Capítulo XX
Capítulo XX
CAPÍTULO XX
ABÍA
olvidado correr mi cortina como solía, así como bajar la persiana. A consecuencia de ello, cuando la luna, que estaba llena y reluciente (pues hacía buena noche) pasó en su carrera por el espacio de cielo situado frente a mi ventana y me miró por los cristales sin cubrir, su mirada gloriosa me despertó. Despertándome en plena noche, abrí los ojos y vi su disco, blanco plateado y claro como el cristal. Era hermoso, pero demasiado solemne; me incorporé a medias y estiré el brazo para correr la cortina.
¡Cielo santo! ¡Qué grito!
Un ruido agudo, penetrante, que corrió de un extremo a otro de Thornfield Hall hendió en dos la noche, su silencio, su descanso.
Se me detuvo el pulso; el corazón se me quedó inmóvil; el brazo que tenía extendido se me paralizó. El grito se apagó y no se repitió. De hecho, el ser que había proferido aquel chillido terrible no podría repetirlo de inmediato; ni el cóndor de mayor envergadura de los Andes sería capaz de emitir tal grito dos veces seguidas desde la nube que oculta su nido. Fuera lo que fuese lo que había emitido ese sonido, tendría que descansar antes de repetir aquel esfuerzo.
Provenía del tercer piso, pues había sonado encima de mí. Y de encima de mí… sí, en el cuarto que estaba justo encima del techo de mi dormitorio, se oía una lucha que parecía a muerte, y una voz semiahogada que gritó: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!» tres veces en rápida sucesión.
—¿No viene nadie? —gritó después; y, mientras seguían los forcejeos y los pisotones salvajes, oí entre las tablas y el yeso:
—¡Rochester! ¡Rochester! ¡Venga usted, por Dios!
Se abrió la puerta de un dormitorio; alguien corrió o caminó aprisa por la galería. Otros pasos pisaron el suelo sobre mi cuarto, y algo cayó; y se hizo el silencio. Me había puesto alguna ropa, aunque me temblaba todo el cuerpo de horror; salí de mi cuarto. Se habían despertado todos: sonaban exclamaciones, murmullos aterrorizados en todas las habitaciones; se abría una puerta tras otra; se asomaban unos y otros; la galería se llenó de gente. Tanto los caballeros como las damas se habían levantado de sus camas y todos preguntaban confusos: «¡Oh! ¿Qué es esto?», «¿Quién está herido?», «¿Qué ha pasado?», «¡Traigan luz!», «¿Hay fuego?», «¿Han entrado ladrones?», «¿Dónde nos refugiamos?». Habrían estado en absoluta oscuridad si no hubiera sido por la luz de la luna. Corrían de un lado a otro; se apiñaban; unos sollozaban, otros tropezaban; había una confusión absoluta.
—¿Dónde demonios está Rochester? —exclamó el coronel Dent—. No lo encuentro en su cama.
—¡Aquí! ¡Aquí! —le contestaron a gritos—. Tranquilícense todos: ya llego.
Se abrió la puerta que estaba al final de la galería y avanzó el señor Rochester con una vela; acababa de bajar del piso superior. Una de las damas fue corriendo enseguida hasta él y lo agarró del brazo: era la señorita Ingram.
—¿Qué cosa horrible ha pasado? —dijo ésta—. ¡Hable! ¡Denos enseguida la noticia, por mala que sea!
—Pero no me derriben ni me estrangulen —replicó él; pues ya se habían asido de él las señoritas Eshton, y las dos viudas, con amplias batas blancas, habían puesto rumbo a él como navíos a toda vela.
—¡Todo va bien! ¡Todo va bien! —exclamó—. No ha sido más que un ensayo de
Mucho ruido y pocas nueces
. Apártense de mí, señoras, o me pondré peligroso.
Y sí que parecía peligroso: sus ojos negros echaban chispas. Después de serenarse haciendo un esfuerzo, añadió:
—Una criada ha tenido una pesadilla, nada más. Es una persona excitable, nerviosa; sin duda, interpretó su sueño como si fuera una aparición o algo así; y el miedo le ha producido un ataque. Ahora debo asegurarme de que todos vuelven a sus cuartos, pues no es posible atenderla hasta que se haya calmado toda la casa. Caballeros, tengan la bondad de dar ejemplo a las damas. Señorita Ingram, estoy seguro de que no dejará usted de demostrar que está por encima de los miedos vanos. Amy y Louisa, vuelvan ustedes a sus nidos como el par de palomitas que son. Señoras —a las viudas—, van ustedes a enfriarse con toda seguridad si se quedan más tiempo en esta galería helada.
