Capítulo XXXIV
Capítulo XXXIV
CAPÍTULO XXXIV
UANDO
quedó todo arreglado había llegado casi la Navidad: se acercaba la temporada de fiesta general. Cerré entonces la escuela de Morton, acompañando mi despedida de regalos. La buena suerte abre la mano de maravilla, además del corazón, y dar algo cuando hemos recibido mucho no es más que abrir un respiradero a la ebullición poco habitual de las sensaciones. Hacía tiempo que sentía con placer que muchas de mis alumnas rústicas me apreciaban, y esa impresión se confirmó al separarnos: me manifestaron su afecto de manera llana y vigorosa. Experimenté una gratificación muy profunda al descubrir que ocupaba verdaderamente un lugar en sus corazones sencillos; les prometí que no pasaría una semana sin visitarlas e impartirles una hora de clase en su escuela.
El señor Rivers llegó en el momento en que, después de haber visto salir en fila las clases, ya de sesenta niñas, y de haber cerrado la puerta, estaba con la llave en la mano intercambiando algunas palabras de despedida especial con media docena de mis mejores alumnas, unas mujercitas de las más decentes, respetables, modestas y cultas que se pueden encontrar entre las filas de los campesinos británicos. Y no es poco decir, pues, al fin y al cabo, los campesinos británicos son los más instruidos, corteses y dignos de toda Europa. He visto después a las
paysannes
y a las
Bäuerinnen
, y las mejores de entre ellas me parecieron ignorantes, rudas y embrutecidas en comparación con mis muchachas de Morton.
—¿Se considera usted recompensada por sus esfuerzos de esta temporada? —me preguntó el señor Rivers cuando se hubieron marchado—. ¿Acaso no le resulta placentera la conciencia de haber hecho un bien verdadero en su época y en su generación?
—Sin duda.
—¡Y eso que sólo ha trabajado usted unos pocos meses! ¿No estaría bien gastada toda una vida aplicada a la tarea de regenerar la raza humana?
—Sí —dije—; pero no puedo seguir así para siempre; quiero disfrutar de mis propias facultades además de cultivar las de los demás. Debo disfrutar de ellas ahora; no me haga usted volver a la escuela la mente ni el cuerpo; ya la he dejado y estoy dispuesta a tomarme unas vacaciones completas.
Se puso serio.
—¿Qué pasa ahora? ¿Qué impaciencia repentina es ésta? ¿Qué va a hacer usted?
—Voy a ser activa, todo lo activa que pueda. Y debo empezar por pedirle que deje libre a Hannah y se busque a otra persona que le sirva de criada.
—¿La necesita usted?
—Sí, para que venga conmigo a Moor House. Diana y Mary llegarán a casa de aquí a una semana, y quiero tenerlo todo dispuesto para cuando lleguen.
—Ya entiendo. Había creído que se disponía usted a levantar el vuelo haciendo algún viaje. Es mejor así: Hannah irá con usted.
—Dígale que esté dispuesta mañana, entonces; y aquí tiene la llave de la escuela; mañana por la mañana le entregaré a usted la llave de mi casita.
La tomó.
—La deja usted con mucha alegría —dijo—. No entiendo del todo el júbilo de su corazón, porque no sé qué ocupación se propone tomar en sustitución de la que abandona. ¿Qué objetivo, qué propósito, qué ambición tiene usted ahora en la vida?
—Mi primer objetivo será
limpiar de arriba abajo
(¿comprende usted el alcance pleno de la expresión?),
limpiar de arriba abajo
Moor House, desde el desván hasta el sótano; el siguiente, frotarlo con cera, aceite y un número indefinido de trapos hasta que vuelva a brillar; el tercero, disponer cada silla, mesa, cama, alfombra, con precisión matemática; después, lo pondré a usted al borde de la ruina en carbón y turba para mantener encendidas buenas lumbres en todas las habitaciones; y, por fin, Hannah y yo dedicaremos los dos días anteriores a aquél en que se espera la llegada de sus hermanas a batir huevos, clasificar pasas, rallar especias, preparar tartas de Navidad, picar componentes de empanadas de carne y otros ritos culinarios solemnes de los que las palabras sólo pueden dar una idea inadecuada a los no iniciados, como lo es usted. Mi propósito, en suma, es tenerlo todo dispuesto de manera absolutamente perfecta para Diana y Mary antes del jueves próximo; y mi ambición es ofrecerles una bienvenida ideal cuando lleguen.
Saint John sonrió levemente: no estaba satisfecho aún.
—Todo esto está muy bien por el momento —dijo—; pero, hablando en serio, confío en que, cuando se le haya pasado el primer arrebato de vivacidad, apuntará usted un poco más alto que los afectos domésticos y las alegrías del hogar.
—¡Es lo mejor que hay en el mundo! —le interrumpí.
—No, Jane, no; este mundo no es lugar de deleites ni de reposo; no intente usted hacerlo así; no se vuelva perezosa.
—Antes bien, me propongo estar ocupada.
—Jane, la dispenso de momento: le concedo dos meses de gracia para que disfrute plenamente de su nueva situación y para que goce del encanto recién hallado de las relaciones familiares. Pero espero que después empiece a mirar más allá de Moor House, de Morton, del trato como hermanas y la calma egoísta y la comodidad sensual de la opulencia civilizada. Espero que sus energías vuelvan a inquietarla con su fuerza.
Lo miré con sorpresa.
—Saint John, casi lo considero malvado por hablar así —dije—. ¡Me dispongo a estar tan contenta como una reina, y usted quiere que esté inquieta! ¿Con qué fin?
—Con el fin de invertir el talento que le ha confiado Dios para su custodia, y cuyas cuentas le ha de pedir con rigor algún día. Le advierto, Jane, que la vigilaré de cerca y con atención. E intente controlar el fervor desproporcionado con que se arroja usted a los placeres vulgares del hogar. No se aferre con tanta tenacidad a los lazos de la carne; ahorre su constancia y ardor para una causa justa; renuncie a derrocharlos en objetos pasajeros y vulgares. ¿Me oye, Jane?
Sí, como si hablara en chino. Me parece que tengo causas adecuadas para ser feliz, y
quiero
ser feliz. ¡Adiós!
Fui feliz en Moor House, y trabajé duro, igual que Hannah: ésta estuvo encantada al ver lo jovial que podía ser yo en la agitación de una casa patas arriba; cómo era capaz de barrer, quitar el polvo, limpiar y cocinar. Y en verdad, tras un día o dos de confusión terrible, fue delicioso ir invocando gradualmente el orden en el caos que habíamos provocado nosotras mismas. Yo había hecho antes un viaje a S*** para adquirir muebles nuevos; mis primas me habían dado carta blanca para hacer los cambios que quisiera, y se había destinado una suma para ese propósito. El cuarto de estar y los dormitorios de uso corriente los dejé casi como estaban, pues sabía que a Diana y a Mary les daría más gusto volver a ver las viejas mesas, sillas y camas de su hogar que el espectáculo de las novedades más elegantes. Pero era preciso introducir alguna novedad para que el regreso de ellas tuviera el interés que yo quería darle. Cumplieron este fin las alfombras y cortinas nuevas, oscuras, varios adornos antiguos de porcelana y bronce seleccionados con esmero, tapicerías nuevas, espejos y neceseres nuevos para las mesas de tocador: parecían frescos sin ser llamativos. Amueblé por entero un salón y dormitorio de invitados, con muebles de caoba antiguos y tapicería carmesí; puse una estera en el pasillo y alfombras en las escaleras. Cuando estuvo terminado todo, Moor House me pareció un modelo de comodidad alegre y modesta en su interior, tan completo como lo era de desolación invernal y tristeza solitaria en su exterior en aquella época del año.
