Jane Eyre

Capítulo XXIV

Capítulo XXIV

CAPÍTULO XXIV

UANDO

me levanté y me vestí, pensé en lo que había pasado, preguntándome si había sido un sueño. No podía estar segura de que fuera verdad hasta que hubiera visto otra vez al señor Rochester y lo hubiera oído renovar sus palabras de amor y sus promesas.

Mientras me arreglaba el pelo, me miré la cara al espejo y ya no me pareció vulgar: tenía esperanza en su aspecto y vida en sus colores; y parecía como si mis ojos hubieran visto la fuente de la felicidad y hubieran tomado rayos del brillo lustroso de sus aguas. Muchas veces no había querido mirar a mi señor porque temía que pudiera no agradarle mi apariencia; pero ahora estaba segura de poder alzar la cara hacia él sin enfriar su afecto con mi expresión. Tomé de mi cajón un vestido de verano sencillo aunque limpio y alegre: me pareció que ningún atuendo me había sentado tan bien en mi vida, porque no me había puesto ninguno con el ánimo tan dichoso.

Cuando bajé corriendo al vestíbulo, vi sin sorpresa que tras la tormenta de la noche se había levantado una mañana brillante de junio; y sentí que entraba por la puerta abierta el aliento de una brisa fresca y fragante. La naturaleza debía estar jocunda cuando yo era tan feliz. Subían por el camino una mendiga con su niño pequeño, pálidos y harapientos los dos, y yo bajé corriendo y les di todo el dinero que tenía en el monedero, unos tres o cuatro chelines: debían compartir mi júbilo, para bien o para mal. Graznaban los grajos y cantaban pajarillos más joviales, pero nada tan alegre ni tan musical como mi propio corazón regocijado.

La señora Fairfax me sorprendió asomándose por la ventana con semblante triste y diciéndome con gravedad:

—Señorita Eyre, ¿quiere usted venir a desayunar?

Estuvo callada y tranquila durante la comida; pero no pude sacarla entonces de su engaño. Debía esperar a que llegara mi señor a darle explicaciones, y ella también. Comí lo que pude, y subí después aprisa. Me encontré con Adèle, que salía del aula.

—¿Dónde vas? Es la hora de las lecciones.

—El señor Rochester me ha mandado al cuarto de juegos.

—¿Dónde está?

—Allí —dijo, señalando a la habitación de la que había salido; entré, y estaba allí.

—Ven a darme los buenos días —me dijo. Yo avancé de buena gana, y no recibí una simple palabra fría, ni siquiera un apretón de manos, sino un abrazo y un beso. Parecía natural; parecía vivificante que me amara tanto, que me acariciara de ese modo.

—Estás radiante, Jane, y sonriente, y bonita —dijo—; estás verdaderamente bonita esta mañana. ¿Es ésta mi hadita pálida? ¿Es ésta mi mostacilla? ¿Esta muchachita de cara risueña, hoyuelos en la mejilla y labios sonrosados, de pelo castaño y sedoso y ojos radiantes color avellana?

(Yo tenía los ojos verdes, lector; pero deberás dispensar su error: supongo que, para él, acababan de adquirir un nuevo tinte).

—Soy Jane Eyre, señor.

—Y pronto serás Jane Rochester —añadió—. Dentro de cuatro semanas, Janet: ni un día más. ¿Me has oído?

Lo había oído, y no llegaba a comprenderlo: me mareaba. La sensación que me invadió con aquel anuncio fue tan fuerte que no era compatible con la alegría: me golpeó y me aturdió. Creo que casi era miedo.

—Te has sonrojado, Jane, y ahora te has puesto blanca: ¿por qué?

—Porque me ha aplicado usted un nombre nuevo, el de Jane Rochester, y se me hace muy extraño.

—Sí, señora de Rochester —dijo—, la joven señora de Rochester, la joven esposa de Fairfax Rochester.

—Eso no puede ser, señor; no parece posible. Los seres humanos no gozamos nunca de una felicidad completa en este mundo. Yo no he nacido para que mi destino sea distinto del resto de mi especie: imaginarme que me acaece tal ventura es como un cuento de hadas, como soñar despierta.

—Y yo puedo hacerlo realidad, y lo haré. Empezaré hoy mismo. Esta mañana he escrito a mi banco de Londres pidiendo que me envíen ciertas joyas que tienen en su custodia, joyas de familia de las señoras de Thornfield. Espero echarlas en tu regazo de aquí a un día o dos, pues gozarás de todos los privilegios, de todas las atenciones que yo otorgaría a la hija de un noble si me fuera a casar con ella.

—¡Ay, señor! ¡No me cubra usted de joyas! No quiero oír hablar de ellas. Parece antinatural y extraño hablar de joyas para Jane Eyre: prefiero no tenerlas.

—Yo mismo colocaré el collar de diamantes en torno a tu cuello y la diadema en tu frente… a la cual favorecerá, pues la naturaleza, al menos, ha estampado en esta frente su sello de nobleza. Y te cerraré los brazaletes en torno a estas finas muñecas, y llenaré de anillos estos dedos de hada.

—¡No, no señor! Piense usted en otros asuntos, y hable de otras cosas y con otro tono. No me hable como si fuera una belleza: soy su institutriz, corriente y austera como una cuáquera.

—Ante mis ojos eres una belleza, y una belleza tal como la deseo yo: delicada y etérea.

—Querrá decir menuda e insignificante. Está usted soñando, señor, o se está burlando de mí. ¡No sea irónico, por Dios!