Y así, entre lisonjas y órdenes, consiguió que todos volvieran a sus dormitorios respectivos. Yo no esperé a que me lo mandaran, y me retiré sin que nadie se fijara en mí, como tampoco se había fijado nadie en mí cuando salí.
Pero no para acostarme: al contrario, empecé a vestirme con cuidado. Lo más probable era que sólo yo hubiera oído los ruidos que oí después del grito y las palabras que se habían dicho, porque habían salido del cuarto que estaba encima del mío; pero estos gritos me dieron la seguridad de que lo que había horrorizado la casa de aquella manera no era el sueño de una criada, y que la explicación que había dado el señor Rochester no era más que una invención para tranquilizar a sus huéspedes. Me vestí, por lo tanto, para estar preparada para cualquier emergencia. Una vez vestida, pasé mucho tiempo sentada junto a la ventana, contemplando los jardines silenciosos y los campos plateados, esperando sin saber qué. Me parecía que debía suceder algo después de aquel extraño grito, la lucha y la llamada de auxilio.
No: volvió a hacerse el silencio; cesaron gradualmente todos los murmullos y movimientos, y al cabo de una hora Thornfield Hall volvía a estar silenciosa como un desierto. Parecía que volvían a reinar el sueño y la noche. Mientras tanto, había ido bajando la luna: estaba a punto de ponerse. Como no estaba cómoda sentada a oscuras y fría, pensé acostarme en mi cama, vestida como estaba. Dejé la ventana y crucé la alfombra con poco ruido. Cuando me había agachado para quitarme los zapatos, una mano cauta dio un golpecito en mi puerta.
—¿Me llaman? —pregunté.
—¿Está usted levantada? —preguntó la voz que yo esperaba oír, es decir, la de mi señor.
—Sí, señor.
—¿Y vestida?
—Sí.
—Entonces, salga en silencio.
Obedecí. El señor Rochester estaba en la galería con una luz en la mano.
—La necesito —me dijo—; venga por aquí, no se apresure y no haga ruido.
La ligereza de mis zapatillas me permitió caminar por el suelo alfombrado con el silencio de un gato. Él se deslizó por la galería y subió las escaleras, y se detuvo en el corredor bajo y estrecho del temible tercer piso; yo lo había seguido y me quedé a su lado.
—¿Tiene usted una esponja en su cuarto? —me preguntó con un susurro.
—Sí, señor.
—¿Tiene sales, sales volátiles?
—Sí.
—Vuelva usted y traiga las dos cosas.
Regresé, tomé la esponja del lavabo, las sales de mi cajón, y volví otra vez sobre mis pasos. Seguía esperándome; tenía una llave en la mano. Se acercó a una de las puertecitas negras y metió la llave en la cerradura; hizo una pausa y volvió a dirigirme la palabra.
—¿Le afecta a usted ver sangre?
—Creo que no; no me he puesto a prueba nunca.
Al responderle sentí un estremecimiento, pero nada de frío ni de debilidad.
—Deme usted la mano —me dijo—; no es cuestión de arriesgarnos a que se desmaye.
Metí los dedos entre los suyos.
—¡Tenga ánimo! —murmuró; hizo girar la llave y abrió la puerta.
Vi un cuarto que recordaba haber visto antes, el día que me enseñó la casa la señora Fairfax; tenía tapices en las paredes, pero ahora estaba recogido en parte uno de los tapices y se veía una puerta que antes había estado oculta. Esta puerta estaba abierta; había una luz encendida en el cuarto interior; oí que salía de allí un ruido de rugidos y mordiscos al aire, casi como el de un perro que riñe. El señor Rochester dejó la vela y me dijo: «Espere un momento», y se adelantó a la habitación interior. Su entrada fue recibida con un grito burlón; ruidoso al principio, y que terminó con la risotada demoníaca de Grace Poole. Estaba allí
ella
, por lo tanto. El señor Rochester arregló algo sin hablar, aunque oí una voz baja que se dirigía a él; salió y cerró la puerta.

—¡Venga usted, Jane! —dijo; y pasé al otro lado de una cama grande que ocultaba con su colgaduras corridas una parte considerable del cuarto. Junto a la cabecera de la cama había una butaca; estaba sentado en ella un hombre, vestido, pero sin casaca; estaba quieto; tenía la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. El señor Rochester levantó la vela sobre él; reconocí en su cara pálida y aparentemente sin vida a Mason, el extranjero; vi también que tenía casi empapada de sangre la ropa blanca por un lado, y todo un brazo.
—Sujete la vela —dijo el señor Rochester, y yo la tomé. Él trajo una palangana de agua del lavabo.