Llegó por fin aquel jueves memorable. Las esperábamos hacia el anochecer, y antes de caer la noche se encendió lumbre en los dos pisos; la cocina estaba impecable; Hannah y yo estábamos vestidas y todo estaba dispuesto.
Saint John llegó primero. Yo le había suplicado que no se acercara a la casa hasta que estuviera todo preparado; y, de hecho, la idea misma de la conmoción, sórdida y trivial al mismo tiempo, que tenía lugar entre sus paredes había bastado para espantarlo. Me encontró en la cocina, vigilando la cocción de unos bollos para el té. Acercándose a la chimenea, me preguntó si estaba satisfecha por fin con el trabajo de doncella. Le respondí invitándolo a acompañarme en una inspección general del resultado de mis trabajos. Le convencí con cierta dificultad a hacer el recorrido de la casa. No hizo más que asomarse por las puertas que iba abriendo yo; y cuando se hubo paseado por el piso de arriba y el de abajo, dijo que debía de haberme cansado y esforzado mucho para haber conseguido unos cambios tan considerables en tan poco tiempo; pero no pronunció una sola sílaba que indicara agrado por su parte por la mejora del aspecto de su morada.
Este silencio me desanimó. Pensé que las alteraciones habrían modificado quizá antiguos recuerdos que él valorase. Le pregunté si era así, sin duda con un tono de voz algo alicaído.
Dijo que en absoluto; que, por el contrario, observaba que yo había respetado escrupulosamente todos los recuerdos, y se temía, de hecho, que hubiera dedicado a pensar en la cuestión más tiempo del que merecía el caso. ¿Cuántos minutos me había pasado estudiando la disposición de aquel mismo cuarto? Y, por cierto, ¿podía decirle donde estaba el libro tal?
Le enseñé el volumen en el estante; él lo tomó y, retirándose a su mirador, como acostumbraba, se puso a leerlo.
Aquello no me gustó, lector. Saint John era un hombre bueno; pero empecé a sentir que había dicho la verdad al calificarse a sí mismo de duro y frío. Las cosas humanas y agradables de la vida no tenían ningún atractivo para él; sus deleites tranquilos, ningún encanto. Vivía, literalmente, sólo para aspirar: a lo bueno y grande, desde luego, pero no era capaz de descansar nunca ni aprobar que descansaran los que lo rodeaban. Mirando su alta frente, pálida e inmóvil como una piedra blanca; sus bonitos rasgos, fijos en el estudio, comprendí enseguida que no sería buen marido; que ser su esposa sería una dura prueba. Comprendí, como por una inspiración, la naturaleza del amor que sentía hacia la señorita Oliver; estuve de acuerdo con él en que no era más que un amor de los sentidos. Entendí cómo se despreciaría a sí mismo por la influencia febril que ejercía dicho amor sobre él; cómo querría ahogarlo y destruirlo; cómo desconfiaría de que llegara a conducirlo permanentemente a su felicidad o a la de ella. Vi que estaba hecho del material en el que labra la naturaleza a sus héroes, cristianos y paganos, a sus legisladores, hombres de Estado, conquistadores: un bastión firme donde podían levantarse grandes intereses; pero en muchos casos una columna fría y molesta, triste y fuera de lugar, estando sentado junto a la lumbre.
«Este salón no es su esfera —reflexioné—; le convendrían más los riscos del Himalaya o la jungla de los cafres; hasta los pantanos malsanos de la costa de Guinea. Con razón puede denigrar la calma de la vida doméstica: no es su elemento. Allí se estancan sus facultades; no pueden desarrollarse ni brillar. Es en las escenas de lucha y peligro donde se demuestra el valor, se aplica la energía y se pone a prueba la fortaleza, donde hablará y se moverá, como jefe y superior. En este hogar, un niño alegre tendría ventaja sobre él. Hace bien en elegir la carrera de misionero: ahora me doy cuenta de ello».
—¡Ya llegan! ¡Ya llegan! —gritó Hannah, abriendo de par en par la puerta del salón. El viejo Carlo ladró alegremente en el mismo instante. Salí corriendo. Era oscuro, pero se oía traqueteo de ruedas. Hannah no tardó en encender una linterna. El vehículo se había detenido ante la cancela; el cochero abrió la portezuela; salió primero una figura bien conocida y después otra. Al cabo de un instante tuve la cara bajo sus sombreros, en contacto primero con la mejilla suave de Mary y después con los rizos sueltos de Diana. Se rieron; me besaron; besaron después a Hannah; dieron palmaditas a Carlo, que estaba medio loco de contento; preguntaron con interés si todo iba bien; y cuando se les aseguró que sí, entraron deprisa en la casa.
Estaban entumecidas tras el viaje largo y agitado desde Whitcross, y ateridas del aire helado de la noche; pero sus semblantes agradables se animaron con la lumbre alegre. Mientras Hannah y el cochero entraban los bultos, ellas preguntaron por Saint John. En este momento salió él del salón. Las dos le echaron los brazos al cuello a la vez. Dio a cada una un beso tranquilo, les dijo en voz baja algunas palabras de bienvenida, dejó que le hablaran un rato y, después, tras indicar que suponía que se reunirían coa él al poco rato en el salón, se retiró allí como a un refugio.
Yo les había encendido unas velas para que subieran, pero Diana quiso dar antes unas cuantas instrucciones para brindar hospitalidad al cochero; hecho esto, me siguieron las dos. Se quedaron encantadas de la renovación y la decoración de sus habitaciones, de la nueva tapicería y alfombras y los jarrones de china de ricos colores; no escatimaron sus manifestaciones de agrado. Tuve el placer de sentir que mis disposiciones habían coincidido exactamente con sus deseos, y que lo que había hecho añadía un vivo encanto a su gozoso regreso a casa.
Fue una velada encantadora. Mis primas, llenas de regocijo, estuvieron tan elocuentes en sus narraciones y comentarios que su soltura de palabra disimulaba la taciturnidad de Saint John: éste se alegraba sinceramente de ver a sus hermanas, aunque no podía compartir su ardor fervoroso ni el flujo de su alegría. El suceso del día, es decir, el regreso de Diana y Mary, le agradaba; pero lo que acompañaba a este suceso, el tumulto alegre, el alborozo parlanchín de la recepción lo fastidiaba. Advertí que esperaba la llegada del día siguiente, más tranquilo. En plena diversión de la noche, cosa de una hora después de tomar el té, se oyó un golpe en la puerta. Hannah entró con el recado de que «había llegado un pobre muchacho, a esa hora intempestiva, a buscar al señor Rivers para que viera a su madre, que se moría».