—Y haré que el mundo reconozca también tu belleza —continuó diciendo, mientras yo me intranquilizaba en serio por el tono que había adoptado, pues me temía que se estuviera engañando o intentara engañarme a mí—. Vestiré a mi Jane de satén y encajes, pondré rosas en sus cabellos, y cubriré la cabeza que más quiero con un velo precioso.

—Y entonces no me conocerá usted, señor, y no seré su Jane Eyre, sino una mona vestida de arlequín, un papagayo con plumas ajenas. Antes preferiría verlo a usted, señor Rochester, disfrazado de cómico, que verme yo misma ataviada con el vestido de una dama de la corte; y yo no lo llamo hermoso, señor, aunque lo quiero mucho: lo quiero demasiado para adularlo. No me adule usted a mí.

Sin embargo, continuó con este tema haciendo caso omiso de mi desaprobación.

—Hoy mismo te llevaré a Millcote en el coche, y deberás elegir varios vestidos para ti. Ya te he dicho que nos casaremos dentro de cuatro semanas. La boda será discreta, en esa iglesia de ahí abajo; y después te llevaré enseguida a la capital. Tras una breve estancia allí, trasladaré mi tesoro a regiones más próximas al sol: a los viñedos de Francia y a las llanuras de Italia; y verá todo lo que hay de famoso en las leyendas antiguas y en las crónicas modernas: probará, asimismo, la vida de las ciudades, y aprenderá a valorarse a sí misma comparándose con las demás.

—¿Viajaré? ¿Y con usted, señor?

—Visitarás París, Roma y Nápoles; Florencia, Venecia y Viena: volverás a hollar todo el suelo por el que he vagado yo; tu pie de sílfide pisará donde he puesto yo la pezuña. Hace diez años, volé por toda Europa medio loco; con el asco, el odio y la rabia como compañeros; ahora volveré a visitarla, curado y sano, con un ángel como camarada.

Cuando dijo esto, me reí de él.

—No soy ningún ángel —afirmé— ni lo seré hasta que me muera: seré yo misma. Señor Rochester, no debe usted esperar ni pedir de mí nada celestial, pues no lo obtendrá, del mismo modo que no espero en absoluto otro tanto de usted.

—¿Qué espera usted de mí?

—Quizá pase una temporada como ahora, una temporada muy breve; después se volverá frío; y después será veleidoso, y después será severo, y tendré mucho que hacer para agradarle; pero cuando se acostumbre usted a mí, quizá pueda volver a apreciarme; he dicho a

apreciarme

, no a

amarme

. Supongo que su amor se disipará en seis meses o menos. He observado que, en libros escritos por hombres, se atribuye esta duración máxima al ardor de un esposo. Aunque espero no llegar a desagradar del todo a mi querido señor en calidad de amiga y compañera.

—¡Desagradar! ¡Y

volver a apreciarte

! Creo que te volveré a apreciar una y otra vez, y que te haré confesar que no sólo

te aprecio

, sino que

te amo

, con sinceridad, fervor y constancia.

—¿Pero no será usted veleidoso, señor?

—Soy el mismo diablo con las mujeres que sólo me agradan por la cara, cuando descubro que no tienen alma ni corazón; cuando presentan ante mí una perspectiva de vulgaridad, trivialidad, y quizá de imbecilidad, grosería y mal humor; pero ante los ojos límpidos y la lengua elocuente, ante el alma hecha de fuego y el carácter que se doblega sin romperse (flexible y estable a la vez, tratable al tiempo que consistente) soy siempre tierno y fiel.

—¿Ha conocido usted alguna vez un carácter así, señor? ¿Ha amado a tal persona?

—La amo ahora.

—Pero antes de mí; si es que, en efecto, estoy en algún sentido a la altura de sus expectativas tan exigentes.

—No he conocido nunca a una semejante a ti. Me agradas, Jane, y me dominas; parece que te sometes, y me gusta la impresión que das de flexibilidad; y cuando me enrollo al dedo la madeja suave y sedosa, me sube un estremecimiento de emoción por el brazo hasta el corazón. Me influye, me conquista; y es una influencia más dulce de lo que puedo expresar; y la conquista de la que soy objeto tiene un embrujo superior a cualquier triunfo que yo pueda obtener. ¿Por qué te sonríes, Jane? ¿Qué significa ese semblante inexplicable, incomprensible?

—Estaba pensando, señor (dispensará la idea; ha sido involuntaria), estaba pensando en Hércules y en Sansón, con las que los hechizaron…

—¿Eso pensabas, duendecilla…?

—¡Calle, señor! Ahora no está hablando usted con mucha prudencia, como tampoco obraron con mucha prudencia esos caballeros. No obstante, no cabe duda de que, si se hubieran casado, su severidad de maridos habría compensado su blandura de pretendientes; y me temo que a usted le pasará lo mismo. Me pregunto cómo me responderá usted de aquí a un año si le pido un favor que no le conviene o no le apetece concederme.

—Pídeme algo ahora mismo, Jane, lo que sea; quiero que me imploren…

—Eso haré, señor: tengo dispuesta mi solicitud.

—¡Habla! Pero si me miras y me sonríes con esa cara, te juraré que lo tienes concedido antes de que yo sepa qué es, y así quedaré por tonto.

—¡En absoluto, señor! Sólo le pido lo siguiente: que no mande traer las joyas, y que no me corone de rosas: sería como poner un ribete de encaje dorado a ese pañuelo de bolsillo corriente que tiene usted.