—Sujete esto —me dijo. Le obedecí. Él tomó la esponja, la mojó y lavó la cara cadavérica; me pidió el frasco de sales y se lo aplicó a las narices. El señor Mason abrió los ojos al poco rato; soltó un quejido. El señor Rochester abrió la camisa del herido, que tenía el brazo y el hombro vendados; le limpió con la esponja la sangre que goteaba constante.
—¿Hay peligro inmediato? —murmuró el señor Mason.
—¡Bah! No; es un simple rasguño. No te impresiones tanto, hombre: ¡ánimo! Ahora mismo iré en persona por un médico; espero que mañana por la mañana se te puedan llevar de aquí. Jane… —añadió.
—¿Señor?
—Tendré que dejarla en este cuarto con este caballero durante una hora, quizá dos; le limpiará usted la sangre con la esponja como he hecho yo si vuelve a sangrar; si se marea, le llevará a los labios el vaso de agua que está en ese velador y sus sales a la nariz. No hablará con él bajo ningún concepto; y, Richard, si le diriges la palabra lo pagarás con la vida; si despegas los labios, si te mueves, no respondo de las consecuencias.
El pobre hombre volvió a soltar un quejido; parecía que no se atrevía a moverse; por lo visto, lo paralizaba el miedo a la muerte o a alguna otra cosa. El señor Rochester me puso en la mano la esponja, ya ensangrentada, y yo la usé como había hecho él. Me observó un segundo, y, diciendo: «¡Recuerden! Nada de conversación», salió del cuarto. Tuve una sensación extraña cuando chirrió la llave en la cerradura y dejó de oírse el ruido de sus pasos que se alejaban.
Estaba, por tanto, en el tercer piso, encerrada en una de sus celdas misteriosas, rodeada de noche, con un espectáculo sangriento ante mis ojos y en mis manos; con sólo una puerta entre una asesina y yo; sí, esto era espantoso; lo demás lo podía soportar, pero temblaba al pensar que podía caer sobre mí Grace Poole.
No obstante, debía seguir en mi puesto. Debía vigilar aquel semblante cadavérico, aquellos labios azules, inmóviles, que tenían prohibido despegarse; aquellos ojos que ora se cerraban, ora se abrían, ora vagaban por el cuarto, ora se fijaban en mí, siempre vidriosos de espanto. Debía mojarme la mano una y otra vez en la palangana de sangre y agua y lavar la sangre que goteaba. Debía ver faltar la luz de la vela sin despabilar que iluminaba mi tarea; oscurecerse las sombras en los tapices antiguos, bordados, que me rodeaban, y ennegrecerse bajo las colgaduras de la amplia cama antigua, y temblar extrañamente sobre las puertas de un gran armario que había al otro lado, cuya parte delantera, dividida en doce hojas, llevaba, con estilo siniestro, las cabezas de los doce apóstoles, cada una encerrada en su hoja como en un marco, mientras se levantaba sobre ellas, en lo alto, un crucifijo de ébano con un Cristo moribundo.
Según los cambios alternativos de la luz y la oscuridad, tan pronto bajaba la frente Lucas, el médico barbado, como se ondulaba la larga cabellera de San Juan; y la cara diabólica de Judas salía constantemente de la hoja y parecía cobrar vida y amenazar con una aparición del architraidor, del propio Satán en la figura de su subordinado.
Entre todo esto, además de mirar tenía que escuchar, por si oía los movimientos de la fiera salvaje o del diablo que estaba en el cubil contiguo. Pero parecía que estaba sujeto a un hechizo desde la visita del señor Rochester: durante toda la noche sólo oí tres ruidos separados por largos intervalos: el crujido de un paso, una repetición momentánea del ruido de gruñidos caninos y un hondo quejido humano.
Entonces fueron mis propios pensamientos los que me inquietaron. ¿Qué maldad era aquella, que vivía en forma humana en aquella casa apartada, sin que el propietario pudiera expulsarla ni someterla? ¿Qué misterio era el que provocaba ya incendios, ya sangre, a altas horas de la noche? ¿Qué criatura era aquélla que, oculta bajo la cara y la forma de una mujer vulgar, emitía ya la voz de un demonio burlón, ya la de un ave carroñera?
