Sí, Helen? —dije, metiendo mi mano en la suya; ella me apretó los dedos con delicadeza para calentármelos, y siguió diciendo:

—Aunque todo el mundo te odiara y te creyera mala, no estarías sin amigos mientras tu propia conciencia te aprobara y te absolviera de culpas.

—No; sé que tendría buen concepto de mí misma, pero eso no basta: si los demás no me quieren, prefiero morir a vivir; no soporto estar sola y odiada, Helen. Mira; a cambio de ganarme un afecto verdadero por tu parte, o el de la señorita Temple, o el de cualquier otra persona a la que yo quiera de verdad, estaría dispuesta a que me rompieran un brazo, o a dejarme cornear por un toro, o a ponerme detrás de un caballo para que me tirara una coz al pecho…

—¡Calla, Jane! Valoras demasiado el amor de los seres humanos; eres demasiado impulsiva, demasiado vehemente; la mano soberana que ha creado tu cuerpo y le ha inspirado vida te ha otorgado otros recursos, aparte de tu débil persona y de las débiles criaturas que te rodean. Además de este mundo, y además de la raza de los hombres, existe un mundo invisible y un reino de espíritus: ese mundo nos rodea, pues está en todas partes, y esos espíritus nos vigilan, pues tienen la misión de velar por nosotros; y aunque nos estemos muriendo de dolor y vergüenza, acosados por todas partes por las burlas y aplastados por el odio, los ángeles ven nuestros tormentos, reconocen nuestra inocencia (si es que somos inocentes, como sé que tú lo eres de esta acusación que ha repetido el señor Brocklehurst de manera débil y pomposa por habérsela oído a la señora Reed, pues veo en tus ojos ardientes y en tu frente despejada un carácter sincero), y Dios no espera más que la separación del espíritu y la carne para coronarnos con una recompensa plena. Entonces, ¿por qué hundirnos, abrumadas por la pesadumbre, cuando la vida termina tan pronto y la muerte es una puerta de entrada tan segura a la felicidad… a la gloria?

Guardé silencio; Helen me había calmado, pero la tranquilidad que me impartía tenía un componente de tristeza inexpresable. Mientras ella hablaba, tuve una sensación de desdicha, pero no sabía de dónde procedía; y cuando, después de haber terminado de hablar, respiró con cierta agitación y soltó una leve tos, me olvidé por un momento de mis penalidades para sentir una inquietud indefinida por ella.

Apoyé la cabeza en el hombro de Helen y le ceñí la cintura con los brazos. Ella me atrajo hacia sí, y las dos reposamos en silencio. No llevábamos así mucho tiempo cuando entró otra persona. Se había levantado un viento que había barrido del cielo las nubes espesas dejando despejada la luna; y su luz, que entraba a raudales por una ventana próxima, nos iluminaba a las dos y a la figura que se aproximaba, en la que reconocimos enseguida a la señorita Temple.

—He venido a buscarte a propósito, Jane Eyre —dijo—. Quiero que vengas a mi cuarto; y ya que está contigo Helen Burns, puede venir ella también.

Fuimos; para llegar al cuarto de la superintendenta tuvimos que recorrer, guiadas por ella, varios pasadizos intrincados y subir unas escaleras. En la chimenea ardía una buena lumbre y el aspecto de la estancia era alegre. La señorita Temple indicó a Helen Burns que se sentara en un sillón bajo, a un lado de la chimenea; ella ocupó otro y me hizo venir a su lado.

—¿Ya pasó? —me preguntó, mirándome la cara—. ¿Ya has llorado todo tu dolor?

—Me temo que eso no lo conseguiré nunca.

—¿Por qué?

—Porque me han acusado falsamente; y ahora usted, señora, y todas las demás, me tomarán por mala.

—Te tomaremos por lo que des muestras de ser, niña. Si sigues portándote como una niña buena, darás buena razón de ti.

—¿De veras, señorita Temple?