—¿Dónde vive, Hannah?
—En lo alto de Whitcross Brow, a casi cuatro millas, y todo páramo y musgo de aquí allá.
—Dile que iré.
—Señor, estoy segura de que es mejor que no vaya. Es el peor camino que puede haber para viajar de noche; no hay sendero sobre la ciénaga. Y con la noche tan mala que hace; el viento más cortante que se puede figurar. Será mejor que mande aviso de que irá usted por la mañana, señor.
Pero él ya estaba en el pasillo, poniéndose el capote, y salió sin una sola protesta ni rechistar. Eran las nueve; no regresó hasta la medianoche. Estaba helado y cansado, pero parecía más contento que cuando se había puesto en camino. Había cumplido con su deber; se había esforzado; había sentido su propia fuerza para obrar y negarse, y estaba más satisfecho consigo mismo.
Me temo que el resto de la semana siguiente puso a prueba su paciencia. Era la semana de Navidad; no nos dedicamos a ninguna actividad determinada, sino que la pasamos en una especie de disipación doméstica feliz. El aire de los páramos, la libertad del hogar, el albor de la prosperidad, ejercieron sobre el ánimo de Diana y Mary un efecto como el de un elixir vivificante: estaban animadas de la mañana al mediodía y del mediodía a la noche. Siempre se mostraban dispuestas a hablar; y sus palabras, ingeniosas, enjundiosas, originales, tenían tal encanto para mí que prefería escucharlas y compartirlas a hacer cualquier otra cosa. Saint John no nos reñía por nuestra vivacidad, pero huía de ella; rara vez estaba en la casa; su parroquia era grande; su población, dispersa, y encontraba ocupaciones diarias visitando a los enfermos y a los pobres de sus diversas aldeas.
Una mañana, en el desayuno, Diana lo miró pensativa unos minutos y le preguntó después si habían cambiado sus planes.
—No han cambiado ni pueden cambiar —fue la respuesta. Y nos informó de que ya había quedado fijada de manera definitiva su partida de Inglaterra para el año siguiente.
—¿Y Rosamond Oliver? —apuntó Mary. Al parecer, las palabras se le habían escapado involuntariamente de los labios, pues en cuanto las hubo pronunciado hizo un gesto como si quisiera recuperarlas. Saint John sostenía un libro en la mano; tenía la costumbre poco sociable de leer en las comidas. Lo cerró y levantó la vista.
—Rosamond Oliver va a casarse con el señor Granby, que es uno de los habitantes más estimables y de mejor familia de S***, y heredero de sir Frederic Granby; me lo dijo ayer su padre.
Sus hermanas se miraron y me miraron; lo miramos las tres; estaba sereno como el cristal.
—El compromiso debe de haberse decidido precipitadamente —dijo Diana—: no es posible que se conozcan desde hace mucho tiempo.
—Sólo dos meses: se conocieron en octubre, en el baile del condado, en S***. Pero donde no hay obstáculos para un matrimonio, como en el caso presente; donde la unión es deseable en todos los sentidos, no son necesarios los retrasos; se casarán en cuanto se pueda adecentar la casa de S*** Place, que les regala sir Frederic, para que vivan en ella.
La primera vez que me encontré a solas con Saint John después de habernos comunicado esta noticia estuve tentada de preguntarle si le afligía el suceso; pero parecía tan poco necesitado de comprensión que, lejos de aventurarme a ofrecerle un poco más, sentí cierta vergüenza al recordar la que ya le había dedicado. Por otra parte, había perdido la costumbre de hablar con él: había vuelto a congelarse su reserva, y mi franqueza quedó congelada debajo de ella. No había cumplido su promesa de tratarme como a sus hermanas; establecía constantemente pequeñas diferencias frías entre nosotras que en nada favorecían el desarrollo de la cordialidad; en suma, yo sentía que, ahora que me reconocía como a pariente suya y vivía con él bajo el mismo techo, estábamos mucho más distanciados que cuando sólo me conocía como maestra del pueblo. Cuando recordaba la confianza que había tenido conmigo en una ocasión, mal podía comprender su frialdad actual.
Siendo así, me sentí bastante sorprendida cuando levantó de pronto la cabeza del escritorio sobre el que estaba inclinado y dijo:
—Ya lo ve usted, Jane, se ha librado la batalla y se ha obtenido la victoria.
Sorprendida al oír que me hablaba así, no contesté enseguida. Tras un momento de duda, respondí:
—¿Pero está usted seguro de que no se halla en la situación de los conquistadores cuyos triunfos les han costado demasiado caros? ¿No lo arruinaría otro triunfo como éste?
—Creo que no; y, aunque así fuera, no tendría gran importancia; jamás me veré en el caso de disputar otro semejante. El resultado del conflicto es decisivo: ¡ya tengo despejado el camino, gracias a Dios!
Dicho esto, volvió a sus papeles y a su silencio.
Una vez que se fue asentando con mayor calma nuestra felicidad común (es decir, la de Diana, Mary y mía), y volvimos a emprender nuestras actividades acostumbradas y nuestros estudios regulares, Saint John pasaba más tiempo en casa; se sentaba en la misma habitación que nosotras, durante horas a veces. Mientras Mary dibujaba, Diana llevaba adelante un plan de lecturas enciclopédicas que había emprendido (con asombro y admiración por mi parte), y yo me debatía con el alemán, él, por su parte, estudiaba una ciencia misteriosa: cierta lengua oriental cuya adquisición consideraba necesaria para sus planes.
Ocupado en esto, sentado en su propio mirador, parecía bastante callado y absorto; pero aquellos ojos azules suyos tenían la costumbre de levantarse de la gramática de aspecto exótico, de distraerse y fijarse a veces en nosotras, sus compañeras de estudio, con una curiosa intensidad de observación; si la descubrían, se apartaba al instante; pero volvía una y otra vez a explorar nuestra mesa. Me pregunté qué significaba aquello; me extrañaba, asimismo, la satisfacción de la que nunca dejaba de dar muestras puntuales en unas ocasiones que a mí me parecían de poca transcendencia, a saber, mis visitas semanales a la escuela de Morton; y me admiraba mucho más el hecho de que, si el día era desfavorable, si había nieve, o llovía, o hacía mucho viento, y sus hermanas me pedían que no fuera, él despreciaba invariablemente sus solicitudes y me animaba a cumplir la tarea sin tener en cuenta los elementos.
—Jane no es tan débil como la consideráis —decía—; es capaz de soportar un viento de montaña, o un chaparrón, o unos copos de nieve como cualquiera de nosotros. Tiene una constitución sana y elástica, más adecuada para sobrellevar los cambios de clima que la de muchas personas más robustas.
Y cuando yo regresaba, a veces muy cansada y no poco azotada por el mal tiempo, no me atrevía nunca a quejarme, porque advertía que rezongar equivaldría a disgustarle: la fortaleza le agradaba en todas las ocasiones; lo contrario le producía especial molestia.