Y aquel hombre al que cuidaba yo, aquel extranjero corriente, tranquilo, ¿cómo se había metido en aquella red de horrores? ¿Por qué lo había atacado aquella furia? ¿Qué lo había llevado a moverse por aquella parte de la casa a hora intempestiva, cuando debería estar dormido en su cama? Yo había oído al señor Rochester asignarle un aposento abajo, ¿qué andaría buscando allí? ¿Y por qué estaba tan apaciguado ahora, después del acto de violencia o traición que había sufrido? ¿Por qué se sometía tan tranquilo a la ocultación que le había impuesto el señor Rochester? ¿
Por qué
había impuesto el señor Rochester tal ocultación? Su huésped había sufrido un ultraje; él mismo había sido objeto de un vil atentado contra su vida en otra ocasión; ¡y cubría de secreto y sumía en el olvido ambos ataques! Yo acababa de ver que el señor Mason estaba sometido al señor Rochester; que la voluntad imperiosa del segundo ejercía un control absoluto sobre la flojedad del primero: las pocas palabras que habían cruzado ambos me lo hacía ver con seguridad. Era evidente que en su trato anterior la energía activa del uno había dominado habitualmente a la disposición pasiva del otro: ¿a qué se debía, pues, la consternación del señor Rochester cuando se había enterado de la llegada del señor Mason? ¿Por qué había caído sobre él como un rayo sobre el roble el simple nombre de aquel individuo carente de resistencia, a quien controlaba ahora como a un niño sólo con hablarle?
¡Oh! Yo no podía olvidar la cara que puso ni su palidez cuando susurró: «¡Jane, he recibido un golpe; he recibido un golpe, Jane!». No olvidaba cómo le temblaba el brazo que había apoyado en mi hombro; y no podía ser cosa de poco la que doblegaba de aquella manera el espíritu decidido y estremecía el cuerpo vigoroso de Fairfax Rochester.
«¿Cuándo llegará? ¿Cuándo llegará?», gritaba yo para mis adentros mientras la noche se alargaba cada vez más; mientras mi paciente ensangrentado decaía, suspiraba, se ponía cada vez más enfermo y no llegaba ni el día ni la ayuda. Había llevado el agua una y otra vez a los labios azules de Mason; le había ofrecido una y otra vez las sales estimulantes; mis esfuerzos parecían inútiles: los padecimientos corporales o mentales, o la pérdida de sangre, o la combinación de las tres cosas le iban postrando las fuerzas rápidamente. Se quejaba de tal manera y parecía tan débil, perdido y fuera de sí, que temí que se estuviera muriendo; y ni siquiera podía hablar con él. La vela se consumió por fin y se apagó; cuando expiró, percibí rayos de luz grisácea por el borde de las cortinas de la ventana: llegaba el alba. A poco, oí ladrar a Piloto a lo lejos, desde su perrera lejana, en el patio: recuperé la esperanza. Y no fue baldía; al cabo de cinco minutos, el roce de la llave, el movimiento de la cerradura, me avisaron de que venían a relevarme de mi guardia. No podía haber durado más de dos horas: muchas semanas se me han hecho más cortas.
Entró el señor Rochester, y con él el médico que había ido a buscar.
—Ahora, Carter, esté atento —dijo a este último—: sólo le doy media hora para que cure la herida, la vende, baje al paciente y todo lo que haga falta.
—Pero ¿estará en condiciones de moverse, señor?
—De eso no cabe duda; no es nada grave; está nervioso; hay que animarlo. Vamos, póngase a trabajar.
El señor Rochester descorrió la gruesa cortina, subió la persiana, dejó pasar toda la luz que pudo, y yo me sorprendí y me alegré al ver cuánto había avanzado el amanecer, los albores rosados que empezaban a iluminar el oriente. Después se acercó a Mason, a quien ya manipulaba el médico.
—Ahora, ¿cómo te encuentras, amigo mío? —le preguntó.
—Me temo que ha terminado conmigo —fue la respuesta desmayada.
—¡Nada de eso! ¡Ánimo! De aquí a quince días estarás como si no te hubiera pasado nada; has perdido algo de sangre, nada más. Cárter, asegúrele que no hay peligro.
—Puedo asegurárselo con la conciencia tranquila —dijo Carter, que ya le había quitado las vendas—; aunque quisiera haber llegado aquí antes: no habría sangrado tanto. Pero ¿qué es esto? Tiene rasgada la carne del hombro, además de cortada. Esta herida no es de cuchillo: ¡es de dientes!
—Me mordió —murmuró él—. Me mordió como una tigresa cuando Rochester le quitó el cuchillo.
—No debiste haberte dejado dominar; debiste luchar con ella al instante —dijo el señor Rochester.
—Pero ¿qué podía hacer uno en esas circunstancias? —repuso Mason—. ¡Oh, fue espantoso! —añadió, estremeciéndose—. Y no me lo esperaba: ¡parecía tan tranquila al principio…!
—Te lo advertí —respondió su amigo—. Te dije que estuvieras en guardia cuando te acercases a ella. Además, podías haber esperado a mañana, y yo te habría acompañado: ha sido una pura locura intentar verte con ella esta noche y solo.
—Creí que podía hacer algún bien.