—De veras —dijo ella, rodeándome con el brazo—. Y ahora cuéntame quién es esa señora a quien el señor Brocklehurst llamó «tu benefactora».

—La señora Reed, la esposa de mi tío. Mi tío ha muerto y me encomendó a su cuidado.

—Entonces, ¿no te adoptó ella por voluntad propia?

—No, señora; lo hizo a disgusto; pero he oído muchas veces contar a los criados que mi tío, antes de morir, le hizo prometer que cuidaría siempre de mí.

—Pues bien, Jane, has de saber, o si no lo sabes te lo digo yo, que siempre que se acusa a un delincuente se le permite tomar la palabra en su defensa. Se te ha acusado de falsedad: defiéndete lo mejor que puedas. Di todo lo que te venga a la memoria como cierto; pero sin añadir nada ni exagerar nada.

En lo más hondo de mi corazón tomé la resolución de ser muy moderada, muy correcta; y, después de haber reflexionado unos minutos para ordenar con coherencia lo que tenía que decir, le conté toda la historia de mi triste infancia. Agotada como estaba por la emoción, hablé con lenguaje más suave del que solía usar cuando exponía este triste asunto, y, atendiendo a las advertencias de Helen de no caer en el resentimiento, infundí a la narración mucha menos amargura y rencor de lo habitual. Contenida y simplificada de esta manera, parecía más creíble: según la iba contando, me pareció que la señorita Temple me creía plenamente.

Conté en mi narración que el señor Lloyd había venido a verme después del ataque: pues no se me olvidaba jamás aquel episodio, terrible para mí, del cuarto rojo, en cuya relación siempre se me desbocaba la emoción en mayor o menor grado, pues nada podía mitigar en mi recuerdo los espasmos de tormento que me invadieron el corazón cuando la señora Reed despreció mi súplica desenfrenada de perdón y me encerró por segunda vez en el cuarto oscuro y embrujado.

Terminé; la señorita Temple se me quedó mirando en silencio unos minutos y dijo después:

—He oído hablar del señor Lloyd; le escribiré. Si su respuesta concuerda con tu declaración, se te absolverá públicamente de todo lo que se te imputa. Para mí, Jane, ya estás absuelta.

Me besó, y haciéndome seguir a su lado (donde yo estaba de pie con mucho gusto, pues me producía un placer infantil contemplarle la cara, el vestido, los adornos, uno o dos, que llevaba, la frente blanca, los rizos arracimados y brillantes y los ojos oscuros y relucientes) se dirigió a Helen Burns.

—¿Cómo estás esta noche, Helen? ¿Has tosido mucho hoy?

—Creo que no tanto, señora.

—¿Y el dolor de pecho?

—Está un poco mejor.

La señorita Temple se levantó, le asió la mano y le tomó el pulso; después retornó a su asiento. Cuando volvía a sentarse, la oí soltar un suspiro apagado. Pasó varios minutos pensativa; después, animándose, dijo con alegría:

—Pero ¡esta noche sois mis invitadas! Debo trataros como a tales.

Hizo sonar su campanilla.

—Bárbara —dijo a la criada que acudió—, todavía no he tomado el té; trae la bandeja y pon tazas para estas señoritas.

Y trajeron al poco rato una bandeja. ¡Qué bonitas estaban a mis ojos las tazas de porcelana y la tetera brillante en la mesita redonda cerca de la lumbre! ¡Qué fragante era el vaho de la infusión y el aroma de las tostadas! Sin embargo, con consternación por mi parte (pues empezaba a tener hambre), de éstas sólo vi una ración muy exigua: la señorita Temple también lo percibió.

—Bárbara, ¿no puedes traer un poco más de pan y mantequilla? —dijo—. No hay suficiente para tres.

Bárbara salió; regresó al poco rato.

—Señora, la señora Harden dice que ha enviado la cantidad acostumbrada.