—Ya lo sé, sería como «dorar el oro fino». Te otorgo tu solicitud, por lo tanto… de momento. Mandaré aplazar el encargo que he enviado a mi banco. Pero todavía no has pedido nada: has pedido que se te retire un regalo. Prueba otra vez.

—Pues bien, señor: tenga usted la bondad de satisfacer mi curiosidad, que está muy picada en un punto.

Dio muestras de perturbación.

—¿Qué? ¿Qué? —dijo enseguida—. La curiosidad es una petición peligrosa: me alegro de no haber dado mi palabra de concederte todo lo que pidieras.

—Pero no puede haber peligro en concederme esto, señor.

—Di, Jane; pero preferiría que me pidieras la mitad de mis posesiones a que me preguntases algo que quizá sea un secreto.

—¿Para qué quiero yo la mitad de sus posesiones, rey Asuero? ¿Se ha creído que soy una judía usurera, al acecho de buenas inversiones en tierras? Preferiría con mucho tener toda su confianza. Si me admite en su corazón, ¿no me excluirá de su confianza?

—Te daré con gusto toda mi confianza que valga algo, Jane; ¡pero no pidas una carga inútil, por Dios! ¡No quieras veneno! ¡No te me conviertas en una verdadera Eva en mis manos!

—¿Por qué no, señor? Me estaba usted diciendo ahora mismo cuánto le gustaba que lo conquistara y cuánto le agradaba que le pidiera. ¿No le parece que bien puedo aprovecharme de esta confesión y empezar a pedir y a suplicar, hasta a llorar y enfurruñarme si es necesario, aunque sólo sea para poner a prueba mi poder?

—Te desafío a que hagas tal experimento. Si abusas de mi generosidad, si te tomas demasiadas libertades, se acabó el juego.

—¿Así es, señor? Pronto se rinde usted. ¡Qué severo está ahora! Se le han puesto las cejas tan gruesas como mi dedo, y la frente le parece «una caja de truenos azules», como lo llamaba cierta poesía sorprendente que leí una vez. Supongo que ésa será su cara de casado, señor, ¿no es así?

—Si ésta va a ser tu cara de casada, como que soy cristiano que renuncio a la idea de contraer matrimonio con un puro duende o salamandra. Pero ¿qué querías preguntar, bicho? ¡Suéltalo!

—Ya está; ahora es menos que cortés, y a mí me gusta mucho más la grosería que la adulación. Prefiero ser

bicho

a ser ángel. He aquí lo que tengo que preguntarle: ¿por qué ha hecho tantos esfuerzos para hacerme creer que quería casarse con la señorita Ingram?

—¿Eso es todo? ¡Gracias a Dios que no es nada peor!

Y desfrunció el ceño oscuro; bajó la vista sonriéndome y me acarició el pelo, como satisfecho de haberse librado de un peligro.

—Creo que puedo confesar —siguió diciendo—; aunque tendré que indignarte un poco, y ya he visto en qué espíritu del fuego te puedes convertir cuando te indignas. Anoche te pusiste al rojo vivo bajo la luz fría de la luna cuando te rebelaste contra el destino, exigiendo que se te considerara igual a mí. Dicho sea de paso, Janet, fuiste tú la que me hiciste la propuesta.

—Claro que fui yo. Pero vaya usted al grano, si gusta, señor: ¿la señorita Ingram…?

—Pues bien, fingí cortejar a la señorita Ingram porque quería que usted se enamorara de mí tan locamente como lo estaba yo de usted; y sabía que el mejor aliado al que podría recurrir para alcanzar ese fin serían los celos.

—¡Excelente! Ahora lo veo pequeño, ni pizca mayor que el pulpejo de mi meñique. Su conducta ha sido vergonzosa, una deshonra escandalosa. ¿No ha tenido usted en cuenta para nada los sentimientos de la señorita Ingram?

—Sus sentimientos se reducen a uno solo: el orgullo; y a éste le viene bien una humillación. ¿Tuviste celos, Jane?

—No se preocupe, señor Rochester; eso no le interesa a usted para nada. Contésteme con la verdad una vez más: ¿no cree que la coquetería engañosa de usted hará sufrir a la señorita Ingram? ¿No se sentirá olvidada y abandonada?

—¡Imposible! Ya te he dicho que, al contrario, fue ella la que me abandonó a mí: cuando me creyó pobre, su llama se enfrió o, mejor dicho, se apagó en un momento.

—Tiene usted una mente extraña, maquinadora, señor Rochester. Me temo que sus principios sobre ciertos puntos son excéntricos.

—Mis principios no se han sujetado nunca a una formación, Jane: puede que se hayan desviado un poco por falta de cuidados.

—Una vez más, hablando en serio: ¿puedo gozar del gran bien que se me ha concedido, sin temer que nadie sufra el amargo dolor que yo sufrí hace poco?

—Puedes, mi buena muchachita: no hay en el mundo otro ser que me ame con el mismo amor puro con que me amas tú; pues aplico a mi alma ese ungüento placentero que es creer en tu afecto, Jane.

Apliqué los labios a la mano que tenía puesta en mi hombro. Lo amaba mucho, más de lo que podía confiar en decir, más de lo que podía expresarse con palabras.

—Pídeme algo más —me dijo después—; me encanta que me pidan y ceder.

Yo tenía de nuevo preparada una solicitud.

—Comunique usted sus intenciones a la señora Fairfax: me vio con usted anoche en el vestíbulo, y se quedó consternada. Dele alguna explicación antes de que yo vuelva a verla. Me duele que una mujer tan buena me juzgue mal.