—¡Creíste! ¡Creíste! Sí, me impaciento de oírte; pero ya has sufrido y es probable que sufras bastante por no haber seguido mis consejos, de modo que no diré más. Carter… ¡aprisa!, ¡aprisa! El sol va a salir pronto, y es preciso que se vaya de aquí.
—Enseguida, señor; ya tiene el hombro vendado. Deberé curarle la otra herida del brazo; me parece que también lo ha mordido ahí.
—Me chupó la sangre; dijo que me iba a secar el corazón —añadió Mason.
Vi estremecerse al señor Rochester: una expresión singularmente marcada de asco, horror, odio le contrajo el semblante hasta casi distorsionárselo; pero lo único que dijo fue:
—Vamos, Richard; calla, y no hagas caso de sus delirios: no los repitas.
—Ojalá pudiera olvidarlos —fue la respuesta.
—Los olvidarás cuando te hayas marchado del país; cuando vuelvas a Puerto España, puedes darla por muerta o enterrada; o, más bien, no pienses en ella para nada.
—¡Imposible olvidar esta noche!
—No es imposible; ten un poco de energía, hombre. Hace dos horas te creías más muerto que un arenque, y ahora estás vivo y hablando. ¡Ya está! Carter ha terminado contigo, o casi; yo te pondré presentable en un periquete. Jane —dijo, dirigiéndose a mí por primera vez desde su vuelta—, tome esta llave; baje usted a mi dormitorio y pase directamente a mi vestidor: abra el cajón superior del armario y saque una camisa y un pañuelo de cuello limpios. Tráigalos aquí; y sea ligera.
Fui allí; busqué el cajón que me había dicho, encontré las prendas indicadas y volví con ellas.
—Ahora pase al otro lado de la cama mientras yo lo adecento —dijo—; pero no se marche del cuarto; quizá haga falta otra vez.
Me retiré como me habían dicho.
—¿Había alguien levantado cuando bajó, Jane? —me preguntó el señor Rochester a continuación.
—No, señor; todo estaba muy tranquilo.
—Te sacaremos de aquí discretamente, Dick; y será mejor para ti y para la pobre criatura que está ahí. He pasado mucho tiempo esforzándome por evitar que se desvele todo, y no quisiera que acabara por salir a la luz. Vamos, Carter, ayúdele a ponerse el chaleco. ¿Dónde dejaste tu abrigo de piel? Sé que no podrás viajar ni una milla sin él con este condenado clima frío. ¿En tu cuarto? Jane, baje corriendo al cuarto del señor Mason, el contiguo al mío, y traiga un abrigo que verá allí.
Volví a correr y regresé con un gabán inmenso, forrado y ribeteado de piel.
—Ahora, tengo que hacerle otro encargo —dijo mi amo incansable—; debe ir otra vez a mi cuarto. ¡Qué ventura que vaya calzada de terciopelo, Jane! En esta coyuntura no nos serviría una recadera que anduviera dando pisotones. Deberá abrir el cajón central de mi mesa de tocador y sacará un frasquito y un vasito que encontrará allí: ¡deprisa!
Fui volando y volví con los recipientes solicitados.
—¡Está bien! Ahora, doctor, me tomaré la libertad de administrar yo mismo un medicamento, bajo mi responsabilidad. Este cordial se lo compré en Roma a un curandero italiano, a un sujeto al que usted habría dado de patadas, Carter. No es cosa que se deba tomar indiscriminadamente, pero es bueno en algunas ocasiones; como ahora, por ejemplo. Un poco de agua, Jane.
Tendió el vasito, y yo lo llené a medias con la botella de agua del lavabo.
—Basta; ahora, moje el borde del frasco.
Así lo hice; él vertió doce gotas de un líquido carmesí y se lo presentó a Mason.
—Bebe, Richard: te dará los ánimos que te faltan, durante una o dos horas.
—Pero ¿me hará daño? ¿Es irritante?
—¡Bebe! ¡Bebe! ¡Bebe!
El señor Mason obedeció, porque la resistencia era evidentemente inútil. Ya estaba vestido; seguía pareciendo pálido, pero ya no estaba ensangrentado ni manchado. El señor Rochester le dejó quedarse sentado durante tres minutos después de haberse tragado el líquido; le tomó entonces el brazo…
—Estoy seguro de que ya te puedes poner de pie —le dijo—; inténtalo.
El paciente se levantó.
—Cójalo del otro brazo, Carter. Anímate, Richard; camina: ¡eso es!
—Sí que me encuentro mejor —observó el señor Mason.
—Estoy seguro de ello. Ahora, Jane, pasa delante de nosotros a la escalera de servicio; quita el cerrojo de la puerta del pasaje lateral y di al cochero de la silla de postas que verás en el patio (o delante, pues le dije que no pasara por el pavimento para no hacer ruido con las ruedas) que esté preparado: ya vamos; y, Jane, si hay alguien por allí, acérquese al pie de las escaleras y carraspee.