Es de notar que la señora Harden era el ama de llaves: una mujer al gusto del señor Brocklehurst, hecha de ballenas y hierro a partes iguales.

—¡Ah, muy bien! —repuso la señorita Temple—; supongo que tendremos que arreglarnos con esto, Bárbara. —Y cuando se hubo retirado la muchacha, añadió con una sonrisa:

—Por fortuna, en esta ocasión tengo la posibilidad de suplir las carencias.

Después de invitarnos a Helen y a mí a acercarnos a la mesa, y de habernos puesto delante una taza de té a cada una con una tostada deliciosa, aunque delgada, se levantó, abrió un cajón que tenía cerrado con llave y, después de sacar de él un paquete envuelto en papel, presentó ante nuestros ojos una torta de semillas de buen tamaño.

—Pensaba daros un poco a cada una para que os lo llevaseis, pero como hay tan pocas tostadas, será mejor que lo comáis ahora —dijo, y procedió a cortar porciones generosas.

Aquella tarde merendamos como si nos hubieran dado néctar y ambrosía; y una buena parte del deleite nos lo aportaba la sonrisa de agrado que nos dirigía nuestra anfitriona mientras nosotras saciábamos nuestros apetitos famélicos con los alimentos delicados que nos había proporcionado con generosidad.

Una vez terminado el té y retirada la bandeja, nos hizo acercarnos de nuevo a la lumbre; nos sentamos cada una a un lado de ella, y Helen y ella mantuvieron entonces una conversación que fue todo un privilegio para mí poder escuchar.

La señorita Temple tenía siempre un cierto aire sereno, una actitud digna, un lenguaje decoroso y refinado que impedía las manifestaciones de ardor, de emoción, de impaciencia; tenía algo que mitigaba con un sentido de respeto el placer de los que la miraban y escuchaban; tal era la sensación que sentía yo entonces; pero lo que es Helen Burns, me dejó maravillada.

La comida reconfortante, la lumbre viva, la presencia y amabilidad de su amada instructora, o, más quizá que todo esto, algo que tenía ella en su mente sin igual, habían excitado sus poderes. Primero se despertaron, después se avivaron; ardieron primero en el color intenso de sus mejillas, que hasta entonces le había visto siempre pálidas y descoloridas; brillaron después en el lustre líquido de sus ojos, que habían adquirido de pronto una belleza más singular que los de la señorita Temple: no la que da el buen color ni las pestañas largas, ni las cejas delgadas, sino una belleza de significado, de movimientos, de resplandor. Después le salió el alma a los labios y le empezaron a manar las palabras, no sé de dónde. ¿Era posible que una muchacha de catorce años tuviera el corazón lo bastante grande, lo bastante vigoroso, para contener aquel manantial abundante de elocuencia pura, plena, ferviente? Así era el discurso de Helen en aquella velada, memorable para mí: parecía que su espíritu se apresuraba con el fin de vivir en un breve plazo tanto como viven otros muchos en una larga existencia.

Conversaron de cosas de las que yo no había oído hablar nunca: de naciones y épocas del pasado; de países remotos; de secretos de la naturaleza que se habían descubierto o se investigaban; hablaron de libros: ¡Cuántos habían leído! ¡Qué cantidad de conocimientos poseían! Además, parecía que los nombres y los autores franceses les resultaban muy familiares; pero mi asombro llegó a su punto culminante cuando la señorita Temple preguntó a Helen si aprovechaba algún momento para recordar el latín que le había enseñado su padre, y tomando un libro de una estantería le pidió que leyera una página de Virgilio y la tradujera; y Helen la obedeció, mientras a mí se me dilataba a cada instante el órgano de la veneración. Apenas hubo terminado cuando sonó la campanilla que anunciaba la hora de acostarse: no había demora posible. La señorita Temple nos abrazó a las dos, diciendo, mientras nos apretaba contra su corazón:

—¡Que Dios os bendiga, niñas mías!