—Ve a tu cuarto y ponte el sombrero —replicó él—. Quiero que me acompañes a Millcote esta mañana; y, mientras te preparas para el paseo en coche, aclararé las ideas a la anciana señora. ¿Crees que ella pensó que estabas dispuesta a renunciar a todo por amor?

—Me parece que creyó que me había olvidado de mi lugar y del suyo, señor.

—¡Lugar! ¡Lugar! Tu lugar está en mi corazón y muy por encima de aquellos que quieren insultarte. Ve.

No tardé en vestirme; y cuando oí salir al señor Rochester del saloncito de la señora Fairfax, bajé allí aprisa. La anciana señora había estado leyendo su pasaje matutino de las Sagradas Escrituras, la lectura del día; tenía delante la Biblia abierta, con sus anteojos encima. Parecía que había olvidado su ocupación, que había interrumpido al venir a darle la noticia el señor Rochester. Sus ojos, fijos en la pared vacía de enfrente, expresaban el sobresalto de una mente tranquila agitada por novedades inesperadas. Al verme, salió de su ensimismamiento; hizo una especie de esfuerzo por sonreír y dijo unas palabras de felicitación; pero la sonrisa se agotó y la frase quedó sin terminar. Se puso los anteojos, cerró la Biblia y apartó su silla de la mesa.

—Estoy atónita —comenzó diciendo—; no sé qué decirle, señorita Eyre. ¿No lo habré soñado, verdad? A veces me quedo medio dormida cuando estoy sentada sola y me imagino cosas que no han sucedido. Me ha parecido más de una vez, estando adormecida, que entraba en la habitación mi querido marido, que murió hace quince años, y se sentaba junto a mí; y hasta le he oído llamarme por mi nombre, Alice, como me llamaba él. Ahora, ¿puede usted decirme si es verdad que el señor Rochester le ha pedido a usted que se case con él? No se ría de mí. Es que me ha parecido, verdaderamente, que ha entrado aquí hace cinco minutos y ha dicho que usted será su esposa dentro de un mes.

—A mí me ha dicho lo mismo —contesté.

—¡Se lo ha dicho! ¿Le cree usted? ¿Lo ha aceptado?

—Sí.

Me miró, desconcertada.

—Jamás se me habría ocurrido. Es hombre orgulloso, todos los Rochester han sido orgullosos; y a su padre, al menos, le gustaba el dinero. También a él mismo lo han llamado cicatero. ¿Piensa casarse con usted?

—Eso me dice.

Me inspeccionó de pies a cabeza: leí en sus ojos que no encontraba en mí ningún encanto lo bastante poderoso para explicar el enigma.

—¡No lo entiendo! —siguió diciendo—; pero será verdad, sin duda, ya que usted lo dice. No sé qué saldrá de esto, de verdad que no lo sé. En estos casos suele ser recomendable la igualdad social y de fortuna; y se llevan veinte años de diferencia en cuanto a edad. Casi podría ser su padre.

—¡Eso sí que no, señora Fairfax! —exclamé yo, irritada—. ¡No parece mi padre, de ninguna manera! Nadie que nos viera juntos lo creería ni por un momento. El señor Rochester parece tan joven, y es tan joven, como algunos hombres de veinticinco años.

—¿Se va a casar con usted por amor, verdaderamente? —me preguntó.

Su frialdad y su escepticismo me hirieron tanto que me asomaron las lágrimas a los ojos.

—Lamento afligirla —siguió diciendo la viuda—; pero es usted tan joven, y sabe tan poco de los hombres, que he querido ponerla en guardia. Según el viejo dicho «no es oro todo lo que reluce», y en este caso me temo que se descubrirá que hay algo diferente de lo que usted o yo esperamos.

—¿Por qué? ¿Acaso soy un monstruo? —dije—. ¿Es imposible que el señor Rochester me tenga un afecto sincero?

—No: está usted muy bien, y ha mejorado mucho últimamente; y yo diría que el señor Rochester la aprecia. Siempre he observado que la tenía a usted como una especie de favorita. Esta preferencia marcada por su parte me ha inquietado a veces, por el bien de usted, y he querido prevenirla; pero no quería dar a entender siquiera la posibilidad de que pasara algo malo. Sabía que la idea la escandalizaría a usted, que la ofendería quizá; y como usted era tan discreta, tan absolutamente modesta y razonable, esperaba que podría confiarse en que sabría cuidar de sí misma. No sabe usted lo que sufrí anoche cuando la busqué por toda la casa sin encontrarla en ninguna parte, ni tampoco al amo; y, después, cuando la vi entrar con él, a las doce.

—Bueno, no se preocupe usted ya por eso —la interrumpí con impaciencia—; basta con saber que todo ha sido correcto.

—Espero que todo sea correcto al final —dijo—; pero, créame: toda precaución es poca. Procure mantener a distancia al señor Rochester: desconfíe de sí misma y de él. Los caballeros de su categoría no suelen casarse con sus institutrices.

Me estaba irritando de verdad; por fortuna, entró corriendo Adèle.

—¡Déjeme ir! ¡Déjeme ir también a Millcote! —gritaba—. El señor Rochester no me deja, a pesar de todo el sitio que hay en el coche nuevo. Pídale usted que me deje ir, mademoiselle.

—Se lo pediré, Adèle —le dije, y me apresuré a marcharme con ella, alegre de dejar a mi triste consejera. El coche estaba dispuesto; lo estaban conduciendo a la parte delantera, y mi señor estaba en la calzada. Piloto lo seguía corriendo de aquí para allá.