No obstante, una tarde recibí permiso para quedarme en casa, pues estaba francamente resfriada. Sus hermanas habían ido a Morton en mi lugar; me quedé sentada leyendo a Schiller; él, descifrando sus textos llenos de garabatos orientales. Cuando dejé una traducción para tomar un ejercicio, miré por casualidad hacia él, y me encontré bajo la influencia de aquellos ojos azules siempre vigilantes. No sé cuánto tiempo llevaban estudiándome a fondo y de pies a cabeza; eran tan penetrantes y tan fríos al mismo tiempo que me sentí supersticiosa por un momento, como si estuviera sentada en la habitación con algún ser sobrenatural.
—¿Qué hace usted, Jane?
—Estudio alemán.
—Quiero que deje usted el alemán y aprenda el indostánico.
—¿No lo dirá en serio?
—Tan en serio, que estoy empeñado en ello, y le diré por qué.
Me explicó que el idioma que estaba estudiando entonces era el indostánico; que, al ir avanzando, tendía a olvidar el principio; que le ayudaría mucho tener una alumna con quien pudiera repasar una y otra vez los elementos y fijárselos así a fondo en la mente; que llevaba algún tiempo dudando entre sus hermanas y yo, pero que me había elegido a mí por fin, pues advertía que era de las tres la que podía seguir más tiempo con constancia una tarea. ¿Le haría ese favor? Quizá no tuviera que hacer aquel sacrificio durante mucho tiempo, pues ya apenas faltaban tres meses para su partida.
Saint John no era hombre a quien se pudiera negar nada con facilidad: hacía sentir a una que todas las impresiones que se le producían, dolorosas o agradables, se le quedaban grabadas de manera honda y permanente. Cuando regresaron Diana y Mary, la primera
se
encontró con que su alumna había pasado a serlo de su hermano; se rio, y tanto ella como Mary acordaron que Saint John no las habría convencido de tomar tal paso.
—Ya lo sé —respondió él en voz baja.
Resultó ser un maestro muy paciente, muy tolerante aunque muy exigente a la vez; esperaba mucho de mí; y, cuando cumplía sus expectativas, él daba fe plena de su aprobación, a su manera. Fue adquiriendo por grados una cierta influencia sobre mí que me despojó de mi libertad mental: sus alabanzas y atenciones me constreñían más que su indiferencia. Ya no podía hablar ni reír libremente cuando él estaba cerca, porque un instinto importuno y molesto me recordaba que la vivacidad (la mía, por lo menos) le desagradaba. Yo era muy consciente de que sólo eran aceptables para él los estados de ánimo y las ocupaciones serias; de que en su presencia era inútil cualquier intento de mantener o seguir cualquier otras. Quedé sometida a un hechizo helador. Cuando él decía «ve», yo iba; cuando decía «ven», yo venía; cuando decía «haz esto», yo lo hacía. Pero yo no amaba mi servidumbre; muchas veces deseaba que hubiera seguido haciendo caso omiso de mí.
Una noche, cuando, a la hora de acostarnos, sus hermanas y yo lo rodeamos para darle las buenas noches, las besó a las dos como tenía por costumbre; y, como tenía también por costumbre, me dio la mano. Diana, que estaba casualmente de humor travieso (ella no se dejaba controlar dolorosamente por la voluntad de él, pues la de ella era igual de fuerte a su modo), exclamó:
—¡Saint John! Decías que Jane era tu tercera hermana, pero no la tratas como tal: debes besarla a ella también.
Me empujó hacia él. Pensé que Diana era muy provocadora y me sentí incómoda y confusa; y mientras pensaba y me sentía de este modo, Saint John bajó la cabeza; puso la cara griega a la altura de la mía; sus ojos interrogaron a los míos con penetración… y me besó. Si existieran los besos de mármol o de hielo, yo diría que el ósculo de mi primo eclesiástico pertenecía a una de estas clases; pero pueden existir besos experimentales, y el suyo fue un beso experimental. Cuando lo hubo dado, me miró para observar el resultado. No fue notable: estoy segura de que no me sonrojé; puede que palideciera un poco, pues sentí como si aquel beso sellara mis ataduras. A partir de entonces no omitió nunca aquella ceremonia, y parecía como si la seriedad y quietud con que me sometía yo a ella le diera cierto encanto a sus ojos.
En cuanto a mí, cada día deseaba más complacerlo; pero sentía que, para ello, debía renunciar cada día a la mitad de mi naturaleza, ahogar la mitad de mis facultades, separar a la fuerza mis gustos de su tendencia original, forzarme a adoptar actividades para las que no tenía ninguna vocación natural. Él quería elevarme a unas alturas que yo no podía alcanzar nunca; yo me atormentaba de hora en hora aspirando a alcanzar el nivel que establecía él. Aquello era tan imposible como moldear mis rasgos irregulares para darles las formas correctas y clásicas de él; como dar a mis ojos verdes y tornadizos el tono azul de mar y el lustre solemne de los suyos.
Sin embargo, no era sólo su dominio quien me tenía en su poder. Me había resultado bastante fácil en los últimos tiempos parecer triste: tenía un mal en el corazón, como un cáncer, que consumía mi felicidad en su origen mismo: el mal de la incertidumbre.
Quizá creas, lector, que me había olvidado del señor Rochester entre todos estos cambios de lugar y fortuna. Ni por un momento. Su idea seguía conmigo porque no era un vapor que pudiera dispersarse con el sol ni una imagen de arena que pudieran borrar las tormentas: era un nombre grabado en una lápida, condenado a durar tanto como el mármol en que estaba inscrito. El ansia de enterarme de lo que había sido de él me seguía a todas partes; cuando estaba en Morton me ponía a pensar en ello todas las tardes, al volver a entrar en mi casa; y ahora que estaba en Moor House, me ponía a meditar sobre ello todas las noches cuando me retiraba a mi cuarto.
En el transcurso de la correspondencia que tuve que mantener con el señor Briggs acerca del testamento, le había preguntado si sabía algo del lugar actual de residencia del señor Rochester y de su estado de salud; pero, tal como había conjeturado Saint John, ignoraba por completo todo lo que se refería a él. Escribí después a la señora Fairfax, suplicándole que me informara de la cuestión. Había dado por hecho que esta medida me serviría para mi propósito: estaba segura de obtener respuesta pronta. Me asombró que pasaran quince días sin respuesta; pero cuando hubieron transcurrido dos meses y el correo llegaba todos los días sin traer nada para mí, caí presa de la angustia más aguda.
Volví a escribir: era posible que mi primera carta se hubiera extraviado. Una nueva esperanza siguió a mi nuevo esfuerzo; brilló como la primera durante algunas semanas y después, como aquélla, se fue apagando, vaciló: no me llegaba ni una línea, ni una palabra. Cuando hubo transcurrido medio año de esperar en vano, mi esperanza murió, y entonces me sentí muy a oscuras.