Abrazó a Helen un poco más tiempo que a mí: la soltó más a disgusto; fue a Helen a quien siguió con la vista cuando nos dirigimos a la puerta; fue por ella por quien soltó por segunda vez un triste suspiro, y por ella se secó una lágrima de la mejilla.

Al llegar al dormitorio, oímos la voz de la señorita Scatcherd, que estaba pasando revista de los cajones: acababa de sacar el de Helen Burns, y, cuando entramos, recibió a Helen con una severa reprimenda y le dijo que el día siguiente llevaría prendidas al hombro con alfileres media docena de prendas que tenía mal dobladas.

—Es verdad que tenía las cosas en un desorden vergonzoso —me dijo Helen en voz baja—. Pensaba ordenarlas, pero se me olvidó.

A la mañana siguiente, la señorita Scatcherd escribió en una cartulina con letras muy legibles la palabra «desaliñada», y sujetó el rótulo como si fuera una filacteria en la frente grande, apacible, inteligente y benigna de Helen. Ésta lo llevó hasta la noche con paciencia, sin resentimiento, considerándolo un castigo merecido. En cuanto se hubo retirado la señorita Scatcherd tras las clases de la tarde, corrí hasta Helen, se lo arranqué y lo arrojé al fuego: la furia que ella era incapaz de albergar me había ardido a mí en el alma todo el día, y las lágrimas, grandes y calientes, me habían quemado constantemente la mejilla, pues el espectáculo de su triste resignación me producía un dolor insoportable en el corazón.

Cosa de una semana después de los incidentes que acabo de narrar, la señorita Temple, que había escrito al señor Lloyd, recibió su respuesta; al parecer, lo que decía corroboraba mi relación. La señorita Temple convocó a toda la escuela, anunció que se habían investigado las acusaciones formuladas contra Jane Eyre, y que ella tenía el gusto de declararla completamente inocente de todo lo que se le imputaba. Acto seguido, las maestras me dieron la mano y me besaron, y un murmullo de agrado recorrió las filas de mis compañeras.

Aliviada así de una pesada carga, volví a ponerme a trabajar de firme, dispuesta a abrirme paso ante todas las dificultades; me apliqué mucho, y mi éxito estuvo en proporción a mi trabajo; aunque no tenía buena memoria natural, mejoró con la práctica; se me agudizó el ingenio al ejercitarlo; a las pocas semanas me ascendieron a una clase superior; al cabo de menos de dos meses me permitieron empezar las clases de francés y dibujo. Aprendí los dos primeros tiempos del verbo

être

[1]

, y dibujé aquel mismo día mi primer esbozo de una casita (cuyas paredes, dicho sea de paso, tenían una pendiente que rivalizaba con la de la torre inclinada de Pisa). Aquella noche, al acostarme, me olvidé de preparar en mi imaginación la cena de Barmecida a base de patatas asadas calientes, o de pan blanco y leche fresca, con que solía entretener mi apetito interior. En vez de ello, me di un banquete con la imagen de dibujos ideales que veía a oscuras, todos obra de mis manos: casas y árboles dibujados a mano alzada; peñas y ruinas pintorescas; puntas de ganado al estilo de Cuyp; dulces pinturas de mariposas que flotaban sobre capullos de rosas, de pájaros que picoteaban cerezas maduras, de nidos de reyezuelo que contenían huevos como perlas, bordeados de guirnaldas de brotes tiernos de hiedra. Consideré también para mí la posibilidad de ser capaz de traducir algún día de corrido cierto cuentecillo en francés que me había enseñado aquel día madame Pierrot; y me quedé dormida dulcemente sin haber llegado a una conclusión satisfactoria al respecto.

Bien dijo Salomón: «Mejor es la comida de legumbres donde hay amor, que buey engordado donde hay odio».

Entonces no habría cambiado a Lowood con todas sus privaciones por Gateshead con todos sus lujos diarios.

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