—Adèle puede acompañarnos, ¿verdad, señor?

—Le he dicho que no. ¡No quiero ir con críos! Iré sólo con usted.

—Permítale venir, señor Rochester, por favor; sería más conveniente.

—No lo permito: será un estorbo.

Tenía un aspecto y una voz muy autoritarios. Yo tenía encima el frío de las advertencias de la señora Fairfax y del desaliento de sus dudas: la incertidumbre y la falta de fundamento asediaron mis esperanzas. Perdí en parte la sensación de dominio que tenía sobre él. Estuve a punto de obedecerle mecánicamente, sin más protestas; pero cuando me ayudaba a subir al coche me miró a la cara.

—¿Qué sucede? —me preguntó—. Toda la alegría se ha apagado de tu semblante. ¿Quieres de verdad que venga la niña? ¿Te molestará que la dejemos?

—Preferiría con mucho que viniera, señor.

—Entonces, ¡ve por tu sombrero y vuelve aquí como un rayo! —le gritó a Adèle.

Ella le obedeció con toda la velocidad que pudo.

—Al fin y al cabo, no importará mucho que nos estorben una sola mañana —dijo él—, cuando espero tenerte pronto, tus pensamientos, tu conversación y tu compañía, para toda la vida.

Cuando izó a Adèle al carruaje, empezó por darme un beso para manifestarme su agradecimiento por mi intercesión; la metió al instante en un rincón, al otro lado de él. Ella se puso a mirar hacia donde estaba yo: aquel vecino tan severo, con aquel ánimo tan caprichoso que tenía entonces, la reprimía tanto que no se atrevía a susurrar ninguna observación ni a preguntarle nada.

—Deje usted que se siente conmigo —le pedí—; a usted lo molestará quizá, señor; en este lado hay mucho sitio.

Me la pasó como si fuera un perrillo faldero.

—Todavía la voy a enviar a un internado —dijo, pero ya sonreía.

Adèle le oyó, y le preguntó si iría a un internado

sans mademoiselle

[1]

.

—Sí —respondió él—; decididamente

sans mademoiselle

; pues yo me voy a llevar a mademoiselle a la luna, y allí buscaré una cueva en uno de los valles blancos entre las cumbres de los volcanes, y mademoiselle vivirá allí conmigo, y sólo conmigo.

—No tendrá nada de comer: la matará usted de hambre —observó Adèle.

—Recogeré el maná para ella por la mañana y por la noche: las llanuras y las laderas de la luna están blancas de maná, Adèle.

—Querrá calentarse; ¿qué hará para tener lumbre?

—Sale fuego de las montañas de la luna: cuando tenga frío, la subiré a una cumbre y la tenderé en el borde de un cráter.

—Oh,

qu’elle y sera mal… peu comfortable!

[2]

Y la ropa se le gastará; ¿de dónde sacará otra nueva?

El señor Rochester se hizo el desconcertado.

—¡Hum! —dijo—. ¿Qué harías tú, Adèle? Devánate los sesos en busca de una solución. ¿Qué tal serviría de vestido una nube blanca o rosa? Y se podría cortar un pañuelo muy bonito de un arco iris.

—Está mucho mejor como está ahora —concluyó Adèle, tras reflexionar un rato—; además, se cansaría de vivir sólo con usted en la luna. Si yo estuviera en el lugar de mademoiselle, no consentiría jamás en irme con usted.

—Ha consentido; ha dado su palabra.

—Pero usted no puede llevarla hasta allí; no hay carretera a la luna; todo es aire, y ni usted ni ella saben volar.

—Mira ese campo, Adèle.

Ya habíamos salido por el portón de la finca de Thornfield y rodábamos ligeros por la carretera llana de Millcote, que tenía el polvo bien asentado por la tormenta, y a cuyos lados relucían los setos bajos y los altos árboles, verdes y refrescados por la lluvia.

—Adèle, hace cosa de quince días yo estaba paseándome por ese campo, a última hora de la tarde, de la tarde del día en que tú me ayudaste a recoger heno en el prado de la arboleda; y, como yo estaba cansado de amontonar haces de heno con el rastrillo, me senté a descansar en una cancela, y allí saqué un cuadernito y un lápiz y me puse a escribir acerca de una desventura que me había sucedido hace mucho tiempo y del deseo que tenía de que llegaran tiempos felices; escribía muy deprisa, aunque iba faltando de la página la luz del día, cuando llegó por el sendero algo que se detuvo a dos varas de mí. Lo miré. Era una cosita que llevaba un velo de gasa en la cabeza. Le indiqué por señas que se acercase a mí; no tardó en estar junto a mis rodillas. No le hablé, y el ser no me habló a mí con palabras; le leí los ojos y él me los leyó a mí, y nuestro coloquio sin palabras fue así.

»Me dijo que era un hada que venía del país de los elfos; y que su encargo era hacerme feliz: yo debía marcharme con ella del mundo vulgar para ir a un lugar solitario, como la luna, por ejemplo (me indicó, señalando con un gesto de la cabeza los cuernos de ésta, que se levantaba sobre la colina de Hay); me habló de la cueva de alabastro y el valle de plata donde podríamos vivir. Le dije que me gustaría ir, pero le recordé, como me has recordado tú a mí, que no tengo alas para volar.