Ya eran las cinco y media y el sol estaba a punto de salir; pero encontré la cocina todavía a oscuras y en silencio. La puerta del pasaje lateral estaba cerrada; la abrí con el menor ruido posible; todo el patio estaba en silencio, pero las puertas estaban abiertas de par en par y había fuera una silla de postas con el tiro de caballos uncido y el cochero sentado en el pescante. Me acerqué a él y le dije que ya llegaban los caballeros; él asintió con la cabeza. Después, eché una mirada cuidadosa y escuché. Dormía en todas partes la quietud de la madrugada; en las ventanas de los dormitorios de los criados seguían echadas las cortinas; los pajarillos empezaban a piar en los árboles del huerto de frutales, blanqueados de flores, cuyas ramas caían como guirnaldas blancas sobre la pared que cerraba el patio por uno de sus lados; los caballos de tiro daban pisotones de cuando en cuando en las caballerizas; todo lo demás estaba en silencio. Aparecieron entonces los caballeros. Parecía que Mason caminaba con bastante facilidad, apoyado en el señor Rochester y en el médico. Le ayudaron a subirse a la silla de postas; Carter subió tras él.
—Cuide de él —dijo el señor Rochester a este último—, y téngalo en su casa hasta que esté bien; me pasaré por allí de aquí a uno o dos días para ver cómo sigue. ¿Cómo te encuentras, Richard?
—El aire fresco me reanima, Fairfax.
—Deje bajada la ventanilla por su lado, Carter, no corre viento. Adiós, Dick.
—Fairfax…
—Bueno, ¿qué hay?
—Que la cuiden; que la traten con toda la ternura posible; que la… —se interrumpió y rompió a llorar.
—Haré todo lo que pueda; lo he hecho y lo haré —fue la respuesta. Cerró la portezuela de la silla de postas, y el vehículo se puso en marcha.
—¡Aunque quisiera, por Dios, que terminara todo esto! —añadió el señor Rochester mientras cerraba y atrancaba el portón del patio.
Hecho esto, avanzó a paso lento y con aire distraído hacia una puerta de la pared que daba al huerto de frutales. Yo, suponiendo que ya no me necesitaba, me dispuse a regresar a la casa; pero oí que me llamaba: «¡Jane!». Había abierto el portal y estaba allí esperándome.
—Venga usted aquí unos momentos, donde corre un poco de aire —dijo—; esa casa es una verdadera mazmorra: ¿no se lo parece a usted?
—A mí me parece una mansión espléndida, señor.
—El relumbrón de la falta de experiencia le ciega los ojos —repuso—; y la ve a través de un filtro encantado: no percibe que el brillo es cieno, y las colgaduras de seda, telarañas; que el mármol es sórdida pizarra y las maderas pulidas simples astillas y cortezas irregulares. Ahora bien,
aquí
—dijo, señalando el recinto lleno de hojas donde habíamos entrado— todo es auténtico, dulce y puro.
Descendió por un camino bordeado de boj, con manzanos, perales y cerezos a un lado, y al otro un arriate lleno de flores clásicas de toda especie: alhelíes, prímulas, pensamientos, mezcladas con el abrótano, la albahaca y otras hierbas olorosas. Estaban todo lo frescas que podían estar tras una serie de chaparrones y soles de abril, seguidos de una preciosa mañana de primavera; el sol empezaba a entrar por el oriente moteado, y su luz iluminaba los árboles de huerto, cargados de hojas y de rocío, y brillaba en los paseos tranquilos que transcurrían entre ellos.
—¿Quiere usted una flor, Jane?
Tomó una rosa a medio abrir, la primera del rosal, y me la ofreció.
—Muchas gracias, señor.
—¿Le gusta a usted este amanecer, Jane? ¿Ese cielo con sus nubes altas y livianas, que se disolverán sin duda cuando el día empiece a calentar? ¿Esta atmósfera plácida y fragante?
—Me gusta mucho.
—Ha pasado usted una noche extraña, Jane.
—Sí, señor.
—Y la ha puesto pálida; ¿ha pasado miedo cuando la dejé sola con Mason?
—Tenía miedo de que saliera alguien de la habitación interior.
—Pero yo había cerrado la puerta; llevaba la llave en el bolsillo. Sería un pastor muy descuidado si hubiera dejado sin protección a una cordera (a mi cordera más querida) tan cerca del cubil del lobo; estaba usted a salvo.
—¿Seguirá viviendo aquí Grace Poole, señor?
—¡Ah, sí! No se preocupe usted por ella; apártela de sus pensamientos.