Brilló a mi alrededor una bonita primavera que yo no pude disfrutar. Se acercaba el verano; Diana intentaba animarme; me dijo que parecía enferma y que quería ir conmigo a la costa. Saint John se opuso: dijo que no me convenía la disipación, sino la ocupación; que mi vida presente era demasiado carente de motivo, que necesitaba un propósito; y, supongo que para cubrir estas carencias, prolongó todavía más mis lecciones de indostánico y se volvió más exigente en su cumplimiento; y yo, tonta de mí, no pensé nunca en hacerle frente: no podía hacerle frente.
Cierto día yo me había presentado a mis estudios con el ánimo más bajo de lo habitual; el decaimiento era consecuencia de una desilusión que había sentido mucho. Aquella mañana, Hannah me había dicho que había carta para mí, y cuando bajé por ella, casi segura de que me habían traído por fin las noticias que había esperado tanto tiempo, sólo encontré una nota sin importancia del señor Briggs sobre asuntos legales. El chasco amargo me había arrancado algunas lágrimas; y ahora, descifrando los caracteres enrevesados y los tropos floridos de un escriba hindú, se me volvieron a llenar los ojos.
Saint John me llamó a su lado para hacerme leer; al intentarlo, me faltó la voz; las palabras se me perdieron entre sollozos. Él y yo éramos los únicos ocupantes del salón: Diana hacía prácticas de música en la sala, Mary cuidaba del jardín; era un día de mayo muy bueno, despejado, soleado y con brisa. Mi compañero no manifestó ninguna sorpresa ante esta emoción mía ni me preguntó su causa; se limitó a decir:
—Esperaremos unos minutos a que esté usted más sosegada, Jane.
Y se quedó sentado con calma y paciencia mientras yo ahogaba aprisa el paroxismo, apoyado en su escritorio y con el aspecto de un médico que contempla con los ojos de la ciencia una crisis esperada y bien comprendida de la enfermedad de un paciente. Después de reprimir mis sollozos, secarme los ojos y murmurar algo de que aquella mañana no estaba muy bien, reemprendí mi tarea y conseguí completarla. Saint John recogió mis libros y los suyos, cerró con llave su escritorio y dijo:
—Ahora, Jane, dará usted un paseo, y conmigo.
—Llamaré a Diana y a Mary.
—No; esta mañana sólo quiero una compañía, y debe ser la suya. Póngase sus cosas; salga por la puerta de la cocina; tome el camino hacia la cabecera de la cañada de Marsh Glen; yo me reuniré con usted dentro de un momento.
Yo no conozco el punto medio: en toda mi vida, no he conocido en mis tratos con personas de carácter afirmativo, duro, opuesto al mío, no he conocido el punto medio entre la sumisión absoluta y la rebelión decidida. Siempre he observado con fidelidad la primera hasta el momento mismo de estallar, a veces con vehemencia volcánica, en la segunda; y dado que ni las circunstancias presentes justificaban el motín, ni mi estado de ánimo presente me inclinaba a él, obedecí atentamente las instrucciones de Saint John y, al cabo de diez minutos, pisaba la senda tosca de la cañada, a su lado.
La brisa era del oeste: venía sobre las colinas, cargada de dulces aromas de brezo y juncal; el cielo era de un azul inmaculado; el arroyo que bajaba por el barranco, crecido por las lluvias primaverales recientes, corría abundante y claro, reflejando rayos dorados del sol y tintes de zafiro del firmamento. Cuando avanzamos y abandonamos la senda, caminamos sobre una hierba blanda, fina como el musgo y verde esmeralda, moteada de unas florecillas blancas minúsculas y tachonada de otras amarillas como estrellas; mientras tanto, las colinas nos encerraban por completo, pues la cañada, hacia su cabecera, se adentraba en el corazón mismo de ellas.
—Descansemos aquí —dijo Saint John al llegar a la primera avanzadilla de un batallón de rocas que defendían una especie de desfiladero, tras el cual el arroyo caía formando una cascada, y donde, un poco más allá, la montaña se quitaba de encima el césped y las flores y sólo tenía brezo por vestidura y peñas por joyas: donde agudizaba lo silvestre hasta convertirlo en salvaje, y cambiaba lo fresco por ceñudo; donde guardaba la esperanza perdida de la soledad y un último refugio para el silencio.
Tomé asiento; Saint John se quedó de pie cerca de mí. Levantó la vista hacia el desfiladero y la bajó hacia la hondonada; su mirada se perdió con el arroyo y volvió para atravesar el cielo sin nubes que lo coloreaba; se quitó el sombrero; dejó que la brisa le agitara el pelo y le besara la frente. Parecía como si se estuviera comunicando con el genio del lugar; se despedía de algo con los ojos.
—Y volveré a verlo en sueños —dijo en voz alta—, cuando duerma junto al Ganges; ¡y otra vez en una hora más remota, cuando me domine otro sueño, a la orilla de un río más oscuro!
¡Extrañas palabras de un amor extraño! ¡Pasión por su patria de un patriota austero! Se sentó; pasamos media hora sin hablarnos, ni él a mí ni yo a él; transcurrido ese intervalo, comenzó de nuevo:
—Jane, me marcho dentro de seis semanas; he tomado camarote en un velero que zarpa para las Indias Orientales el 20 de junio.
—Dios lo protegerá, pues ha tomado Su labor —respondí.
—Sí —dijo él—; ésta es mi gloria y mi alegría. Soy criado de un Señor que no falla. No voy bajo la guía humana, sujeto a leyes defectuosas y al control falible de otros débiles gusanos como yo; mi rey, mi legislador, mi capitán, es el perfecto. Me parece extraño que los que me rodean no ardan en deseos de alistarse bajo la misma bandera, de sumarse a la misma empresa.
—No todos tenemos su fuerza, y sería una locura que los débiles quisiéramos marchar junto a los fuertes.
—No hablo a los débiles ni pienso en ellos; me dirijo sólo a los que son dignos del trabajo y competentes para cumplirlo.
—Son pocos en número, y es difícil encontrarlos.
—Dice usted bien; pero cuando se les encuentra, es bueno animarlos, incitarlos y exhortarlos para que se esfuercen; mostrarles los dones que tienen y por qué se los han entregado; pronunciar en su oído el mensaje del Cielo; ofrecerles, de parte de Dios, un puesto en las filas de Sus elegidos.
—Si están verdaderamente dotados para la tarea, ¿no serán sus corazones los primeros que les informen de ello?
Me sentía como si me estuviera rodeando y amontonándose sobre mí un hechizo terrible; temblaba de miedo de oír una palabra fatal que declarase y sellase al mismo tiempo el hechizo.
—¿Y qué le dice a usted su corazón? —me interrogó Saint John.
—Mi corazón está mudo… mi corazón está mudo —respondí, conmocionada y temblorosa.
—Entonces, debo hablar yo por él —siguió diciendo la voz profunda e inflexible—. Jane, véngase conmigo a la India; venga como compañera de fatigas y trabajos.