»—¡Oh, eso no tiene importancia! —repuso el hada—. Aquí tienes un talismán que eliminará todos los obstáculos —y me tendió un bonito anillo de oro—. Pónmelo en el cuarto dedo de la mano izquierda, y seré tuya y tú serás mío; y nos iremos de la tierra y construiremos nuestro propio cielo allí —dijo, indicándome nuevamente la luna con la cabeza. El anillo, Adèle, lo tengo en el bolsillo de los pantalones, transformado en un soberano; pero pienso volver a convertirlo en anillo muy pronto.

—Pero ¿qué tiene que ver mademoiselle con esto? El hada no me importa; ¿no dijo usted que llevaría a la luna a mademoiselle?

—Mademoiselle es un hada —dijo él, susurrando con aire de misterio. Entonces yo dije a Adèle que no hiciera caso de sus bromas; y ella, por su parte, dio muestras de una vena de auténtico escepticismo francés: dijo que el señor Rochester era

un vrai menteur

[3]

, y le aseguró que no hacía el menor caso de sus

contes de fées

, y que

du reste, il n’y avait pas de fées, et quand même il y en avait

[4]

, tenía la seguridad de que nunca se le iban a aparecer a él, ni a darle anillos, ni a ofrecerse a vivir con él en la luna.

La hora que pasamos en Millcote fue algo agobiante para mí. El señor Rochester me obligó a ir a cierto almacén de sedas; allí me ordenó que eligiera media docena de vestidos. Aquella tarea me repugnaba; supliqué que me permitiera dejarla para más adelante. No: había que hacerlo ahora. A fuerza de súplicas expresadas con susurros enérgicos, reduje la media docena a dos; sin embargo, se empeñó en elegir éstos dos él mismo. Vi con angustia cómo recorría con la vista los alegres géneros; se decidió por una seda rica teñida de un brillante color de amatista y por un soberbio satén rosado. Le dije en una nueva serie de susurros que, para el caso, podía comprarme allí mismo un vestido de oro y un sombrero de plata: desde luego que no me aventuraría jamás a ponerme lo que había elegido. Con infinitas dificultades, pues tenía la cabeza dura como una piedra, lo persuadí para que los cambiara a favor de un sobrio satén negro y una seda gris perla.

—Podrá pasar de momento —dijo—, pero todavía te he de ver brillar como un parterre.

Me alegré de sacarlo del almacén de sedas, y después de una joyería: cuanto más me compraba, más me ardían las mejillas con una sensación de molestia y degradación. Cuando volvimos a entrar en el coche y yo me acomodé en el asiento, febril y agotada, recordé algo que se me había olvidado en aquella sucesión precipitada de hechos oscuros y luminosos: la carta de mi tío, John Eyre, a la señora Reed; la intención de éste de adoptarme y hacerme su heredera. «Sería, desde luego, un alivio para mí tener esa independencia, por pequeña que fuera —pensé—. No soporto que me vista el señor Rochester como si fuera una muñeca, ni quedarme sentada como una segunda Dánae mientras cae diariamente a mi alrededor la lluvia de oro. Escribiré a Madeira en cuanto llegue a casa, y contaré a mi tío John que voy a casarme y con quién: si tuviera aunque sólo fuera la perspectiva de ofrecer al señor Rochester un aumento de fortuna, podría soportar mejor que él me mantuviera ahora». Y algo aliviada por esta idea (que no dejé de llevar a la práctica aquel mismo día), me aventuré una vez más a mirar a los ojos a mi señor y enamorado, que buscaba los míos con gran pertinacia, aunque yo apartaba de él la cara y la mirada. Sonrió; y aunque su sonrisa era como la que puede otorgar un sultán en un momento de dicha y afecto a una esclava enriquecida con su oro y sus gemas, le apreté con vigor la mano, que perseguía la mía constantemente, y se la devolví enrojecida por la presión apasionada.

—No hace falta que ponga esa cara —le dije—; si se pone así, no me pondré más que mis vestidos viejos de Lowood hasta el fin de mis días. Me casaré con éste de algodón lila: usted se puede hacer una bata con la seda gris perla, y una serie infinita de chalecos con el satén negro.

Rio por lo bajo; se frotó las manos.

—¡Oh!, ¿verdad que tiene gracia verla y oírla? —exclamó—. ¿A que es original? ¿A que es mordaz? ¡No cambiaría a esta muchachita inglesa por todo el serrallo del Gran Turco, con todos sus ojos de gacela y formas de hurí!

La alusión oriental volvió a irritarme.

—No pienso hacerle de serrallo ni en lo más mínimo —dije—; de modo que no me considere usted mal sustituto de uno. Si le apetece algo en ese sentido, váyase sin perder tiempo a los bazares de Estambul y gástese comprando esclavas al por mayor un parte de ese dinero que le sobra y que parece que no sabe cómo gastar aquí a su satisfacción.

—¿Y qué harías tú, Janet, mientras ajusto la compra de tantas toneladas de carne y de tal surtido de ojos negros?

—Me estaría preparando para ir de misionera, a predicar la libertad a los esclavos, entre ellos las habitantes de su harén. Accedería a él y suscitaría una rebelión; y usted, señor, aunque fuera un bajá de tres colas, se encontraría en un periquete en nuestro poder, atado de pies y manos; y yo, por mi parte, no consentiría en cortarle las ligaduras hasta que hubiera firmado usted una declaración de derechos, la más liberal que haya otorgado jamás un déspota.

—Yo me avendría a pedirte clemencia, Jane.

—No tendría clemencia, señor Rochester, si me la pidiera usted con esos ojos. Mientras tuviera esa mirada, estaría segura de que lo primero que haría usted al quedar libre sería violar los estatutos de cualquier declaración de derechos que hubiera concedido bajo coacción.