—No obstante, a mí me parece que la vida de usted corre peligro mientras siga ella aquí.
—Nada tema; sabré cuidarme.
—¿Ha pasado ya el peligro que temía usted anoche, señor?
—No puedo asegurarlo hasta que Mason se haya marchado de Inglaterra; ni siquiera entonces. Mi vida, Jane, está como al borde de un cráter que puede abrirse y vomitar fuego cualquier día.
—Pero el señor Mason parece un hombre fácil de dominar. Salta a la vista, señor, que usted ejerce una influencia poderosa sobre él: no será capaz de desafiarlo ni de hacerle daño voluntariamente.
—¡Oh, no! Mason no me desafiará ni me hará daño a sabiendas; pero en un momento dado, con una palabra descuidada, podría despojarme para siempre, si no de la vida, al menos de la felicidad.
—Pues dígale que sea prudente, señor; hágale saber sus temores y muéstrele el modo de evitar el peligro.
Soltó una risa sardónica, me tomó de la mano con precipitación y la soltó con la misma precipitación.
—Si yo pudiera hacer eso, pobre ingenua, ¿dónde estaría el peligro? Quedaría reducido a la nada en un instante. Desde que conozco a Mason, me ha bastado con decirle «haz esto» para que lo haga. Pero en este caso no puedo darle órdenes; no puedo decirle «guárdate de hacerme daño, Richard»; porque es esencial que no se entere de que puede hacerme daño. Ahora parece usted desconcertada; y la desconcertaré todavía más. Usted es amiga mía, ¿verdad?
—Me gusta servirlo, señor, y obedecerlo en todo lo que sea correcto.
—Exactamente: ya lo veo. Aprecio una satisfacción verdadera en sus modales y gesto, en su cara y ojos, cuando me está usted ayudando y agradando; cuando trabaja conmigo y por mí, como dice en expresión muy propia de usted, «en todo lo que sea correcto». Pues si yo le mandara hacer algo que usted considerara incorrecto, no correría usted con pies ligeros, ni se apresuraría con manos ágiles, ni tendría los ojos vivos ni el semblante animado. En tal caso, mi amiga se volvería hacia mí, pálida y silenciosa, y me diría: «No, señor; eso es imposible; no puedo hacerlo porque es incorrecto»; y sería inmutable como una estrella fija. Bueno, también usted ejerce un poder sobre mí y puede hacerme daño; aunque yo no me atrevo a enseñarle en qué soy vulnerable, por miedo a que, a pesar de todo lo fiel y amistosa que es usted conmigo, me traspase al momento.
—Si no tiene usted que temer del señor Mason más que de mí, señor, está usted muy a salvo.
—¡Quiera Dios que así sea! Aquí hay un cenador, Jane; sentémonos.
El cenador era un arco abierto en el muro, cubierto de hiedra; contenía un asiento rústico. El señor Rochester se sentó en él, aunque dejándome sitio. Pero yo me quedé de pie ante él.
—Siéntese —me dijo—; en el banco hay sitio para dos. No dudará usted en sentarse a mi lado, ¿verdad? ¿Es incorrecto, Jane?
Le contesté ocupando el asiento; pensé que sería imprudente rechazarlo.
—Ahora, amiga mía, mientras el sol se bebe el rocío; mientras despiertan y se abren todas las flores de este viejo jardín, y los pájaros traen del campo de espinos el desayuno a sus crías, y las abejas madrugadoras hacen sus primeras labores, voy a plantearle a usted un caso que debe procurar tomar como si fuera usted la interesada; pero, antes, míreme usted y dígame si está tranquila, sin temer que yo haga mal en detenerla o que usted haga mal en quedarse aquí.
—No, señor; estoy a gusto.