¡La cañada y el cielo me dieron vueltas; las colinas giraron! Fue como si hubiera oído una llamada del Cielo, como si un mensajero visionario, como aquél de Macedonia, hubiera anunciado: «¡Ven a ayudarnos!». Pero yo no era ningún apóstol; no podía ver al heraldo ni recibir su llamada.
—¡Oh, Saint John, tenga piedad de mí! —exclamé.
Estaba apelando a uno que no conocía ni la piedad ni el remordimiento en el cumplimiento del que él creía su deber. Siguió diciendo:
—Dios y la naturaleza la han formado para esposa de misionero. Le han otorgado unas dotes no físicas, sino mentales: está hecha usted para el trabajo, no para el amor. Esposa de misionero debe ser, y lo será. Será mía: la reclamo; pero no para mi deleite, sino para el servicio de mi Soberano.
—No soy apta para ello: no tengo vocación —dije.
Él ya había previsto estas primeras objeciones y no lo irritaron. De hecho, se apoyó en el peñasco que tenía a su espalda, dobló los brazos sobre el pecho y endureció el semblante, y vi que estaba dispuesto a presentar una oposición larga y fatigosa, que se había armado de la paciencia suficiente para llegar hasta el final, y que estaba resuelto a que ese final fuera una victoria para él.
—La humildad, Jane, es la base de las virtudes cristianas: dice con razón que no es apta para esta tarea. ¿Y quién es apto para ello? ¿Y quién, de los que han sido llamados de verdad, se ha creído digno de su llamada? Yo, por ejemplo, no soy más que polvo y cenizas. Como san Pablo, me confieso el mayor de los pecadores; pero no me desaliento por esta noción de mi vileza personal. Conozco a mi Guía; sé que es justo además de poderoso, y que si bien ha elegido un instrumento débil para realizar una tarea grande, suplirá los medios con Su providencia inagotable para lograr el fin. Piense como yo, Jane; confíe como yo. Le pido que se apoye en la Roca de los Tiempos; no dude que soportará el peso de su debilidad humana.
—No comprendo la vida del misionero; no he estudiado nunca el trabajo de las misiones.
—En esto sí que puedo brindarle la ayuda que necesita, dentro de mi humildad: puedo marcarle la tarea de hora en hora; estar siempre a su lado; ayudarle a cada momento. Podría hacerlo así al principio; conozco su capacidad y sé que pronto sería usted tan fuerte y capaz como yo mismo y no necesitaría de mi ayuda.
—Pero ¿dónde está mi capacidad para esta empresa? No la siento. Nada me llama ni se agita en mi interior al hablarme usted. No percibo ninguna luz que me ilumine, ninguna vida que me inspire, ninguna voz que me aconseje o me anime. ¡Oh, quisiera hacerle ver en qué medida es ahora mi mente como una mazmorra oscura, con un miedo pavoroso encadenado en sus profundidades: el miedo a que usted me persuada a intentar lo que no puedo cumplir!
—Tengo respuesta para eso: escúchela. La vengo observando desde que nos conocimos. La he hecho objeto de mi estudio desde hace diez meses. En ese tiempo la he puesto a prueba de varios modos; y ¿qué he visto y he sacado en limpio? En la escuela del pueblo vi que era capaz de cumplir bien, con puntualidad y rectitud, un trabajo que no congeniaba con sus costumbres e inclinaciones; la vi cumplirlo con capacidad y tacto; sabía ganarse a las personas a la vez que controlarlas. En su tranquilidad al enterarse de que se había hecho rica de pronto, vi una mente libre del vicio de Demas: el lucro no ejercía un poder desmesurado sobre usted. En la disposición resuelta con que repartió usted su riqueza en cuatro partes, quedándose sólo con una y renunciando a las demás en aras de una justicia abstracta, reconocí a un alma que se complacía en la llama y la emoción del sacrificio. En la docilidad con que renunció usted, a petición mía, a unos estudios que le interesaban y adoptó otros porque me interesaban a mí; en la aplicación incansable con que ha perseverado en ellos desde entonces; en la energía infatigable y el temple impertérrito con que ha afrontado sus dificultades, reconozco el complemento de las cualidades que busco. Jane, usted es dócil, diligente, desinteresada, fiel, constante y valiente; muy delicada y muy heroica; deje de desconfiar de sí misma: yo puedo confiar en usted sin reservas. Como directora de escuelas en la India, y colaboradora entre las mujeres de la India, su ayuda será preciosa para mí.
Mi sudario de hierro me estrechó con más fuerza; la persuasión avanzaba a pasos lentos y seguros. Por mucho que cerrase los ojos, estas últimas palabras suyas habían conseguido abrir relativamente un camino que antes parecía bloqueado. Mi trabajo, que me había parecido tan impreciso, tan desesperadamente difuso, se iba aclarando al hablar él, y asumía una forma concreta bajo sus manos. Esperó una respuesta. Le pedí un cuarto de hora para pensármelo antes de aventurar una contestación.
—De muy buena gana —respondió; e incorporándose, caminó un poco subiendo por el desfiladero; se tumbó en un brezal y se quedó allí inmóvil.
«
Puedo
hacer lo que quiere que haga: lo veo y lo reconozco por fuerza —medité—; es decir, si tengo vida para ello. Pero siento que mi vida no duraría mucho bajo el sol de la India. Y, entonces, ¿qué? Eso no le importa a él: cuando llegara el momento de morir, me abandonaría con toda serenidad y santidad en manos del Dios que me creó. Lo tengo muy claro. Al dejar Inglaterra, dejaría una tierra querida, aunque vacía: aquí no está el señor Rochester; y, aunque estuviera, ¿qué me importa a mí?, ¿qué podrá importarme nunca? Mi tarea actual es vivir sin él: nada tan absurdo, tan débil, como ir tirando día a día como si esperase algún cambio de las circunstancias que me permitiera reunirme con él, lo cual es imposible. Desde luego (tal como dijo una vez Saint John), debo buscarme otro interés en la vida para sustituir al que he perdido: ¿acaso la ocupación que me ofrece ahora no es en verdad la más gloriosa que puede adoptar el hombre o asignar Dios? ¿Acaso no es, por sus nobles afanes y sus resultados sublimes, la más oportuna para llenar el vacío que dejan los afectos desgarrados y las esperanzas hundidas? Creo que debo decir que sí; pero tiemblo. ¡Ay! Si me uno a Saint John, abandono la mitad de mí misma; si me voy a la India, voy a una muerte prematura. ¿Y en qué se llenará el intervalo desde que parta de Inglaterra a la India hasta que parta de la India a la tumba? ¡Oh, lo sé muy bien! A base de esforzarme hasta que me duelan los huesos por satisfacer a Saint John, lo satisfaré, hasta el punto central y el perímetro más lejano de sus expectativas. Si voy con él, si hago el sacrificio que me pide, lo haré de manera absoluta; lo pondré todo en el altar: el corazón, las vísceras, toda mi persona. Él no me querrá nunca, pero me dará su aprobación; yo le mostraré unas energías que no ha visto todavía, unos recursos que no sospecha. Sí: soy capaz de trabajar tanto como él, y con la misma conformidad.