—Vaya, Jane, ¿qué es lo que quieres? Me temo que quieres obligarme a someterme a una ceremonia de matrimonio privada, además de la que se lleva a cabo en el altar. Veo que quieres estipular condiciones especiales: ¿cuáles son?

—Sólo quiero tener tranquilidad de espíritu, señor; no estar agobiada por deberle cosas que me ha dado a la fuerza. ¿Recuerda usted lo que dijo de Céline Varens? ¿Lo de los diamantes y los cachemires que le dio? Yo no quiero ser su Céline Varens inglesa. Seguiré haciendo de institutriz de Adèle; así me ganaré mi manutención, además de treinta libras al año. Sacaré mi propio vestuario de ese dinero, y usted no me dará más que…

—Bueno; ¿más que qué?

—Que su consideración; y si yo le doy la mía a cambio, la deuda quedará saldada.

—¡Vaya, es que no tienes igual en cuanto a desvergüenza natural y a orgullo innato! —dijo. Ya íbamos llegando a Thornfield—. ¿Quieres cenar hoy conmigo? —me preguntó cuando entrábamos por las puertas.

—No, gracias, señor.

—¿Y por qué «no, gracias», si puede saberse?

—No he cenado nunca con usted, señor, y no veo ningún motivo por el que deba cenar ahora, hasta…

—¿Hasta qué? Te encanta dejar las frases a medias.

—Hasta que no tenga más remedio.

—¿Por qué temes acompañarme a la mesa? ¿Acaso supones que como igual que un ogro o como un vampiro?

—No he supuesto nada al respecto, señor; pero quiero seguir como de costumbre un mes más.

—Abandonarás inmediatamente la esclavitud de tu trabajo como institutriz.

—Por el contrario, señor, y le ruego que me dispense, pero no haré tal cosa. Seguiré con él como de costumbre. No me cruzaré con usted en todo el día, tal como he hecho hasta ahora; podrá usted hacerme llamar al caer la tarde, si le apetece verme, y entonces iré; pero no en ningún otro momento.

—Necesito fumar algo, Jane, o tomar un polvo de rapé, para reconfortarme ante todo esto,

pour me donner une contenance

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, como diría Adèle; y por desgracia no me he traído ni la petaca ni la caja de rapé. Pero, escucha, en un susurro. Ahora mandas tú, tiranuela, pero pronto mandaré yo; y cuando te tenga bien sujeta, en mi poder, te colgaré (en sentido figurado) de una cadena como ésta —dijo, tocando su leontina—. Sí, cosita linda: te llevaré en mi seno, «para no extraviar mi joya».

Dijo esto al tiempo que me ayudaba a apearme del carruaje; y mientras bajaba en vilo a Adèle, entré en la casa y me retiré al piso superior.

Me convocó a su presencia puntualmente al caer la tarde. Yo le tenía preparada una ocupación, pues estaba decidida a no pasar toda la velada en un íntimo

tête-à-tête

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. Recordé su buena voz; sabía que le gustaba cantar, como suele gustar a los buenos cantantes. Yo no era vocalista, y tampoco tocaba bien para su juicio exigente; pero me encantaba escuchar la música cuando se interpretaba bien. En cuanto el crepúsculo, esa hora romántica, empezó a bajar su palio azul y estrellado sobre la ventana, me levanté, abrí el piano y le supliqué, en nombre del cielo, que me obsequiara con una canción. Me llamó bruja caprichosa, y dijo que prefería cantar en otro momento; pero yo aseguré que no habría otro momento mejor que el actual.

Me preguntó si me gustaba su voz.

Le dije que mucho. No me agradaba alimentar esa vanidad suya tan susceptible; pero, por una vez y para apresurar las cosas, quise halagarla y estimularla.

—Entonces, Jane, tú deberás tocar el acompañamiento.

—Muy bien, señor; lo intentaré.

Y lo intenté; pero me echó al momento del taburete y me llamó «pequeña desmañada». Después de haberme apartado sin ceremonias (que era exactamente lo que yo quería), usurpó mi puesto e interpretó su propio acompañamiento, pues sabía tocar tan bien como cantar. Yo me retiré al mirador. Y mientras estaba allí sentada, contemplando los árboles inmóviles y el césped en penumbras, cantó con dulces tonos y alegre melodía la letra siguiente:

El amor más fiel que jamás sintió

un corazón en su seno ardiente,

vertió palpitante por cada vena

el río de la vida.

Su llegada, mi esperanza diaria;

su partida, mi dolor.

El acaso que retrasaba sus pasos,

hielo en todas mis venas.

Soñé con ventura sin nombre:

ser amado como amaba;

y este fin buscaba, impaciente y ciego.

Pero ancho y no hollado era el espacio

que separaba nuestras vidas,

y peligroso como la corriente espumosa

de las verdes olas del mar.

Y frecuentado como camino de bandoleros

en desierto o en bosque;

pues se alzaban Poder, Razón, Miedo e Ira

entre nuestros espíritus.

Afronté los peligros, burlé los obstáculos;

desafié los malos presagios;

dejé atrás con ímpetu,

amenazas, tropiezos, advertencias.

Avanzaba mi arco iris, veloz como la luz;

volaba yo como en sueños;

pues se alzaba gloriosa a mi vista

la hija de la Lluvia y la Luz.

Pero sobre las nubes oscuras de tristeza

brilla la suave alegría solemne;

nada me importan ya los desastres

espesos que amenazan.