—Pues bien, Jane, recurra usted a su fantasía. Suponga que ya no es usted una muchacha bien criada y disciplinada, sino un muchacho salvaje, mimado desde la infancia; imagínese que está en un país remoto, extranjero; figúrese que comete en ese país un error muy grave, no importa de qué naturaleza o por qué motivos; si bien un error cuyas consecuencias deberán perseguirlo durante toda su vida y manchar toda su existencia. Ojo, no digo que se trate de un crimen; no hablo de derramar sangre ni de ningún otro acto culpable que podría hacer responsable ante la ley al que lo comete; he dicho un error. Con el tiempo, las consecuencias de lo que ha hecho se vuelven absolutamente insoportables para usted; toma medidas para aliviarse, medidas extraordinarias, aunque no ilegales ni culpables. Pero sigue siendo desgraciado, pues ha perdido la esperanza cuando estaba empezando a vivir; su sol se eclipsa a mediodía, y a usted le parece que seguirá eclipsado hasta su ocaso. Sus recuerdos sólo se alimentan de asociaciones amargas y rastreras; vaga usted por aquí y por allá, buscando el alivio en el exilio, la felicidad en los placeres (me refiero a los placeres sensuales, desalmados, que embotan el intelecto y ciegan los sentimientos). Con el corazón cansado y el alma marchita, vuelve usted a su hogar al cabo de años de exilio voluntario; conoce usted a una persona nueva, no importa cómo ni dónde; encuentra en esa persona desconocida muchas virtudes buenas y luminosas que lleva usted buscando veinte años sin haberlas encontrado nunca hasta entonces; y son todas frescas, sanas, sin mancha ni suciedad. Ese trato revive, regenera: siente usted que vuelven días mejores, deseos más elevados, sentimientos más puros; desea volver a empezar su vida y pasar los días que le queden de vida de una manera más digna de un ser inmortal. Para conseguirlo, ¿estaría justificado que se saltara un obstáculo establecido por la costumbre, un mero impedimento convencional que ni sanciona su conciencia ni aprueba su juicio?
Calló, esperando una respuesta; y ¿qué iba a decir yo? ¡Ojalá hubiera tenido algún espíritu benévolo que me sugiriera una respuesta juiciosa y satisfactoria! ¡Vana aspiración! El viento de poniente susurraba en la hiedra, a mi alrededor; pero ningún Ariel delicado se sirvió de su aliento como medio de expresión; los pájaros cantaban en los árboles, pero su canto, aunque dulce, era inarticulado.
El señor Rochester volvió a formular su pregunta:
—¿Está justificado el hombre errabundo y pecador, ahora arrepentido y en busca del descanso, al desafiar la opinión del mundo para unir a él para siempre a esta persona desconocida delicada, bondadosa, amable, consiguiendo así su paz de espíritu y la regeneración de su vida?
—Señor —respondí—, el descanso del errabundo o la reforma del pecador no deben depender nunca de otra criatura. Los hombres y las mujeres mueren; a los filósofos les falta sabiduría, y a los cristianos bondad; si conoce usted a alguien que ha sufrido y ha errado, que busque en algo más elevado que su prójimo la fuerza para enmendarse y el solaz para curarse.
—Pero ¡el instrumento! ¡El instrumento! Dios, que hace la obra, ordena el instrumento. Yo mismo (se lo digo sin recurrir a parábolas) he sido un hombre mundano, disipado, inquieto; y creo que he encontrado el instrumento para mi sanación en…
Hizo una pausa. Los pájaros siguieron cantando; las hojas, susurrando con suavidad. Casi me extrañó que no interrumpieran sus cantos y susurros para escuchar la revelación truncada; pero habrían tenido que esperar muchos minutos; tan largo fue el silencio. Al fin, miré a mi interlocutor callado: me estaba mirando con ansiedad.
—Amiga —me dijo con un tono muy cambiado (y la cara también le había cambiado, perdiendo toda su suavidad y seriedad y volviéndose dura y sarcástica)—, habrá observado usted mi tierno interés por la señorita Ingram. ¿No le parece a usted que, si me casara con ella, ella me regeneraría con ahínco?
Se puso de pie al instante, caminó hasta el final mismo del paseo, y cuando volvió venía tarareando una melodía.
—Jane, Jane —dijo, deteniéndose ante mí—, está usted muy pálida por las noches que ha pasado en blanco. ¿No me maldice usted por haberle quitado el sueño?
—¿Maldecirlo? No, señor.
—Para confirmarlo, deme la mano. ¡Qué dedos tan fríos! Estaban más calientes anoche, cuando los toqué a la puerta del cuarto misterioso. Jane, ¿cuándo volverá usted a velar conmigo?
—Siempre que pueda ser útil, señor.
—¡La noche antes de casarme, por ejemplo! Estoy seguro de que no seré capaz de dormir. ¿Me promete usted pasarla de conversación conmigo, para hacerme compañía? A usted puedo hablarle de mi amada, pues ya la ha visto y la conoce.
—Sí, señor.
—Es extraordinaria, ¿verdad, Jane?
—Sí, señor.
—Una mujer estupenda, estupenda de verdad, Jane: grande, morena y de buenas carnes, con el pelo como el que debían de tener las damas de Cartago. ¡Dios nos asista! ¡Allí están Dent y Lynn, en las caballerizas! Vaya usted entre los arbustos, pasando por esa cancela.
Mientras yo me marchaba por un lado, él se fue por otro, y le oí hablar alegremente en el patio, diciendo:
—Mason les ha tomado la delantera a todos esta mañana: se ha marchado antes de salir el sol. Yo me he levantado a las cuatro para despedirlo.