»Puedo, por lo tanto, acceder a su demanda, salvo en un punto, en un punto terrible. Es éste: que me pide que sea su esposa; y no tiene más corazón de marido para mí que ese gigante ceñudo de roca por donde se despeña el arroyo en aquel desfiladero. Me valora como valora un soldado una buena arma; eso es todo. Esto no me apenaría si no estuviera casada con él; pero ¿puedo consentir que lleve a cabo todos sus proyectos, que lleve a la práctica con frialdad sus planes, pasar por la ceremonia de la boda? ¿Puedo recibir de él el anillo nupcial, soportar el amor en todas sus formas (que no dudo que él cumpliría escrupulosamente), sabiendo que faltaba por completo el espíritu? ¿Puedo soportar saber que cada una de sus caricias es un sacrificio que hace por sus principios? No: un martirio así sería monstruoso. No me someteré a él nunca. Podría acompañarlo como hermana, no como esposa. Se lo diré así».
Miré hacia la loma: seguía allí tendido, quieto, como una columna derribada; volvió la cara hacia mí, con ojos vigilantes y penetrantes. Se puso de pie y acudió a mi lado.
—Estoy dispuesta a ir a la India si puedo ir libre.
—Debe explicar su respuesta —dijo—, no está clara.
—Usted ha sido hasta ahora mi hermano adoptivo; yo, hermana adoptiva suya; sigamos como tales: será mejor que no nos casemos usted y yo.
Sacudió la cabeza.
—La condición de hermanos adoptivos no basta en este caso. Si fuera usted hermana mía de verdad, la cosa sería diferente: la llevaría a usted y no buscaría esposa. Pero, tal como están las cosas, nuestra unión debe ser consagrada y sellada por el matrimonio, o no puede existir: hay obstáculos prácticos que se oponen a cualquier otro plan. ¿No lo ve usted, Jane? Considérelo por un instante: su poderoso sentido común se lo hará ver.
Lo consideré, y mi sentido común, poderoso o no, sólo me hacía ver que no nos amábamos como deben amarse el marido y la mujer, y extraía de ahí la conclusión de que no debíamos casarnos. Así lo dije.
—Saint John —repuse—, lo considero a usted como un hermano; usted a mí, como una hermana: sigamos así.
—No podemos… no podemos —respondió con determinación aguda y cortante—: no podría ser. Ha dicho usted que vendrá conmigo a la India; recuérdelo: lo ha dicho.
—Con una condición.
—Bueno… bueno. Vamos a lo principal: usted no se opone a partir conmigo de Inglaterra, a colaborar conmigo en mis futuros trabajos. Para todos los efectos, ha puesto ya manos a la obra: es usted demasiado consecuente como para volver a retirarlas. No debe prestar atención más que a una cosa: cuál es la mejor manera de llevar a cabo la labor que ha emprendido. Simplifique usted sus intereses, sentimientos, pensamientos, deseos, objetivos complicados; fusione todas sus consideraciones en un solo propósito, el de cumplir con efectividad, con fuerza, la misión de su gran Señor. Para ello, necesita un colaborador; no un hermano (que es un vínculo débil), sino un marido. Yo tampoco necesito a una hermana: una hermana puede apartarse de mi lado cualquier día. Necesito una esposa, la única compañera a la que puedo influir con eficacia en la vida y conservar de manera absoluta hasta la muerte.
Me estremecí al oírle hablar; sentí su influencia en la médula de mis huesos, su dominio en mis miembros.
—Búsquese otra que no sea yo, Saint John; búsquese una apta para usted.
—Apta para mi propósito, querrá decir; apta para mi vocación. Vuelvo a decirle que no busco compañera para el individuo privado, insignificante, para el mero hombre con instintos egoístas de hombre: la busco para el misionero.
—Y yo estoy dispuesta a dar mis energías al misionero: es lo único que quiere; pero no a darme a mí misma. Eso sería añadir la cáscara y el salvado al grano. A él no le sirven de nada: me los quedaré yo.
—No puede… no debe. ¿Cree usted que a Dios le satisfaría una oblación a medias? ¿Que aceptaría un sacrificio mutilado? Abogo por la causa de Dios; la recluto a usted bajo Su bandera. No puedo aceptar en Su nombre una lealtad dividida: debe ser completa.
—¡Oh! Entregaré a Dios mi corazón —dije—.
Usted
no lo quiere.
No puedo jurar, lector, que no hubiera algo de sarcasmo reprimido tanto en el tono en que pronuncié esta frase como en el sentimiento que la acompañó. Hasta entonces había temido en silencio a Saint John porque no lo había comprendido. Me había tenido impresionada porque me había tenido dudosa. Hasta entonces no había sido capaz de determinar cuánto tenía de santo y cuánto de mortal; pero en aquella conversación se estaban desvelando cosas; estaba avanzando ante mis ojos el análisis de su naturaleza. Vi sus faltas; las entendí. Comprendí que, allí sentada, en la ladera de brezal, con esa apuesta forma ante mí, estaba sentada a los pies de un hombre tan lleno de pasiones como yo. Cayó el velo que cubría su dureza y su despotismo. Habiendo percibido la presencia de estas cualidades en él, sentí su imperfección y me armé de valor. Estaba con un igual, con uno con quien podía discutir, con uno a quien podía resistirme si me parecía oportuno.
Después de pronunciar yo esta última frase, guardó silencio y yo me aventuré a levantar la cara para mirarle el semblante.
Sus ojos, inclinados hacia mí, expresaban a la vez sorpresa severa e interrogación penetrante. Parecía como si dijeran: «¿Estará siendo sarcástica, sarcástica
conmigo
? ¿Qué significa esto?».
—No olvidemos que estamos tratando una cuestión solemne —dijo al cabo de poco—, de la que no podemos pensar ni hablar a la ligera sin pecar. Confío, Jane, en que haya sido sincera cuando dijo que quería dedicar su corazón a Dios: no pido más. Cuando haya arrancado su corazón de los hombres y lo haya fijado en su Hacedor, el progreso del reino espiritual de ese Hacedor en la tierra será su deleite y su actividad principal; estará usted dispuesta a hacer al instante todo lo que sea conveniente para ese fin. Verá usted qué empuje dará a su trabajo y al mío nuestra unión física y mental en el matrimonio: la única unión que aporta un carácter de conformidad permanente a los destinos y designios de los seres humanos; y, superando todos los caprichos menores, todas las dificultades y sutilezas de los sentimientos, todos los escrúpulos acerca del grado, carácter, fuerza o ternura de las inclinaciones meramente personales, se apresurará usted a aceptar esta unión enseguida.