En este dulce momento nada me importa

que vuelva sobre mí, fuerte y veloz,

todo lo que he superado

pidiendo cruel venganza.

Aunque me derribe el Odio soberbio,

aunque me aísle la Razón,

y el Poder ceñudo me jure

enemistad eterna.

Mi amada ha puesto su manita

con noble fe en la mía;

y ha jurado que nos ha de unir

el vínculo sagrado del matrimonio.

Mi amada me ha jurado, sellando con un beso,

vivir y morir conmigo;

tengo por fin mi ventura sin nombre:

¡soy amado como amo!

Se levantó, vino hacia mí y vi que tenía la cara encendida, los ojos de halcón brillantes y ternura y pasión en todos sus rasgos. Temblé un momento; después cobré ánimo. No quería escenas tiernas ni demostraciones atrevidas, y corría el peligro de ambas cosas: debía preparar un arma de defensa; afilé la lengua; cuando llegó a mi lado, le pregunté con aspereza con quién iba a casarse ahora.

Me dijo que era una extraña pregunta para que se la hiciese su querida Jane.

—¿Ah, sí? A mí me parece muy natural y necesaria: ha dicho que su futura esposa morirá con usted. ¿Qué ha querido decir con una idea tan pagana? Yo no tengo intención de morir con usted, puede creerlo.

—¡Ah, lo único que quiero, lo único que pido, es que vivas conmigo! La muerte no es para ti.

—Sí que lo es: tengo tanto derecho como usted a morir cuando me llegue la hora; pero debo esperar a que llegue ese momento, sin adelantarlo en un satí.

—¿Me perdonas esa idea tan egoísta, y me demuestras tu perdón con un beso de reconciliación?

—No; prefiero que me disculpe de hacerlo.

Aquí me oí llamar «durilla», y añadió que cualquier otra mujer se habría derretido hasta la médula al oír cantar esas estrofas en su honor.

Le aseguré que yo era dura por naturaleza, de pedernal, y que él me encontraría así muchas veces; y, además, que estaba decidida a mostrarle las diversas rugosidades de mi carácter antes de que hubieran transcurrido las cuatro semanas siguientes: así sabría bien lo que había adquirido, cuando todavía estaba a tiempo de devolverlo.

Me preguntó si quería callarme y hablar de manera racional.

Le dije que me callaría si él quería; y, en lo que respectaba a hablar de manera racional, consideraba que ya lo estaba haciendo.

Refunfuñó, rezongó y bufó. «Muy bien —pensé—; puedes rabiar y patalear todo lo que quieras; pero estoy segura de que éste es el mejor sistema contigo. Me gustas más de lo que puedo expresar con palabras; pero no estoy dispuesta a caer en un pozo de sensiblerías; y también te mantendré alejado a ti de su borde con el aguijón de mi lengua; y sus pinchazos me servirán además para mantener entre tú y yo la distancia más conveniente para los dos».

Poco a poco, lo llegué a irritar bastante; entonces, cuando se hubo retirado al otro extremo de la sala, enfurruñado, me levanté y, después de decirle «tenga usted buenas noches, señor» con mi tono natural y respetuoso acostumbrado, me escabullí por la puerta lateral y me marché.

Seguí practicando aquel sistema que había adoptado durante todo el periodo de prueba, con gran éxito. Él estaba bastante enfadado y gruñón, desde luego; pero advertí que, en conjunto, aquello lo divertía enormemente, y que una sumisión de corderilla y una sensibilidad de tórtola habría fomentado más su despotismo, pero no habría resultado tan agradable para su juicio, tan satisfactorio para su sentido común, ni aun tan conveniente para su gusto.

En presencia de otras personas yo me comportaba como antes, con respeto y callada: ninguna otra conducta habría estado justificada; sólo lo contrariaba y lo castigaba de este modo en nuestras conversaciones de las veladas. Seguía haciéndome llamar puntualmente en cuanto el reloj daba las siete; aunque cuando yo me presentaba ante él ya no tenía en los labios epítetos tan melosos como los de «amor» y «querida»; las mejores palabras que me brindaban eran «muñeca provocadora», «duendecillo malicioso», «brujilla», «hechizada», etcétera. En lugar de caricias, recibía ahora muecas; en lugar de un apretón de la mano, un pellizco; en lugar de un beso en la mejilla, un fuerte tirón de orejas. Eso estaba bien: por entonces, prefería decididamente aquellos favores fieros a cualquier otra cosa más tierna. Yo veía que la señora Fairfax aprobaba mis actos: dejó de inquietarse por mí, con lo que estuve segura de que hacía bien. Mientras tanto, el señor Rochester afirmaba que lo estaba agotando hasta dejarlo demacrado, y me amenazaba con tomar terrible venganza de mi conducta actual en época muy próxima. Yo me reía para mis adentros de sus amenazas. «Ahora te paro los pies razonablemente —reflexionaba—; y no dudo que seré capaz de hacerlo más adelante; si pierde la eficacia un recurso, habrá que inventar otro».

Sin embargo, mi tarea no era fácil, al fin y cabo; en muchas ocasiones habría preferido agradarle en vez de hacerlo rabiar. Mi futuro esposo se estaba convirtiendo en el mundo entero para mí, y más que en el mundo entero, casi en mi esperanza de salvación eterna. Se interponía ante toda idea religiosa, como se interpone un eclipse entre la humanidad y el ancho sol. En aquellos días yo no era capaz de ver a Dios, pues sólo veía a aquella criatura suya que había convertido en un ídolo para mí.

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