—¿Lo haré? —dije con brevedad; y miré sus rasgos, bellos por su armonía, pero extrañamente aterradores por su severidad inmóvil; su frente, dominante aunque no abierta; sus ojos, brillantes, profundos y penetrantes aunque nunca tiernos; su figura alta e imponente, y me imaginé que era su
esposa
. ¡Oh! ¡No funcionaría! Como ayudante, compañera suya, todo iría bien: en calidad de tal, podía atravesar los mares con él, trabajar bajo los soles del Oriente en los desiertos del Asia, admirar y emular su valentía, devoción y vigor; plegarme en silencio a sus órdenes; sonreír serena ante su ambición incurable; distinguir entre el cristiano y el hombre; estimar profundamente al primero y perdonar con libertad al segundo. Sin duda sufriría mucho acompañándolo en aquellas condiciones: mi cuerpo estaría sujeto a un yugo bastante riguroso, pero mi mente y mi corazón serían libres. Todavía podría acudir a mi propia persona intacta, comunicarme en los momentos de soledad con mis sentimientos naturales y no esclavizados. Habría rincones de mi mente que sólo serían míos, a los que no acudiría nunca él, donde crecerían sentimientos frescos y protegidos que jamás podría marchitar él con su austeridad, ni pisotear con su paso regular de guerrero; pero en calidad de esposa suya, siempre a su lado, siempre confinada y contenida, obligada a mantener siempre baja la llama del fuego de mi naturaleza, a forzarla a que ardiera por dentro sin soltar nunca un grito aunque la llama encerrada me fuera quemando una víscera tras otra… eso sería insoportable.
—¡Saint John! —exclamé al llegar a este punto de mis meditaciones.
—¿Y bien? —respondió él con voz helada.
—Le repito que consiento libremente en acompañarlo como misionera, pero no como esposa. No puedo casarme con usted ni formar parte de usted.
—Debe formar parte de mí —respondió con firmeza—; de lo contrario, todo el negocio será inútil. ¿Cómo es posible que yo, un hombre de menos de treinta años, me lleve a la India a una muchacha de diecinueve, si no es casada conmigo? ¿Cómo podríamos estar siempre juntos, a veces en lugares solitarios, a veces entre tribus salvajes, sin estar casados?
—Muy bien —dije con brevedad—; en esas circunstancias, tan bien como si yo fuera su verdadera hermana, o como si fuera hombre y clérigo como usted.
—Se sabe que usted no es mi hermana; no puedo presentarla como tal; intentarlo equivaldría a hacer caer sobre nosotros sospechas injuriosas. Por lo demás, aunque tenga usted cerebro vigoroso de hombre, tiene corazón de mujer, y… no es posible.
—Sí es posible —afirmé con cierto desdén—, perfectamente posible. Tengo corazón de mujer, pero no para usted; para usted sólo tengo constancia de camarada, franqueza de compañero de armas, fidelidad, fraternidad si usted quiere; respeto de neófito y sumisión a mi hierofante; nada más: no tema.
—Es lo que quiero —dijo, hablando para sí—; es precisamente lo que quiero. Y hay obstáculos por el camino: es preciso derribarlos. Jane, no se arrepentiría usted de casarse conmigo, puede estar segura; debemos casarnos. Se lo repito: no hay otra manera; y no cabe duda de que, después del matrimonio, surgiría un grado de amor suficiente para que la unión pareciera adecuada aun a los ojos de usted.
—Desprecio su idea del amor —no pude menos de decir mientras me levantaba y me quedaba de pie ante él, apoyando la espalda en la roca—. Desprecio el sentimiento falso que ofrece usted; sí, Saint John, y lo desprecio a usted cuando lo ofrece.
Me miró fijamente, apretando los labios bien trazados. No era fácil determinar si estaba enfadado, sorprendido o cómo estaba: sabía controlar a fondo el semblante.
—Poco me esperaba oírle decir esa expresión —dijo—. Creo que no he hecho ni dicho nada digno de desprecio.
Me conmovió su tono delicado y me impresionó su gesto altivo y sereno.
—Perdone usted mis palabras, Saint John; pero si he llegado a hablar con tanta irreflexión ha sido por culpa suya. Ha introducido usted un tema en que nuestros caracteres divergen; un tema que no debemos debatir nunca: el nombre mismo del amor es una manzana de la discordia entre usted y yo. Si en vez del nombre necesitásemos de su realidad, ¿qué haríamos? ¿Cómo nos sentiríamos? Querido primo, abandone usted su proyecto de matrimonio, olvídese de él.
—No —dijo—; es un plan que acaricio desde hace mucho tiempo, y el único que puede servir para alcanzar mi gran objetivo. Pero no le insistiré más por hoy. Mañana salgo camino de Cambridge: allí tengo muchos amigos de quienes quiero despedirme. Estaré ausente una quincena: dedique usted ese tiempo a considerar mi oferta, y no olvide que, si la rechaza, no está renunciando a mí sino a Dios. Él le está abriendo por medio de mí un noble camino; sólo puede entrar usted en él como mi esposa. Si se niega a ser mi esposa, se limitará para siempre a un sendero de comodidad egoísta y oscuridad estéril. En tal caso, ¡tiemble al pensar que podría contarse entre los que han negado la fe y son peores que infieles!
Había terminado. Se apartó de mí y «miró el río, miró el monte» una vez más. Pero esta vez todos sus sentimientos quedaron guardados en su corazón: yo no era digna de oírlos pronunciar. Caminando a su lado, camino de casa, leí bien en su silencio férreo todo lo que sentía hacia mí: la desilusión de una naturaleza austera y despótica que ha encontrado resistencia donde esperaba sumisión; la desaprobación de un juicio frío e inflexible que ha detectado en otra persona unos sentimientos y puntos de vista con los que no está en su mano coincidir; en suma, como hombre, hubiera querido obligarme a obedecerle por la fuerza; sólo como cristiano sincero llevaba con tanta paciencia mi rebeldía y me había concedido un plazo tan largo para que reflexionara y me arrepintiera.
Aquella noche, después de haber besado a sus hermanas, creyó conveniente olvidarse hasta de darme la mano, y salió de la habitación en silencio. Aunque yo no lo amaba, sentía gran amistad hacia él, y aquella omisión marcada me dolió; me dolió tanto que me asomaron las lágrimas a los ojos.
—Veo que Saint John y tú habéis discutido, Jane, durante vuestro paseo por el páramo —dijo Diana—. Ve tras él; se ha quedado a esperarte en el pasillo: querrá reconciliarse.
En tales circunstancias no soy muy orgullosa: siempre prefiero ser feliz a ser digna; y corrí tras él; estaba al pie de las escaleras.
—Buenas noches, Saint John —dije.
—Buenas noches, Jane —respondió con calma.
—Entonces, démonos la mano —añadí.
¡Qué contacto frío y flácido imprimió en mis dedos! Estaba muy descontento de lo que había pasado aquel día; ni lo ablandaba la cordialidad ni lo conmovían las lágrimas. Con él no se podía tener ninguna reconciliación feliz; ni sonrisa alegre ni palabra generosa; pero el cristiano seguía paciente y plácido, y cuando le pregunté si me perdonaba, me respondió que no tenía por costumbre albergar el recuerdo de los disgustos; que no tenía nada que perdonar, pues no lo habían ofendido.
Y con esta respuesta me dejó. Yo habría preferido con mucho que me hubiera derribado de un golpe.